viernes, 7 de mayo de 2010

RELATO DE VOLTIOS

(Foto de Voltios)

llenar la nevera

Totalmente acojonado. Así se encontraba Ahmed en ese momento y durante los últimos veinte minutos.
Allanar el camino y dar con la presa adecuada no le fue fácil, pero menos aún seguirla hasta dar con el lugar y el momento exacto en el que iba a disputarse una prórroga, lo suficientemente arriesgada, como para salir ileso.

Caminaba despacio, titubeando a la hora de colocar los pies y la garrota sobre los adoquines de la acera. Ahmed no quitaba ojo al bolso negro que le colgaba del hombro a la anciana. Le zumbaban los oídos, se le nublaba la vista. Sabía reconocer, de sobra, los signos de la ansiedad. Los dedos de las manos bailaban dentro de los bolsillos de su pantalón gastado presa de los nervios.

Sonó el pitido, el del árbitro que marca el inicio de la prórroga. Aprovechó el instante, el momento en el que la mujer sacó un pañuelo de tela para sonarse los mocos.
La patata le iba a reventar, quería salir por la boca y las arcadas que pretendían apropiarse de él, le cosquilleaban en la garganta.

Calculó mal. Al notar el tirón, la anciana, con una fuerza inusual en una persona de su edad, acercó el bolso más hacia sí, apoyando la espalda contra la pared.
Le temblaban las piernas. ¿Qué coño iba a hacer ahora? Los brazos de carne gelatinosa se aferraban con fuerza al objeto del deseo. De pronto empezó a aullar, a pedir auxilio. No tuvo remedio. Cerró el puño con toda su fuerza y la golpeó violentamente en la boca. Fue un acto reflejo, más que nada para que dejase de gritar. La anciana perdió la conciencia tras recibir el trancazo. Ahmed, con la adrenalina supurando, trincó el bolso de cualquier modo y emprendió la huida, dejando atrás, de cualquiera manera, sin atención, como una marioneta a la que le han cortado los hilos de un tijeretazo, aquel cuerpo decrépito.

Trataba de recuperar fuelle, doblado sobre sí, con las manos en las rodillas, en la oscuridad del portal. Todavía notaba las palpitaciones en las sienes, con menos fuerza, pero ahí seguían.
Se sentó en el primer escalón e inició el recuento del botín: un paquete de kleenex, el estuche manoseado de unas gafas, estampitas de santos y vírgenes, un bolígrafo, una barra de labios casi consumida y un monedero con fotos de carné y doscientos treinta euros. Joder. ¡Doscientos treinta euros! Esbozó una sonrisa. ¿Dónde cojones iría la anciana con tanta pasta? Daba igual. La cuestión es que estaba en su poder.

Vivía en la última planta de un viejo bloque de cuatro alturas. Sin ascensor. Trepó, asiéndose a la barandilla hasta su casa.
Lo primero que hizo al entrar fue buscar a su hermana pequeña, con cuatro años, jugaba en el suelo de un cuarto con muñecas decapitadas y piezas de algún rompecabezas. Acarició su cabeza sin borrar la sonrisa triunfal de su rostro.
Le llamaron desde el otro extremo del pasillo. Su madre. Acudió con paso firme y decidido haciendo una entrada gloriosa con la presa bajo el brazo.

-¿De dónde vienes Ahmed?- agitada por los escalofríos, los labios amoratados y la alta fiebre.

- Un trabajo, madre- mintió.

En ese instante se percató, tarde, de que no se había deshecho del puto bolso para quedarse solo con el dinero. Demasiado tarde.

- ¿Y ese bolso?- tratando de salir bajo el peso de tres mantas para amonestar a su hijo.

- Lo encontré- volvió a mentir.

No era tonta, sabía la procedencia. Y él, Ahmed, sabía que resultaba imposible tomarla el pelo.

- Son doscientos treinta euros, madre- trató de explicar-. Dinero de sobra para comprar medicación y llenar la nevera.

En vista de que no podía incorporarse, débil como estaba, se sentó en el parcheado sofá. Los ojos se le inyectaron de furia, de mal genio.

- ¿Así os educó tu padre?- chilló-. ¿Así os he educado yo?- volvió a interrogar.

-Pero...- balbuceó Ahmed.

- Nada de peros- le cortó tajantemente-. ¡Oh, Karim, Karim, esposo mío!, ¿porqué él no ha de seguir tu ejemplo?- mirando al cielo.

Trató de esconder las manos y el bolso en la espalda. Apartarlos de la mirada de ella y así disminuir su enojo.

- Tu padre era un santo, y jamás, me oyes, jamás robó para llenarnos la nevera- hizo una pausa-, o para conseguir mi medicina, hijo mío.

- No madre, no robó. Y te llenaré la nevera, y te compraré tus pastillas cuando cumpla los dieciseis años- se paró, pensando en lo que iba a decir-. Pero nunca me pondré, en la cintura, bombas, con excusas que no entiendo, para dejar huérfanos a mis hijos.


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