martes, 30 de junio de 2015
viernes, 19 de junio de 2015
jueves, 18 de junio de 2015
martes, 16 de junio de 2015
viernes, 12 de junio de 2015
LA ARAÑA (relato inédito)
La buhardilla, por llamarle de
alguna forma, es vieja, fea y sin comodidades. Cualquier adjetivo peyorativo
valdría para definir parte, o un todo, de la vivienda. En apenas veinte metros
cuadrados se distribuyen un diminuto cuarto de baño, una cocina encajada en
cuatro baldosas, y una especie de habitáculo que lo mismo sirve de salón que de
dormitorio, según convenga. El mozo que me ha ayudado con la mudanza se acaba
de ir y el poco espacio que ofrece la estancia está ocupado por unas cuantas cajas
sin desembalar. Cuando la encargada del alquiler me enseñó este sitio, la luz diurna
entraba por las ventanas y no me pareció tan deprimente como ahora, que lo veo bajo
el tenue resplandor de una bombilla. Voy al baño. Hay una telaraña
enorme que se despliega desde el techo hasta ambas paredes. Miro por los
rincones intentando localizar al artífice de tan colosal obra. No le tengo
miedo las arañas, no obstante, por el tamaño de su tela conviene ser precavido.
Alargo el brazo para coger la escobilla del váter y con ella retiro las hebras.
La araña no aparece por ningún lado, y eso que la busco detrás del lavabo y del
retrete. Finalmente desisto. Después de todo un día de ajetreo me siento
cansado y quiero acostarme. Para desplegar el sofá-cama tengo que dejar sitio
libre, así que apilo las cajas junto a la pared. Una vez extendido el colchón,
me tumbo sobre él y me quedo mirando al techo. Un techo desconocido, que con el
paso de los días, supongo, iré haciendo mío. Me enciendo un cigarro y fumo mientras
espero a que vaya llegando el sueño. El cuerpo me pide descanso, pero la cabeza
no deja de plantearme preguntas para las que no valen respuestas. Qué feas se
ven las cosas cuando el futuro está iluminado con una bombilla de cuarenta
vatios. El cansancio hace mella y, finalmente, duermo.
Me despierta el aroma del café
que llega de las cocinas a través de los patios interiores. Salto de la cama y
me acerco a la ventana para contemplar la arquitectura de los tejados. Una
llanura de tejas sembrada anárquicamente de antenas y chimeneas. Suena el
móvil. Es ella. El pulso se acelera y me tiemblan las manos. Me armo de valor y
contesto lo más fríamente que puedo.
- - ¿Sí?
- -¿Cuándo vas a venir a recoger el resto de tus cosas?
- -Me he traído todo lo que necesito, con lo demás puedes
hacer lo que quieras.
- -¿Estás seguro?
- - Sí.
- -Por cierto, acuérdate de que pasado mañana firmamos los
papeles. No faltes.
Le digo que iré, aunque no pienso
hacerlo. Después de colgar me acerco al baño. Al entrar me llevo por delante
una telaraña. La fibra se adhiere a mi cara como una segunda piel. Me urge
orinar y es lo primero que hago. A continuación me quito los hilos de la cara y
con la escobilla retiro los que quedan en las paredes y en el techo. Nota
mental: comprar insecticida.
Una vez desembaladas las cajas y
ordenado cada cosa en su sitio, la buhardilla empieza a parecer un verdadero hogar.
Aunque la tarea me ha costado casi todo el día, me siento satisfecho con el
resultado. Además, estando ocupado evito pensar demasiado y quebrarme la cabeza
con problemas que ya no tienen solución. Es hora de preparar la cena. Lo
dispongo todo. Esta será la primera vez que cocine en esta casa. Haré algo
especial y para celebrarlo abriré una botella de vino.
No tendría que haber bebido
tanto. El alcohol no me sienta bien. Mis borracheras nunca han sido divertidas.
Que yo recuerde, siempre que me he pasado con la bebida lo he terminado pagando,
agobiado en un embudo de mareos, dobles visiones y confusión. Corro hasta el
retrete para vomitar. Un acto que para mí es un verdadero suplicio. Una tortura
en toda regla que me hace sudar como un cerdo y retorcerme de angustia e impotencia.
Una vez expulsado del cuerpo todo lo que el estómago se niega a digerir, llega
un momento de respiro. Me seco las lágrimas y las babas. Frente al espejo veo
mi rostro demacrado y a mi espalda: una nueva telaraña. De pronto siento un
odio desmedido hacia la araña. La busco para acabar con ella, pero no aparece. Sin
embargo, sus hebras son una prueba fehaciente de que anda por aquí. Miro detrás
del espejo, debajo del lavabo, en cada recoveco… Antes de que me domine la ira,
consigo tomar aire y contar hasta diez… Con la cabeza fría veo la solución; si
quiero que la araña se marche tendré que dejarle una vía de escape, así que abro
el ventanuco del baño y me voy a dormir.
Me despierto con un agudo dolor
de cabeza y un malestar en el cuerpo que roza la enfermedad. Para más inri, en
cuando pongo los pies en el suelo suena el móvil. El timbre es el equivalente a
una broca taladrándome la sien. Me abalanzo a por el aparato. El que llama es
mi abogado.
- - Te recuerdo que mañana tenemos cita con tu ex.
No le digo que no voy a ir.
No le digo que no voy a ir.
- - Descuida, lo
tengo presente.
- - ¿Quieres que quedemos media hora antes para darle un
repaso a los papeles?
- - No, ya está todo repasado. Prefiero acudir directamente
a la cita.
- - Ok, nos vemos entonces.
Es en momentos como este cuando
tomo conciencia de que soy un fracasado, un tonto del culo que no se entera de
qué va la movida, un gusano insignificante, prescindible, mortal, un ser
despreciable que no merece ni el aire que respira. Me digo que todo es por culpa
de la resaca. Pero no. Sé perfectamente que estoy acabado y llevo las de perder,
sea con resaca o sin ella. Necesito una ducha que me limpie el sudor y los
malos pensamientos. Al entrar en el baño veo una telaraña que se extiende desde
el techo hasta las paredes. En medio cuelga una especie de envoltura compacta
del tamaño de un puño de la que sobresale el ala de un murciélago. Es una
declaración de principios por parte de la araña. Al menos, así lo entiendo yo.
Con la ejecución del murciélago la araña me está diciendo que no se va a mover
de aquí, que este es su sitio y, pase lo que pase, lo seguirá siendo. Mi
primer impulso es destrozar la telaraña, pero me siento tan débil que temo
quedar enredado en ella. Solo puedo hacer dos cosas: rendirme a la evidencia
del enemigo y retirarme a un rincón para digerir la derrota.
domingo, 7 de junio de 2015
AMOR LÍQUIDO EN CARPETAS AMARILLAS - LUIS MIGUEL RABANAL
Amor líquido en
carpetas amarillas
Se trata solamente de crear otra voz:
la voz ausente dentro de las cosas.
ROBERTO
JUARROZ
El coño de la Bernarda se erizaba
los lunes al atardecer con una grandeza digna de admiración, o eso decía el subteniente
retirado Urdiales cuando acertaba a enlazar algunas palabras después de
aquellos bebedizos de las once y treinta y dos. Ahora bien, lo que no acababan
de comprender medianamente los recomponedores de huesos de la zona oeste de la
villa de Séliva era que el verdadero coño de la Bernarda gozaba de vida propia,
se derretía como cualquier coño de la sin par y gloriosa plazuela de San Ginés
pero giraba sobre sí mismo y daba gusto oírle gruñir: ya vale, ya vale, ya
vale, que ya vale. Corrían rumores, sin embargo, de que no quedaría mucho
tiempo para continuar con semejante paparrucha, tres semanas más a lo sumo y el
coño de la Bernarda sería enclaustrado para siempre en un séptimo piso sin
ascensor, y sin provecho.
El chico de los recados
jactanciosos jamás regresó a la trastienda de su primera vez, no por falta de
ganas o de tiempo sino porque Chu F., el sastre del emporio del quinto derecha
no le habría dejado pasar más de lo justo, muéstrame antes esas manos sucias,
perillán. Nunca fue fácil ni cómodo trabajar con tantas peleas a escondidas del
público tasador de telas estampadas porque entre otras razones a considerar sus
trifulcas no eran a escondidas y las señoras de R. y Olivares, ambas
prepotentes, estúpidas y flojas, se pavoneaban entre risas y bostezos en la
calle de atrás de estos asuntos nimios de las sedas rebajadas de Shanghai.
Alguien quiso verse morir desterrando de sus ojos la serenidad y el mal aliento
pero se quedó sin ganas, atragantado de uvas secas. Alguien como él quiso morirse
de otros males medianamente pasajeros y se abrazó a su sombra, como perro
guardián bajo el agua helada de la lluvia. El chico de los recados jactanciosos
jamás regresó a la trastienda de su primera vez, ay.
La muchacha del segundo, Martita,
le preguntó a Montoto, el amigo de los gatos, si no vio algo anormal en la
escalera del octavo, la del hombre misterioso del termo, los días en que a ella
le había sido imposible personarse ante la presidenta de la comunidad de propietarios
San José con las carpetas usurpadas. De todos era sabida la historia
escandalosa de corpulencia y desdén de Gerard y de Conrado, pero la de aquel
hombre rozaba el murmullo, aunque no el murmullo acostumbrado, se sobreentiende,
sino que la depravación y el sinsentido atrás no se quedaban. Una tarde, la
tarde más tórrida de aquel mes de julio, se le creyó culpable de pronunciar las
palabras precisas, las que no quieren herir, las que quieren herir, las que
hieren al cerrarse las puertas con rayitas del cocotero en el cristal nevado.
Te odio, Genoveva. Y se sucedieron desgracias como rostros que arden después
del amor, y hubo lágrimas azules como goterones de semen depositados
cuidadosamente sobre las faldas de la mesa camilla del recibidor de la portería
de Alberta, la asustada. Por lo demás, pobrecito el Larkin.
La polla de Serafín no era
notable, era muy notable, y eso que el pesar se viste de dama desolada y el
amor, en tales casos, se esfuma de repente cuando menos lo esperan los
operarios soldadores del turno de las seis, porque no olvidemos que el sopor de
las damas es un tórrido cuartel para los abrazos menos necesarios: si tú me
das, yo te entrego la decencia y, si me apuras, el enigma. Haría falta contar
por los dedos las sensaciones, las conocidas y las menos conocidas, para un
desarrollo exacto de cuanto sucedió en el colorista rellano de Heriberto
minutos antes de toparse Ariadna con el dueño de la polla. El hilo musical
atronaba como de costumbre y en el sofá de cuadros se sucedieron estampas
costumbristas del tipo buenos días nos dé Dios. Seguramente que afuera, en la
calle oscura, la gente argüía razonamientos bajo la sospecha del temor, y no
importaba. Los dos, sumisos hasta el letargo y el ahogo, se cogían de los
pelos, se anudaron los brazos y las pelvis en cabriolas contundentes hasta que
la morriña les exigió firmeza y les obsequió con dos chupitos de negrura.
Se trataba de cubrir en el
mínimo tiempo posible una distancia no menor de mil pasos para caer rendidas en
los brazos del sátrapa Lorenzo, el que mejor pensaba en voz alta de Logroño, así
como el que mejor besaba sin lengua, no lo vayan a echar en vaso roto ustedes. Dispuestas
estábamos las cinco a ser vilmente seducidas por cualquiera que pasase a
nuestro lado y pasó él y se nos desgarraron las carnes blandas como si un
motorista rubio, ya me entienden. Pasó él y se nos quitó el hipo y el miedo, y
a María José se le quitó una gripe aviar que le rondaba desde hacía unas
semanas. Allí erguido, el muy presuntuoso, qué bello era sobrevivir con el Loren
engatusando al personal desde su ático, haciendo para ti, entre los muslos,
unos jeroglíficos incandescentes que mejor omito de la intriga. Vanessa, Tremendina
y Carmen Luz no se portaron nada bien cuando decidieron abrirse de piernas en
la Calleja del Marqués, o era de los Cuernos, no recuerdo ya, y solucionaron su
porvenir de ese modo tan ridículo. En cambio, yo, la resabiada del grupo, me
negué a caer en la trampa de aquel hombre. Y también Monique, pero fue solo al
principio.
No había escapatoria, la
muchacha salió de estampida de su cuarto y la luz de la terraza se confundía
con las ganas de hacerle daño a la soledad: anda, otro rasguño de recuerdo,
cari. Adentro, en la habitación fantasmagórica, el frío acondicionado no
ayudaba en absoluto a recoger del pudor braguitas, pelucas azules y pulseras,
ya iba siendo hora de que el tropiezo de anoche se borrara de su bloc de notas
con una tinta tremendamente desigual. Los labios de aquella chica extraña, los pezones
de aquella chica extraña, los lunares de aquella chica extraña, los brazos
abiertos de aquella chica extraña. En su memoria aún se representaban escenas
amables de cuando fue feliz, pero feliz sin ceremonias preliminares que lo
único que añaden son fracturas del candor y vértigos malsanos. El amor no sabe
de sandeces o lo que es lo mismo, bien mirado, el amor es una estupidez y la
nostalgia un
coño cerrado a cal y canto.
Luis
Miguel Rabanal, 2014