Dedicado a Adriana Bañares
ESPERANDO LAS VACACIONES
Mi madre y mis dos hermanas se habían ido a Guijuelo a pasar unos días con la familia. Mi padre y yo teníamos que trabajar y no disfrutaríamos de las vacaciones hasta tres semanas después. Así que tuvimos que quedarnos en Logroño, trabajando. Ambos trabajábamos en la misma empresa: SIMAGO. Mi padre atendía el mostrador de la carnicería mientras que yo estaba en la sala de despiece. Era un trabajo asqueroso, el mío. Todo el día entre carne sangrante y vísceras. No estoy diciendo que la labor que desempeñaba mi padre fuera mejor, él también tenía que aguantar lo suyo. Estar cara al público no es tarea fácil. Tener que aguantar durante ocho horas al día a todo tipo de clientes es durísimo: No me cortes los filetes tan finos. Ahora córtamelos más finos. No me pongas de esa pieza, ponme de esa otra… Pero mi padre había sido toda la vida carnicero y sabía cómo tener contenta a la clientela. Yo, sin embargo, odiaba todo lo que tuviera que ver con esa mierda de trabajo. A mí lo que realmente me gustaba era el teatro. Quería ser actor a toda costa, pero según mis progenitores esa no era una profesión con futuro. Como aún vivía en su casa me veía obligado a acatar sus decisiones, por eso no me quedó otro remedio que dedicar ocho horas al día, durante cinco días a la semana, a despiezar, a hacer carne picada, hamburguesas, salchichas, chorizos, descargar cuartos de ternera, etc. Puede que así dicho no suene tan duro, pero lo era. Por ejemplo, para hacer la masa de las hamburguesas había que remover grandes cantidades de carne picada y huevos con las manos. La carne estaba tan fría por haber estado en la cámara frigorífica que al cabo de unos minutos las manos empezaban a dolerte porque estaban al borde de la congelación. Lo peor no era eso, lo peor venía después, cuando terminabas la tarea y las manos poco a poco recuperaban la temperatura normal. Era entonces cuando el dolor llegaba a su máximo apogeo. Te salían sabañones y los dedos se te hinchaban hasta el punto que parecía que iban a explotar. Otro ejemplo, un cuarto de ternera viene a pesar unos setenta kilos, lo que yo pesaba por aquel entonces. Descargarlo de un camión y llevarlo hasta la cámara frigorífica era una verdadera tortura, primero por su peso, segundo porque tenías que cargártelo al hombro pingándote de sangre y grasa. Era realmente duro y asqueroso. Luego estaban los cortes descomunales que te dabas con los afiladísimos cuchillos. En medio año yo me había acuchillado el muslo derecho. Tuvieron que darme cinco puntos de sutura por dentro del corte y otros cinco para cerrar la herida. También tuvieron que coserme un corte en un brazo: tres puntos. Y en varios dedos: trece puntos. Eso hace un total de veintiséis puntos de sutura. Los médicos de la compañía que tenía contratada la empresa bromeaban conmigo cuando me veían llegar y decían: ¿Qué vienes a ponerte o a quitarte puntos? Un trabajo de mierda sin lugar a dudas.
El caso es que ese verano mi padre y yo nos quedamos solos en casa. Lo estábamos llevando bien hasta aquél día.
A medio día salimos del trabajo para ir a comer. Por el camino me di cuenta de que mi padre estaba de mal humor. Supuse que León, el encargado, que era un borde, todo hay que decirlo, le había tocado los cojones más de lo habitual. O simplemente hacía demasiado calor, o talvez tuviera un mal día, en todo caso mi padre estaba malhumorado. Llegamos a casa y yo me fui directamente a la cocina mientras él se iba al salón. Por mutuo acuerdo habíamos decidido que yo me ocuparía de cocinar y él de fregar. Así lo habíamos hecho durante los cinco días que llevábamos solos. Opté por unas ensaladas como entrantes y macarrones con carne picada y tomate de primer plato. Algo de fruta y un café completarían el menú. Enchufé el radiocasete y metí una cinta de Pink Floyd. Me puse manos a la obra. Al poco entró mi padre.
- Con esa música de mierda no puedo escuchar la tele – dijo.
- La música está al volumen de siempre – dije.
- Te he dicho que lo bajes.
- Papá, si estás cabreado no la pagues conmigo.
- No estoy cabreado.
- Pues no lo parece.
- ¿Vas a bajar el volumen?
La pregunta era más bien una amenaza encubierta. Eso me cabreó. Aun así, conseguí controlarme y bajé el volumen de la música. Mi padre salió de la cocina sin pronunciar palabra y se dirigió al salón. Oí cómo subió el volumen del televisor, así que creí justo subir un poco el del radiocasete. Al momento mi padre se personó en la cocina.
- ¡Mecagoendiosla! No juegues conmigo – me amenazó.
- Se escucha más la tele que la música – protesté.
- Baja de una puta vez la música.
- La bajaré cuando tú bajes el volumen de la tele.
Supongo que mi padre no estaba para contestaciones. Cogió el cable del radiocasete y tiró con rabia de él. El enchufe se soltó y la música dejó de sonar. Sentí un fogonazo de calor en la nuca y una voz que me decía: Rómpele los dientes de un cabezazo. Hice oídos sordos a la voz y tragué saliva. Cogí el enchufe y lo enchufé. La música volvió a salir por el altavoz.
- No me provoques – gritó.
- Eres tú el que viene provocando. Yo estaba tan tranquilo haciendo la comida – grité.
- O quitas la música o la quito yo.
- La música se queda como está.
Hizo amago de volver a coger el cable pero yo le intercepté la mano y se la sujeté con fuerza. Mi padre hizo más fuerza y aquello se convirtió en una especie de pulso. Los dos estábamos rojos de ira y nos esforzamos al máximo por demostrar al otro quién era más fuerte. Estaba a punto de doblegarle cuando, con su mano libre, me lanzó un directo al mentón. Lo vi venir e intenté esquivarlo. Su puño impactó en mi oreja. Era la primera vez que mi padre me ponía la mano encima. El dolor me nubló el sentido y reaccioné violentamente. Conseguí pasarle el brazo por encima del cuello, lo cerré a su alrededor y presioné con todas mis fuerzas. Giré el hombro hacia delante flexionando las rodillas obligando a mi padre a caer al suelo.
- ¿Y ahora qué? Eh, cabrón – le dije sin soltarle del cuello.
Mi padre se revolvió intentando zafarse de la llave con la que le tenía sometido. Apreté más, cortando por completo la entrada de aire en sus pulmones. Le vi ponerse rojo y patalear. Le vi abrir los ojos hasta que casi se le salieron de las órbitas. Seguí apretando.
- Ya… vale – consiguió decir a duras penas.
- ¿Vas a dejar de tocarme los cojones?
- Sí.
Le solté y di un paso atrás, preparándome para atacar de nuevo si fuera necesario. Mi padre se quedó en el suelo, recuperando el aire, derrotado. Yo, su hijo de diez y nueve años, le había destronado. Yo era el más fuerte.
® pepe pereza
Duro.
ResponderEliminarMe recordó cosas.
Me dolió.
Me gusta la letra que hace sentir.
Que revuelve.
Un abrazo, Pepe!
Ay, Pepe. Que hace poco que he comido… Con tanto punto dentro y fuera…
ResponderEliminarHe visto en este relato algunas cosas que considero muy ciertas. Las peleas de gallos. Aunque sean entre padre e hijo. He tenido cuatro hermanos (aunque no llegaba la sangre al río).
Muy bueno.
Un beso.
un placer leerte siempre, Pepe... fluyes mientras remueves... acojonante. abrazo.
ResponderEliminargracias a las dos.
ResponderEliminarbesazos
Xen, amigo, que bueno saberte por aquí. Gracias tío, tengo buenos maestro de los que aprendo, tú eres uno de ellos.
ResponderEliminarUn abrazo inmenso.
La ostia, colega. La ostia.
ResponderEliminarabrazo