jueves, 30 de abril de 2009

UN MAL DÍA

(Dedicado a mi amigo Alfonso Xen Rabanal por su cuarenta y dos cumpleaños)
A las tres llegaba Elena, la chica de la limpieza, y a él no le apetecía ver a nadie. Así que a las tres menos diez salió de casa. Montó en su coche y condujo por la ciudad sin un rumbo fijo mientras escuchaba música del CD y fumaba un cigarrillo tras otro. A la media hora ya estaba harto del tráfico, de detenerse en los semáforos y de las rotondas que cada día eran más numerosas. Parecía que el ayuntamiento las plantaba por la noche y al día siguiente unas cuantas rotondas más habían florecido en la ciudad. Además no lograba atrapar ese sentimiento de soledad que tanto ansiaba. Normalmente, él era capaz sumergirse en la soledad más profunda aunque estuviese rodeado de una multitud, pero ese día no lo conseguía. Decidió llegarse hasta su librería favorita y perderse entre las estanterías de libros, tal vez allí lo consiguiera. Después de mucho buscar, encontró un aparcamiento. Aparcó y salió del vehiculo. En cuanto puso un pie en la calle se sintió agobiado. Anduvo hacia la librería intentando abstraerse de toda la marabunta que le rodeaba, pero cuanto más intentaba aislarse menos lo lograba. Todos los ruidos que generaba la ciudad le eran molestos. Odió a cada viandante con el que se cruzó, a cada conductor, a los ancianos que ocupaban los bancos para sentarse, a las chicas monas que se contoneaban en sus ceñidos vaqueros, a los adolescentes con sobredosis de hormonas que caminan por el mundo con una falsa actitud de saberlo todo, a las palomas del parque, odió, incluso a los gorriones que piaban desde lo alto de los árboles, sobre todo, se odió a si mismo por no ser capaz de abstraerse cuando más lo necesitaba. Necesitaba un bocado de soledad, lo necesitaba como el aire que respiraba. Por fin, llegó a la librería. Entró y se fue directamente a la sección de novedades. Estuvo rebuscando entre los ejemplares expuestos. Eligió una nueva edición de “¡Absalón, Absalón!” de William Faulkner, también cogió el de Tony O´neil “Colgados en Murder Mile”. Luego pasó donde estaban las ediciones de bolsillo y cogió “Catedral” de Raymond Carver. Se estaba bien allí, entre las hileras de libros. Le gustaba el olor a papel nuevo que le remontaba a su niñez y a los primeros cómics que tuvo. Se dio cuenta de que lo había conseguido. Por fin, se sentía solo, aislado de todo y de todos. En la librería había una quincena de clientes, pero era cómo si no estuvieran, no le molestaban, cada cliente se limitaba a deambular por los pasillos de estanterías buscando libros en completo silencio. Mientras siguiese así todo iba bien. Continuó su búsqueda de libros, un poco al azar, ya que no buscaba nada en concreto. Vio un ejemplar del escritor Eloy Tizón “Velocidad de los jardines”. Alguien que ahora no recordaba le había hablado muy bien de ese libro y lo añadió a su compra. De pronto escuchó las risas de unos niños y supo que la tranquilidad se había acabado. Un matrimonio con dos niños pequeños entraron en el establecimiento. Los niños empezaron a correteaban por los pasillos persiguiéndose. Él siguió curioseando por las estanterías tratando de ignorar los gritos de júbilo y las risotadas de los niños. Encontró unos cuantos ejemplares de Italo Calvino, buscó su libro “Marcovaldo” pero no estaba. De pronto los dos niños tomaron el pasillo donde se encontraba y corrieron hacia él. Uno de los niños, el que iba el último, al sobrepasarle le golpeó sin querer en la entrepierna. El dolor fue tan agudo que tuvo que apoyarse en una de las estanterías. Cómo le hubiera gustado pulverizarlos allí mismo, pero no era cuestión de llegar a esos extremos. Cuando se recuperó pensó que lo mejor era pagar y salir de allí. Se dirigió a la caja y se puso en la cola. Delante de él estaban dos mujeres y un anciano que le recordó a Bukowski. Cuando le llegó el turno pagó con la tarjeta de crédito y salió a la calle. De no haber sido por el escándalo de los críos se hubiera quedado más tiempo, lástima… Le hubiera gustado irse a casa pero Elena, la chica de la limpieza, estaba de tres a siete de la tarde, aún le quedaban varias horas por delante. No quería sentarse en ninguna cafetería, tampoco en una terraza, lo único que quería era soledad, llegar a casa y prepararse un baño caliente con mucha espuma, pero tenía que esperar, no le quedaba otro remedio. Todos andaban despacio y él tenía que ir esquivando y adelantando a la gente. Cada minuto que pasaba estaba más alterado. Se detuvo en un semáforo. Pensó en todo el tiempo que había pasado esperando en los semáforos y el tiempo que tendría que esperar en un futuro. Echó la cuenta y, suponiendo que él viviese unos ochenta años, sumándolo todo daba una cifra de más de un año. Un año de su vida tirado a la basura por esperar inútilmente delante de un semáforo. Seguro que cuando estuviera agonizando se acordaría de ese año perdido y su agonía sería más cruda si cabe. Por fin, el semáforo se puso en verde y pudo cruzar. Cuando estaba cruzando, un coche que no vio que tenía el paso prohibido estuvo a punto de atropellarlo. Maldijo dando un golpe con la mano abierta sobre el capo. El conductor le pidió disculpas pero él siguió andando sin aceptarlas. Definitivamente estaba siendo un mal día. Llegó a donde había aparcado su coche, lo abrió y se metió dentro. Se sintió mejor. La carrocería le aislaba, un poco, del mundo exterior. Dejó la bolsa con los libros en el asiento del copiloto, se encendió un cigarro y arrancó el motor. ¿Adónde ir? A cualquier sitio que estuviera fuera de la ciudad. Iría al parque, junto a la ribera del río. Sí, allí había césped y se podría tumbar a tomar el sol y a leer. Salió de la cuidad por el puente de piedra, siguió por el cementerio, giró hacia La Casa de las Ciencias y continuó hasta las piscinas de Las Norias. Llegó y aparcó enfrente de La Hípica. Salió del coche con la bolsa de libros y se internó en los claroscuros que dejaban las sombras de los árboles sobre la hierba. Buscó un sitio solitario junto a la orilla del río y se sentó apoyando la espalda en el tronco de un chopo. Era un buen sitio, con vistas excelentes y apartado de la zona de los paseantes. Sacó un libro de la bolsa, el de Raymond Carver. Leyó la contraportada antes de abrirlo por la primera página. Fue inútil, aunque quiso no pudo concentrarse en la lectura. Se había traído los nervios de la ciudad y necesitaba expulsarlos. Se lió un porro y se lo fumó observando un grupo de patos que nadaban en el río. Después retomó la lectura sintiéndose más y más a gusto. Ahora sí pudo concentrarse en las palabras escritas. Cuando más tranquilo estaba se le acercó un caniche y empezó a ladrarle. De buena gana lo habría estrangulado con sus propias manos, pero se imaginó que el chucho tenía dueño, así que se limitó a seguir leyendo. Con los ladridos perdió todo el hilo de la narración. Amenazante, levantó el brazo y el perro retrocedió buscando la protección de su dueño. La dueña era una mujer de unos cuarenta y cinco años con pinta de solterona rancia que llegó al lugar en aquel momento. El caniche envalentonado con la presencia de su dueña avanzó ladrando hasta quedar a un par de metros de donde él estaba sentado.

- ¡Chusky, deja tranquilo al señor! ¿No ves que está leyendo?... – dijo la mujer en plan regañina.

El caniche siguió ladrando. Él miro de soslayo a la mujer y siguió leyendo la misma frase que ya había leído unas quince veces. Con los ladridos del perro era muy complicado concentrarse.

- Normalmente es un perrito encantador, no sé que le pasa hoy. – dijo la mujer tratando de quitarle importancia al suceso. - ¡Chusky, calla!...

Chusky siguió ladrando. Él perdió la paciencia, cerró el libro y se dirigió muy serio a la mujer:

- Le juro que cómo no se lleve ahora mismo al chucho, lo machaco vivo.

La mujer le miró confundida, al ver que él hablaba en serio se apresuró a coger a Chusky en brazos y llevárselo de allí a toda prisa. A él le jodía ser tan desagradable pero en situaciones como esa ¿de qué otra forma podía reaccionar? Miró la hora en su reloj de muñeca, aun tenía que esperar un par de horas antes de poder regresar a casa. Abrió el libro por donde lo había dejado y continuó leyendo. Imposible retomar la lectura, estaba demasiado alterado. Se lió otro porro y se lo fumó tumbado en el césped. Estaba allí, tumbado al sol con los ojos cerrados, disfrutando de los efectos narcotizantes del porro cuando, a lo lejos, reconoció los ladridos del caniche y lo malo es que los ladridos sonaban cada vez más cerca. Abrió los ojos y se incorporó quedando sentado en el suelo. Los ladridos venían acompañados de una voz masculina. Él aguzó el oído y pudo entender:

- …si tiene cojones que me lo diga a mí.

También escuchó la voz de la dueña del caniche diciendo:

- Déjalo, no merece la pena.

Y llegaron los tres, es decir, el caniche, la dueña y un tipo que parecía bastante alterado.

- ¿Es éste? – le preguntó el tipo a la dueña del caniche.
- Sí… - respondió ella. - …pero déjalo, no tiene importancia…
- ¿Tú le has dicho a mi mujer que ibas a machacar al perro? – dijo el tipo dirigiéndose a él.

Él miró al caniche que se estaba desgañitando en ladridos y luego centró su atención en el tipo.

- ¿Te estoy preguntando si tú le has dicho a mi mujer que ibas a machacar al perro? – insistió el tipo.
- Sí, he sido yo ¿qué pasa?
- Dímelo a mí, si tienes güevos – añadió el tipo tratando de retarle.

Él dejó el libro sobre la bolsa, se puso en pie y con toda la calma del mundo le dijo:

- Porque la federación de kárate me quita el carné que sino te metía ahora mismo al perro por el culo.

La verdad era que él nunca había tomado una sola clase de kárate. Sin embargo, sus palabras fueron efectivas porque fue evidente que el tipo al escuchar la palabra kárate se desinfló en gran medida.

- Tranquilo, tío, yo solo digo que esas no son maneras de tratar a nadie.
- Tranquilo. Eso es lo que quiero. Que me dejéis tranquilo, pero no hacéis otra cosa que tocarme los cojones. Así qué si vamos a pelear hagámoslo cuanto antes. – dijo él adoptando una postura, más o menos, de kárate.
- Por favor, dejadlo ya. No merece la pena… – dijo la mujer cogiendo al marido por el brazo y llevándoselo hacia la zona de paseantes.

El tipo se dejó llevar por su mujer un poco a regañadientes. La mujer estaba tan preocupada en llevarse de allí a su marido que se olvidó momentáneamente de Chusky. El caniche no había parado de ladrar en todo el tiempo y él ya estaba harto de tanto ladrido. Hizo un amago de ataque, el perro se acojonó y con el rabo entre las patas fue a reunirse con sus dueños. Ya no tenía sentido quedarse allí, recogió la bolsa con libros y regresó al coche. Arrancó el motor y salió del parque. No quería regresar a la ciudad, por eso siguió conduciendo por la carretera vieja de Vitoria. Viajaría hasta Laguardia, un pueblo encantador que estaba a unos diez kilómetros. Allí conocía una terraza apartada con vistas a la muralla que circundaba el pueblo. Un lugar perfecto para tomarse un café y leer un rato. De camino fue fijándose en el paisaje. Eran los principios del otoño y las cepas tenían ese color tan característico de la época. Cuando llegó al pueblo se había tranquilizado y ni se acordaba del incidente del parque. Aparcó fuera de las murallas ya que el tráfico dentro de ellas estaba prohibido. El pueblo conservaba su antiguo aspecto medieval y era una delicia perderse por sus angostas calles. Llegó a la terraza y se sentó junto a una mesa que estaba debajo de un gran roble. Afortunadamente la terraza estaba casi vacía, tan solo había otra mesa ocupada por una pareja de turistas alemanes que bebían cerveza en silencio. Al rato salió la camarera a atenderle. Pidió un café cortado y un vaso de agua. Después de que le sirvieran el café y el vaso de agua, pagó la consumición y se encendió un cigarro. La turista alemana aprovechó para pedirle con gestos fuego y él amablemente le cedió el mechero. La alemana se encendió un puro fino y alargado y con una sonrisa le devolvió el mechero. Echó el azúcar en el café y tomó un sorbo. El café era de primera. Sacó el libro de Raymond Carver y retomó la lectura donde lo había dejado. No le costó ningún esfuerzo adentrarse en el relato y sin apenas darse cuenta encontró ese ansiado estado de soledad. Al rato la pareja de alemanes se levantaron y se fueron. Se quedó solo. Mejor que mejor. Siguió leyendo hasta acabar con el primer relato y continuó con el segundo y con el tercero. En aquella terraza el tiempo volaba, cuando quiso darse cuenta pasaban de las siete de la tarde. Elena ya se habría ido y él podía regresar a casa.
Cuando llegó todo estaba limpio e impecable, Elena se había esmerado. En el salón vio que tenía varios mensajes en el contestador. Escuchó el primero. Era de sus hermanas:

- (Cantando a dúo) Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz. Te deseamos tus hermanas, cumpleaños feliz… Déjate ver y pásate por casa a por tus regalos. Besos, te queremos.

Supuso que los otros mensajes también eran para felicitarle por su cuarenta y dos cumpleaños y apagó el contestador. Entró en el baño y abrió el grifo del agua caliente para que la bañera se fuese llenando, aplicó gel y sales perfumadas y también encendió unas velas. Se trajo el CD con música suave y se lió un par de porros. Quería crear un ambiente agradable y sosegado. Ese baño era la recompensa por las horas que había pasado fuera de casa. Dejó un taburete junto a la bañera con un cenicero, los canutos liados, un mechero y una taza de café instantáneo. Finalmente se desnudó y se metió en la bañera. Todo era perfecto, sin embargo seguía arrastrando un sentimiento acre del que no lograba desprenderse. Metido entre el agua caliente y la espuma se dio cuenta de que él lo que realmente quería era regresar al útero materno. Sumergirse en líquido amniótico y olvidarse de todo. De hecho, la recreación que había hecho con el baño era justamente eso, un vano intento por crear un saco amniótico donde esconderse del mundo.

miércoles, 29 de abril de 2009

AUTOMUTILACIONES

(Basado en hechos reales)
Por la radio acababan de anunciar que un año más el F. C. Barcelona se proclamaba campeón de liga. Amadeo apagó el aparato con rabia. Él siempre había sido del Madrid y su derrota le jodía y amargaba. La estrechez de su celda se hizo evidente cuando trató de dar unos cuantos pasos para calmarse. Aquello era una clara señal, debía actuar de inmediato, protestar cómo siempre lo había hecho, automutilándose. Amadeo estaba seguro de que esa era la mejor manera de que le tuvieran en cuenta. Si alguien era capaz de cortarse un pedazo de su propia carne para protestar por algo, es que ese “algo” era importante, y protestar por perder la liga, sin duda lo era. Amadeo estaba loco, pero él no lo sabía. Su cuerpo estaba lleno de cicatrices de sus anteriores “protestas”. Todo empezó hace años, en La Habana. Estaba de vacaciones allí y durante esos días tropicales se fue enamorando de una mulata impresionante que le acompañaba día y noche por unos pocos dólares. Todo iba bien hasta que se le ocurrió pedirle que fuera su esposa. Esa misma tarde, y sin previo aviso, la mulata desapareció para siempre. Sólo dejó una manzana mordida cómo prueba de su despedida. Amadeo enloqueció, algo se rompió en su cabeza a la vez que en su corazón. Al día siguiente, mientras la buscaba desesperado por las ajadas calles de La Habana, se vio en medio de un gran gentío. Fidel Castro estaba dando uno de sus largos discursos. Allí, en medio de la multitud, Amadeo sintió por primera vez la imperiosa necesidad de “protestar”. Quería que toda La Habana, incluido Fidel, se enterasen de su dolor. Sin pensarlo se bajo los pantalones, abrió una navaja made in Albacete, se cortó un testículo, el derecho, y se lo arrojó a Fidel. El testículo impactó de lleno en la cara del líder cubano y Amadeo fue arrestado de inmediato. Fue fácil identificarle en medio de tanta gente, ya que era el único que llevaba los pantalones bajados mostrando los muslos ensangrentados y un boquete en el escroto. Después de pasar unas semanas recuperándose en el hospital de la prisión fue trasladado a un pequeño y oscuro calabozo donde pasó casi un año antes de que lo mandasen de vuelta a España. Durante ese año, Amadeo empeoró y su locura se hizo más aguda. Cada vez que algo no le gustaba se las arreglaba para conseguir una pieza afilada y con ella se cortaba un trozo de carne que hacía llegar a sus carceleros cómo prueba evidente de su inconformismo. Los responsables de la prisión se hartaron de las locuras del españolito y decidieron que lo mejor era enviarlo de regreso a su madre patria. Pero en España las cosas no fueron a mejor, su cordura estaba ya tan mellada cómo su cuerpo. Intentó por todos los medios regresar a Cuba. En su corazón había una herida abierta y necesitaba a su mulata para cerrarla, pero le fue imposible, tenía vetada la entrada en la isla, de por vida. Después de varios altercados públicos terminó en una celda de La Modelo, en Barcelona. Amadeo siguió “protestando” y mandando pedazos de si mismo a los carceleros, hasta que lo pusieron en un régimen especial con vigilancia intensiva. Todos los días registraban su celda a fondo en busca de elementos cortantes, no se le permitía mezclarse con los demás presos y lo mantenían aislado de todo y todos. Aún así, consiguió varias veces arrancarse a mordiscos partes de sus brazos y hombros. Cada vez que esto ocurría, era trasladado de inmediato a la enfermería de la prisión hasta que sus heridas cicatrizaban. Su vida se había convertido en un constante ir y venir de la celda a la enfermería y viceversa. Llevaba casi ocho meses sin poder “protestar”, la estricta vigilancia a la que era sometido se lo impedía, pero desde hacía unas semanas había notado a los guardias más distraídos de lo habitual, así que decidió pasar a la acción. Puso el aparato de radio en el suelo, lo cubrió con una manta para amortiguar el ruido y con el pie lo aplastó, apartó la manta, eligió uno de los fragmentos, el más afilado y con él fue cortando poco a poco un pedazo de la parte inferior de su muslo derecho. Según iba brotando la sangre Amadeo se reía a carcajadas, otra vez se había burlado de sus carceleros, otro pedazo que añadir a su siniestra colección, otra victoria. El dolor nunca fue un impedimento para sus “protestas”, él estaba acostumbrado a sufrir. Además el dolor de sus amputaciones no era comparable al que sintió aquella tarde en La Habana, cuando llegó a la habitación de su hotel y en vez de a su mulata encontró aquella manzana. El carcelero dio la voz de alarma y entró en la celda. Amadeo le esperaba riéndose a carcajadas, sosteniendo en su mano un trozo de carne ensangrentado.

- Esto se lo dais, de mi parte, a los holgazanes del Madrid… – Dijo Amadeo en medio de sus carcajadas. - …Que no merecen la camiseta que visten. -

Estaba siendo devorando por su locura, por él mismo, en un acto desesperado de amor, porque cada vez que se automutilaba lo hacía inconscientemente por ella, por su mulata del alma.

martes, 28 de abril de 2009

LOS RELÁMPAGOS

Una pareja de la guardia civil escoltaba al pobre Félix hasta las afueras del pueblo. El sargento Ochoa caminaba mirando de reojo los nubarrones que se aproximaban, mientras que López (el otro guardia) empujaba nervioso la silla de ruedas de Félix, que no paraba de insultarles e increparles con voz gangosa y entrecortada:

- Cabron...es, hijos de pu...ta. Que no t...enéis coraz...ón.

Era lo único que podía hacer para defenderse. Félix era paralítico de cintura para abajo. Hasta tres rayos le habían dejado así. Porque a lo largo de su vida, a Félix le habían alcanzado no uno ni dos, sino tres rayos. El primero fue cuando tenía catorce años. Por entonces era pastor y un día en que las ovejas pastaban en el monte, se levanto una gran tormenta. Félix intentó reunir al rebaño cuando de pronto un rayo, le golpeó de lleno. Sobrevivió, pero perdió la sensación de frío y casi la totalidad del habla. Desde ese día, le costaba un gran esfuerzo articular palabras y a todas les daba un tono gangoso y entrecortado. El segundo rayo le pilló a la salida de la iglesia un domingo por la mañana. Félix contaba ya con veinte años y estaba a punto de irse a cumplir el servicio militar. Todos los quintos del pueblo incluido Félix, salían de la iglesia de escuchar la misa en su honor. Entonces el cielo descargó otro rayo. Félix sobrevivió una vez más, pero sus cinco compañeros no. Quedaron totalmente achicharrados. Como resultado, Félix se quedó sin rastro de vello en el cuerpo. El rayo lo dejó totalmente calvo y sin cejas, dándole un aspecto de lo más siniestro. Desde entonces, los vecinos del pueblo le atribuyeron la muerte de sus compañeros. Murmuraron y le criticaron resentidos. Algunos dijeron que estaba maldito, otros que solo era mala suerte y los más dolidos proclamaron que era hijo del mismísimo Satanás. El tercer rayo fue el que lo dejó sentado para siempre en la rudimentaria silla de ruedas. Ocurrió justo tres años después de los funerales de los cinco quintos. Félix estaba en el establo ayudando a Nicolás a ordeñar sus vacas. Entonces, el rayo atravesó el tejado impactando de lleno en Félix. La electricidad recorrió su columna vertebral, destrozándosela, y dejándole paralítico de cintura para abajo. Lo peor de todo fue que la descarga mató al bueno de Nicolás y a la totalidad del ganado. Los vecinos que hasta entonces defendían a Félix porque estaban convencidos de su mala suerte, se unieron al grupo de los que creían que estaba maldito. Convocaron un pleno en el ayuntamiento para decidir que medidas tomar de cara a prevenir futuros incidentes. Después de mucho discutir, llegaron a un acuerdo: Cuando el cielo viniese negro y con nubarrones, una pareja de la guardia civil se encargaría de escoltar a Félix a las afueras del pueblo y dejarlo allí hasta que escampase la tormenta. A tal efecto, levantaron allí para Félix una especie de caseta con una tejavana para protegerlo, si no de los rayos, al menos de la lluvia y el frío…
La tormenta se aproximaba. El sargento Ochoa ordenó a López acelerar el paso. No tuvo que insistir, López sentía una aversión exagerada a las tormentas eléctricas, quizá porque años atrás fue testigo directo de la fatídica descarga a la salida de la iglesia. Él vió en primera línea como se freían aquellos mozos, salvándose de milagro. Félix intentaba inútilmente resistirse y les insultaba con su voz gangosa y entrecortada. Lloraba de rabia e impotencia, meneando los brazos con movimientos torpes y acentuados, como las aspas de un viejo molino que desencajadas de sus ejes, son incapaces de girar formando un círculo perfecto. Llegaron a la caseta y metieron a Félix dentro. Cerraron la portezuela con un candado y se fueron de allí. Mientras se alejaban, oían los gritos amortiguados del pobre Félix suplicando que tuviesen piedad, que no lo dejasen allí. Un par de gotas de lluvia se estrellaron en la cara del sargento y aceleraron el paso. El cielo estaba cada vez más negro. La llovizna dio paso a una borrasca intensa.

- Esta va a ser de las gordas – Presagió López.
- Corre que nos vamos a calar – Ordenó el sargento echando a correr.

Según se alejaban, las protestas de Félix fueron dejando paso al sonido intenso de la lluvia golpeando contra el suelo. De pronto, un trueno ensordecedor retumbó por todo el valle. La tormenta había llegado.

lunes, 27 de abril de 2009

LA SOMBRA

Esa maldita sombra lo jodía todo. Si no fuera por ella, en los días de sol, el porche se llenaría de luz. La sombra era la de un nogal centenario que estaba plantado a pocos metros del jardín. Matías odiaba al árbol y a su sombra. Lo odiaba desde el mismo día en que su madre apareció colgada de una de sus ramas. Matías solo tenía diez años. Todavía le parecía sentir las piernas agarrotadas y frías de su madre cuando se abrazó a ella. Su sombra se balanceaba recortada en el porche aun cuando Matías ya le había dado la espalda al árbol. El nogal y su sombra eran un recordatorio permanente de aquel desgraciado acontecimiento. Matías se había prometido así mismo que un día talaría el árbol y acabaría con todos los malos recuerdos. Pero nunca se había atrevido a hacerlo. Una tarde en la que, tirado en la cama, mataba las horas a base de hachís y lectura, escuchó un fuerte frenazo y acto seguido un estruendoso choque metálico. Se asomó a la ventana y comprobó con agrado como un camión se había estrellado contra el nogal. El impacto había arrancado el árbol casi de raíz. Matías salió a auxiliar al camionero. En cuanto estuvo en el porche, notó como el sol lo llenaba de luz y calor. El camionero estaba bien. Había tenido un fallo en los frenos y no había podido hacer nada por evitar el golpe. Tres días después, los operarios del ayuntamiento retiraron el nogal y con él su fría y negra sombra. Y así fue como Matías comenzó a echar las tardes en el porche, al sol. Se sentaba allí con una cerveza y un porro hasta la hora de cenar. El recuerdo del suicidio de su madre seguía en su cabeza, pero la ausencia del nogal lo hacía mucho más llevadero.

domingo, 26 de abril de 2009

LA MANZANA

ilustración de Aida García Corrales
Después de cenar, Mariano se puso a ojear el periódico, todo eran malas noticias: atentado en no sé dónde, guerras por allí, masacres por allá…, en fin, lo de todos los días. Pasó unas cuantas hojas al azar y leyó: Desarticulada una red de pederastas que operaba desde…

- A esos pervertidos habría que castrarlos a todos- Dijo con desprecio sin terminar de leer el titular.
- ¿Decías algo? - Preguntó su mujer desde la otra habitación.
- Digo que a los cabrones de los pederastas había que cortarles la polla a todos. – Contesto él con tono despectivo.

Dejó el periódico a un lado, no quería que se le indigestara la cena. Eligió una de esas revistas del corazón que compraba su mujer. Se paró a leer una entrevista que le hacían a un ex de una cantante que fue famosa en los años setenta y que ahora vivía de pasear sus antiguos éxitos, obesidad y cursilería por todas las televisiones del país. Las preguntas de la entrevista se centraban principalmente en temas esotéricos:

- ¿Qué opina usted sobre los espíritus, el poder de la mente y todo lo esotérico en general?
- Yo no creó en esas chorradas, porque no son más que chorradas. Es más, desconfío de todo aquel que crea en esas mariconadas. Esa gente está vacía y no tienen de qué hablar, por eso se inventan esas cosas. ¿Poder de la mente? ¡Me cago en el poder de la mente! Se empieza con eso y un día te sorprendes a ti mismo mirando fijamente a una manzana mientras intentas hacerla levitar. Toda esa chusma son unos ladrones...

Le jodía reconocerlo, pero él pensaba igual que el ex de la cantante. Le gustaba comer algo de fruta después de cenar, así que casualmente tenía una manzana delante. Sabía que era una tontería intentarlo, pero por probar no perdía nada. Miró la manzana fijamente, concentrándose en su imagen, diciéndose a si mismo que tenía que moverla con su mente. Así estuvo durante casi un minuto. Cuando estaba a punto de abandonar, entreabrió un ojo. Le pareció verla moverse muy levemente. No estaba seguro así que lo intentó de nuevo. Se concentró en el centro de la manzana, apretó con fuerza los dientes, cerró los ojos y se dijo para él:

- Te voy a hacer bailar.

Se escuchó un ruido seco, como una pequeña detonación amortiguada. Abrió los ojos, la manzana había desaparecido. No estaba ni encima ni debajo de la mesa. No sabía qué pensar, estaba absorto, apenas podía respirar. De pronto, algo cayó encima de la revista que aún sostenía en sus manos. Era un pegote verdiblanco parecido a la mermelada. Miró al techo y allí estaba. La manzana estaba pegada, mejor dicho, espachurrada junto a la lámpara. A Mariano de poco le da un ataque. ¿Cómo había llegado la manzana hasta ahí? ¿Había sido él con su poder mental?... Llamó a gritos a su esposa, que planchaba unas camisas dos habitaciones más allá. Cuando acudió la señora asustada por los gritos de su marido, éste le mostró lo que quedaba de la manzana. Le contó cómo había sucedido, le dio todo tipo de detalles: cómo se había concentrado, cómo se le ocurrió la idea, lo de la entrevista, lo del ex de la cantante… Absolutamente todo. La buena señora no se creyó ni una palabra. Simplemente se limitó a mirarle como si estuviera loco sin dejar de recordarle lo caro que salía un pintor, lo estúpido de meterse en gastos inútiles, que buscara trabajo, que estaba todo el día en casa tumbado a la bartola, etc, etc, etc. Seguidamente, le ordenó que subiese a casa del vecino a pedirle la escalera para poder limpiar aquella porquería. De golpe, una idea brilló en su cabeza. Si lo había conseguido una vez ¿Por qué no intentarlo de nuevo? Sabía que su amada esposa pesaba mil veces más que la manzana, pero aun así, decidió intentarlo. La miró fijamente, dejando su mente en blanco. Concentrándose, apretó con fuerza los dientes y por lo bajinis se dijo:

- Te voy a hacer bailar…
(relato publicado en la revista Al Otro Lado Del Espejo)

sábado, 25 de abril de 2009

EL APÓSTOL COBARDE

Si a Pepe hubiese que describirlo con dos palabras, las más adecuadas serían: “hombre aburrido”. Por eso le sorprendió tanto que de entre todos los seres humanos del planeta, el elegido fuera él. Todo empezó así: Un día que Pepe estaba durmiendo la siesta, Dios se presentó en su salón y con voz ronca y abovedada dijo:

- Despierta.

Pepe se incorporó del sofá sobresaltado y con el corazón a punto de salírsele del cuerpo. Cuando le vio pensó que seguía soñando y que aquella visión era producto de una pesadilla, de otra forma no podía explicarse por qué un viejo con melena y barba blanca y una especie de aureola brillante alrededor de su cabeza estuviera en medio del salón. Antes de que pudiera pensar en otras alternativas, Dios le habló:

- Te he elegido para que seas uno de mis nuevos apóstoles.

Pepe se dio cuenta de que aquello no era un sueño, de que el viejo que vestía con una túnica blanca era real y estaba allí. Inmediatamente se puso a la defensiva.

- ¿Quién coño eres tú? ¿Cómo has entrado aquí?
- Escucha lo que te digo, quiero que seas…
- Si no te largas ahora mismo llamaré a la policía.
- Cálmate, soy Dios y estoy aquí para encomendarte una misión de suma importancia.
- Mira viejo, no me importa si estás majareta o si te has pasado dándole al Don Simón pero cómo no te largues de mi casa empiezo a repartir hostias ya.
- ¿Has escuchado lo que te he dicho?... Soy Dios… (deletreando) D. I. O. S… Dios…
- Que sí, que lo que tú digas, pero ya te he avisado y el que avisa no es traidor.
- ¿Qué milagro quieres que haga para que no dudes más?
- A mí no me vaciles, que solo digo las cosas una vez… O te largas o hay hostias, tú eliges.
- ¿Tienes arcilla por ahí?
- ¿Qué?
- Arcilla ¿qué si tienes un poco?
- ¿Arcilla?
- Sí, para crear un ser humano.
- ¿Para crear qué?
- Un ser humano, uno cómo tú. Así me creerás y podremos ir al grano…

Pepe estaba tan confundido que no supo que decir.

- ¿Tienes o no? – Insistió Dios.
- Quiero que salgas de mi casa.

Dios se fijó en una maceta que estaba junto a la ventana.

- No importa usaré la tierra de esa maceta.
- No toques nada…

Dios avanzó hacía la maceta y Pepe trato de impedírselo. Dios, con un exceso de teatralidad, levantó su diestra y al instante Pepe quedó paralizado.

- Estate atento, seguro que flipas…

Dios cogió un montón de tierra de la maceta, la dejó sobre la mesa, luego se tomó un minuto para llenarse la boca de saliva, la escupió sobre la tierra, lo mezcló todo y con el barro resultante se puso a modelar una figura. Pepe miraba sin poder moverse, sentía como el gemelo de su pantorrilla izquierda se le iba subiendo, produciéndole calambres y pinchazos muy dolorosos. A pesar de eso seguía sin poder moverse. No entendía nada de lo que estaba pasando, aunque se esforzaba por comprenderlo. Al cabo de unos minutos, Dios dio por terminada su obra. El resultado final fue una figura humanoide de unos treinta centímetros de estatura parecida a un Madelman. Dios se concentró y usando su potente voz dijo:

- Vive.

El barro se fue convirtiendo progresivamente en carne, huesos y fluidos. Finalmente, la figurita cobró vida.

- ¿Has visto? – Le pregunto Dios a Pepe, señalando con arrogancia al pequeño madelman. - ¿Me crees ahora?

De repente Pepe se vio liberado de su inmovilidad y por fin pudo centrarse en el dolor de su gemelo, estiró lo que pudo la pierna afectada, intentando mantener todo el peso de su cuerpo sobre la pierna sana.

- ¡Joder!... ¡Mecagüen la hostia puta!... - Maldijo mientras botaba a la pata coja.

Dios y el madelman lo miraron en silencio sin saber muy bien que le pasaba. Lo bueno de los calambres musculares (si es que tienen algo de bueno) es que al igual que vienen se van. Aliviado dejó de dar ridículos saltitos por el salón y se centró en los desconocidos. Por su parte, Dios pensó que era hora de volver al tema principal y habló:

- ¿Has visto lo que acabó de hacer? ¿Te convences ahora de qué soy Dios?
- Te ha salido muy feo, por no hablar de su estatura. – Puntualizó Pepe.

Dios se tomó un par de segundos para observar al pequeño ser. Era feo como un demonio, y más por estar ahí encima de la mesa desnudito con su pequeño pene colgando. El madelman los observaba a su vez, sintiéndose cada vez más indefenso y avergonzado.

- Me ha salido así porque he tenido que utilizar la tierra de la maceta, si hubiese tenido arcilla de la buena, otra cosa sería. – Intentó disculparse Dios.
- ¿Y la desviación de su columna? ¿También es por la tierra de la maceta? – Añadió Pepe.
- Vale, ya sé que no es una obra de arte, pero está vivo que es lo que cuenta. Su fisonomía es lo de menos, solo trataba de demostrarte que soy Dios.

Aquello era demasiado. El madelman no pudo contenerse más y rompió a llorar lleno de indignación.

- Ya os vale, me habéis dejado claro que soy feo y deforme, pero os olvidáis de que tengo sentimientos…

Tenía voz de pitufo. Dios intervino para desviar la atención y encauzar los hechos.

- Pasa de él… Cómo te decía, quiero que seas uno de mis nuevos apóstoles ¿Qué te parece la oferta?
- No sé… - De pronto cayó en la cuenta de que él no tenía ni idea de la labor que desempeña un apóstol y se animó a preguntar. - … ¿Qué es lo que tendría que hacer?
- Pues lo que hacen los apóstoles, difundir mi sagrada palabra y esas cosas… Verás, dentro de muy poco, se celebraran unas elecciones a nivel mundial para establecer una sola religión. Sé de buena tinta que Alá, Buda y Yahvé ya han empezado a reclutar a su gente para organizarse. Y nosotros no vamos a ser menos. Hay que evangelizar al planeta entero, hay que convencer a todos de que somos la mejor alternativa. Que sólo hay un Dios y de que ése soy yo. Que soy el mejor y el más poderoso, pero también el más magnánimo y el más bondadoso.
- Yo es que no soy bueno hablando, me atasco, tartamudeo, y además no me gusta la gente, prefiero aprovechar mi tiempo libre para estar tranquilo en casa. - Intentó escaquearse Pepe.

Al verse tan ignorado el madelman se enfadó mucho y no pudo reprimirse.

- ¿Y tú te defines a ti mismo cómo bondadoso? Menudo Dios de mierda eres tú…

Dios y Pepe se volvieron hacía la mesa donde estaba subido.

- … ¿Dónde está la bondad en lo que has hecho conmigo? Solo me has creado para convencer a este imbécil… - Dijo el madelman.
- ¡Eh! Sin insultar, que yo no te he hecho nada. – Se defendió Pepe.
- … Ni siquiera has tenido la decencia de hacerme como es debido, pero que más da, tan solo soy una demostración de tu gran poder, que importa que me hayas hecho feo y deforme…
- Trata de ignorarle y sigamos con nuestra conversación. - Le indicó Dios a Pepe.
- … ¿Y ahora qué va a pasar conmigo? ¿O no has pensado en eso?... Insistió el pequeño ser.
- ¡Cállate! ¿No ves que estamos tratando asuntos de suma importancia?... - Gritó Dios, a punto de perder la paciencia. –…Estamos asegurando el futuro del mundo.
- ¿Y qué futuro me espera a mí?... Añadió el pequeño ser.
- Muérete. - Concluyó Dios de forma tajante

El madelman cayó fulminado sobre la mesa. Sin darle más importancia, Dios intentó retomar la conversación con su elegido.

- Volviendo a la conversación de antes, tu labor principal sería la de difundir mi mensaje. Y no te preocupes de nada. Yo me encargaré de poner mi verbo en tu boca. Tú solo tienes que dejarte llevar, es muy fácil…
- Pero es que yo no sé si valdré, ya te digo que no me gusta la gente y menos en grupo.
- Cómo no vas a valer. Según mis informes tú eres político y te dedicas a hablar a las masas ¿No es así?
- Creo que esos informes están mal. Yo soy tramoyista.
- ¿Tramoyista?
- Sí, trabajo en un teatro.
- Pero ¿tú no eres Manuel García Armas?
- No, yo soy José Pérez Gil.
- Ya… ¿Estás seguro?
- Segurísimo… El tal Manuel ese, creo que vive dos pisos más arriba.
- ¿Éste no es el quinto?
- No, es el tercero.
- Pues… No sé que decir… Cómo ves se ha cometido un error y lo único que puedo hacer es… disculparme por este malentendido y sobre todo por hacerte perder el tiempo.
- No pasa nada, todo el mundo comete errores.

Todo el mundo comete errores, pero él no era todo el mundo, él era Dios. Se sintió ofendido pero no dijo nada, sólo quería salir de allí y enmendar el error.

- Ejem… ¿La salida es por aquí?
- Sí, por esa puerta y continúa hasta el final del pasillo, allí verás la puerta de salida. - Le indicó Pepe.
- Pues nada… ya nos veremos. Ha sido un placer conocerte…
- Lo mismo digo.

Dios avanzó raudo hacía la puerta, entonces Pepe cayó en la cuenta del pequeño cadáver que yacía sobre la mesa.

- ¿Y qué hago con éste?

Dios se atusó la barba mientras intentaba dar con una solución. Finalmente dijo:

- Entiérralo en la maceta. Le servirá de abono a la planta.

Y dicho esto, desapareció por la puerta desentendiéndose del tema. Cuando Dios salió de la casa, Pepe cogió de una pierna al pequeño ser y lo levantó a la altura de sus ojos para observarlo detenidamente.

- ¡Qué cosa más fea! – Concluyó.

Después hizo un agujero en la maceta, metió el pequeño cadáver y lo cubrió con la tierra…

- ¡¡¡¡GOOOOOOOOOOLLLLL!!!! – Gritó alguien desde la calle.

Pepe se despertó sudando. Todo había sido una pesadilla, menos mal. Sin embargo y a pesar de lo absurdo de la situación, el sueño le había parecido tan real que estuvo a punto de rebuscar en la tierra de la maceta, aunque después de pensarlo le pareció una estupidez hacerlo. Se acomodó en el sofá, encendió la tele y se centró en el partido de fútbol que estaban retransmitiendo.

viernes, 24 de abril de 2009

EL SUBALTERNO

Paulino había sido un subalterno toda su vida. Sus escasos estudios le impedían optar a algo mejor y con el tiempo había asumido que seguiría así hasta que la jubilación lo apartase de su oficio. Pero hasta que llegase ese momento, seguiría limpiando oficinas. Como era el último mono, cualquier pichicato podía ordenarle limpiar lo que otro había ensuciado y él se veía obligado a obedecer sin dejar de sonreír. Tantas horas de sumisión alteran el carácter y la personalidad de cualquiera, volviéndolo débil y cobarde. Llega un momento en el que agachar la cabeza, ya no importa demasiado. Te convences a ti mismo de que lo que realmente importa es la nómina a fin de mes. Al final, en lugar de protestar por tus derechos más legítimos, clavas la mirada en el suelo y dejas que cualquiera pase por encima de tu orgullo y dignidad. Pero Paulino tenía un método para no caer en el indigno hábito de doblegarse a los demás, una válvula de escape para soltar toda la mierda que tragaba allá donde limpiaba: Sado-maso. Acudía a aquellos locales y en cuanto se calzaba la máscara de cuero, se transformaba en un tipo dominante que dando órdenes sin titubear, sometía a una puta disfrazada de señora de la limpieza. Si no era obedecido de inmediato, sacaba la fusta y azotaba las nalgas de la mujer hasta hacerlas sangrar. Entre aquellas cuatro paredes, él era el puto amo y la puta, su esclava. Con la máscara de cuero él era un hombre que ostentaba un gran poder. Un poder de alquiler y pagado de antemano pero néctar vigorizante para su orgullo y dignidad al fin y al cabo. La puta lamía literalmente sus botas mientras él, henchido de satisfacción, le gritaba:

- ¿Quién es tu puto amo?
- Tú y solo tú. – Le contestaba la puta.

Paulino era consciente de que todo era un juego, pero las palabras de la puta le sabían a gloria bendita. Allí, con ella, él era un h-o-m-b-r-e, no un empleado encargado de limpiar la mierda que otros con demasiada prisa dejaban flotando al fondo del retrete.

- ¿Quién es tu puto amo?
- Tú y solo tú.
- ¡Dilo más alto! – Gritaba Paulino.
- ¡¡TÚ!! - Gritaba la puta.
- ¡Más alto, qué te oiga todo el mundo!
- ¡¡¡TÚ, TÚ Y SOLO TÚ!!! - Se desgañitaba la puta.

Entonces Paulino eyaculaba en su cara, dando por terminada la sesión. En cuanto se quitaba la máscara, dejaba de ser altivo y arrogante y volvía a su personalidad habitual. Salía del local con la cabeza gacha y la mirada clavada en el suelo para no encontrase de frente con las miradas de los que no tenían que recoger la mierda ajena. Llegaba a su minúsculo apartamento pagado con cientos de miles de horas limpiando baños y suelos, y se metía en la cama a esconderse de la miserable vida que le había tocado vivir. Al día siguiente, mientras limpiaba lo que otros ensuciaban con una sonrisa perenne en su cara, pensaba en su puta favorita recibiendo el esperma en la boca y entonces su pene se levantaba como un puño en alto, protestando por tanta servidumbre, su miembro se elevaba como un estandarte inhiesto que demostraba que aun quedaba algo de orgullo y dignidad dentro de él. Y ya que él se tenía que doblegar a diario, en compensación y por justicia que su polla hiciera lo contrario.

jueves, 23 de abril de 2009

OLOR A CARNE QUEMADA

El paisaje era dantesco. Hierros retorcidos y carbonizados, hogueras aquí y allá, equipajes desperdigados y abiertos, dejando un rastro de ropa tirada, zapatos y neceseres. Y sangre y miembros amputados de cuajo y cadáveres por donde quiera que mirases. Había gente que gritaba de dolor, otros agonizaban en medio del caos. Y prevaleciendo por encima de todo el olor a carne quemada de los cuerpos carbonizados. Mariano caminaba sin rumbo entre los restos del accidente, llevaba el brazo izquierdo totalmente desmembrado, solamente se sujetaba al cuerpo por una fina hebra de carne ensangrentada. Se podían ver los huesos astillados que atravesaban la piel, los tendones y músculos arrancados, y la sangre fluyendo sin parar. De pronto se sintió mareado y tuvo que vomitar junto al cuerpo de un bebé aplastado. La radio del siniestrado autobús seguía funcionando y por los altavoces sonaban los acordes distorsionados de “Paquito el chocolatero”. El contraste de la música con lo que allí estaba sucediendo era como una broma pesada y de mal gusto. Mariano siguió andando de un lado a otro, cambiando de dirección sin un motivo aparente, confundido. Un cerdo pasó corriendo a su lado cojeando de una de las patas traseras. Unos metros por delante había varios cerdos muertos en medio de la carretera, mezclados con los cadáveres del autobús. Varios de los cerdos que quedaban con vida chillaban prisioneros dentro de las celdas del camión volcado mientras se achicharraban en medio de las llamas, el resto habían escapado campo a través. El cerebro de Mariano no podía asimilar tanta desgracia, por eso deambulaba absurdamente confundido y sin ser consciente del infierno que le rodeaba. Lo que iban a ser unas placidas vacaciones, sin más, se habían convertido en la peor de las pesadillas. De pronto, de la distancia empezaron a llegar los sonidos desbocados de las sirenas de las ambulancias añadiendo a la bestial banda sonora un acorde de esperanza.

miércoles, 22 de abril de 2009

EL BAUTIZO

Ambos se habían vestido con sus mejores galas y estaban listos para salir. El marido quiso asegurarse de que la salida estaba libre y se acercó a la ventana. Apartó levemente la cortina y echó un vistazo a la calle. Como había sospechado, él estaba abajo, en la calle, esperándoles.

- ¡Mierda puta!... El cabrón está ahí. – dijo el marido con fastidio.
- Entonces… no podremos ir al bautizo…– dijo la mujer sentándose derrotada en una silla. –…Imagínate, delante de toda la familia ¡Que vergüenza!
- ¿Cómo no vamos a ir? ¿Te has olvidado de que somos los padrinos?

El marido volvió a asomarse a la ventana. Él seguía allí.

- ¡La puta que lo parió! – maldijo apartándose, malhumorado, de la ventana.
- ¿Y qué vamos a hacer? – preguntó la mujer.
- No lo sé… déjame pensar…
- ¿Y si te disfrazas? – sugirió ella.
- ¿Disfrazarme?
- Sí.
- ¿De qué?
- No lo sé… quizá de mujer.
- De mujer. Tú estás loca ¿Quieres que acuda al bautizo de nuestra nieta vestido de mujer?
- No seas bobo. Te disfrazas solo para salir de casa y darle el esquinazo, luego, en algún sitio, volvemos a ponerte la ropa adecuada.
- Demasiado complicado. Además, podría reconocerme. Lo mejor será que hable con él y trate de pactar una pequeña tregua.
- ¿Tú crees que es buena idea?
- No, seguro que no lo es, pero… no se me ocurre otra solución.
- Entonces… ¿vas a bajar a hablar con él?
- Ya sabes, hablando se entiende la gente.
- ¿Y que le vas a decir?
- Pues que se haga cargo de la situación.

El marido se dirigió a la puerta principal. Antes de salir comprobó el contenido de su cartera para saber cuanto dinero llevaba consigo.

- Mira en tu bolso y dame todo lo que lleves. – le dijo el marido mientras contaba sus billetes.
- ¿Piensas sobornarle?
- Primero quiero hablar con él. No sé… espero que apelando a su humanidad pueda ablandarle un poco.
- Solo llevo setenta y cinco euros. – dijo la mujer sacando el dinero del bolso.
- Suficiente. - dijo el marido cogiendo el dinero y juntándolo con el suyo.- Espero que atienda a razones...
- Suerte, cariño.

El marido salió de la casa, bajó las escaleras, salió del portal, cruzó la calle y se fue directo al coche del tipo que le estaba esperando. El vehiculo tenía unos gráficos a ambos lados de la carrocería con los logotipos de la empresa: “El cobrador del frac - Cobros a morosos”. El cobrador estaba dentro del automóvil. En cuanto vio al marido acercarse salió del coche, vestido, como no, con un frac. El marido se acercó a él.

- Buenos días. – dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
- Buenos días. – respondió, receloso, el cobrador.
- Me gustaría hablar con usted.
- Usted dirá.
- Pues… Quisiera pedirle un favor.
- ¿Un favor?
- Verá… Es que hoy, justamente, bautizamos a mi nieta. Una preciosidad de niña… Bueno que va a decir su abuelo… En fin, al bautizo acudirá toda la familia y no es cuestión, de qué nosotros, los abuelos, y además los padrinos, lleguemos acompañados de usted. No es porque su presencia sea indigna, ni mucho menos, pero comprenderá que no son maneras. Imagine la de habladurías que se generarían… No quiero ni pensarlo.
- ¿Y qué quiere que haga?
- Yo había pensado invitarle a una buena comida en el restaurante que a usted le parezca bien. Mientras mi mujer y yo nos vamos al bautizo, usted se va a comer por ahí ¿Qué le parece?... Por supuesto, yo me hago cargo de todos los gastos.
- No tengo hambre.
- Bueno, quizá… le apetezca ir a un museo, o al cine…
- No gracias, estoy de servicio, como puede ver.
- Yo me refería a que si usted me deja en paz durante unas horas, yo estaría dispuesto a remunerarle una buena suma. ¿Entiende?
- Perfectamente. Pero si yo hiciese la vista gorda estaría incumpliendo con mi responsabilidad, y no solo eso, también dejaría en entredicho mi profesionalidad. Eso podría costarme el puesto de trabajo. ¿Entiende?
- Claro, claro… pero ¿quién se iba a enterar? Yo, al menos, no pienso decir nada.
- Me enteraría yo. Y eso es suficiente.
- Para mí, usted es todo un profesional. Jamás se me ocurriría pensar lo contrario. Solo quiero que sepa que estoy dispuesto a entregarle una buena suma por el favor.
- Estoy seguro que si pagase sus deudas no tendría que andar sobornando a la gente. – dijo el cobrador zanjando toda negociación.
- Está bien. No le molesto más, pero una cosa es segura. Usted no es quién para juzgarme. Que lo sepa…

Y dicho esto, el marido dio media vuelta y regresó al portal de su casa. Subió las escaleras refunfuñando, incapaz de dominar su mal humor. Cuando entró en casa la mujer le estaba esperando en el recibidor.

- ¿Qué tal ha ido, cariño?
- ¡Maldito hijo de puta! ¿Quién se ha creído que es para hablarme así?
- ¿Qué te ha dicho?
- Ese cretino va y me suelta que si pagase mis deudas no tendría que sobornar a nadie.
- ¿Eso te ha dicho?
- Lo que has oído… El jodido cabrón, hijo de su puta madre…
- Cálmate, ya solo nos faltaba que te diera otro ataque.
- ¿Cómo quieres que me calme si estamos atrapados en nuestra propia casa, sin poder acudir al bautizo de nuestra nieta?
- Con perder los nervios no ganamos nada. Lo mejor es que pensemos en algo.
- ¿En qué?
- Lo de disfrazarte no lo veo tan descabellado.
- ¿De mujer?
- De otra cosa no podemos. Esto no es una tienda de disfraces.
- Es que eso de vestirme de mujer…

La esposa miró su reloj.

- No nos queda demasiado tiempo. Algo tenemos que idear si queremos llegar a tiempo al bautizo. - dijo señalando la esfera del reloj con el índice
- Está bien… Hagámoslo.

Tuvo que afeitarse las piernas y enfundarse en un corsé para poder entrar en uno de los vestidos de su mujer. Uno estampado que guardaba en el fondo del armario, de la época en la que estaba algo más rellenita. Por último, su mujer le maquilló y le puso una de sus pelucas. El marido se miró en el espejo sintiéndose tremendamente ridículo.

- El problema va a ser el calzado. – dijo ella rebuscando entre sus zapatos.
- Espero que no nos encontremos con algún vecino o conocido. - dijo él ajustándose la peluca.

La esposa cogió un par de sandalias abiertas por el talón y con poco tacón.

- Pruébate estas, a ver como te quedan. – dijo dándole las sandalias.

El marido se las puso. Le quedaban un poco pequeñas, pero no había donde elegir, así que trató de caminar. Anduvo hasta el pasillo y regresó. Podían servir.

- ¿Qué te parecen?
- Dentro de lo malo no es lo peor.
- Déjame que te mire…

El marido giró sobre si mismo para ofrecerle una vista completa.

- …No está mal, aunque andando como andas pareces un travestido. Trata de ser un poco más femenino.
- ¿Más femenino? Tiene cojones que a mi edad tenga que aguantar estas cosas…

El cobrador, sentado en el interior del coche no quitaba ojo al portal. Por eso, cuando de su interior salieron dos mujeres, las siguió con la mirada. Sobre todo le llamó la atención la manera de andar de una de ellas, la más esbelta. Él ya había visto esa forma de andar y le era familiar. De pronto cayó en la cuenta. Salió del coche y corrió hasta las mujeres. No estaba seguro, así que quiso asegurarse. Las dos mujeres trataron de apurar el paso, pero una de ellas, la más esbelta, dio un tropezón y estuvo a punto de perder el equilibrio. Gracias a que su acompañante la agarró fuertemente del brazo, de no haberlo hecho se hubiera caído al suelo. El cobrador aprovechó para llegar hasta ellas.
- ¿Se encuentran bien?

Las dos mujeres siguieron andando sin hacer caso de las palabras del cobrador. Éste, por su parte, trató de identificar definitivamente al sospechoso, es decir, a la mujer esbelta.

- Oiga… Pero, si es usted… - dijo el cobrador reconociendo al marido disfrazado.
- Déjenos en paz, por favor. – rogó la esposa.

El matrimonio siguió andando.

- En todos mis años en esta empresa, no había visto nada igual. – añadió el cobrador con cierto desprecio.
- ¡Me cago en tu puta madre, cabrón! O nos dejas en paz o te parto la cara. – dijo el marido perdiendo la paciencia y abalanzándose contra el cobrador.

Ambos se enzarzaron en una ridícula lucha de agarrones. Por un lado, el marido pretendía derribar al cobrador. El cobrador por su parte intentaba zafarse del marido, y la esposa, metiéndose en medio, se esforzaba por separarlos. La escena era, como poco, esperpéntica. En un momento dado, el marido se llevó la mano al corazón y se desplomó con el rostro pálido.

- ¡Ay, Dios mío! Que le está dando otro ataque. – dijo la esposa con un gesto de pánico.
- ¿Otro ataque? - preguntó el cobrador con los ojos desorbitados.
- Sí, hace un par de meses sufrió uno. Por favor, ayúdeme a llevarlo a un hospital.
- Enseguida traigo el coche, espere aquí…
- No… a un hospital no… Estoy bien… ya me encuentro…bien. - dijo el marido intentando incorporarse.
- No te levantes, cariño. Espera a que este señor traiga su coche.
- Vestido así… no se te ocurra llevarme a ningún sitio.
- Pero necesitas que te vea un médico.
- Estoy bien… Es… este maldito corsé… que no me deja respirar. Llévame a casa para que pueda cambiarme.
- Entonces ¿traigo el coche o no? – dijo el cobrador.
- No déjelo. Mejor me ayuda a llevar a mi marido a casa.

Entre la esposa y el cobrador ayudaron a incorporar al marido. Luego le llevaron a casa.
Una vez en la casa, le dejaron resoplando en el sofá, con la falda del vestido levantada por encima de los muslos, dejando a la vista la ropa interior. La estampa era patética.

- Ayudadme a quitarme este jodido corsé, antes de que me ahogue. – dijo el marido con la voz congestionada.
- Antes déjame que te desabroche el vestido. – dijo la esposa poniéndose a ello.
- Bueno… si ya no me necesitan yo me vuelvo a mi puesto. - dijo el cobrador.
- Espere, podría necesitarle… Por qué no se queda unos minutos y le preparo un café.
- Es que…
- Sólo unos minutos. Para asegurarnos de que mi marido está bien.
- De acuerdo, solo unos minutos.

Todos miraron sus relojes. No quedaba demasiado tiempo para que empezase el bautizo, allí en la catedral. La mujer fue a preparar café, mientras el cobrador ayudó a desvestir al marido y a despojarlo de aquel horrible corsé. Liberado de la opresión del corsé, el marido pudo respirar y enseguida se sintió mejor.

- ¡Joder, que alivio! Ese puto chisme me estaba matando.

El marido se había quedado en ropa interior y eso incomodaba al cobrador que trataba de mirar a cualquier sitio menos a su persona.

- Veo que se encuentra mucho mejor… Quizá vaya siendo hora de que me marche. – dijo el cobrador mirando a un florero.
- Espere un momento a que mi mujer venga con el café. Es lo menos que podemos ofrecerle por su inestimable ayuda.
- Está bien… Pero haga el favor de vestirse.
- Enseguida. Antes quiero recuperar un poco el aliento.

En esos momentos entró en el salón la mujer, sosteniendo una bandeja con la cafetera, el azúcar, la leche, una taza y un platito con deliciosas pastas.

- Ya esta aquí el café. – dijo risueña.

La mujer dejó la bandeja sobre la mesa y le sirvió un café al cobrador.

- ¿Lo quiere solo o con un poquito de leche?
- Solo… pero ¿ustedes no toman? – se interesó el cobrador.
- No, a mi marido los médicos se lo tienen prohibido, por eso de los ataques. Y yo en estos momentos estoy muy alterada como para tomar café… eso sí, comeré una pastita que están muy ricas.

La mujer cogió una pasta y la mordisqueó como si fuera un roedor. El cobrador se echó un par de cucharadas de azúcar en la taza. El marido se acercó hasta la bandeja y dudó entre que pasta elegir, finalmente se decidió por una cubierta con una capa de chocolate.

- Me voy a vestir. - dijo mientras masticaba la pasta.

Y salió del salón. El cobrador y la mujer se quedaron solos, sentados uno en frente del otro.

- ¿Esta bueno el café?
- Buenísimo. Se nota que es de calidad. – dijo el cobrador apurando la taza.
- Déjeme que le sirva otra taza.

La mujer llenó de nuevo la taza al cobrador.

- Gracias, es usted muy amable. – respondió el cobrador

La mujer terminó de comerse la pasta y el cobrador se sirvió azúcar en el café.

- A pesar de lo que usted pueda pensar de mi marido, le diré que es un buen hombre. Antes de la gran crisis teníamos una empresa que hacía marcos de aluminio para puertas y ventanas. Teníamos a más de cincuentas empleados y nos iba muy bien. Con el “boom” de la construcción nos fue mejor aún. Había muchos pedidos y casi no dábamos abasto. Fueron buenos tiempos para todos. Pero claro, se acabó el “boom” y llegó la crisis, y con ella los problemas. La mayoría de nuestros clientes se arruinaron y tuvimos que cerrar la fábrica. Eso sí, mi marido se encargó de que todos sus empleados cobrasen lo que les correspondía. Cosa que los constructores no hicieron con él, porque esa gente nos debía, y nos debe mucho dinero. Mi marido podría haberles dicho a sus empleados que como no le pagaban, tampoco él podía pagar, pero se empeñó hasta las cejas con los bancos para poder pagarles a todos. Eso no lo hace todo el mundo ¿no cree usted?
- Supongo que no… Sin ir más lejos, yo trabajé durante más de veinte años en una empresa que se dedicaba a hacer piezas para coches. Pues bien, de la noche a la mañana, nos pusieron a toda la plantilla en la calle sin dar ningún tipo de explicación… Menos mal que poco después encontré este trabajo. Sino… no sé que hubiera sido… de mi familia y… de mí.

Al cobrador se le empezó a nublar la vista. De pronto, le pesaban enormemente los parpados y apenas podía hablar.

- ¿Se encuentra usted bien? – se interesó la mujer.
- Sí… solo es… un ligero ma… mareo.

Y dicho esto se desplomó sobre la mesa. La mujer sonrió y miró el reloj. Aún estaban a tiempo de llegar al bautizo. Poco después, entró el marido completamente vestido. Se extrañó de ver al cobrador desplomado sobre la mesa.

- ¿Y a ese qué le pasa?
- Le he dado unos somníferos con el café y ahora duerme tranquilamente.
- ¿Y cómo se te ocurre hacer esto?
- Es la única manera que se me ha ocurrido para que nos deje tranquilos y podamos ir al bautizo.
- Sí, pero… ¿Y si nos denuncia?
- No creo que lo haga, se le ve que es buena persona… Ayúdame a ponerlo en el sofá.

Él le cogió por debajo de las axilas y ella por los pies. Le dejaron tumbado en el sofá y le cubrieron con un edredón para que no sintiera frío y estuviera más cómodo.

- ¿No crees que es mejor atarle? Por si se despierta y le da por tomar represalias.
- No lo creo. Ya te digo que es buena gente. He estado hablando con él y así me lo ha parecido. Dejémosle así. Además esos somníferos son bastante efectivos y no creo que se despierte antes de seis o siete horas. Para entonces ya estaremos aquí e intentaremos solucionar los problemas que surjan…

El timbre del teléfono sonó en el recibidor.

- ¿Contestas tú? – dijo la mujer.
- Seguro que son los chicos para saber por qué nos retrasamos. – dijo el marido acudiendo al recibidor.

La mujer se acercó hasta el sofá, comprobó que el cobrador estaba bien arropado y después se retiró con la bandeja a la cocina. Cuando regresó junto a su marido, él ya había terminado de hablar por teléfono.

- ¿Eran ellos? – le preguntó la mujer.
- Sí, dicen que nos demos prisa. Que ya están todos allí.
- Por mí nos podemos ir ahora mismo.
- Pues vamos.

Apagaron las luces y se dispusieron a marcharse, pero antes de salir, el marido echó una última mirada hacia el salón.

- Me da no sé qué dejarlo ahí. – dijo con preocupación.
- Ya nos ocuparemos de él cuando regresemos. Ahora tenemos que darnos prisa.
- Tienes razón. Vámonos.

Y por fin salieron de la casa. En la calle pararon un taxi y viajaron hacia la catedral.

domingo, 19 de abril de 2009

EL INCENDIO

Evaristo estaba sentado en el sofá viendo las noticias de la noche. El presentador anunciaba, con evidente preocupación, que debido a la sequía, lo más seguro es que hubiese algunos incendios. A Evaristo le gustaba ver las noticias mientras hacía la digestión. Esa noche para cenar se había metido entre pecho y espalda dos platos de callos. Para cualquier otro, eso habría sido una exageración, pero para él solo era un tentempié. Pesaba ciento cincuenta y seis kilos y medía más de dos metros de estatura. Su mujer, Clara, había tratado mil veces, sin éxito, ponerle a dieta, pero él era un saco sin fondo donde se podía vaciar la nevera entera. De pronto, Evaristo empezó a sentir un ligero ardor de estomago al que no dió ninguna importancia. Al rato comenzó a sudar. El ardor de estomago empezaba a resultar bastante molesto. Tendría que haber hecho caso a su mujer y no abusar tanto del picante. Clara fregaba los platos en la cocina intentando memorizar la compra que tendría que hacer al día siguiente.

- Clara, hazme una manzanilla.
- Ya te dije que no te echases tanto picante… - Le gritó Clara desde la cocina. –…En cuanto termine de fregar, te la llevo.

Evaristo sudaba cada vez más, grandes chorretones de sudor le caían empapándole la camiseta. Sacó un pañuelo del bolsillo de su pantalón y se secó cuello y cara. Intentó incorporarse del sofá pero sólo logró soltar un eructo. Los gases de su estomago al abandonar su boca lo hicieron en forma de un pequeño fogonazo azul, parecido a los que echan los dragones de los dibujos animados. Nunca antes le había pasado algo parecido. Intentó, de nuevo, incorporarse pero las fuerzas no le respondían. Seguía sudando a mares y su rostro se fue volviendo rojo intenso. Llamó a su mujer pidiendo ayuda.

- Claaaraaaaa…
- Enseguida te la llevo, déjame terminar con ésto. - Le contesto ella desde la cocina.

Un pequeño chispazo de electricidad estática producido por el roce con el sofá fue el detonante de la combustión espontánea. Evaristo no pudo hacer nada, en cuestión de segundos estaba ardiendo como una gran antorcha humana. Minutos después, cuando Clara le llevó la manzanilla, comprobó aterrada que el salón estaba lleno de humo negro. En el sofá había un gran ronchón aún incandescente y en el suelo estaban las zapatillas de andar por casa de su marido, que calzaban dos pies que terminaban en unos tobillos carbonizados. El resto de su marido era ceniza.

sábado, 18 de abril de 2009

LA EMBARAZADA

Ana acababa de salir de la clínica donde le habían hecho una ecografía. Caminaba por la calle mirando boquiabierta la foto que le habían dado, en ella se podía distinguir a un pequeño feto de perfil, perfectamente normal de no ser por unas pequeñas alas que sobresalían de su espalda. El ginecólogo le había dicho que todo era normal, que posiblemente esos dos pequeños apéndices de la espalda eran manchas desenfocadas del negativo, provocadas por los movimientos del feto. Pero Ana veía claramente que no eran manchas. Eran alas, como las de los gorriones recién salidos del huevo. Cuanto más se fijaba en la foto, más convencida estaba. Su futuro bebé era un querubín en proceso de transformación. No se sentía preocupada por la anomalía de su pequeño, más bien todo lo contrario. Intuía que su hijo iba a ser alguien muy especial, un ser maravilloso que traería cosas buenas a este mundo. Se llevó las manos a la tripa y se la acarició. Entonces sintió un leve cosquilleo en su interior, algo parecido al aterciopelado roce de un puñado de plumas. Ya no le quedaba duda. En su interior llevaba un ángel.

viernes, 17 de abril de 2009

EL ALIENÍGENA

Román llegó a casa a mediodía, después de pasarse la mañana en la oficina del paro. Tampoco ese día había tenido suerte. Al entrar en casa sintió lo que todos los días, una amalgama de sensaciones que desembocaban en una más profunda y palpable, la del fracaso. Se tumbó en el sofá, derrotado, y encendió la tele con el mando. A esas horas solo ponían basura, pero necesitaba evadirse de la realidad. En la pantalla vió a un hombre de avanzada edad, vestido estrafalariamente. Román subió el volumen. Por lo que pudo deducir el hombre afirmaba ser alienígena. El público asistente se lo estaba pasando bomba con los comentarios del tipo. Se reían a carcajadas con cada una de sus aclaraciones. Y lo malo es que se reían del individuo en cuestión. La entrevistadora, contagiada por las risotadas del público, perdió la compostura en un par de ocasiones, soltando unas sonoras carcajadas en mitad del discurso de su invitado. Aquello era un cachondeo. Todos se reían sin ningún pudor del pobre hombre que decía pertenecer a otra galaxia. ¿Por qué ese tipo aguantaba todas las burlas? Román dedujo que lo hacía por dinero. La productora del programa debía haberle pagado una buena suma. De otra forma, no entendía que alguien se dejase humillar así delante de todo el país. Por otro lado ¿qué podía criticarle él? Ese tipo, por lo menos llevaba un sueldo a casa, cosa que él era incapaz. Tan humillante era salir en la tele vestido de marciano que regresar a casa sin haber conseguido un trabajo. De pronto, se sintió identificado con el tipo de la tele y odió a todos por reírse de él. Tal vez, ese tipo se había sentido un fracasado como él, y el fracaso y la desesperación le obligaron a tomar la decisión de ser un alienígena. Quizá quiso huir tan lejos que su mente viajó hasta una lejana galaxia y allí se quedó. Román se puso en la piel del tipo y se preguntó si él sería capaz de pasar por la misma pantomima. Lo pensó detenidamente. Llegó a la conclusión de que todo dependía de la cantidad de pasta que le pagasen. Apagó el televisor y siguió pensando en ello. Al rato llegó Sonia, su mujer. Llevaba una bolsa de la carnicería del mercado. Entró directamente a la cocina y dejó las asadurillas en la nevera. Llevaban toda la semana comiendo lo mismo, era la única manera de llegar a fin de mes. Finalmente, Sonia se reunió con Román en el salón.

- ¿Cómo te ha ido? - Dijo ella con un tono de voz cansino.
- Siéntate. Quiero decirte algo.

Sonia intuyó que aquellas palabras escondían algo malo.

- ¿Qué pasa? – Dijo preocupada.

Román pensó que si conseguía convencerla, tal vez tuviese una oportunidad.

- Soy alienígena.

Si conseguía que ella le creyese también lo harían otros.

- ¿Qué dices?
- Soy un alienígena.

Si lo conseguía podría acudir algún programa de televisión y convencer a todo el país. Si lo conseguía podría ganar mucho dinero y dejar de comer asadurillas a diario. Si lo conseguía habría vencido. Y una victoria para alguien que está acostumbrado al fracaso es un gran éxito. Un principio.

- ¿Has estado bebiendo?
- Sonia, lo soy. Soy un puto alienígena.

Sonia acercó la nariz y trató de oler su aliento.

- Apestas a vino.
- Te digo que es verdad.
- ¿Así buscas trabajo? Yendo de bar en bar.
- Sonia, cariño, tienes que creerme.
- ¿Creer qué? ¿Qué eres un puto marciano? ¿De donde has sacado esa tontería?
- No es ninguna tontería. Lo soy.
- ¿Cuántos vinos te has tomado?
- Lo soy.
- ¿Cuántos?
- Cinco o seis, no sé.
- Por las bobadas que estas diciendo, seguro que son algunos más.
- Sonia, por favor. Tienes que creerme.
- Estás borracho.
- No. No lo estoy.
- Pues entonces te has vuelto loco, que es peor.

Román estrelló el mando del televisor contra la pared. La rabia le hizo ponerse en pie con aspecto amenazante.

- No estoy loco.

Sonia se quedó paralizada por el miedo.

- Soy un extraterrestre.

Sonia lo miró fijamente. Después se llevó las manos a la boca echándose a llorar.

- ¡Ay, Dios mío! Que lo dices de verdad.
- Lo soy.
- ¡Ay, Dios! ¡Que te has vuelto loco!

Sonia retrocedió hasta la puerta. Román avanzó hacia ella gritando cada vez más alto.

- Soy alienígena. Lo soy. Lo soy. Lo soy…

Sonia huyó de la casa gritando a su vez.

- Mi marido se ha vuelto loco. Loco…
- Lo soy. Lo soy. Soy alienígena…

Román siguió gritando con todas sus fuerzas para que todos pudieran oírle. Quería sacarse el fracaso de sus entrañas. Sacarlo a base de gritos. Como en un autoexorcirmo. Al cabo de unos minutos se quedó sin voz y cansado se recostó en el sofá. Se sintió aliviado, aunque los gritos de su mujer seguían rebotando dentro de su cabeza como ecos lejanos de voces extrañas.

- Loco. Loco. Loco. Loco. Loco. Loco. Loco. Loco…

jueves, 16 de abril de 2009

SILENCIO

Allí estaban los dos, Ramón tratando de abrir la caja fuerte y Santiago vigilando la entrada del local. Santiago no podía estarse quieto y se balanceaba cambiando el peso de su cuerpo de una pierna a otra.

- …Quieres estarte quieto de una puta vez. – Dijo Ramón perdiendo la paciencia.
- Si no he hecho nada.
- Silencio, joder. Necesito concentrarme.

Ramón pegó la oreja a la ruleta de la caja fuerte y la hizo girar lentamente. Santiago intentó tranquilizarse. Aspiró aire y lo fue soltando poco a poco.

- Pareces un búfalo, tío... Respira sin hacer ruido. – Le reprendió Ramón.

Santiago estuvo a punto de perder la paciencia. Rebuscó en sus bolsillos sin encontrar lo que buscaba. Ramón lo miró enfadado.

- ¿Qué he hecho ahora? – Se excusó Santiago.
- Ruido. No paras de hacer ruido.
- Solo estaba buscando un cigarro.
- Ni se te ocurra fumar. Ya solo faltaba que me causases un cáncer.
- No exageres.
- Silencio, joder.

Santiago estaba cada vez más irritado, aun así se quedó junto a la puerta. Ramón estiró el cuello a ambos lados para relajar sus músculos. Estaba cansado y la vista se le nublaba. Después de un breve respiro centró toda su atención en la ruleta. Santiago le miró de reojo, con desprecio. Hacia más de media hora que su vejiga estaba pidiendo un desalojo pero viéndose el percal no quería interrumpir a Ramón. Aguantaría hasta que la caja estuviera abierta. Sin darse cuenta, se puso a tamborilear con los dedos el marco de la puerta. Ramón se giró hacia él con el ceño fruncido.

- ¿Qué? – Dijo Santiago, cansado de tanta llamada de atención.

Ramón dirigió su mirada al marco de la puerta.

- Perdona… Es que estoy nervioso.
- Por favor, seamos profesionales.
- Vale.
- Solo te pido un poco de silencio.
- Que sí, tío.

Santiago sintió ganas de golpear a Ramón por cuestionar su profesionalidad, pero se contuvo y siguió vigilando la puerta. Llevaban años trabajando juntos pero en realidad, no se aguantaban. Ramón sacó un pañuelo y se secó el sudor de la frente. La caja se le estaba resistiendo. Santiago seguía esforzándose para no mearse encima.

- ¡La puta que la parió! – Dijo Ramón malhumorado. – No hay manera de abrirla…
- Ramón… ¿te importa si meo en aquella esquina? Es que ya no puedo más.
- Si, claro… siempre que no te importe dejar tu ADN por ahí.
- ¡Joder, entonces necesito ir al baño!

Se veía que Santiago estaba realmente angustiado.

- Está bien, pero ten cuidado.
- Vuelvo enseguida.

Santiago salió de la habitación a toda prisa. Ramón trató de calentar la punta de sus dedos con su aliento. Padecía un principio de artrosis y sus manos ya no eran las de antes. Diez años atrás no había caja fuerte que se le resistiera. Aprovechando la ausencia de Santiago, decidió probar suerte otra vez. Quizá lo lograse ahora que tenía el silencio que necesitaba para concentrarse. Acercó la oreja a la ruleta y la hizo girar. Tuvo el presentimiento de que lo iba a conseguir.

- ¡Animo viejo, que tú puedes! – Pensó para sí, inculcándose un poco de seguridad.

Justo en ese momento entró Santiago con el gesto congestionado y los pantalones mojados.

- ¡Joder, no me ha dado tiempo a llegar y me lo he hecho encima!
- ¡Mierda puta! Estaba a punto de conseguirlo... - Maldijo Ramón –… Contigo no se puede trabajar...
- Mira, Ramón. No me toques las pelotas que ya he aguantado suficiente.
- …Eres un inútil. No sirves para nada…
- Ramóoooon…
- …No vales ni para mantener seca la entrepierna.
- Si me he meado ha sido por tu culpa.
- ¿Por mi culpa?
- Sí. Llevamos aquí una eternidad y no eres capaz de abrir la puta caja. Si hubieras terminado ya, esto no hubiera ocurrido.
- ¿Qué quieres decir?
- Está muy claro. Ya no sirves para esto.

Ramón se puso en pie y se abalanzó sobre su compañero. Santiago esquivó la embestida. Ramón se estrelló contra una mesa, cayendo de bruces al suelo. Santiago preparó sus puños para una nueva envestida y esperó a que Ramón se levantara, pero Ramón continuó tirado en el suelo. Santiago pensó que tal vez se había hecho daño. Pasados unos segundos empezó a preocuparse.

- ¿Ramón, estás bien?...

Ramón se incorporó quedando de rodillas y de espaldas a su compañero. Santiago bajó los puños y avanzó un paso hacia él.

- ¿Te has hecho daño?...

Ramón estaba llorando. Al darse cuenta, Santiago se acercó a él y se arrodilló a su lado. Ramón clavó la mirada en el suelo y Santiago trató de consolarle.

- Venga Ramón, que no lo he dicho en serio… Lo que pasa es que me daba vergüenza por haberme meado en los pantalones y he querido pagarlo contigo…

Ramón siguió llorando, inconsolable.

- …Tú eres un artista de la profesión. Un maestro… No ha habido caja que se te haya resistido… Ramón, y no lo digo por hacerte la pelota que yo he estado de testigo.
- Lo dices en serio. - Dijo Ramón sorbiéndose los mocos.
- ¿Qué si lo digo en serio? Pues claro. No hay otro mejor que tú, Ramón. ¿Te acuerdas de aquella vez en el museo?
- Aquella fue una buena noche.
- ¿Cuántas abriste? ¿Cinco cajas?
- Fueron cuatro.
- Me da lo mismo cuatro que cinco. ¿Quién en una noche abre cuatro cajas?... Solo tú.

Santiago se puso en pie y ayudó a su compañero a incorporarse.

- Venga Ramón. Arriba ese ánimo y abre la caja.
- No sé si podré.
- Claro que sí. Eres el mejor. El puto amo.
- Antes de que entrases creo que estaba a punto de conseguirlo.
- Claro que sí, Ramón. Tú puedes.

Ramón se llevó la punta de los dedos hasta su boca y echó aliento sobre las yemas. Luego se acercó con decisión hasta la caja, pegó la oreja cerca de la ruleta y la hizo girar. Santiago se quedó quieto y en silencio junto a la puerta. A los cinco minutos la caja se abrió. Ramón lo había conseguido.

- ¡Sííííí!... – Dijo Santiago conteniéndose para no gritar de alegría. - … ¡Eres el puto amo!

Ramón sonrió orgulloso y se apartó para cederle el sitio a Santiago.

- Ábrela tú. Te lo has ganado.
- Gracias Ramón. Es todo un honor.

Santiago se acercó mostrando una gran sonrisa y con un gesto más o menos teatral terminó de abrir la puerta de la caja. De golpe, un desagradable olor salió del interior e inundó la estancia. Miraron y dentro había una cabeza de mujer y unas manos con las uñas pintadas de rojo. Silencio.

(Este relato ha sido publicado en la revista Narrativas)

miércoles, 15 de abril de 2009

EL TORERO

Llevaba todo el día con el estomago revuelto. No sabía si por los nervios previos a la corrida o simplemente, por algo que no terminaba de digerir. Su subalterno le había ayudado a enfundarse en el traje de luces, en silencio, con la solemnidad propia del momento. Al fin y al cabo, lo vestía para recibir la gloria o la muerte. Después, se había quedado solo para rezarle sus oraciones a la colección de estampitas expuestas en el altar plegable con el que viajaba. Se arrodilló y rogó a vírgenes y santos una tarde de gloria, sin percances ni cogidas. Al pensar en las cornadas, un escalofrío le recorrió la espalda y un sudor frío le empapó la frente. Finalmente se santiguó y se dispuso a levantarse, pero con el esfuerzo las tripas se le aflojaron y un chorro de excremento líquido se le escapó. Aunque apretó los glúteos con fuerza para impedirlo, la mierda había traspasado el calzoncillo y ya asomaba a través de la culera del calzón. De puntillas y con las nalgas aun apretadas, se dirigió al baño. Al ponerse de espaldas al espejo, pudo apreciar el alcance de los daños. ¡Joder, se había cagado en el único traje que tenía! Se hubiera derrumbado de no ser porque el estomago le dio otro aviso. Tuvo que desvestirse a toda prisa. Se sentó en la taza del báter justo cuando otra descarga de heces licuadas salía disparada. Un segundo de retraso y se lo hubiera hecho de nuevo encima. Solo de pensarlo, se le revolvieron las entrañas otra vez y una nueva descarga impactó al fondo del báter. El sudor le caía de las sienes humedeciendo el cuello de la camisa. ¿Qué coño le estaba pasando? ¿La menestra? ¿O quizá algo que había bebido? Cualquiera que lo hubiera visto en esas circunstancias pensaría con razón que estaba acojonado y que era el miedo el que aflojaba sus tripas. Pero él sabía que valor en el ruedo no le faltaba, ya lo había demostrado en cientos de ocasiones, delante de toros de más de seiscientos kilos y cuernos como estacas. Él siempre acometía cada corrida intentando hacer la mejor de las faenas, cortando orejas y rabos. Sus incontables salidas por la puerta grande lo dejaban bien claro, su valentía era incuestionable.

- Maestro, se nos hace tarde.- dijo el subalterno desde la habitación de al lado.
- Enseguida salgo. – Contestó el torero intentando aparentar normalidad.

Una nueva descarga salió de su cuerpo escoltada por una amalgama de sonoras ventosidades, todas de tonos bien dispares. Todo un recital. La mala suerte se estaba cebando con él. No solo se había cagado dentro del único traje que tenía sino que además, no podía parar. Y el tiempo corría en su contra. Intentó en vano encontrar una solución pero el agobio y la vergüenza se lo impedían. ¿Qué podía hacer? Si salía así al ruedo se convertiría en el hazmerreír de todos, especialmente en el gremio. Se imaginó a sus compañeros de capote comentando la jugada entre risas y bromas de mal gusto. Estaba claro que así no podía salir. Parecía que sus tripas se habían calmado e intentó levantarse, pero de nuevo un chorro abandonó su colon. ¿De dónde salía tanta mierda? ¿Cuándo terminaría aquello?

- Perdone que insista Maestro, pero llegamos tarde. – Dijo el subalterno con todo el respeto que podía expresar.
- Solo es un momento, Manuel. – Apostilló el torero sin saber muy bien que decir.
- ¿Se encuentra bien? – Insistió Manuel.
- Perfectamente… Enseguida salgo.


Un pequeño pedo desafinado puso fin a su ataque cólico. Por fin, pudo limpiarse el culo y vestirse. Se miro otra vez al espejo deseando que el plastón hubiese desaparecido de su culera, pero ni todos los rezos del mundo ante todas las estampitas del planeta, hubieran podido borrar semejante mancha. Estaba perdido. Su carrera pendía de un fino hilo. No sabía qué hacer. En su desasosiego, paseaba de un lado al otro de la habitación deteniéndose de vez en cuando ante el espejo del baño. Cada vez que miraba la mancha le parecía más grande. Su desesperación llegó hasta el punto de que el único consuelo que le quedó fuera llorar. Al principio lo hizo en silencio pero, a medida que se iba derrumbando, sus lloros iban in crescendo.

- ¿Le pasa algo, Maestro? – Dijo Manuel desde la otra habitación.
- Me he cagaó encima, Manuel. – Reconoció al fin el torero, rindiéndose a la evidencia.

Manuel entreabrió la puerta y asomó la cabeza.

- ¿Decía Usted?

El torero, con el culo en pompa, le mostró la causa de sus lloros.

- No pasa nada. Eso le puede pasar a cualquiera. – Dijo Manuel intentando tranquilizarle y quitarle importancia al hecho.
- ¡Cómo que no pasa nada! ¡Me he cagaó el único traje que tengo para esta tarde! – Gritó el torero descargando la mala hostia con su empleado.
- Eso lo arreglo yo en un periquete. – Dijo Manuel ignorando el mal humor de su jefe.
- ¿Cómo, Manuel? ¿Cómo?...
- Déjeme a mí. Lo primero deje que le quite los calzones…

Manuel despojó al torero de sus calzones, los colocó bajo el grifo y aplicó jabón justo en la mancha, procurando humedecer únicamente la zona afectada. Frotó y cuando la mancha desapareció, secó el exceso de agua con una toalla y remató la faena con el secador. El torero agradeció el esfuerzo y la discreción de su empleado con un par de fuertes abrazos. Después salieron hacia la plaza. Aquella tarde, el maestro cortó cuatro orejas y salió a hombros por la puerta grande entre aplausos y vítores unánimes, consciente de que todo, absolutamente todo, se lo debía a él, a su subalterno.

martes, 14 de abril de 2009

EL ANUNCIO

Sacó la ropa de la lavadora y la fue colgando en el tendedero de la terraza. Al fondo, en el cielo, unas nubes amenazaban con descargar. Pensó que siempre llovía cuando ella hacía la colada. Cuando terminó de tender la ropa, no quiso arriesgarse y extendió un plástico por encima del tendedero. Entró en la cocina y vio que de la cazuela, que estaba al fuego, salía una columna de humo. Rápidamente la apartó del fogón y apagó el gas. Afortunadamente había llegado a tiempo para salvar el guiso. Tuvo que sentarse un momento ya que sintió un leve mareo. Estaba cansada y para rematarlo esa mañana le había venido la regla. Se encendió un cigarro. Al otro lado de la pared escuchó la voz de su vecina abroncando a su hijo de ocho años. Sin saber por qué se puso a llorar. Últimamente estaba muy sensible y lloraba por cualquier cosa. Se secó las lágrimas con un pañuelo de papel, apagó el cigarro y dispuso la mesa para comer. La visión de un solo plato sobre la mesa tenía un ligero tono de patetismo. Se sirvió de la cazuela, pero se dio cuenta que había perdido el apetito. Apartó el plato de su lado y se encendió otro cigarro. Las gotas de lluvia golpearon sobre los cristales de las ventanas. Levantó la mirada y se quedó mirando hacia la lluvia. Sin más, las lágrimas brotaron de sus ojos acompañadas de un leve y lastimero gemido. Apagó el cigarro con rabia. Se sintió tonta y trató de calmarse. Se preparó un café bien cargado y lo acompañó de unas pastas. Se regañó mentalmente por comerse las pastas y no el guiso. Inconscientemente se palpó la zona de la cintura en busca de posibles michelines, pero no halló nada de grasa sobrante. Siempre tuvo una buena constitución y podía comer de todo sin engordar. Desde que se hizo mujer siempre lució una bonita figura. En eso, al menos, tenía suerte. Terminó con el café y las pastas, lo recogió todo. El guiso del plato lo devolvió a la cazuela y luego fregó toda la vajilla. Se secó las manos y salió de la cocina. Entró en el salón y recogió de la mesa los sobres, aún sin abrir, de las facturas del mes. El alquiler, la luz, la calefacción, el teléfono… Los dejó con fastidio sobre la estantería y se acercó a mirar por la ventana. Estaba cayendo una buena chaparrada. Abajo, en la calle, la gente se refugiaba en los soportales o debajo de sus paraguas. Todos caminaban deprisa y parecían enfadados con sus vidas. Quiso ponerle banda sonora a aquel panorama gris y melancólico y eligió a Cesária Évora. Pero en cuanto sonaron las primeras notas del disco “Mal Azul”, se sintió angustiada y apagó el equipo de música.

- ¡Maldita sensibilidad femenina! – se dijo volviendo a la ventana.

Seguía lloviendo. Un cambio en la dirección del viento hizo que la lluvia se precipitase con fuerza azotando los cristales de la ventana. Se asustó ligeramente. Estaba harta de tanta lluvia y deseaba con todas sus fuerzas que llegase la primavera y el buen tiempo. Ella procedía de un país de clima ecuatorial y no terminaba de acostumbrarse al frío del Norte de España. Echaba de menos a los suyos. Tanto que no lograba apartarlos de su cabeza en ningún momento. Se encendió un cigarro y echó el humo contra el cristal de la ventana, llenándolo de vaho. Se sacó, del bolsillo de atrás de sus vaqueros, una nota. La leyó una y otra vez. Parecía importante. Finalmente se la guardó de nuevo en el bolsillo. Antes de acabar el cigarro se dio cuenta que ya apenas llovía, tan solo unas pocas gotas. Sonrió y apagó el cigarro en el cenicero.
En el baño se cambió el tampón y después se maquilló un poco. Quería disimular las ojeras y sentirse hermosa. Se quedó mirándose en el espejo. Aún era joven y tenía una vida por delante. Una vida, por otro lado, llena de responsabilidades. Demasiadas, ya que los suyos dependían de los ingresos que ella enviase. Delante del espejo improvisó diferentes gestos, finalmente se sacó la lengua a si misma y salió del baño. Entró en el salón y se sentó en el sofá. Con el mando a distancia puso en marcha el aparato de televisión. Buscó su canal preferido y se encendió un cigarro escuchando las noticias. Nada más darle dos caladas, pensó que fumaba demasiado y lo apagó en el cenicero. Las noticias eran las de siempre: guerras aquí y allí, conflictos, intereses, el cambio climático, políticos increpándose, mentiras, mentiras y más mentiras… Apagó el televisor. Inconscientemente cogió el paquete de tabaco, pero cayó en la cuenta de que no quería fumar tanto y lo volvió a dejar sobre la mesa. Sin embargo, el cuerpo le pedía a gritos un poco de nicotina.

- ¡Que diablos! – dijo como si nada importase.

Cogió un cigarro y lo encendió. Con inusitado placer se llenó de humo los pulmones para después expulsarlo por la boca y la nariz en forma de volutas. Se volvió a acercar a mirar por la ventana. Mirar por la ventana era mucho mejor que ver las noticias. Definitivamente había dejado de llover y el cielo empezaba a despejarse de nubarrones. Abajo, en la calle, la gente seguía con sus prisas y sus rostros serios y alargados.

- ¿Adónde irá toda esa gente tan malhumorada? – se preguntó a sí misma sin entender el comportamiento de las mismas.

En su país se tomaban las cosas con más calma y se sonreía más. Alguien llamó al timbre de la puerta. Acudió a abrir. Eran su vecina y su hijo de ocho años.

- Cariño ¿podrías quedarte con el niño mientras bajo a hacer una llamada al locutorio?
- Claro que sí.
- Apenas serán unos minutos
- No te preocupes, mujer, tómate el tiempo que sea necesario.
- Eres un sol… (Al niño) y tú pórtate bien…
- ¿Por qué no puedo bajar contigo? – protestó el niño.
- Porque no. Tú te quedas aquí. Será solo un momento – intentó convencerle su madre.
- Si te quedas conmigo te podré una película muy bonita que tengo – añadió ella.
- ¿Qué película?
- Una de dibujos animados.
- ¿De dibujos?
- Sí.
- Vale, entonces me quedo.
- Enseguida vuelvo –dijo la madre dirigiéndose a las escaleras.

El niño y ella entraron dentro de la casa. La película era “Pinocho” de Walt Disney. El niño sentado en el sofá miraba la pantalla sin pestañear y con la boca ligeramente abierta. Ella regresó de la cocina con un vaso lleno de zumo de naranja. Se lo dio al niño y se sentó a su lado.

- ¿Sabes que yo tengo un hijo de tu misma edad?

El niño se limitó a asentir con un gesto de cabeza. Después bebió del vaso y siguió mirando la pantalla del televisor. Sintió deseos de abrazar al niño. Unas ganas enormes de llorar la obligaron a levantarse y salir del salón. Se encerró en el baño y cubriéndose la cara con una toalla dio rienda suelta a sus sentimientos. Estuvo llorando durante un par de minutos. Ahogando sus llantos contra la toalla. Cuando consiguió calmarse, apartó la toalla de su rostro y vió que había dejado unas pequeñas manchas de rimel. Se miró en el espejo. Tenía el maquillaje corrido y los ojos rojos. No pudo por menos que sentirse avergonzada por el exceso de dramatismo del que estaba haciendo gala. Aunque quién podría reprocharle algo. Hacía casi un año que no veía a su hijo y era comprensible que le echara tanto de menos. Se lavó la cara y volvió maquillarse. Apenas se notaba que había llorado. Salió del baño y entró en el salón. El niño seguía mirando la película. Se sentó a su lado.

- ¿Te gusta la película?

El niño asintió con la cabeza sin dejar de mirar a la pantalla.

- Ya te dije que era muy bonita… Es la preferida de mi hijo.
- Yo ya la había visto. Aunque no me acuerdo mucho porque era más pequeño.
- Yo también la vi cuando era pequeña. Mucho más pequeña – dijo riéndose.

El niño sonrió, más que nada, por seguirle la corriente. Ella no pudo evitar acariciarle el pelo. Lo que daría por tener a su hijo sentado junto a ella. El timbre de la puerta volvió a sonar.

- Seguro que es tu madre, que ya está de vuelta.
- Seguro – contestó él sin dejar de mirar la tele.

Se levantó de sofá para abrir la puerta. El niño la siguió con desgana.
Después de devolverle el niño a la vecina, regresó al salón y se quedó mirando la película de dibujos animados. De nuevo lloró. Esta vez sin cohibirse. Intentó, a base de lágrimas, vaciarse de todo el dolor. Trató de expulsar toda la soledad que este país le regalaba. Con su llanto quiso arrancarse la añoranza que sentía por su hijo y los suyos. Pero por mucho que lloró no consiguió nada de eso. De pronto cayó en la cuenta de que tendría que maquillarse otra vez y empezó a reírse a carcajadas. Se rió tanto que los abdominales empezaron a dolerle y eso le causó más risas. Las lágrimas siguieron brotando de sus ojos, pero esta vez a causa de la risa. Al cabo de unos minutos se calmó. Cogió un pañuelo de papel y se secó los ojos, después se encendió un cigarro.

- ¡Dios mío! Estoy volviéndome loca – dijo expulsando el humo.

El la pantalla Pinocho se transformó en un burro…
A las cinco menos cuarto de la tarde ya estaba arreglada y dispuesta para salir a la calle. Salió de casa persignándose y bajó por las escaleras rezando una pequeña oración. Antes de abandonar el portal aprovechó para encenderse un cigarro. En la calle hacía frío. Se abotonó y se subió el cuello del abrigo. Al poco, empezó a llover.

- ¡Mierda de lluvia! – maldijo cabreada.

Un hombre que salía de un bar la miró con desprecio. Aunque ella se dio cuenta, siguió andando como si nada. A parte del frío del Norte, estaba harta de esos españolitos que la miraban por encima del hombre, sintiéndose superiores. Años atrás, algunos de los familiares de esos españolitos tuvieron que emigrar a otros países para poder subsistir. Estaba claro que la gente olvidaba con demasiada facilidad. Al pasar por delante del escaparate de una tienda de ropa se detuvo a mirar un conjunto que le quedaría estupendamente a su hijo. Cuando vio el precio se dio cuenta de que no podía permitírselo. Ya llegarían tiempos mejores. Siguió andando. Al pasar por unos soportales, una señora estuvo a punto de sacarle un ojo con una de las varillas de su paraguas.

- Señora, tenga un poco de cuidado. Ha estado a punto de sacarme un ojo.

La señora hizo oídos sordos y siguió su camino. Ella no entendía que alguien que ya iba protegido por un paraguas se arrimase tanto a la protección de los soportales impidiendo que personas desprotegidas se resguardasen de la lluvia. Y no era un caso único. Ese tipo de mujeres abundaba en los días lluviosos, eran tan egoístas y egocéntricas que pensaban que toda la calle era suya. Cuando llegó a su destino estaba empapada. Entró en las oficinas del periódico y se acercó a la ventanilla de información. El joven que la atendía estaba leyendo algo. Ella aguardó pacientemente a que se dignara a atenderla, pero el joven seguía enfrascado en su lectura. No pudo ver qué estaba leyendo, la estrechez de la ventanilla se lo impedía. Carraspeó para llamar la atención del joven, pero como si nada. Tal vez estaba leyendo algo relacionado con su trabajo, o tal vez lo que estaba leyendo era un periódico deportivo. Al cabo de un minuto perdió la paciencia y se dirigió directamente a él.

- Sería tan amable de atenderme.
- Dígame - dijo el joven sin levantar la vista de su lectura.
- Podría decirme adónde debo dirigirme para poner un anuncio.
- Ventanilla de clasificados. Primer piso - dijo de la misma guisa.
- Muchas gracias.

El joven ni se molestó en contestar. Antes de subir al primer piso decidió fumarse un cigarro. Salió a la calle y bajo la protección de la marquesina del edificio se lo encendió. Seguía lloviendo a mares. Los charcos se iban agrandando el los huecos del asfalto y junto al bordillo de las aceras. Terminó el cigarro y tiró la colilla en uno de los charcos.
Subió al primer piso y se dirigió a la ventanilla de clasificados. Dicha ventanilla estaba atendida por un hombre que debía de estar a punto de jubilarse, dado lo avanzado de su edad. Tenía cejas espesas y despeinadas y unas gafas de montura gorda sujetas sobre la punta de su nariz.

- Buenas tardes. Aunque sea un decir, porque con la que está cayendo - dijo ella tratando de resultar simpática.
- ¿Qué es lo que desea? – contestó el hombre sin ninguna muestra de simpatía.

Ella sacó la nota del bolsillo de atrás de sus vaqueros y se la dio al empleado.

- Quisiera publicar esto - dijo ella.

El hombre leyó la nota en voz alta.

- Veinte añitos recién cumplidos. Cuerpo sensacional. Pechos perfectos para hacerte una cubana. Chochito afeitado y juguetón. Griego profundo. Francés completo. Me gusta que te corras en mi boca…
Leyó como si estuviera leyendo la lista de la compra. Se notaba que estaba acostumbrado a esa clase de anuncios. Sin embargo, ella no pudo evitar sonrojarse. Sintió tanta vergüenza que apenas pudo levantar la mirada del suelo.

- … Hago todo lo que me pidas… ¿Es esto lo que quiere publicar? – preguntó él mirándola por encima de las monturas de sus gafas.
- Sí señor. – contestó ella con un hilillo de voz apenas audible.
- ¿Cómo dice?
- Digo que sí.
- ¿Y el teléfono es el que pone aquí?
- Sí.
- ¿Para cuando lo quiere?
- ¿El qué?
- El qué va a ser. El anuncio.
- Ah… Que salga a partir de este viernes que viene.
- ¿Cuántos días?
- De momento tres. El viernes, el sábado y el domingo…

Después de pagar salió del edificio. Aún tenía las mejillas sonrojadas. Se encendió un cigarro. Las manos le temblaban y no era por el frío, que lo hacía. De regreso a casa fue arrastrando un sentimiento de culpa y vergüenza que la hacían caminar encorvada y al borde del llanto. Ya no le importaba la lluvia y caminaba por el medio de la calle sin buscar la protección de los soportales. Al pasar por delante del escaparate de la tienda de ropa se detuvo y estuvo mirando durante un buen rato el conjunto que había elegido para su hijo. Con un poco de suerte se lo podría comprar dentro de unos días.