Aquel gallo me tenía atemorizado. Era muy agresivo y nada más verme me atacaba violentamente. El gallo era de Alegría, la madre de Jesús, mi mejor amigo. Siempre que le iba a buscar a su casa, terminábamos en el patio de atrás, donde estaba suelto el gallo, junto a su harén de gallinas. El bicho no solo me atacaba a mí, también a Jesús, pero él le tenía cogido el punto y en cuanto se le acercaba con malas intenciones le daba una patada y lo mandaba volando al otro extremo de patio. Yo no me atrevía a darle patadas, de hecho, el miedo que le tenía me paralizaba y no podía ni defenderme. El gallo de alguna forma sabía de mis temores y se aprovechaba atacándome de continuo. Yo me venía abajo y muerto de miedo suplicaba a Jesús que nos fuéramos de allí. Jesús se reía de mí y eso me avergonzaba y deprimía. Con cuatro años le tenía miedo a los cabezudos, yo sabía que eran máscaras de cartón con hombres debajo, pero aun así me asustaban. Lo mismo me pasaba con el gallo, le tenía miedo y no podía hacer nada para remediarlo. Ese miedo fue formando una barrera entre mi amigo y yo. Empecé a faltar a nuestras citas, sobre todo cuando quedábamos en su casa. En vez de eso, me iba jugar con mi primo Mariano. Al cabo de un tiempo, Jesús empezó a sentirse abandonado y me lo hizo saber a base de pequeños desplantes cuando coincidíamos en el barrio. Yo sabía que si continuaba así perdería para siempre a mi amigo. Y todo por culpa del gallo. El maldito gallo estaba acabando con nuestra amistad. Tenía que hacerle frente de una vez por todas. Jesús era mi mejor amigo y merecía la pena luchar para recuperar su amistad. Me fui hasta su casa decidido a arreglar las cosas. Llamé a la puerta. Abrió Alegría, su madre.
- ¡Hombre, Pepito! Cuánto tiempo sin verte por aquí.
- Hola… ¿Está Jesús?
- Sí, por ahí anda. Pasa y búscalo en su habitación.
Me alegré de que no estuviese en el patio de atrás, donde tenían al gallo. Entré en el dormitorio de mi amigo sin llamar. Jesús estaba jugando con un caballo de plástico.
- Hola…
- Hola… - respondió él sin levantar la vista del juguete.
- Quiero que sepas que….
- Nos lo comimos anteayer – se apresuró a decir sin dejarme terminar la frase.
- ¿Qué?
- El gallo. Que anteayer nos lo comimos con arroz.
- ¿Os lo comisteis?
- Atacaba a todo el mundo y mi madre se hartó de aguantarle…
Estuve a punto de echarme a llorar. No sabía si de alegría por la desaparición del gallo o porque intuía que mi amigo me había perdonado.
- ¡Hombre, Pepito! Cuánto tiempo sin verte por aquí.
- Hola… ¿Está Jesús?
- Sí, por ahí anda. Pasa y búscalo en su habitación.
Me alegré de que no estuviese en el patio de atrás, donde tenían al gallo. Entré en el dormitorio de mi amigo sin llamar. Jesús estaba jugando con un caballo de plástico.
- Hola…
- Hola… - respondió él sin levantar la vista del juguete.
- Quiero que sepas que….
- Nos lo comimos anteayer – se apresuró a decir sin dejarme terminar la frase.
- ¿Qué?
- El gallo. Que anteayer nos lo comimos con arroz.
- ¿Os lo comisteis?
- Atacaba a todo el mundo y mi madre se hartó de aguantarle…
Estuve a punto de echarme a llorar. No sabía si de alegría por la desaparición del gallo o porque intuía que mi amigo me había perdonado.
pepe tío, increíble, sin palabras, el gallo.
ResponderEliminarMe gusta mucho Pepe,
ResponderEliminarUn abrazo
muy bueno
ResponderEliminarPero qué bueno, y el final... Aprendo. Gracias Pepe.
ResponderEliminarBesazos o picotazos???
Cómo ocultamos nuestros miedos y qué aliviados quedamos cuando vemos que no éramos los únicos que sufríamos por tal o cual cosa...
ResponderEliminarPepe, te sales. De verdad te lo digo.
Muy bueno.
Abrazos.
crueldad y ternura son tus mejores armas literarias.. un abrazo..
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