Dedico este relato a mi amigo David González. Deseándole una pronta recuperación.
Va por ti, hermano.
Va por ti, hermano.
EL HEDOR
Era lunes a primera hora de la mañana. Hacia dos días que me había hundido hasta el cuello en los excrementos del muladar. A pesar de que mi madre me había bañado varias veces con agua caliente y abundante jabón el hedor seguía en mi piel. Y eso que en el proceso de bañarme mi madre sustituyó la esponja por un estropajo de esparto que de poco me arranca la piel. Aún con eso, yo seguía apestando a mierda de cerdo. El hedor se había fundido con mi piel como la tinta de un tatuaje y no había manera de sacarlo de ahí. Mi madre acabó de vestirme con la ropa recién estrenada para ir al colegio, la ropa que vestía en el incidente del muladar había quedado inservible. Yo me negué a ir. Sabía que mis compañeros de clase se meterían conmigo y harían comentarios sobre mi olor corporal. Mi madre, en un último intento por convencerme vertió un buen chorro de colonia sobre mí. De primeras el perfume se extendió por la habitación, pero al poco tiempo, el hedor se fue manifestando por encima de la colonia.
- Llegarás tarde.
- No pienso ir.
- A la escuela no vas a faltar. Así que date prisa.
- Iré cuando deje de apestar.
- Si ya casi no se te nota.
- No voy a ir…
De camino al colegio traté de apartarme de todos los que se cruzaban conmigo. Me sentía infectado. Para entrar en las aulas nos obligaban a guardar fila, ahí tuve los primeros problemas. Lo peor vino en clase. Nada más entrar, me senté detrás de mi pupitre. Enseguida los chicos que estaban sentados a mi alrededor empezaron a girar sus narices hacia mí. Yo traté de disimular, como si la cosa no fuera conmigo. Pero, poco a poco, el hedor se fue extendiendo por la totalidad del aula. Y como no, el tufo también llegó a las narices de Jacinto el malo, mi peor enemigo.
- Perejil se ha cagado encima. - dijo en alto para que todos pudieran oírlo.
Todos se rieron. Yo estaba tan avergonzado que no hice ni amago de defenderme. La señorita Nati se acercó hasta mi pupitre.
- ¿Es verdad eso?
Ni la mire. Me limite a negarlo con un gesto de cabeza.
- Perejil se ha cagado. - repitió Jacinto.
- ¡Jacinto, cállate! - ordenó la señorita Nati con tono seco.
- Si huele hasta aquí. - protestó, Jacinto, con el ceño fruncido.
- ¡Cállese!...
Jacinto se achantó en su silla. Cuando la señorita Nati dejaba de tutearte era mejor obedecer.
- … ¿Seguro que no te lo has hecho encima? Si es así dímelo, no pasa nada.
- No. No me lo he hecho encima. Lo que pasa es que el otro día me hundí en el muladar. - confesé avergonzado…
En el recreo nadie se acercó a jugar conmigo, ni siquiera Jacinto para retarme y tirarnos unas cuantas piedras. Fui a sentarme junto a la tapia. Estuve sentado allí hasta que sonó la campana y entramos, de nuevo, en clase. La señorita Nati había abierto las ventanas para airear el aula. Yo sabía que las ventanas estaban abiertas por mí, por culpa de mi hedor. Estuvieron abiertas hasta que terminó con su lección y sonó la campana para irnos a casa.
Al día siguiente me desperté con la esperanza de que el olor hubiese desaparecido, pero no. Ahí estaba, pegado a mí como un parásito hambriento. Me dije a mí mismo que no iría al colegio, que pasase lo que pasase y dijese lo que dijese mi madre yo no pisaría por allí. Había pasado mala noche, despertándome varias veces, sudando y alterado por alguna pesadilla. A consecuencia de ello me dolía la cabeza y me sentía sin fuerzas. Cuando mi madre entró en el dormitorio con el desayuno me fingí enfermo y amagué un par de tosidos roncos. Mi madre me puso la mano sobre la frente para calcular mi temperatura corporal.
- Creo que tienes fiebre. - dijo con preocupación.
Luego salió a por un termómetro. No me lo podía creer, con tan sólo dos tosidos y unas pocas muecas había conseguido engañar a mi madre. Al poco, entró con el termómetro en la mano y me lo puso debajo de la lengua. Por un momento sentí miedo de que el aparato echase atrás mis planes de quedarme en cama. Aproveché un descuido de mi madre para poner la punta del termómetro sobre la bombilla de la lámpara de la mesilla. Cuando me lo metí, de nuevo, en la boca, quemaba. Al rato, mi madre se acercó a mí, sacó el termómetro de mi boca y lo examinó a contra luz.
- ¡Dios mío! Si estás ardiendo.
Yo fingí un gesto de desaliento y carraspeé para añadir más dramatismo.
- Ayer, la señorita Nati dejó las ventanas abiertas para ventilar el aula y creo que me he resfriado. - añadí con un fingido hilillo de voz.
- ¿A quién se le ocurre dejar las ventanas abiertas, con el frío que hace?
- Ya te dije que no tenía que haber ido, pero tú no me hiciste caso.
Me miró preocupada, luego volvió a mirar el termómetro.
- Hoy te quedarás en la cama…
Casi se me escapa una sonrisa de oreja a oreja que me hubiera delatado, pero en el último momento la pude evitar gracias a otro fingido carraspeo.
- …Y mañana si no has mejorado llamamos al médico.
Me cubrí de nuevo con las mantas.
- ¿No vas a tomarte el desayuno?
- Déjalo ahí, me lo tomaré más tarde.
- Mejor que te lo tomes ahora que está caliente.
Aparté las mantas con desgana y me recosté sobre la almohada.
- Está bien. - dije con fingida resignación.
Mi madre me acercó la taza de Cola Cao y yo me la fui tomando a sorbos.
- ¿A quién se le ocurre dejar las ventanas abiertas con el frío que hace? - repitió indignada mientras salía del dormitorio agitando el termómetro para que el mercurio volviese a su sitio.
Me terminé el Cola Cao y me tapé con las mantas. Millones de veces había intentado engañarla con la misma táctica y nunca antes me había dado buenos resultados. Tal vez estuviera enfermo de verdad. A mí me daba igual, lo importante era que no tendría que pasar la misma vergüenza que el día anterior. Y aunque el hedor todavía estaba en mi piel, el calor de las mantas lo compensaba y lo hacía más llevadero. A los pocos minutos me dormí y soñé con cosas bonitas.
Dos días después, cuando regresé al colegio me enteré de que la mitad de los alumnos de mi clase estaban enfermos debido a los resfriados que cogieron cuando Doña Nati dejó abiertas las ventanas para mitigar mi hedor. Al saberlo no pude evitar una malévola sonrisa. Se había hecho justicia y mis compañeros estaban pagando con sus resfriados por las burlas vertidas sobre mí. Recuerdo que no pude dejar de sonreír en toda la mañana.
Era lunes a primera hora de la mañana. Hacia dos días que me había hundido hasta el cuello en los excrementos del muladar. A pesar de que mi madre me había bañado varias veces con agua caliente y abundante jabón el hedor seguía en mi piel. Y eso que en el proceso de bañarme mi madre sustituyó la esponja por un estropajo de esparto que de poco me arranca la piel. Aún con eso, yo seguía apestando a mierda de cerdo. El hedor se había fundido con mi piel como la tinta de un tatuaje y no había manera de sacarlo de ahí. Mi madre acabó de vestirme con la ropa recién estrenada para ir al colegio, la ropa que vestía en el incidente del muladar había quedado inservible. Yo me negué a ir. Sabía que mis compañeros de clase se meterían conmigo y harían comentarios sobre mi olor corporal. Mi madre, en un último intento por convencerme vertió un buen chorro de colonia sobre mí. De primeras el perfume se extendió por la habitación, pero al poco tiempo, el hedor se fue manifestando por encima de la colonia.
- Llegarás tarde.
- No pienso ir.
- A la escuela no vas a faltar. Así que date prisa.
- Iré cuando deje de apestar.
- Si ya casi no se te nota.
- No voy a ir…
De camino al colegio traté de apartarme de todos los que se cruzaban conmigo. Me sentía infectado. Para entrar en las aulas nos obligaban a guardar fila, ahí tuve los primeros problemas. Lo peor vino en clase. Nada más entrar, me senté detrás de mi pupitre. Enseguida los chicos que estaban sentados a mi alrededor empezaron a girar sus narices hacia mí. Yo traté de disimular, como si la cosa no fuera conmigo. Pero, poco a poco, el hedor se fue extendiendo por la totalidad del aula. Y como no, el tufo también llegó a las narices de Jacinto el malo, mi peor enemigo.
- Perejil se ha cagado encima. - dijo en alto para que todos pudieran oírlo.
Todos se rieron. Yo estaba tan avergonzado que no hice ni amago de defenderme. La señorita Nati se acercó hasta mi pupitre.
- ¿Es verdad eso?
Ni la mire. Me limite a negarlo con un gesto de cabeza.
- Perejil se ha cagado. - repitió Jacinto.
- ¡Jacinto, cállate! - ordenó la señorita Nati con tono seco.
- Si huele hasta aquí. - protestó, Jacinto, con el ceño fruncido.
- ¡Cállese!...
Jacinto se achantó en su silla. Cuando la señorita Nati dejaba de tutearte era mejor obedecer.
- … ¿Seguro que no te lo has hecho encima? Si es así dímelo, no pasa nada.
- No. No me lo he hecho encima. Lo que pasa es que el otro día me hundí en el muladar. - confesé avergonzado…
En el recreo nadie se acercó a jugar conmigo, ni siquiera Jacinto para retarme y tirarnos unas cuantas piedras. Fui a sentarme junto a la tapia. Estuve sentado allí hasta que sonó la campana y entramos, de nuevo, en clase. La señorita Nati había abierto las ventanas para airear el aula. Yo sabía que las ventanas estaban abiertas por mí, por culpa de mi hedor. Estuvieron abiertas hasta que terminó con su lección y sonó la campana para irnos a casa.
Al día siguiente me desperté con la esperanza de que el olor hubiese desaparecido, pero no. Ahí estaba, pegado a mí como un parásito hambriento. Me dije a mí mismo que no iría al colegio, que pasase lo que pasase y dijese lo que dijese mi madre yo no pisaría por allí. Había pasado mala noche, despertándome varias veces, sudando y alterado por alguna pesadilla. A consecuencia de ello me dolía la cabeza y me sentía sin fuerzas. Cuando mi madre entró en el dormitorio con el desayuno me fingí enfermo y amagué un par de tosidos roncos. Mi madre me puso la mano sobre la frente para calcular mi temperatura corporal.
- Creo que tienes fiebre. - dijo con preocupación.
Luego salió a por un termómetro. No me lo podía creer, con tan sólo dos tosidos y unas pocas muecas había conseguido engañar a mi madre. Al poco, entró con el termómetro en la mano y me lo puso debajo de la lengua. Por un momento sentí miedo de que el aparato echase atrás mis planes de quedarme en cama. Aproveché un descuido de mi madre para poner la punta del termómetro sobre la bombilla de la lámpara de la mesilla. Cuando me lo metí, de nuevo, en la boca, quemaba. Al rato, mi madre se acercó a mí, sacó el termómetro de mi boca y lo examinó a contra luz.
- ¡Dios mío! Si estás ardiendo.
Yo fingí un gesto de desaliento y carraspeé para añadir más dramatismo.
- Ayer, la señorita Nati dejó las ventanas abiertas para ventilar el aula y creo que me he resfriado. - añadí con un fingido hilillo de voz.
- ¿A quién se le ocurre dejar las ventanas abiertas, con el frío que hace?
- Ya te dije que no tenía que haber ido, pero tú no me hiciste caso.
Me miró preocupada, luego volvió a mirar el termómetro.
- Hoy te quedarás en la cama…
Casi se me escapa una sonrisa de oreja a oreja que me hubiera delatado, pero en el último momento la pude evitar gracias a otro fingido carraspeo.
- …Y mañana si no has mejorado llamamos al médico.
Me cubrí de nuevo con las mantas.
- ¿No vas a tomarte el desayuno?
- Déjalo ahí, me lo tomaré más tarde.
- Mejor que te lo tomes ahora que está caliente.
Aparté las mantas con desgana y me recosté sobre la almohada.
- Está bien. - dije con fingida resignación.
Mi madre me acercó la taza de Cola Cao y yo me la fui tomando a sorbos.
- ¿A quién se le ocurre dejar las ventanas abiertas con el frío que hace? - repitió indignada mientras salía del dormitorio agitando el termómetro para que el mercurio volviese a su sitio.
Me terminé el Cola Cao y me tapé con las mantas. Millones de veces había intentado engañarla con la misma táctica y nunca antes me había dado buenos resultados. Tal vez estuviera enfermo de verdad. A mí me daba igual, lo importante era que no tendría que pasar la misma vergüenza que el día anterior. Y aunque el hedor todavía estaba en mi piel, el calor de las mantas lo compensaba y lo hacía más llevadero. A los pocos minutos me dormí y soñé con cosas bonitas.
Dos días después, cuando regresé al colegio me enteré de que la mitad de los alumnos de mi clase estaban enfermos debido a los resfriados que cogieron cuando Doña Nati dejó abiertas las ventanas para mitigar mi hedor. Al saberlo no pude evitar una malévola sonrisa. Se había hecho justicia y mis compañeros estaban pagando con sus resfriados por las burlas vertidas sobre mí. Recuerdo que no pude dejar de sonreír en toda la mañana.
Qué de cosas nos pasan cuando somos niños, todas aventuras increíbles en nuestras inocentes mentes. Disfruté el relato. Siempre resulta un placer venir a tu casa.
ResponderEliminarUn abrazo.
Buen relato, Pepe. Y mis ánimos para David.
ResponderEliminarAbrazos.
Muy bueno.
ResponderEliminarLeí el relato de cuando se cayó jugando con sus amigos. Las historias nunca terminan. Son infinitas. Eso es lo bueno.
Un besazo, Pepe, y otro para David. Que se mejore.
Creo que no ha salido el comentario que escribí anoche jeje.
ResponderEliminarBuen relato y mis ánimos a David.
Un abrazo.
muy bueno el relato amigo, pero sobre todo me quedo con tu detalle para david, que anda muy jodido, la verdad pepe que hoy me uno a ti en echarle un cable moral a david colgando algo de él en mi blog, abrazos tío.
ResponderEliminarPrecioso relato. En realidad sus compañeros estarían contentos por caer enfermos y librarse de clases.
ResponderEliminarAbrazo.
P.D. en adelante tendré más tiempo para seguirte(como ya sabes), el guión ya lo leeré en otra ocasión, que tengo muchos proyectos y se me acumula el chollo, aunque me parece muy interesante, yo tengo tb un par de ellos, si tengo tiempo los arreglo y te los mando a ver qué me aconsejas.