Era el año mil novecientos setenta, el mes septiembre. Vivíamos en Guijuelo (Salamanca) en el barrio de Las Casas Baratas. Apenas hacía dos meses que yo había cumplido seis años y había llegado el día de acudir por primera vez a la escuela. Antes de entrar en el aula mi madre me hizo prometerle que no lloraría y me portaría bien con la profesora. Sin embargo, todos los niños que esperaban con sus madres en los pasillos ya estaban llorando. A mí también me hubiera gustado llorar, me hubiera ayudado a soltar los nervios que acumulaba en el estomago, pero la promesa hecha a mi madre me obligaba a aguantarme. El día anterior mi abuelo Indalecio me había dicho que éste sería el más importante de mi vida, que el saber y el tener cultura eran lo mejor que me podía pasar.
- Mamá ¿qué significa cultura?
- Significa conocimiento. – dijo ella sin apenas mirarme.
Los berrinches de los demás niños hacían que tuviera más miedo del que ya me había traído de casa. Me agarré a la mano de mi madre. Si, como dijo mi abuelo, aquello era lo mejor que nos podía pasar ¿por qué estaban todos llorando como si los fueran a matar? Intenté concentrarme en las cosas agradables que me gustaba hacer: subirme a las encinas, dibujar vacas, jugar al escondite con los chavales del barrio… era difícil evadirse con tanto niño llorando. Miré a mi madre, ella estaba pendiente de si abrían la puerta del aula, parecía que tuviera prisa de dejarme allí, seguramente por haber dejado a mi hermana sola durmiendo en casa. Quise decirle que nos fuéramos de allí, pero sabía que no la iba a convencer, así que me callé y no dije nada. De pronto me fijé en que al final de la fila había un niño que, al igual que yo, no lloraba. Se mantenía callado y agarrado a la mano de su madre. Él se dio cuenta de que le estaba observando y me miró de arriba abajo con cierto desprecio. En respuesta, yo le saqué la lengua y él me amenazó con el puño cerrado. Apreté los dientes como si fuera un perro rabioso y se los enseñé. Él miró de reojo a su madre y viendo que estaba de cháchara con otra madre, aprovechó para hacerme un corte de mangas. Aún no habíamos comenzado las clases y ya tenía un enemigo. La puerta del aula se abrió y salió una joven rubia de unos veinte y pocos años que anunció que ya podíamos entrar. Aquello hizo que todos los niños que ya estaban llorando se pusieran como locos. Los berrinches se convirtieron en pataleos histéricos y ataques incontrolados de pánico. Quizá porque sabían que ya no había vuelta atrás. A mí también me hubiera gustado llorar y patalear, pero no lo hice. No por la promesa que le había hecho a mi madre, sino por ese otro niño que seguía sin llorar, mirándome con cara de pocos amigos. Quería demostrarle que era tan valiente como él, más. Puse cara de chulo y en un arranque de coraje me dispuse a entrar en el aula.
- Acuérdate de lo que me has prometido... – dijo mi madre cascándome un beso en la cara. –…y sé bueno.
- Vale. – contesté sin quitar ojo a mi enemigo.
Me dirigí al aula y entré. Fui el primero. Me fijé que en una de las paredes había colgados unos mapas y en otra un crucifijo y el retrato del señor que salía de perfil en las pesetas. A los pocos segundos entró él, mi enemigo. Le miré con desprecio, como diciéndole que era un segundón. Elegí un pupitre y me senté. Él hizo lo mismo al otro extremo del aula. Después fueron metiendo a los demás niños, ninguno quería entrar. Al cabo de unos minutos todas las madres se habían ido y nos quedamos solos con lajoven profesora. Cuando todos los niños estaban sentados detrás de sus pupitres, se presentó:
- Hola a todos. Soy la señorita Felisa, pero podéis llamarme señorita Filis. A partir de ahora voy a ser vuestra profesora…
Algunos niños seguían llorando, aunque la mayoría ya se habían callado y prestaban atención a lo que decía la señorita Filis.
- …¿Alguno de vosotros sabe leer o escribir?
Todos guardamos silencio, incluso los que lloraban. Mire hacia donde estaba mi enemigo. Él me miro a la vez. Me puse en pie y dije:
- Yo no sé leer ni escribir, pero sé dibujar vacas.
- ¿Cómo te llamas? – me preguntó la señorita con una sonrisa en la cara.
- José Pérez Gil, pero puede llamarme Pepito.
- Muy bien, Pepito, dibújame una vaca… Es más, quiero que todos me dibujéis algo bonito.
Saqué un cuaderno y un lapicero de mi cartera y me puse a ello, pero antes eché otra ojeada hacia mi enemigo.
- Perejil. – me insultó con voz baja, vocalizando exageradamente para que yo pudiera entenderle.
Le hice un gesto con la mano advirtiéndole de que se la estaba ganando, y él volvió a hacerme un corte de mangas. Decidí que era mejor concentrarme en hacer un buen dibujo. Otra cosa no sabía, pero dibujar vacas era lo que mejor se me daba. Me esforcé y conseguí una de las mejores vacas que había dibujado hasta entonces. Me levanté y le llevé el dibujo a la señorita Filis.
- ¿Ya has terminado? ¡qué rápido! – me dijo sorprendida.
Observó el dibujo con admiración. He de aclarar que yo me había pasado meses dibujando vacas, sólo vacas, y había llegado a hacerlo bastante bien, incluso para mi edad.
- ¡Está muy bien! Pero que muy bien… Dibujas estupendamente, Pepito.
Me gustaba la señorita Filis, y no solo porque fuese joven y guapa, también me gustaba el tono suave de su voz y los hoyuelos que le salían en la comisura de su boca cuando sonreía. Regresé a mi asiento sin dejar de mirar a mi enemigo. Ni me miró, simplemente siguió dibujando en su cuaderno. Antes de acabar la clase supe que se llamaba Jacinto Revilla. Yo siempre le llamé Jacinto el Malo y desde ese día fue mi peor enemigo.
- Mamá ¿qué significa cultura?
- Significa conocimiento. – dijo ella sin apenas mirarme.
Los berrinches de los demás niños hacían que tuviera más miedo del que ya me había traído de casa. Me agarré a la mano de mi madre. Si, como dijo mi abuelo, aquello era lo mejor que nos podía pasar ¿por qué estaban todos llorando como si los fueran a matar? Intenté concentrarme en las cosas agradables que me gustaba hacer: subirme a las encinas, dibujar vacas, jugar al escondite con los chavales del barrio… era difícil evadirse con tanto niño llorando. Miré a mi madre, ella estaba pendiente de si abrían la puerta del aula, parecía que tuviera prisa de dejarme allí, seguramente por haber dejado a mi hermana sola durmiendo en casa. Quise decirle que nos fuéramos de allí, pero sabía que no la iba a convencer, así que me callé y no dije nada. De pronto me fijé en que al final de la fila había un niño que, al igual que yo, no lloraba. Se mantenía callado y agarrado a la mano de su madre. Él se dio cuenta de que le estaba observando y me miró de arriba abajo con cierto desprecio. En respuesta, yo le saqué la lengua y él me amenazó con el puño cerrado. Apreté los dientes como si fuera un perro rabioso y se los enseñé. Él miró de reojo a su madre y viendo que estaba de cháchara con otra madre, aprovechó para hacerme un corte de mangas. Aún no habíamos comenzado las clases y ya tenía un enemigo. La puerta del aula se abrió y salió una joven rubia de unos veinte y pocos años que anunció que ya podíamos entrar. Aquello hizo que todos los niños que ya estaban llorando se pusieran como locos. Los berrinches se convirtieron en pataleos histéricos y ataques incontrolados de pánico. Quizá porque sabían que ya no había vuelta atrás. A mí también me hubiera gustado llorar y patalear, pero no lo hice. No por la promesa que le había hecho a mi madre, sino por ese otro niño que seguía sin llorar, mirándome con cara de pocos amigos. Quería demostrarle que era tan valiente como él, más. Puse cara de chulo y en un arranque de coraje me dispuse a entrar en el aula.
- Acuérdate de lo que me has prometido... – dijo mi madre cascándome un beso en la cara. –…y sé bueno.
- Vale. – contesté sin quitar ojo a mi enemigo.
Me dirigí al aula y entré. Fui el primero. Me fijé que en una de las paredes había colgados unos mapas y en otra un crucifijo y el retrato del señor que salía de perfil en las pesetas. A los pocos segundos entró él, mi enemigo. Le miré con desprecio, como diciéndole que era un segundón. Elegí un pupitre y me senté. Él hizo lo mismo al otro extremo del aula. Después fueron metiendo a los demás niños, ninguno quería entrar. Al cabo de unos minutos todas las madres se habían ido y nos quedamos solos con lajoven profesora. Cuando todos los niños estaban sentados detrás de sus pupitres, se presentó:
- Hola a todos. Soy la señorita Felisa, pero podéis llamarme señorita Filis. A partir de ahora voy a ser vuestra profesora…
Algunos niños seguían llorando, aunque la mayoría ya se habían callado y prestaban atención a lo que decía la señorita Filis.
- …¿Alguno de vosotros sabe leer o escribir?
Todos guardamos silencio, incluso los que lloraban. Mire hacia donde estaba mi enemigo. Él me miro a la vez. Me puse en pie y dije:
- Yo no sé leer ni escribir, pero sé dibujar vacas.
- ¿Cómo te llamas? – me preguntó la señorita con una sonrisa en la cara.
- José Pérez Gil, pero puede llamarme Pepito.
- Muy bien, Pepito, dibújame una vaca… Es más, quiero que todos me dibujéis algo bonito.
Saqué un cuaderno y un lapicero de mi cartera y me puse a ello, pero antes eché otra ojeada hacia mi enemigo.
- Perejil. – me insultó con voz baja, vocalizando exageradamente para que yo pudiera entenderle.
Le hice un gesto con la mano advirtiéndole de que se la estaba ganando, y él volvió a hacerme un corte de mangas. Decidí que era mejor concentrarme en hacer un buen dibujo. Otra cosa no sabía, pero dibujar vacas era lo que mejor se me daba. Me esforcé y conseguí una de las mejores vacas que había dibujado hasta entonces. Me levanté y le llevé el dibujo a la señorita Filis.
- ¿Ya has terminado? ¡qué rápido! – me dijo sorprendida.
Observó el dibujo con admiración. He de aclarar que yo me había pasado meses dibujando vacas, sólo vacas, y había llegado a hacerlo bastante bien, incluso para mi edad.
- ¡Está muy bien! Pero que muy bien… Dibujas estupendamente, Pepito.
Me gustaba la señorita Filis, y no solo porque fuese joven y guapa, también me gustaba el tono suave de su voz y los hoyuelos que le salían en la comisura de su boca cuando sonreía. Regresé a mi asiento sin dejar de mirar a mi enemigo. Ni me miró, simplemente siguió dibujando en su cuaderno. Antes de acabar la clase supe que se llamaba Jacinto Revilla. Yo siempre le llamé Jacinto el Malo y desde ese día fue mi peor enemigo.
joer pepe, esa infancia es la de muchos otros, yo también tuve algún que otro enemigo e incluso nos cruzamos algún guantazo, sin llegar a más.
ResponderEliminarYo no dibujaba vacas, pero era un monstruo haciendo pedorretas, jejeje.
buen relato pepe y me alegro de volver a leerte.
Mm, la ternura infantil, me encanta Pepe, los niños y sus historias, quizás me pudiera recordar la infancia, pero la verdad es que me despierta aún más el instinto maternal.
ResponderEliminarPrecioso, me encanta.
Un abrazo Pepe.
Ahora que ando liada con los deberes de mi niña y sus cuitas sobre clara su más mejor enemiga, yo le cuento de las mías, todas niñas y de las monjas también enemigas, pero les estoy agradecida pues me sirvieron para reconocer a los vampiros.
ResponderEliminarUn relato refrescante para una tarde cansina.
Achuchones varios.
guardas algún dibujo de entonces?
ResponderEliminarYo dibujaba sólo sirenas, quizá porque el primer cuento que me regalaron fue uno grande de La Sirenita (supongo que estrenarían la película por aquel entonces). Mi madre creo que guarda algún dibujo de entonces. Ahora cuando me presenta a sus amigas dice:
Esta es Adriana, mi hija, que escribe poesía, o a saber
Muy bueno, Pepe. El primer día de colegio para mí fue de lloros y lloros y lloros.
ResponderEliminarEste Pepito es un máquina.
Un abrazo.
Un momento para pasar por aquí es imprescindible. Magnífico cuento costumbrista. Yo tengo clarísimos recuerdos de mis parvulitos, tan tarribles como la E.G.B.
ResponderEliminarabrazo
Hola paisano. Quizás te interese visitar nuestro grupo: https://www.facebook.com/groups/PongamosquehablodeGuijuelo/ . Nos gustaría contar contigo. Saludos. Pepe Vega.
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