A una madre se le supone amor incondicional por sus hijos, pero Cristina no era una madre convencional. Siempre se encontraba mal y por eso nunca se levantaba antes del mediodía, si es que llegaba a hacerlo. Ella sólo sentía amor propio, era el egoísmo personificado. Eso pensaba de ella su hija Claudia. Claudia, desde muy pequeña, supo que su madre no la quería. Sentía que era un estorbo para ella. Se había acostumbrado a crecer sin su amor. Tan solo tenía once años y sin embargo, sus muchas obligaciones, la forzaban a comportarse como si fuera ya adulta. Su madre con sus dolencias hacían vida en el dormitorio mientras que ella tenía que ocuparse de todas las tareas del hogar, además de atender sus estudios con éxito. De regreso del colegio, Claudia acudía todos los días a un parque infantil y hacía una breve parada, pero ella nunca se montaba en los columpios ni en los toboganes. Al fin y al cabo, los niños se montaban en esos aparatos para presumir de su destreza ante sus padres y sin su presencia, no merecía la pena el esfuerzo. Claudia se limitaba a sentarse en un banco próximo y observar a las madres de los otros niños. Mentalmente, elegía a la más atenta y cariñosa, a la que más amor demostraba y se la imaginaba como su propia madre. Cada día elegía a una madre distinta. Todas eran mejores que su verdadera madre. Veía como esas mujeres se comportaban con sus hijos y sentía envidia y tristeza a partes iguales. A menudo, maldecía su suerte. Se preguntaba por qué le había tocado la peor madre del mundo. Y después, regresaba a casa. Hacía los deberes, cuando terminaba, preparaba la cena. Y nunca, nunca, se olvidaba de añadir un poquito de raticida al plato de su madre.
sábado, 29 de agosto de 2009
miércoles, 26 de agosto de 2009
EL OLOR
La casa estaba limpia y él estaba preparado. Ella pronto llamaría a la puerta. El mundo era fantástico y maravilloso. Ella iba a pasar una tarde con él. La chica más guapa de la ciudad, de la nación, del planeta, había accedido a su invitación. Pasarían la tarde escuchando buena música y bebiendo vino, y cuando la bebida soltara las lenguas se harían confesiones y se conocerían más íntimamente. Más tarde saldrían a cenar a algún sitio bonito y con un poco de suerte regresarían para hacer el amor entre las sábanas (ó donde fuera).
Echó un último vistazo asegurándose de que todo estuviera limpio. Como ya sabía, todo estaba en su sitio, perfecto. Lo único que podía hacer era esperar...
De pronto, sintió un inesperado retortijón.
- Intestinos llamando a cerebro. Deberíamos vaciar los depósitos...
El cerebro se lo pensó y tomó su decisión.
- Podemos esperar.
Esperaron, y al rato el intestino volvió a llamar al ocupado cerebro.
- En el colon ya no hay espacio, ¡hay que desalojar!
El cerebro se lo pensó y ordenó:
- ¡Podemos esperar!
Esperaron. Notó la presión en su tripa aprisionada por el cinturón. Realmente lo estaba pasando mal.
- ¡Intestino llamando a cerebro! ¡Esto es una emergencia! Debemos vaciar los tanques ahora que aún nos queda tiempo...
El cerebro se lo pensó y finalmente aceptó. Corrió lo más rápido que pudo hacía el cuarto de baño, se bajó los pantalones y los calzoncillos y se sentó en la taza. La primera descarga fue inmediata, explosiva y casi líquida. La segunda llego más tranquila, más sólida y compacta. Mientras defecaba, rezaba para que ella no llegase en ése preciso momento. Miró su reloj de pulsera y comprobó que pasaban dos minutos de la hora convenida.
- ¡Por favor, que llegue tarde, que llegue más tarde!...
Terminó, se limpió, se subió los pantalones, tiró de la cadena, limpió los restos con la escobilla, se lavó las manos y salió del baño. Conseguido…
¡Joder! ¿Qué era ese olor? Fue como un puñetazo en la nariz. De todas las veces que había cagado en su vida, ésta era con diferencia la más asquerosa, la que peor peste había dejado.
Abrió las ventanas, pero no corría ninguna brisa y el olor se esparció tranquilamente por la casa, reconcentrándose con el calor llegado del hirviente mundo exterior.
Cogió una toalla y la agitó, pretendiendo sacar aquel hedor por las ventanas. Tanta agitación hizo que empezase a sudar, los sobacos le chorreaban, manchando de humedades su camisa. ¿Por qué era todo tan complicado? Alguien allá arriba se estaba divirtiendo a su costa.
Se acordó de que en algún lugar de la despensa guardaba un spray ambientador. Roció con él toda la casa, hasta que del difusor dejó de salir gas, pero aún así aquella pestilencia surgida de sus entrañas prevalecía por encima del ambientador, de hecho, al mezclarse los aromas se vició tanto el poco aire que quedaba que aquello era insoportable.
Sabía que en cuanto ella oliese esa fetidez se iría para no volver. Estaba tan avergonzado que apenas si podía pensar. El sudor le calaba la espalda. Se miró en el espejo: Su frente estaba perlada de gotitas saladas que pronto correrían cuello abajo.
Miró otra vez el reloj. Pasaban seis minutos, en cualquier momento ella estaría frente a la puerta. Probó con un spray desodorante. No hubo mejoras.
El olor insistía en quedarse, enquistándose como un cáncer. Él nunca tuvo demasiada suerte en la vida, pero aquello era el colmo. Entró de nuevo en el baño, se quitó la camisa, mojó una toalla y lavó con ella sobacos, cara y cuello. Se peinó y caminó hacía el armario del dormitorio, eligió una camisa y se la puso. La sudada la echó dentro de la lavadora.
A cada paso que daba el olor penetraba los agitados agujeros de su nariz. Era consciente de que lo tenía todo en contra, pero aún así no quería rendirse. Esa mujer le gustaba y no estaba dispuesto a desperdiciar la ocasión. Se aplicó el desodorante en las axilas, por encima de la camisa y siguió con el resto de la casa, pero no hizo más que empeorar la situación, casi no se podía respirar y los ojos le lloraban debido a los gases. ¿Por qué es siempre tan difícil? ¿Por qué siempre se jode todo?
Entonces una parte poco activa de su cerebro intervino, sugiriéndole una idea: No hay olor que pueda con el de la marihuana. Estaba claro, se haría el mayor canuto de marihuana jamás visto u olido, al fin y al cabo, prefería mil veces que lo tomase por un porreta que por un cerdo asqueroso con las entrañas podridas.
Dicho y hecho. Aspiró, y lo que entró por su garganta fue una mezcla imposible de grifa, ambientador, desodorante y olor a mierda que le dejó un extraño regusto en el paladar y una incómoda presión en los pulmones. No le importó y siguió fumando. Por fin, algo resultaba efectivo contra la pestilencia. La casa se fue impregnando del agradable aroma de la marihuana quemada. Había luchado y había vencido. Se sintió alegre, miro el reloj, pasaban veinte minutos de la hora.
Qué deprisa corría el tiempo. ¿Por qué se retrasará tanto? Las cosas habían cambiado, antes rezaba para que ella se demorase y ahora imploraba para que apareciera al fin. Sintiéndose algo colocado, se sentó a esperar, y esperó y esperó sin que nadie llamara a la puerta. Cada minuto que pasaba se sentía más derrotado, más defraudado. Cada segundo consumido le decía que ella no iba a venir.
Siguió esperando, aunque sabía que ya había perdido, que todo había terminado, que él nunca podría anotar una victoria en su currículo.
Echó un último vistazo asegurándose de que todo estuviera limpio. Como ya sabía, todo estaba en su sitio, perfecto. Lo único que podía hacer era esperar...
De pronto, sintió un inesperado retortijón.
- Intestinos llamando a cerebro. Deberíamos vaciar los depósitos...
El cerebro se lo pensó y tomó su decisión.
- Podemos esperar.
Esperaron, y al rato el intestino volvió a llamar al ocupado cerebro.
- En el colon ya no hay espacio, ¡hay que desalojar!
El cerebro se lo pensó y ordenó:
- ¡Podemos esperar!
Esperaron. Notó la presión en su tripa aprisionada por el cinturón. Realmente lo estaba pasando mal.
- ¡Intestino llamando a cerebro! ¡Esto es una emergencia! Debemos vaciar los tanques ahora que aún nos queda tiempo...
El cerebro se lo pensó y finalmente aceptó. Corrió lo más rápido que pudo hacía el cuarto de baño, se bajó los pantalones y los calzoncillos y se sentó en la taza. La primera descarga fue inmediata, explosiva y casi líquida. La segunda llego más tranquila, más sólida y compacta. Mientras defecaba, rezaba para que ella no llegase en ése preciso momento. Miró su reloj de pulsera y comprobó que pasaban dos minutos de la hora convenida.
- ¡Por favor, que llegue tarde, que llegue más tarde!...
Terminó, se limpió, se subió los pantalones, tiró de la cadena, limpió los restos con la escobilla, se lavó las manos y salió del baño. Conseguido…
¡Joder! ¿Qué era ese olor? Fue como un puñetazo en la nariz. De todas las veces que había cagado en su vida, ésta era con diferencia la más asquerosa, la que peor peste había dejado.
Abrió las ventanas, pero no corría ninguna brisa y el olor se esparció tranquilamente por la casa, reconcentrándose con el calor llegado del hirviente mundo exterior.
Cogió una toalla y la agitó, pretendiendo sacar aquel hedor por las ventanas. Tanta agitación hizo que empezase a sudar, los sobacos le chorreaban, manchando de humedades su camisa. ¿Por qué era todo tan complicado? Alguien allá arriba se estaba divirtiendo a su costa.
Se acordó de que en algún lugar de la despensa guardaba un spray ambientador. Roció con él toda la casa, hasta que del difusor dejó de salir gas, pero aún así aquella pestilencia surgida de sus entrañas prevalecía por encima del ambientador, de hecho, al mezclarse los aromas se vició tanto el poco aire que quedaba que aquello era insoportable.
Sabía que en cuanto ella oliese esa fetidez se iría para no volver. Estaba tan avergonzado que apenas si podía pensar. El sudor le calaba la espalda. Se miró en el espejo: Su frente estaba perlada de gotitas saladas que pronto correrían cuello abajo.
Miró otra vez el reloj. Pasaban seis minutos, en cualquier momento ella estaría frente a la puerta. Probó con un spray desodorante. No hubo mejoras.
El olor insistía en quedarse, enquistándose como un cáncer. Él nunca tuvo demasiada suerte en la vida, pero aquello era el colmo. Entró de nuevo en el baño, se quitó la camisa, mojó una toalla y lavó con ella sobacos, cara y cuello. Se peinó y caminó hacía el armario del dormitorio, eligió una camisa y se la puso. La sudada la echó dentro de la lavadora.
A cada paso que daba el olor penetraba los agitados agujeros de su nariz. Era consciente de que lo tenía todo en contra, pero aún así no quería rendirse. Esa mujer le gustaba y no estaba dispuesto a desperdiciar la ocasión. Se aplicó el desodorante en las axilas, por encima de la camisa y siguió con el resto de la casa, pero no hizo más que empeorar la situación, casi no se podía respirar y los ojos le lloraban debido a los gases. ¿Por qué es siempre tan difícil? ¿Por qué siempre se jode todo?
Entonces una parte poco activa de su cerebro intervino, sugiriéndole una idea: No hay olor que pueda con el de la marihuana. Estaba claro, se haría el mayor canuto de marihuana jamás visto u olido, al fin y al cabo, prefería mil veces que lo tomase por un porreta que por un cerdo asqueroso con las entrañas podridas.
Dicho y hecho. Aspiró, y lo que entró por su garganta fue una mezcla imposible de grifa, ambientador, desodorante y olor a mierda que le dejó un extraño regusto en el paladar y una incómoda presión en los pulmones. No le importó y siguió fumando. Por fin, algo resultaba efectivo contra la pestilencia. La casa se fue impregnando del agradable aroma de la marihuana quemada. Había luchado y había vencido. Se sintió alegre, miro el reloj, pasaban veinte minutos de la hora.
Qué deprisa corría el tiempo. ¿Por qué se retrasará tanto? Las cosas habían cambiado, antes rezaba para que ella se demorase y ahora imploraba para que apareciera al fin. Sintiéndose algo colocado, se sentó a esperar, y esperó y esperó sin que nadie llamara a la puerta. Cada minuto que pasaba se sentía más derrotado, más defraudado. Cada segundo consumido le decía que ella no iba a venir.
Siguió esperando, aunque sabía que ya había perdido, que todo había terminado, que él nunca podría anotar una victoria en su currículo.
domingo, 23 de agosto de 2009
EL LOCO
Chano tenía atemorizados a los chavales del barrio. Poseía la fea costumbre de ir mordiendo las esquinas de los edificios. Esa singularidad le originó el mote del “Muerdesquinas”. Chano era un poco más lento de lo normal a la hora de hacer funcionar sus neuronas. En compensación, la naturaleza le había dotado de una gran estatura y corpulencia, motivo de más para que los chavales le temiesen. Chano no tenía amigos, siempre andaba deambulando de un lado para otro, mordisqueando las esquinas como un perro callejero que señala su territorio a base de contenidas meadas. Un día, unos jóvenes acorralaron a un perro con la intención de atarle al rabo unas cuantas latas vacías. Chano los sorprendió, cogió al perro y sin más le arreó un mordisco en el cuello. El pobre perro lanzó mordiscos al viento en un intento desesperado por zafarse. Los jóvenes quedaron petrificados con la salvaje y desproporcionada reacción de Chano. Si hubieran tenido una brizna de valor, hubiesen salido corriendo, pero el estupor les mantenía con los pies clavados al suelo y los ojos desorbitados. De pronto, Chano soltó al perro y cayó fulminado al suelo. Empezó a convulsionarse, se mordió la lengua y su propia sangre tiñó de rojo los espumarajos de su boca. El perro, a la que se vió libre, corrió como alma que lleva el diablo, seguido de cerca por los aterrados chavales que ahora sí, se atrevían a huir de aquel macabro esperpento. Ese mismo día, Chano fue ingresado en una clínica mental. Pasó más de un mes antes de que se le volviera a ver mordiendo las esquinas del barrio. Durante ese mes, los chavales relataron una y otra vez el suceso del perro, exageraron, añadieron partes de su propia cosecha, hasta tal punto que se llegó a oír que Chano tenía la rabia y si tenías la mala folla de que te mordiera, te la contagiaba y te convertías en un licántropo. De ahí, pasaron a increpar a su familia. Se especulaba con que todos eran malvados asesinos que mataban y cocinaban a sus victimas para luego comérselas. Por eso Chano mordía las esquinas, para afilarse los dientes y así poder devorar mejor a todos los ingratos que caían en sus zarpas y en las de su familia. Sin embargo, los familiares de Chano estaban muy lejos de ser asesinos y mucho menos caníbales. Eran chatarreros y por eso resultaba bastante habitual ver a su padre vestido con su ajado traje negro y sombrero de ala del mismo tono, tirando de un desnutrido mulo que a su vez tiraba de un carro cargado con somieres oxidados, rollos de alambre vieja, bidones vacíos y algún mueble rescatado. Algunas veces, Chano intentaba ayudar a su progenitor en la recogida de chatarra, pero con su talante distraído y su poca pericia, más que ayudar, retrasaba, y terminaba siendo una carga. Que se supiese, Chano nunca fue al colegio. Seguramente porque habría necesitado un centro especializado y su familia no se lo hubiera podido permitir. Eso le daba todo el tiempo del mundo para caminar todo el día, confundido sin saber muy bien que hacer. Esa confusión era la que le llevaba a morder esquinas, y las mordía para no tener que morder a un perro, o un niño, o una mujer. La rabia que le producía su incapacidad para relacionarse con sus semejantes era tal que mordía los ladrillos hasta que se le desgarraban las encías. Llevado por esa misma rabia, una mañana se bebió media botella de lejía. La ambulancia llegó al barrio. Cargaron a Chano y se lo llevaron al hospital. Todos comentaron el incidente y los rumores corrieron de puerta en puerta. Se hicieron apuestas. ¿Iba a palmarla o por el contrario, “mala hierba nunca muere”? Ganaron los que apostaron por el refrán, ya que a las pocas semanas Chano regresó al barrio. Eso sí, más pálido y delgado. Se notaba que las había pasado canutas. Poco a poco, se fue recuperando, era de constitución fuerte. A los tres días, ya estaba dando que hablar con una nueva locura. Toreaba los coches que pasaban por una concurrida carretera que atravesaba en diagonal la vecindad. Chano se quitaba la camisa, saltaba en medio de la calzada y recibía a los coches con arriesgados pases de pecho, naturales, e incluso, alguna que otra chicuelina. Ante los “olés” de la chavalería congregada en las aceras, Chano se crecía. Clavaba las rodillas en el suelo y esperaba la embestida del siguiente vehículo. Los conductores le pitaban insistentemente, sacando sus cabezas por la ventanilla para insultarle. Por el contrario, los chavales le aplaudían y vitoreaban estimulando su valentía y él, por no defraudarles, se superaba en cada faena. Por primera vez en su vida, sentía que había una especie de conexión entre los clávales y él y eso le reconfortaba por encima de cualquier otro hecho. Ese apoyo era más que suficiente para arriesgar su vida esquivando en el último instante a coches, autobuses e incluso camiones. Un día tras otro, los chavales acudían tras las clases a ver torear al “Muerdesquinas”. Para no decepcionar a un público tan fiel y entusiasta, Chano se acercaba más y más a los coches, poniendo en serio riesgo su vida, provocando fuertes frenazos e insultos. En un par de ocasiones, se formó tal atasco que tuvo que venir la policía. Ambas veces, la familia se vió obligada a pagar la multa. El padre se quitaba el cinturón y a correazos perseguía a su hijo por todo el barrio. Aún con esas, al día siguiente Chano volvía a quitarse la camisa y saltar al tráfico. Siempre animado y vitoreado por la chavalería, que día a día se iba multiplicando. Eran un grupo de más de cincuenta los que aplaudían ese día a Chano. Nunca antes había tenido un público tan numeroso y estaba pletórico. Como siempre, quiso acercarse más, pero en esta ocasión, el conductor del camión había bebido y se lo llevó por delante. El golpe lo mando volando contra una afilada esquina, una de sus favoritas. Ese día, la esquina se vengó de todos sus mordiscos abriéndole el cráneo y desparramando sus sesos por el suelo. El camionero se defendió argumentando:
- Se me echó encima y no pude hacer nada para esquivarlo... Se me echó encima…
Nadie le culpó… Desde entonces, cuando los chavales se aburren y no saben a que jugar, rememoran las antiguas locuras de Chano. Se las cuentan unos a otros, exagerándolas e inventando cosas que nunca pasaron.
- Se me echó encima y no pude hacer nada para esquivarlo... Se me echó encima…
Nadie le culpó… Desde entonces, cuando los chavales se aburren y no saben a que jugar, rememoran las antiguas locuras de Chano. Se las cuentan unos a otros, exagerándolas e inventando cosas que nunca pasaron.
miércoles, 19 de agosto de 2009
AGOSTO CLANDESTINO
Jueves 20, viernes 21 y sábado 22 de agosto: Eduardo Milán y Eduardo Fariña en el V Agosto Clandestino
Este jueves 20 de agosto en el Instituto Riojano de la Juventud de Logroño, a partir de las 20 horas, se presentarán los nuevos libros de los poetas Eduardo Milán (Evacuación del sentido, Planeta clandestino nº 73) y Eduardo Fariña (Promesa y conquista, Planeta clandestino nº 74), que se regalarán a los asistentes al acto. El viernes 21 de agosto sus libros se presentarán en la Casa de Cultura de Haro a partir de las 20 horas ,y el sábado 22 de agosto, a la misma hora, en la cafetería La Comedia de Calahorra. En Logroño el acto será presentado por el Director del Departamento de Filología Hispánica y Clásica de la Universidad de la Rioja y profesor de Filología Clásica, Jorge Fernández López, y en los actos de Calahorra y Haro será el poeta Eduardo Fariña quien presente a Eduardo Milán.
Este jueves 20 de agosto en el Instituto Riojano de la Juventud de Logroño, a partir de las 20 horas, se presentarán los nuevos libros de los poetas Eduardo Milán (Evacuación del sentido, Planeta clandestino nº 73) y Eduardo Fariña (Promesa y conquista, Planeta clandestino nº 74), que se regalarán a los asistentes al acto. El viernes 21 de agosto sus libros se presentarán en la Casa de Cultura de Haro a partir de las 20 horas ,y el sábado 22 de agosto, a la misma hora, en la cafetería La Comedia de Calahorra. En Logroño el acto será presentado por el Director del Departamento de Filología Hispánica y Clásica de la Universidad de la Rioja y profesor de Filología Clásica, Jorge Fernández López, y en los actos de Calahorra y Haro será el poeta Eduardo Fariña quien presente a Eduardo Milán.
sábado, 15 de agosto de 2009
MATAR EL ABURRIMIENTO
“Cuando lo más emocionante que te ha pasado en la semana es que te saquen una muela, algo en tu vida va mal”. Pensó despatarrado en el sofá, vestido únicamente con un viejo albornoz de felpa granate y unas zapatillas de andar por casa. Pese a su reflexión, siguió tumbado sin hacer nada, excepto merodear con la punta de su lengua en el hueco dejado en la encía por la muela, extraída hacía un par de días.
Llevaba tres semanas de vacaciones estivales. En todo ese tiempo sólo había salido de casa para ir al dentista, el resto se había dedicado a ir de la cama al sofá y viceversa. Según él: necesitaba desconectar de todo y de todos. Pero tanta inactividad empezaba a pasarle factura. Aburrimiento y más aburrimiento. El pobre hombre se moría de aburrimiento. Acumulaba tanto aburrimiento que… De pronto, sonó el timbre. Cualquier otro día ni se hubiera movido del sofá, pero quería quitarse de encima el sopor que él mismo se había impuesto y cuando quiso darse cuenta ya estaba abriendo la puerta.
Eran dos señoras, una de unos cincuenta y pocos años y la otra seguramente pasase de los setenta. Se presentaron como Testigos de Jehová, aunque él lo dedujo nada más ver la revista “Atalaya”, que llevaban bajo el brazo. Las hizo pasar de inmediato. Cualquier otro día les hubiera cerrado la puerta en las narices, pero estaba dispuesto a todo con tal de salir de la rutina vacacional. Las acompañó hasta el salón y las hizo sentarse en el sofá, él ocupó el butacón. Las señoras parecían sorprendidas por el recibimiento. La más joven creyó percibir algo de teatralidad en el trato amable del hombre de la casa, algo que la hizo sospechar y estar alerta.
- … Como les decía, estoy encantado con su visita ya que necesito su ayuda, mejor dicho, necesito la ayuda de Dios… Pero, disculpen mis modales, estoy tan ilusionado que he olvidado preguntarles si quieren algo de beber.
- No, gracias. – respondió la más joven.
- Un vasito de agua me vendría bien. – dijo la septuagenaria.
- Enseguida se lo traigo… (a la cincuentona) ¿Seguro que no quiere nada?
- Seguro.
El hombre se levantó y salió del salón. Las dos señoras echaron una rápida mirada al salón. Estaba bastante desordenado, los ceniceros rebosaban colillas y una capa de polvo cubría muebles y electrodomésticos.
- Seguro que el pobre es soltero. – añadió la setentona con cierta lástima.
- Es un guarro… ¿te has fijado que debajo del albornoz no lleva ropa interior?
- No me digas. A mí me parece un hombre muy amable.
- Y eso de ahí (refiriéndose a las colillas del cenicero) me da que es droga.
- ¡Ay, por Dios! – exclamó la anciana llevándose la palma de la mano a la boca.
El hombre entró en el salón sosteniendo dos vasos con whisky y muchos hielos. Dejó los vasos en la mesa, delante de cada una de las mujeres.
- Sólo tengo whisky, pero les he echado mucho hielo – dijo el hombre con una sonrisa tendida en su boca.
- Para nosotros el cuerpo es un recipiente sagrado donde nos está prohibido alojar bebidas indignas. – respondió la cincuentona apartando despectivamente el vaso de su lado.
- Comprendo – dijo él. – Por eso quiero que me ayuden. Verán, yo, al contrario que ustedes, alojo en mi cuerpo toda la inmundicia de la que soy capaz…
Atrapó el vaso que ella había despreciado y se lo bebió de un trago. Después siguió hablando.
- … Me considero uno de los mayores pecadores del planeta, tal vez, el peor. Mi vida se reduce al pecado, hermanas ¿puedo llamarlas hermanas? (Sin dejarlas contestar) Desde joven me vi seducido por lo pecaminoso. Alcohol, drogas, pornografía…
Cogió el mando a distancia de la tele y la puso en funcionamiento junto con el DVD. En la pantalla aparecieron las imágenes de una película porno. Un negro de gran estatura y corpulencia, con una polla acorde a su fisonomía, enculaba a una joven oriental que jadeaba cada embestida de su amante con exagerada gratitud. Las señoras apenas podían dar crédito a sus ojos. Ninguna de ellas había visto en su vida algo parecido. La más anciana tenía los ojos desencajados, la otra apartó los suyos del televisor y se dirigió muy seria al hombre.
- Apagué eso ahora mismo – ordenó con un gesto rotundo y militar.
- Perdónenme, hermanas…
Con el mando bajó el volumen del sonido al mínimo, pero desobedeció la orden y dejó seguir las imágenes.
- …tienen que ayudarme a encontrar a Dios y así poder dejar esta maldita vida de vicio y desenfreno. Hermanas, se lo pido de rodillas…
Se clavó de rodillas en el suelo y con las manos entrelazadas y suplicantes se encomendó a ellas.
- …He tocado fondo y necesito salir purificado de todo esto.
- Si va a tomarnos el pelo, lo mejor será que nos vayamos – dijo la cincuentona poniéndose en pie.
- No trato de tomarles el pelo. Se lo juro… Por favor, no me abandonen… - imploró él mientras avanzaba de rodillas y le cortaba el paso.
La otra anciana, es decir, la septuagenaria, seguía sin poder apartar la vista del televisor. El negro había salido del culo de la asiática para ocupar, con su miembro, la estrecha boca de la joven. La cincuentona le dio un leve golpecito en el hombro con la intención de llamar su atención para que se pusiera en pie y la siguiera pero, ésta, estaba tan ensimismada con las imágenes que ni se enteró.
- Vamos – insistió la cincuentona, levantando la voz.
La más anciana parpadeó, como si saliese de un trance, y se puso en pie. El hombre, de rodillas, trataba de mantenerlas acorraladas junto al sofá con los brazos en cruz.
- Por favor, tienen que ayudarme. Por el amor de Dios, hermanas, se lo suplico. Insisto en que no trato de tomarles el pelo. Escúchenme, por favor.
- Permítame dudar de su sinceridad. Sinceramente, creo que, por el motivo que sea, usted está tratando de incomodarnos y dejarnos en ridículo – añadió la cincuentona.
- Les juro por Dios que no.
- Para ser alguien que presume de ser un pecador, abusa usted constantemente del nombre de Dios.
- Tiene toda la razón, hermana. Lo tendré en cuenta de ahora en adelante.
Estaba arrodillado tan cerca de ellas que, incomodas, notaban el allanamiento de su espacio vital.
- Por favor, deje de hacer el payaso y póngase en pie – sugirió la cincuentona.
- Lo haré, si ustedes toman asiento y me escuchan.
La cincuentona le miró a los ojos, tratando de ver más adentro. Él le mantuvo la mirada, intentando parecer sincero.
- Está bien. Pero antes apague el televisor.
Él hombre se incorporó y con el mando a distancia apagó el televisor. Las mujeres tomaron asiento. Él cogió el vaso de whisky que estaba lleno y lo vació de un trago. Después se sentó en el butacón con las piernas demasiado abiertas. La más anciana volvió su mirada a la pantalla negra del televisor con la vana esperanza de que las imágenes cobrasen nitidez. La cincuentona miró de soslayo a la entrepierna descubierta del hombre y con un gesto despectivo añadió:
- Haga el favor de taparse.
El hombre observó la abertura de su albornoz. Sin muestras de pudor se cubrió las vergüenzas y adoptó una postura más digna.
- Perdonen, hermanas, no esperaba visita y me han pillado de esta guisa – se disculpó el hombre.
- Lo comprendemos – dijo la cincuentona sin ningún entusiasmo.
- ¿Les importa si fumo?
- Está usted en su casa. Haga lo que crea conveniente.
- Muchas gracias, son ustedes muy comprensivas. Estoy algo alterado y me ayudara a calmar mis nervios.
El hombre alcanzó una especie de pitillera hecha de cuero duro. Sacó un cigarrillo liado a mano y lo encendió. Enseguida la estancia se llenó de un intenso olor a humo dulzón. Él aspiró del cigarro y mantuvo en sus pulmones el humo. Al cabo de unos segundos lo expulsó por la boca y los orificios nasales.
- ¿No será droga eso que está fumando? – preguntó, alarmada, la cincuentona.
- Ya les he dicho que, aparte de alcohólico, también soy drogadicto… ¿Quieren? – dijo alargando el porro hacia ellas.
- ¡Jesús bendito! – dijo la septuagenaria santiguándose.
- Ya ven, hermanas, que no miento cuando les digo que soy víctima de todos los vicios…
- (Cortándole) Haga el favor de no volver a llamarnos hermanas… no sé, en usted suena a cachondeo.
- Y usted haga el favor de no estar tan a la defensiva y escuche lo que trato de decirles…
Por un momento, la cincuentona, se quedó sin palabras y él aprovechó para seguir hablando.
- …Reconozco que mi petición es inusual, pero insisto en mi sinceridad cuando les pido ayuda para encontrar a Dios. Quiero con todas mis fuerzas salir de esta vida. Les juro que he intentado dejar las drogas y la bebida, lo he intentado una y otra vez, pero yo solo no puedo. Necesito ayuda, cualquier ayuda. He oído decir que vuestro Dios es capaz de cualquier cosa. Os pido, por lo que más queráis, que me pongáis en contacto con Él para que me eche una mano. Necesito que me ayude.
- Supongo que no creerá que es tan fácil como usted lo plantea.
- ¿A qué se refiere?
- Yo sólo puedo hablarle de la existencia de Dios, pero no puedo ponerle en contacto con ÉL. Al menos como usted sugiere.
- Explíquese, por favor.
- Quiero decir que es labor suya ponerse en contacto con Dios. Yo no puedo darle su número de teléfono para que hable directamente con ÉL. ¿Entiende lo que le digo?
El hombre tomó otra calada del porro y frunciendo el entrecejo dijo:
- Creo que sí.
Después soltó el humo por la nariz. La cincuentona sacudió su mano en forma de abanico para apartar las volutas que se arremolinaban a su alrededor.
- Me haría un favor enorme si apagase eso - dijo haciendo hincapié en la palabra “eso”.
- (Haciendo caso omiso y volviendo al tema que le ocupaba) O sea, que para hablar con Dios primero tengo que encontrarle.
- Ese sería un buen comienzo.
- ¿Y dónde lo busco?
- Dios está en todas partes.
- Ya…
- Rezar es otra opción – añadió la más anciana.
- Cuando era joven me sabía alguna oración: El Padrenuestro, El Credo, El Ave María… Recuerdo a mi madre ya mi abuela con las vecinas rezando El Rosario. Pero he olvidado todas las oraciones.
- En esta revista encontrara algunas de esas oraciones. – dijo la anciana ofreciéndole la revista “Atalaya”
El hombre cogió la revista y la abrió escogiendo una página al azar.
- ¿Leyendo esta revista encontraré a Dios? – preguntó el hombre mirando a la septuagenaria.
La anciana se apresuró a darle una respuesta, pero antes de que pudiese abrir la boca, su compañera se le adelantó y dijo:
- Esta revista puede darle algunos consejos, pero sólo usted puede encontrar el camino para llegar a Dios.
Dicho esto miró su reloj de pulsera y añadió:
- Se nos hace tarde y tenemos varias visitas programadas. Ahí le dejamos la revista. Espero de todo corazón que le sirva de ayuda. Ahora tenemos que irnos.
Concluyó poniéndose en pie y obligando a su compañera a que hiciera lo mismo.
- Se lo agradezco. La leeré concienzudamente, se lo prometo. Muchísimas gracias por su ayuda.
- De nada.
- Permítanme acompañarlas a la salida.
Las acompañó hasta la puerta y se despidió en plan zalamero. Después regresó al salón. En la mesa seguía la revista. Sonrió pensando que al menos durante unos minutos había escapado del aburrimiento. Cogió la revista y la hizo añicos. Dejó los restos sobre la mesa, se despatarró en el sofá y apuró el porro.
Llevaba tres semanas de vacaciones estivales. En todo ese tiempo sólo había salido de casa para ir al dentista, el resto se había dedicado a ir de la cama al sofá y viceversa. Según él: necesitaba desconectar de todo y de todos. Pero tanta inactividad empezaba a pasarle factura. Aburrimiento y más aburrimiento. El pobre hombre se moría de aburrimiento. Acumulaba tanto aburrimiento que… De pronto, sonó el timbre. Cualquier otro día ni se hubiera movido del sofá, pero quería quitarse de encima el sopor que él mismo se había impuesto y cuando quiso darse cuenta ya estaba abriendo la puerta.
Eran dos señoras, una de unos cincuenta y pocos años y la otra seguramente pasase de los setenta. Se presentaron como Testigos de Jehová, aunque él lo dedujo nada más ver la revista “Atalaya”, que llevaban bajo el brazo. Las hizo pasar de inmediato. Cualquier otro día les hubiera cerrado la puerta en las narices, pero estaba dispuesto a todo con tal de salir de la rutina vacacional. Las acompañó hasta el salón y las hizo sentarse en el sofá, él ocupó el butacón. Las señoras parecían sorprendidas por el recibimiento. La más joven creyó percibir algo de teatralidad en el trato amable del hombre de la casa, algo que la hizo sospechar y estar alerta.
- … Como les decía, estoy encantado con su visita ya que necesito su ayuda, mejor dicho, necesito la ayuda de Dios… Pero, disculpen mis modales, estoy tan ilusionado que he olvidado preguntarles si quieren algo de beber.
- No, gracias. – respondió la más joven.
- Un vasito de agua me vendría bien. – dijo la septuagenaria.
- Enseguida se lo traigo… (a la cincuentona) ¿Seguro que no quiere nada?
- Seguro.
El hombre se levantó y salió del salón. Las dos señoras echaron una rápida mirada al salón. Estaba bastante desordenado, los ceniceros rebosaban colillas y una capa de polvo cubría muebles y electrodomésticos.
- Seguro que el pobre es soltero. – añadió la setentona con cierta lástima.
- Es un guarro… ¿te has fijado que debajo del albornoz no lleva ropa interior?
- No me digas. A mí me parece un hombre muy amable.
- Y eso de ahí (refiriéndose a las colillas del cenicero) me da que es droga.
- ¡Ay, por Dios! – exclamó la anciana llevándose la palma de la mano a la boca.
El hombre entró en el salón sosteniendo dos vasos con whisky y muchos hielos. Dejó los vasos en la mesa, delante de cada una de las mujeres.
- Sólo tengo whisky, pero les he echado mucho hielo – dijo el hombre con una sonrisa tendida en su boca.
- Para nosotros el cuerpo es un recipiente sagrado donde nos está prohibido alojar bebidas indignas. – respondió la cincuentona apartando despectivamente el vaso de su lado.
- Comprendo – dijo él. – Por eso quiero que me ayuden. Verán, yo, al contrario que ustedes, alojo en mi cuerpo toda la inmundicia de la que soy capaz…
Atrapó el vaso que ella había despreciado y se lo bebió de un trago. Después siguió hablando.
- … Me considero uno de los mayores pecadores del planeta, tal vez, el peor. Mi vida se reduce al pecado, hermanas ¿puedo llamarlas hermanas? (Sin dejarlas contestar) Desde joven me vi seducido por lo pecaminoso. Alcohol, drogas, pornografía…
Cogió el mando a distancia de la tele y la puso en funcionamiento junto con el DVD. En la pantalla aparecieron las imágenes de una película porno. Un negro de gran estatura y corpulencia, con una polla acorde a su fisonomía, enculaba a una joven oriental que jadeaba cada embestida de su amante con exagerada gratitud. Las señoras apenas podían dar crédito a sus ojos. Ninguna de ellas había visto en su vida algo parecido. La más anciana tenía los ojos desencajados, la otra apartó los suyos del televisor y se dirigió muy seria al hombre.
- Apagué eso ahora mismo – ordenó con un gesto rotundo y militar.
- Perdónenme, hermanas…
Con el mando bajó el volumen del sonido al mínimo, pero desobedeció la orden y dejó seguir las imágenes.
- …tienen que ayudarme a encontrar a Dios y así poder dejar esta maldita vida de vicio y desenfreno. Hermanas, se lo pido de rodillas…
Se clavó de rodillas en el suelo y con las manos entrelazadas y suplicantes se encomendó a ellas.
- …He tocado fondo y necesito salir purificado de todo esto.
- Si va a tomarnos el pelo, lo mejor será que nos vayamos – dijo la cincuentona poniéndose en pie.
- No trato de tomarles el pelo. Se lo juro… Por favor, no me abandonen… - imploró él mientras avanzaba de rodillas y le cortaba el paso.
La otra anciana, es decir, la septuagenaria, seguía sin poder apartar la vista del televisor. El negro había salido del culo de la asiática para ocupar, con su miembro, la estrecha boca de la joven. La cincuentona le dio un leve golpecito en el hombro con la intención de llamar su atención para que se pusiera en pie y la siguiera pero, ésta, estaba tan ensimismada con las imágenes que ni se enteró.
- Vamos – insistió la cincuentona, levantando la voz.
La más anciana parpadeó, como si saliese de un trance, y se puso en pie. El hombre, de rodillas, trataba de mantenerlas acorraladas junto al sofá con los brazos en cruz.
- Por favor, tienen que ayudarme. Por el amor de Dios, hermanas, se lo suplico. Insisto en que no trato de tomarles el pelo. Escúchenme, por favor.
- Permítame dudar de su sinceridad. Sinceramente, creo que, por el motivo que sea, usted está tratando de incomodarnos y dejarnos en ridículo – añadió la cincuentona.
- Les juro por Dios que no.
- Para ser alguien que presume de ser un pecador, abusa usted constantemente del nombre de Dios.
- Tiene toda la razón, hermana. Lo tendré en cuenta de ahora en adelante.
Estaba arrodillado tan cerca de ellas que, incomodas, notaban el allanamiento de su espacio vital.
- Por favor, deje de hacer el payaso y póngase en pie – sugirió la cincuentona.
- Lo haré, si ustedes toman asiento y me escuchan.
La cincuentona le miró a los ojos, tratando de ver más adentro. Él le mantuvo la mirada, intentando parecer sincero.
- Está bien. Pero antes apague el televisor.
Él hombre se incorporó y con el mando a distancia apagó el televisor. Las mujeres tomaron asiento. Él cogió el vaso de whisky que estaba lleno y lo vació de un trago. Después se sentó en el butacón con las piernas demasiado abiertas. La más anciana volvió su mirada a la pantalla negra del televisor con la vana esperanza de que las imágenes cobrasen nitidez. La cincuentona miró de soslayo a la entrepierna descubierta del hombre y con un gesto despectivo añadió:
- Haga el favor de taparse.
El hombre observó la abertura de su albornoz. Sin muestras de pudor se cubrió las vergüenzas y adoptó una postura más digna.
- Perdonen, hermanas, no esperaba visita y me han pillado de esta guisa – se disculpó el hombre.
- Lo comprendemos – dijo la cincuentona sin ningún entusiasmo.
- ¿Les importa si fumo?
- Está usted en su casa. Haga lo que crea conveniente.
- Muchas gracias, son ustedes muy comprensivas. Estoy algo alterado y me ayudara a calmar mis nervios.
El hombre alcanzó una especie de pitillera hecha de cuero duro. Sacó un cigarrillo liado a mano y lo encendió. Enseguida la estancia se llenó de un intenso olor a humo dulzón. Él aspiró del cigarro y mantuvo en sus pulmones el humo. Al cabo de unos segundos lo expulsó por la boca y los orificios nasales.
- ¿No será droga eso que está fumando? – preguntó, alarmada, la cincuentona.
- Ya les he dicho que, aparte de alcohólico, también soy drogadicto… ¿Quieren? – dijo alargando el porro hacia ellas.
- ¡Jesús bendito! – dijo la septuagenaria santiguándose.
- Ya ven, hermanas, que no miento cuando les digo que soy víctima de todos los vicios…
- (Cortándole) Haga el favor de no volver a llamarnos hermanas… no sé, en usted suena a cachondeo.
- Y usted haga el favor de no estar tan a la defensiva y escuche lo que trato de decirles…
Por un momento, la cincuentona, se quedó sin palabras y él aprovechó para seguir hablando.
- …Reconozco que mi petición es inusual, pero insisto en mi sinceridad cuando les pido ayuda para encontrar a Dios. Quiero con todas mis fuerzas salir de esta vida. Les juro que he intentado dejar las drogas y la bebida, lo he intentado una y otra vez, pero yo solo no puedo. Necesito ayuda, cualquier ayuda. He oído decir que vuestro Dios es capaz de cualquier cosa. Os pido, por lo que más queráis, que me pongáis en contacto con Él para que me eche una mano. Necesito que me ayude.
- Supongo que no creerá que es tan fácil como usted lo plantea.
- ¿A qué se refiere?
- Yo sólo puedo hablarle de la existencia de Dios, pero no puedo ponerle en contacto con ÉL. Al menos como usted sugiere.
- Explíquese, por favor.
- Quiero decir que es labor suya ponerse en contacto con Dios. Yo no puedo darle su número de teléfono para que hable directamente con ÉL. ¿Entiende lo que le digo?
El hombre tomó otra calada del porro y frunciendo el entrecejo dijo:
- Creo que sí.
Después soltó el humo por la nariz. La cincuentona sacudió su mano en forma de abanico para apartar las volutas que se arremolinaban a su alrededor.
- Me haría un favor enorme si apagase eso - dijo haciendo hincapié en la palabra “eso”.
- (Haciendo caso omiso y volviendo al tema que le ocupaba) O sea, que para hablar con Dios primero tengo que encontrarle.
- Ese sería un buen comienzo.
- ¿Y dónde lo busco?
- Dios está en todas partes.
- Ya…
- Rezar es otra opción – añadió la más anciana.
- Cuando era joven me sabía alguna oración: El Padrenuestro, El Credo, El Ave María… Recuerdo a mi madre ya mi abuela con las vecinas rezando El Rosario. Pero he olvidado todas las oraciones.
- En esta revista encontrara algunas de esas oraciones. – dijo la anciana ofreciéndole la revista “Atalaya”
El hombre cogió la revista y la abrió escogiendo una página al azar.
- ¿Leyendo esta revista encontraré a Dios? – preguntó el hombre mirando a la septuagenaria.
La anciana se apresuró a darle una respuesta, pero antes de que pudiese abrir la boca, su compañera se le adelantó y dijo:
- Esta revista puede darle algunos consejos, pero sólo usted puede encontrar el camino para llegar a Dios.
Dicho esto miró su reloj de pulsera y añadió:
- Se nos hace tarde y tenemos varias visitas programadas. Ahí le dejamos la revista. Espero de todo corazón que le sirva de ayuda. Ahora tenemos que irnos.
Concluyó poniéndose en pie y obligando a su compañera a que hiciera lo mismo.
- Se lo agradezco. La leeré concienzudamente, se lo prometo. Muchísimas gracias por su ayuda.
- De nada.
- Permítanme acompañarlas a la salida.
Las acompañó hasta la puerta y se despidió en plan zalamero. Después regresó al salón. En la mesa seguía la revista. Sonrió pensando que al menos durante unos minutos había escapado del aburrimiento. Cogió la revista y la hizo añicos. Dejó los restos sobre la mesa, se despatarró en el sofá y apuró el porro.
miércoles, 12 de agosto de 2009
AGOSTO CLANDESTINO
Jueves 13 de agosto: Mª José Marrodán y Mariano Peyrou en el V Agosto Clandestino
Este jueves 13 de agosto en el Instituto Riojano de la Juventud, a partir de las 20 horas, se presentarán los cuadernitos de poesía Por un sutil instante, de Mª José Marrodán (Planeta clandestino, nº 72) y El placer, de Mariano Peyrou (Planeta clandestino, nº 71) (los dos libros se regalarán a todos los asistentes a la presentación, que además podrán disfrutar de las voces de los dos poetas invitados.
Este jueves 13 de agosto en el Instituto Riojano de la Juventud, a partir de las 20 horas, se presentarán los cuadernitos de poesía Por un sutil instante, de Mª José Marrodán (Planeta clandestino, nº 72) y El placer, de Mariano Peyrou (Planeta clandestino, nº 71) (los dos libros se regalarán a todos los asistentes a la presentación, que además podrán disfrutar de las voces de los dos poetas invitados.