jueves, 19 de diciembre de 2013

ALZHEIMER (ESQUINAS - EDICIONES LUPERCALIA)


Ilustración: LERAÚL

Hacía demasiado frío para andar con la moto de un lado a otro de la ciudad. Aprovechando que estaba cerca de donde vivía Cristian, decidió hacerle una visita. Miki paró el ciclomotor. Hizo una llamada a su amigo para comprobar que estaba en casa y confirmar que era bien recibido.

-        Claro, tío. Pásate por aquí y nos fumamos unos petas.

Un porro era justo lo que necesitaba. Le dio caña al acelerador y en menos de dos minutos ya estaba aparcando frente al portal. Un poco más allá había un colmado. Entró en el establecimiento y compró un pack de seis cervezas de marca desconocida y una bolsa de patatas fritas.

-        Joder, tío. No hacía falta que trajeras nada. En la nevera hay cerveza para parar un tren.

Cristian estaba viendo unos capítulos de Walking Dead que se acababa de bajar de la red.  Miki se acopló en uno de los sillones. Se abrió una lata y echó un trago largo. En la pantalla un grupo de zombis atacaban a un tipo que se defendía a tiros y a hachazos.  

-        Mola cuando les revientan el cerebro a esos hijos de puta.

Cristian simuló las detonaciones de una pistola

-        ¡PUMBA! ¡PUMBA! ¡PUMBA! ¡Morid cabrones!

Era un fanático del gore y trataba de contagiar su entusiasmo a todo el que podía. Miki terminó la cerveza y se abrió otra.

-        ¿Y esos petas, tron?
-        Ahí tienes, capullo. Líate los que quieras.

Encima de la mesa había lo necesario. Miki se puso manos a la obra. Estaba poniéndole el filtro al porro cuando sonó su móvil. Según pudo ver en el rótulo era su madre.

-        ¡Mierda!

Lo dejó sonar hasta que se terminó de liar el canuto. Cuando lo encendió contestó a la llamada.

-        Dime.
-        ¿La has encontrado?
-        No.
-        Estoy llamando a tu padre por si sabe algo, pero no contesta. ¿Tú dónde estás?
-        En casa de un colega. He parado un momento para tomar algo caliente. No veas el frío que hace.
-        Me lo imagino. Abrígate bien cuando vuelvas a la calle. Y llámame en cuanto sepas algo.
-        Vale.

Dejó el móvil sobre la mesa.

-        ¡Qué puta mierda, tron!
-        ¿Qué pasa?
-        Mi abuela. Últimamente, le ha dado por escaparse de casa. A la que nos despistamos coge la puerta y se larga.
-        ¿Y eso?
-         El alzheimer.
-        Qué chungo es eso.
-        La putada es que cada vez que ocurre mi viejo y yo tenemos que salir a buscarla.
-        Avisad a la pasma y que se ocupen ellos.
-        Ya la han traído un par de veces a casa. Por lo visto, va donde están las putas y se queda con ellas.
-        ¿Qué dices, primo?
-        Lo que oyes, colega.
-        ¿Y qué hace tu abuela con esas zorras?
-        Y yo qué coño sé.
-        Se quitará la dentadura postiza y ofrecerá mamaditas a veinte euros.

Ambos se rieron del comentario. Miki se terminó la cerveza y dudó si abrirse otra. No era cuestión de coger la moto estando borracho. Solo de pensar que tenía que regresar al frío de la noche le hizo estremecerse. Al final alcanzó la lata y la abrió con determinación.

-        ¿Sabes lo que te digo? Que le den. Hace demasiado frío para andar en moto...

Adela volvió a marcar el número de su marido. Sin respuesta. Angustiada dejó el teléfono sobre la mesa. Los nervios la estaban matando. Los últimos meses estaban siendo una tortura. Lo malo era que la pesadilla seguía e iba a peor. ¿Dónde estaría su madre? Una anciana de ochenta y cinco años. En sus condiciones, perdida por esas calles de Dios. Además había salido sin abrigo, con la que estaba cayendo. Hacía tanto frío que no era de extrañar que se pusiera a nevar. Se acercó a la ventana y miró a través del cristal. La calle estaba desierta. Había anochecido y todo el mundo estaba en sus casas. Le dieron ganas de salir a buscarla. Pero se tenía que quedar allí por si le daba por volver. Su pobre madre con el juicio perturbado y desaparecida en la fría noche. Era muy triste verla perder la cabeza día tras día. Casi era mejor que se muriera y acabar con todo de una vez. A mejor no iba a ir, en todo caso la enfermedad aceleraría su proceso. Siguió mirando por la ventana con la esperanza de verla doblar la esquina.

-        ¿Dónde estará esta mujer? Me voy a volver loca como no aparezca pronto.

Rogó a Dios para que la protegiera y la trajese de vuelta cuanto antes. En cierto modo Adela se sentía culpable. No sabía a dónde iba su madre cuando se escapaba, pero sí conocía el motivo de por qué lo hacía. El alzheimer de su madre las había arrastrado a ambas al pasado. A un periodo de sus vidas que ella personalmente llevaba décadas tratado de olvidar. No podía más. Se apartó de la ventana y telefoneó de nuevo a su marido…

Bzzzzzzzz Bzzzzzzzzz Bzzzzzzzzzzz. Él sabía que la que llamaba era Adela. No hizo caso y siguió follando con la prostituta que había contratado. Bzzzzzzzzzz Bzzzzzzzzz Bzzzzzzzzzzzzzzz. Ya que a su suegra le daba por frecuentar esos ambientes y dado que él se veía obligado a buscarla en los suburbios, qué menos que sacar algún provecho de la situación.

-        Date la vuelta.

La puta obedeció y se puso a cuatro patas. La cosa no dejaba de tener su guasa. Gracias a los desvaríos de su suegra él se había enterado de que su esposa ejerció la prostitución en su juventud. Por el motivo que fuera, cuando Adela tenía diecinueve años tomó la decisión de vender su cuerpo para ganarse la vida. Por lo visto su madre se enteró. Para poner fin al disparate de su hija, se presentaba todos los días en el lugar de trabajo y espantaba a sus clientes. Tal fue su tenacidad que al final consiguió convencerla de su error. Era por eso que ahora su suegra se escapaba de casa. Obnubilada por la devastadora enfermedad, la anciana desandaba en el tiempo para buscar a su hija entre las mujerzuelas de los arrabales.

-        Túmbate hacia arriba.

La fulana se dio la vuelta y él se le puso encima. ¿Se sentía dolido por los pecados de juventud de su esposa? En cierto modo sí. A pesar de que todo había ocurrido décadas atrás y que por aquel entonces ni siquiera se conocían, el pasado de su mujer le dolía y guardaba un resquemor en su interior. Quizás por eso, cada vez que tenía que salir en busca de su suegra terminaba acostándose con una puta. Era su forma de vengarse. Bzzzzzzzzzzzz Bzzzzzzzzzzzzz Bzzzzzzzzzzzzz…

La anciana se acercó a un grupo de prostitutas que se estaban calentando alrededor de una hoguera. Les mostró una fotografía antigua de su hija.

-        ¿Conocéis a mi hija? La estoy buscando.

Miraron la foto y le dijeron que no. La anciana continuó su búsqueda. Estaba aterida y le costaba caminar. Hacía tanto frío que los charcos se habían congelado y los parabrisas de los vehículos se iban cubriendo de una fina capa de escarcha. De pronto su cerebro se desconectó para segundos más tarde volver a concertarse en el presente. Miró a su alrededor pero no reconoció el lugar. No sabía dónde estaba y sintió miedo. Los dientes le castañeaban y tiritaba al borde de la hipotermia. No llegó a comprender por qué estaba en mitad de la calle en vez de en casa con su hija y su yerno. Supuso que por algún motivo ellos la habían dejado allí. Pensó que ambos estarían cerca y que enseguida pasarían a recogerla.

-        No pueden tardar, sino no me habrían dejado sin abrigo. Esperaré hasta que lleguen.

Y así lo hizo.

lunes, 16 de diciembre de 2013

sábado, 14 de diciembre de 2013

jueves, 21 de noviembre de 2013

SE RUEGA SILENCIO (Fragmento)

El Culebras lleva semanas desaparecido. Así que he tenido que buscarme un nuevo suministrador: El Tronco. Un tipo peligroso que tiene fama de írsele la olla. Lo bueno es que gasta buen material y te da el peso justo.
Llamo al portero automático de su casa.

-        ¿Sí?
-        Tronco, soy yo.
-        ¿Y quién cojones es yo?

Me identifico y abre la puerta. Dentro del portal oigo que algo baja galopando por las escaleras. Es un Rottweiler enorme que viene directo a por mí. Cuando quiero darme cuenta ya lo tengo encima. Me arrincona contra la pared levantando las patas delanteras y poniéndomelas en los hombros. De esta forma su cabeza queda a la altura de la mía. Me enseña los dientes. Son enormes y puntiagudos. Gruñe y deja caer espumarajos de su boca. Estoy al borde del pánico y temo que de un momento a otro me destroce el cuello de un bocado. Por detrás aparece El Tronco.

-        Quédate quieto y no te hará nada.

Estoy totalmente paralizado. No podría ni pestañear.

-        Judas, ven aquí.

La bestia acata la orden y va a reunirse con su amo.

-        Lo tengo por si viene la pasma. Este cabrón los huele a distancia.

Estoy demasiado acojonado para articular palabra. Finalmente negociamos. Salgo con una piedra de hachís gomoso y con una bolsita con setas alucinógenas que ha tenido el detalle de regalarme para compensar el susto que me he llevado. Antes de volver a casa quiero dar un paseo. Llego al parque de El Carmen. Elijo un banco apartado y me siento en él. Discretamente me lío un porro. Al rato se acerca un anciano con aspecto de vagabundo. Toma asiento a mi lado. Luego saca un cortaúñas y procede a hacer uso de él. Tiene manos de cirujano. Limpias y cuidadas. No pegan para nada con su aspecto desaliñado.

-        Eso que fumas huele de maravilla.

Le paso el canuto. Fuma una calada y la saborea como si estuviera catando vino caro.

-        Muy buena calidad, sí señor. ¿Puedo acabármelo?
-        Todo tuyo.

Le da una larga chupada y mantiene el humo dentro sin expulsarlo.

-        Me gusta esta ciudad. La habitáis buena gente.
-        ¿De dónde eres?
-        De todo el mundo. Ya sabes, el que no tiene donde quedarse va y viene como una peonza.


Su voz suena cercana y amiga. Tiene algo en su tono que da prestancia a todo lo que dice. Me habla de sus viajes. Salta de una ciudad a otra, de un país al siguiente. No se para a dar demasiados detalles, tan solo subraya aquellos sitios donde encontró gente de calidad. En un momento dado se queda callado. Sus ojos se entristecen y unas arrugas se cruzan en su frente. Me habla de una mujer. Me dice que le dio todo lo que tenía pero que no fue suficiente. Vuelve a quedarse en silencio. Mirando a la nada. Noto que se ha ido lejos, en busca de esa mujer. Termina el porro y se despide. Se aleja encorvado y con paso tranquilo. Andados unos metros se detiene para dibujar con el pie un círculo en la grava del camino. Después sigue por el sendero hasta que sale del parque. Al rato, unos gorriones se posan cerca del círculo. Picotean el suelo y dan saltitos de aquí para allá. Uno de ellos se acerca al círculo. Cuando está dentro cae muerto. Se levanta una brisa que trae el olor rancio de las aguas del estanque. Alzo la vista a un grupo de niños que corren detrás de una pelota. Sus gritos forman parte del parque, tanto o más que los árboles que hay en él, el propio estanque o los jardines que lo visten.

pepe pereza

EL DESCRÉDITO en PUNTO DE LIBRO

El descrédito: Viajes narrativos en torno a Louis-Ferdinand Céline

VV. AA. Selección de Vicente Muñoz Álvarez y Julio César Álvarez

Ediciones Lupercalia


Vicente Muñoz Álvarez y Julio César Álvarez son los antólogos de esta obra que intenta poner en su lugar a unos de los mejores escritores de la primera mitad del siglo XX, Louis-Ferdinand Céline. Un lugar de artista destacado que a menudo se le niega por el declarado antisemitismo del que el autor hizo gala antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial.

Vicente Muñoz Álvarez es poeta, ensayista y narrador que se maneja con soltura tanto en el relato corto como en la novela. Nuestros lectores han podido leer recientemente nuestras reseñas de sus poemarios Canciones de la gran deriva (Ed. Origami, 2012) y Animales perdidos (Ed. Baile del Sol, 2012) y del libro de relatos Marginales (Excodra Editorial, 2013).

Julio César Álvarez, además de psicólogo, es autor de las novelas El tiempo nos va desnudando (Ed. Magnéticas, 2009), Madrugada (Ed. Eutelequia, 2012) y Luz fría (Ed. Origami, 2013). En colaboración con Hugo Alonso elaboró Mientras el mundo cae (Ed. Magnéticas, 2010), donde se radiografía el estado de la cultura joven en León a través de sus 50 nombres más representativos. 

Relación de autores: Miguel Sánchez Ortiz, Mario Crespo, Celia Novis, José Ángel Barrueco, Óscar Esquivias, Bruno Marcos, Pepe Pereza, Isabel García Mellado, Álex Portero, Vanity Dust, Juanjo Ramírez Mascaró, Patxi Irurzun, Juan Carlos Vicente, Velpister, Esteban Gutiérrez Gómez, Pablo Cerezal, Javier Esteban, José M. Alejandro, «Choche», Miguel Baquero, Carlos Salcedo Odklas, Joaquín Piqueras, Adriana Bañares Camacho, Gsús Bonilla, Alfonso Xen Rabanal, Daniel Ruiz García, Enrique Vila-Matas.


Louis Ferdinand Destouches, conocido como Louis-Ferdinand Céline o, simplemente, Céline, asombró y escandalizó con su primera novela, Viaje al fin de la noche, por su falta de sujeción a cualquier norma. En esa novela de tintes autobiográficos su prosa rauda y violenta, su lenguaje absolutamente libre y brutal, grosero e irreverente, conviven con un fondo radicalmente antibelicista. Confirmó su categoría de escritor innovador y de calidad con Muerte a crédito, una obra que reinventa la novela, que crea una nueva estructura, un nuevo ritmo narrativo, y que con su aparente desorden muestra la visión que Céline tenía de la existencia, de la vida y de la muerte. Después vinieron otras obras que no han sido tan celebradas, hasta llegar a las tres que le acabarían hundiendo y que, décadas más tarde, siguen siendo una losa que pesa sobre su memoria: los tres panfletos antisemitas -usamos los términos con los que comúnmente se hace referencia a Bagatelles pour un massacre, L’école des cadavres y Les beaux draps-. Ya en la primera de esas obras Céline firmaba su odio hacia los judíos y su admiración por Hitler. Y poco importa que en el conjunto de esos tres textos también dejase evidencia de su odio contra los rusos, los chinos, los comunistas, los masones y, ya puestos, contra la Humanidad entera. Que en vísperas de la Segunda Guerra Mundial se mostrase antisemita y que ya en pleno conflicto aceptase abiertamente las tesis del nazismo y la ocupación de Francia, ha tenido un efecto irremediable. Su obra ha quedado eclipsada, oculta bajo su figura odiosa y odiada.

El descrédito es una obra magna y compleja, casi un trabajo de excavación arqueológica. A lo largo de los textos recopilados para este volumen, casi una treintena de voces hacen su aportación y dan su particular y subjetiva visión de este literato que, pese a todo, está considerado como uno de los más grandes de la Francia del siglo XX. Los textos recogidos aquí no pueden ser más variados. Nos permitimos empezar por el final, por el texto que firma Vila-Matas y que cierra el volumen. Los calificativos que dedica a Céline van desde “cerdo repugnante” a ideólogo del Holocausto. Ello no le impide elogiar, en una rapidísima pero completa revisión de su obra, las dos primeras novelas, las únicas que en su opinión tienen gran valor literario. Aunque no deja de admitir los sentimientos encontrados que le produce Fantasía para otra ocasión, se pregunta si, como dijeron en su día otros literatos, Céline fue un hombre de un solo libro -o dos, para ser exactos-. En la misma línea de revisar algunas de sus obras van otros textos de esta antología, como Indigestión al fin de la noche, o La derrota de Bardamu que es quizá el texto que más se más se acerca a los panfletos, precisando las ideas y frases por las que Céline es más odiado.

Algunos de los textos intentan contextualizar la obra de Céline, buscar las razones de su odio universal contra la Humanidad. No para excusarle, ni siquiera para condescender con él, sino únicamente para entender de dónde surgen actitudes y palabras que hoy nos siguen pareciendo tan terribles. Así, varios de los textos hablan de su participación en la Primera Guerra Mundial, donde sufrió importantes daños físicos y donde se incubó su antibelicismo y su desprecio y desconfianza en el hombre. Así ocurre en Y la noche se derramó sobre Céline, que se construye sobre la participación de Céline en una guerra en la que no creía, y en su posterior viaje-huida en hacia África.

Pero la variedad es el elemento clave en El descrédito. Así encontramos verdaderos aunque breves ensayos, como No hay tregua para los malditos donde se hacen patentes las contradicciones de Céline, o textos que parten de una anécdota, como La entrega del testigo, centrada en una visita que los escritores William Burroughs y Allen Ginsberg hacen a Céline, y que sirve de excusa para hablar de intertextualidad y de las curiosas y, a veces, extrañas conexiones entre diferentes autores. Incluso nos encontramos con un texto que recrea las últimas horas de vida de Céline, Tres rosas podridas, que aprovecha ese momento final de la existencia del autor para rescatar pequeños retazos, frases clave de su obra, en una selección mínima pero impresionante por lo representativa que consigue ser.

Y también encontramos textos que, en su forma, son verdaderos relatos que podrían aparecer en antologías muy diferentes a la obra que nos ocupa, pero que tienen siempre una importante conexión con el autor maldito. Algunos consiguen maravillar al lector, como Charles Chaplin Céline, donde a través de una comparativa con el personaje de Charlot se dan pistas sobre la visión de Céline del mundo, un mundo en el que la masa -la Humanidad- atropella al individuo. O como El mejor de los mundos, un cuento magnífico donde la grandeza con que está creado el personaje protagonista, un médico cooperante en África, hace que se queden pequeñas las poco más de diez páginas que ocupa el relato. El espacio al que tenemos que ceñirnos hace imposible mencionarlos todos, pero cuentos como Al norte del dolor, un relato desnudo, árido y doloroso, en el que Céline se mezcla por casualidad o por destino con la trama, o De regreso a la noche, donde se da al autor la oportunidad de vivir una segunda vida, son solo dos ejemplos de una magnífica literatura.

El descrédito no huye de la polémica en torno a la figura de Céline. Más bien todo lo contrario. Ahí está el texto de Alfonso Xen Rabanal -quizá el más celiniano de todos los autores que han colaborado en esta compilación- escupiéndonos en plena cara todo lo que le provoca asco de esta Humanidad a la que, después de leer el texto, uno casi entiende que Céline llegase a odiar. O el de Joaquín Piqueras, en el que a través de una conversación con formato de chat escuchamos a varios personajes discutir sobre las posibles causas del antisemitismo de Céline. O el de Álex Portero, que da las claves más claras para entender las razones de que Céline esté en el ostracismo y de que, a pesar de ello, su obra siga fascinando a no pocos lectores.

El denominador común de todos estos textos es que en ningún caso se intenta crear una dualidad entre escritor y persona. No hay un Céline autor y un Destouches hombre; no hay un literato magnífico y una persona despreciable. No valen frases que intenten convencernos de que una cosa es la persona y otra su obra. La obra es la consecuencia del autor, forma parte de él. Será cuestión de cada lector decidir si Céline fue un ingenuo, un hombre terriblemente equivocado, un provocador, o un monstruo. Pero en cualquier caso deberá admitir que incluso un monstruo puede crear obras literarias de la máxima relevancia. Eso es lo que El descrédito ayuda a entender y a valorar. 

El lector mínimamente curioso que no conozca la obra de Céline querrá, tras la lectura de El descrédito, lanzarse a conseguir y leer sus obras. Algunas de ellas pueden encontrarse con relativa facilidad. Existen ediciones de bolsillo de Viaje al fin de la noche, Muerte a crédito o Fantasía para otra ocasión que se pueden obtener en librerías sin demasiados problemas. Algunas de ellas, incluso, están disponibles en formato electrónico. Otra cosa es encontrar los panfletos antisemitas. Sus traducciones al castellano son virtualmente inexistentes, y sus reediciones escasísimas desde la Segunda Guerra Mundial. Para el lector curioso -y versado en la lengua francesa-, la opción es conseguir alguno de los raros y caros ejemplares de segunda mano editados en francés. Por fortuna, leer El descrédito, es una magnífica manera de hacer un primer acercamiento a esas obras y también a la vida de este autor maldito.

Publicado en el nº 32 de la revista Punto de libro



sábado, 16 de noviembre de 2013

LA NEGRA "ESQUINAS"

ilustración: MIK BARO

LA NEGRA
Se preparó para salir, pero antes se acercó hasta el dormitorio donde convalecía su anciano marido. El pobre hombre llevaba varias semanas enfermo.

-        Voy a salir. Enseguida vuelvo.

En la calle hacía frío. Se abrochó el abrigo. Al hacerlo notó que uno de los botones estaba medio suelto y que el hilo que lo unía al tejido estaba deshilachado. Quiso comprobar su consistencia y se quedó con él en la mano.

-        ¡Porras!

Tiró de los hilos que habían quedado expuestos y los fue quitando uno a uno para que no quedase huella. Pensó en cómo iba a coserlo de nuevo. Enhebrar una aguja era tarea imposible, aunque se pusiese las gafas. Tampoco podía pedir ayuda a ningún vecino. En el edificio ya no quedaban. Se habían ido muriendo poco a poco, o habían sido trasladados a asilos y hospitales. Los nuevos ni siquiera se dignaban a devolverle el saludo cuando coincidían en el ascensor. De haber tenido a alguien de confianza le habría encargado que vigilase a su marido mientras ella estaba fuera de casa. Estamos solos, se dijo con resignación. Las bombillas de las farolas se fueron encendiendo. La luz iluminó unos pocos copos de nieve que, más que caer, flotaban a media altura mecidos por el viento. El frío se colaba por el hueco sin abotonar. Tuvo que agarrar la zona y taponarla con la mano. Con su marido enfermo no se podía permitir resfriarse. Observó la algarabía de gentío y tráfico. La ciudad crecía y se modernizaba a pasos agigantados, mientras que ella cada día que pasaba se sentía más vieja e insignificante. No reconocía los comercios, la mayoría eran tiendas nuevas. Todo era tan distinto. Todo estaba diseñado para la gente joven. Los cajeros, los electrodomésticos, los mandos del televisor… todo funcionaba apretando un interruptor, pero de todos ellos ¿cuál era el indicado? Ella nunca lo sabía y se sentía inútil y tonta. No, ya no había sitio en el mundo para ellos. Su marido pronto moriría, cosas de la edad, y ella se quedaría más sola que nunca, sin otra cosa que hacer que esperar su hora. Era triste llegar a esas edades. Se adentró en el casco antiguo. Vio a los hombres en las tabernas brindando por el fin de la jornada. Siguió calle abajo sorteando grupos de estudiantes que reían y hablaban subidos de tono. Por fin llegó a su destino e hizo amago  de entrar en el local. El portero, un tipo corpulento y con el pelo a cepillo, le dio el alto.

-        ¿Dónde va usted?
-        Dentro.
-        ¿Sabe dónde está entrando?
-        Claro.
-        ¿Está usted segura?
-        Sí señor, esto es un prostíbulo.
-        Perdone mi indiscreción… ¿Le puedo preguntar por qué quiere entrar en un sitio como éste?
-        Para qué va a ser. Para contratar los servicios de una prostituta.

El portero la miró extrañado. No comprendía que una anciana necesitase las atenciones de una puta. De todas formas él había visto cosas mucho más raras en aquel lugar. Le abrió la puerta y se dispuso para dejarla pasar. Antes la anciana preguntó:

-        ¿Aquí tienen negras?
-        Tenemos una.
-        ¿Es guapa?
-        Sí.
-        ¿Cómo se llama ella?
-        Yamila.

La anciana entró en el prostíbulo y avanzó hacia el bar. Apenas había clientes y la mayoría de las putas estaban sentadas alrededor de la barra. Cuando la anciana irrumpió todas las miradas se posaron en ella. No era corriente ver a una octogenaria visitando el lugar. Ella escrutó el garito buscando a Yamila. Al no encontrarla decidió preguntar al camarero.

-        Joven, ¿sabe usted dónde está Yamila?
-        En estos momentos está ocupada. Si quiere algo con ella tendrá que esperar.
-        Bien, esperaré.
-        ¿Quiere tomar algo mientras tanto?
-        ¿Es obligatorio?
-        No.
-        Entonces no.

La anciana esperó. Era la primera vez que pisaba un prostíbulo. Observó el lupanar con curiosidad. Todo tenía un aspecto deprimente y oscuro. Se dio cuenta de que las putas la miraban de reojo. No le importó, era consciente de que estaba fuera de lugar y que allí no pegaba ni con cola.
Al cuarto de hora Yamila bajó por las escaleras acompañada de un cliente satisfecho. Se le veía en la estúpida sonrisa que colgaba de su cara. La anciana esperó a que se despidiera del tipo y luego la abordó.

-        ¿Podría hablar un momento con usted?
-        Usted dirá.
-        Quería saber cuánto me costaría contratar sus servicios.

Yamila miró a su alrededor buscando las caras de sus compañeras, creyendo que éstas le estaban gastando una broma.

-        ¿Habla en serio?
-        Totalmente.

Yamila sopesó la oferta intentando decidir si la rechazaba o no. Finalmente resolvió que si alguien solicitaba sus servicios, como profesional que era estaba obligada a ofrecérselos.

-        Por media hora cobro sesenta euros, por una hora cien. Y le advierto que yo no hago cosas raras.
-        No se preocupe, lo único que tiene que hacer es desnudarse delante de mi marido.
-        ¿Su marido?
-        Sí, el pobre está enfermo en la cama. Hoy es su cumpleaños. Cumple noventa y dos años.
-        ¿Y solo tengo que desnudarme?
-        Como comprenderá el pobre hombre ya no tiene ánimo para más.
-        Está bien. Acepto.

Yamila recogió su abrigo y se pusieron en camino. Al salir por la puerta del local el portero se dirigió a ellas con recochineo.

-        Adiós chicas.  Cuidado con lo que hacéis.

En respuesta Yamila le enseñó el dedo corazón. La temperatura estaba bajando y al poco se puso a nevar. No había taxis por la zona. Decidieron hacer el camino a pie.

-        Hija, ¿me permite cogerla del brazo?
-        Claro.

Yamila se sintió conmovida cuando la anciana se agarró a ella. Por un momento se acordó de su abuela materna. Un alud de emociones estuvo a punto de humedecerle los ojos. Decidió iniciar una conversación para alejarse de todas las nostalgias.

-        Debe querer mucho a su marido para hacer esto por él.
-        El pobre, siempre ha tenido obsesión por ver a una negra desnuda, pero nunca ha podido cumplir su sueño.
-        Con los hombres nunca se sabe.
-        No digo que no haya visto alguna en las películas, pero al natural estoy segura que no.
-        Insisto en que con los hombres nunca se sabe. Hágame caso, de esto sé un rato.
-        Mi marido, en todo lo que llevamos de casados, siempre me ha sido fiel. Lo sé porque es un hombre sin un ápice de malicia. Toda su vida ha estado pendiente de mí. A su lado nunca me ha faltado de nada, me lo ha dado todo. Ahora me toca a mí. El pobrecito se muere y antes de que Dios se lo lleve a su lado quiero que su sueño se haga realidad.

Los copos de nieve eran del tamaño de pelotas de ping-pong y el viento los impulsaba contra sus caras. Cuando llegaron la ventisca estaba en pleno apogeo. Al entrar en la casa la anciana se llevó el índice a sus labios, indicándole a Yamila que guardase silencio. Las mujeres se dirigieron directamente al dormitorio. La anciana le hizo un gesto para que esperase en el pasillo. Después ella cruzó la puerta del dormitorio.

-        ¡Feliz cumpleaños, mi amor!

El anciano trató de incorporarse pero solo tuvo fuerzas para un amago de sonrisa. Ella se acercó a la cama y le acarició la cara.

-        Ya pensabas que me había olvidado ¿eh...? Tengo una sorpresa para ti.

Él la miró con curiosidad.

-        Ya puedes entrar.

Yamila entró en el dormitorio en plan seductor.

-        Cariño, te presento a Yamila.

De repente la pesada máscara de la enfermedad desapareció de la cara del anciano y un brillo vital se reflejó en sus pupilas.

-        Yamila tiene algo para ti, así que os dejo solos.

Yamila avanzó hasta los pies de la cama y empezó a desabrocharse la camisa. Mientras tanto la anciana se dirigió al salón. Se quitó el abrigo, dejó el botón sobre la mesa y sacó la caja de la costura. Sabía de antemano que era una batalla perdida, aun así se puso las gafas y trató de enhebrar una aguja. Llevaba más de un cuarto de hora pretendiendo acertar con el hilo cuando Yamila entró en el salón.

-        ¿Ya?
-        Sí.

La anciana sonrió satisfecha mientras siguió intentando pasar el hilo a través del ojal.

-        Déjeme a mí.
-        Te lo agradezco hija, porque soy incapaz.
-        Su marido quiere verla.

El enfermo sonreía de oreja a oreja cuando entró su esposa.

-        ¿Estás contento?

El anciano asintió sin dejar de sonreír.

-        Me alegro.

Se inclinó sobre él y le beso en los labios.
Cuando regresó encontró a Yamila terminando de coser el botón.

-        No tenías que haberte molestado.
-        No es ninguna molestia, además ya está.

Efectivamente el botón estaba firmemente zurcido al abrigo.

-        Eres muy amable.
-        No ha sido nada.
-        Lo digo por todo lo que has hecho. Te lo agradezco con el corazón. Por cierto, tengo que pagarte. Dime cuánto te debo.

La anciana echó mano del monedero y sacó unos billetes.

-        ¿Sabe qué...? No voy a cobrarle.
-        Hija, cómo dices eso. Es tu trabajo…
-        No, esto no ha sido trabajo, se lo aseguro. Esto ha sido algo muy bonito y agradable de hacer. Por eso no puedo aceptar su dinero.

El gesto conmovió a la anciana.

-        Muchísimas gracias, hija. Hacía mucho tiempo que nadie se portaba tan bien con nosotros.
-        Gracias a usted por darme la oportunidad de hacer algo tan… decente.

Las dos mujeres se abrazaron y permanecieron así durante unos segundos.

-        ¿Sabe?... Usted me recuerda a mi abuela. Por eso quisiera pedirle algo.
-        Claro.
-        Me gustaría darle un beso.
-        A los viejos no nos gusta que nos besen. Estamos llenos de gérmenes y enfermedades.
-        Aun así, lo voy a hacer.

Se besaron. A continuación se despidieron, conscientes en todo momento de que su adiós era definitivo.

pepe pereza