miércoles, 30 de junio de 2010

LA CONJURA DE LOS NECIOS de JOHN KENNEDY TOOLE


Así empieza LA CONJURA DE LOS NECIOS de John Kennedy Toole
UNO
Una gorra de cazador verde apretaba la cima de una cabeza que era como un globo carnoso. Las orejeras verdes, llenas de unas grandes orejas y pelo sin cortar y de las finas cerdas que brotaban de las mismas orejas, sobresalían a ambos lados como señales de giro que indicasen dos direcciones a la vez. Los labios, gordos y bembones, brotaban protuberantes bajo el tupido bigote negro y se hundían en sus comisuras, en plieguecitos llenos de reproche y de restos de patatas fritas. En la sombra, bajo la visera verde de la gorra, los altaneros ojos azules y amarillos de Ignatius J. Reilly miraban a las demás personas que esperaban bajo el reloj junto a los grandes almacenes D. H. Holmes, estudiando a la multitud en busca de signos de mal gusto en el vestir.
Ignatius percibió que algunos atuendos eran lo bastante nuevos y lo bastante caros como para ser considerados sin duda ofensas al buen gusto y la decencia. La posesión de algo nuevo o caro sólo reflejaba la falta de teología y de geometría de una persona. Podía proyectar incluso dudas sobre el alma misma del sujeto.
Ignatius vestía, por su parte, de un modo cómodo y razonable. La gorra de cazador le protegía contra los enfriamientos de cabeza. Los voluminosos pantalones de tweed eran muy duraderos y permitían una locomoción
inusitadamente libre. Sus pliegues y rincones contenían pequeñas bolsas de
aire rancio y cálido que a él le complacían muchísimo. La sencilla camisa de franela hacía innecesaria la chaqueta, mientras que la bufanda protegía la piel que quedaba expuesta al aire entre las orejeras y el cuello. Era un atuendo aceptable, según todas las normas teológicas y geométricas, aunque resultase algo abstruso, y sugería una rica vida interior.
Cambiando el peso del cuerpo de una cadera a otra a su modo pesado y
elefantíaco, Ignatius desplazó oleadas de carne que se ondularon bajo el tweed y la franela, olas que rompieron contra botones y costuras. Una vez redistribuido el peso de este modo) consideró el gran rato que llevaba esperando a su madre. Consideró en especial el desasosiego que estaba empezando a sentir. Parecía que todo su ser estuviera a punto de estallar, desde las hinchadas botas de ante, y, como para verificarlo, Ignatius desvió sus ojos singulares hacia los pies. Los pies parecían hinchados, desde luego.
Estaba decidido a ofrecer la visión de aquellas botas hinchadas a su madre como prueba de la desconsideración con que le trataba. Al alzar la vista, vio que el sol empezaba a descender sobre el Mississippi al fondo de la Calle Canal. El reloj de Holmes marcaba casi las cinco. Ignatius estaba puliendo ya unas cuantas acusaciones cuidadosamente estructuradas, destinadas a inducir a su madre al arrepentimiento o, por lo menos, a la confusión. Tenía que mantenerla en su sitio.
Su madre le había llevado al centro en el viejo PIymouth, y mientras ella iba a ver al médico por su artritis, Ignatius había comprado en Werlein's
unas partituras musicales para su trompeta y una cuerda nueva para el laúd.
Luego, había entrado en la sala de juegos de la Calle Royal para ver si habían instalado alguna máquina nueva. Le decepcionó el que hubiera desaparecido la máquina de béisbol. Quizá la estuvieran reparando. La última vez que jugó con ella, el bateador no funcionaba y, tras cierta discusión, el encargado le había devuelto el dinero, pero los clientes habían sido tan ruines como para comentar que la había roto el propio Ignatius a patadas.
Concentrándose en el destino de la máquina de béisbol en miniatura,
Ignatius apartaba su ser de la realidad material de la Calle Canal y de la gente que le rodeaba, por lo que no advirtió los dos ojos que le observaban
ávidamente desde detrás de una de las columnas de D. H. Holmes, dos ojos
tristes en los que brillaban la esperanza y la ansiedad.
¿Sería posible reparar aquella máquina en Nueva Orleans?
Probablemente sí. Sin embargo, quizá la hubieran enviado a un lugar como
Milwaukee o Chicago o alguna otra ciudad cuyo nombre asociaba Ignatius
con eficientes talleres de reparación y fábricas siempre humeantes. Ignatius
esperaba que tratasen con el cuidado debido aquel juego de béisbol en el
transporte, de modo que ninguno de sus pequeños jugadores se esportillase o se lisiase por la brutalidad de unos empleados ferroviarios decididos a hundir para siempre al ferrocarril con las reclamaciones por daños de los expedidores, ferroviarios que posteriormente se declararían en huelga y destruirían la estación central de Illinois.
Mientras Ignatius consideraba el placer que aquel pequeño juego de béisbol proporcionaba a la humanidad, los dos ojos tristes y ávidos avanzaron hacia él entre la multitud como torpedos dirigidos n un petrolero grande y lanudo. El policía dio un tirón a la bolsa de papel de partituras de Ignatius.
__¿Tiene usted algún documento de identificación, señor? —preguntó el policía, en un tono de voz que indicaba que tenía la esperanza de que Ignatius fuese oficialmente inidentificable.
—¿Qué? —Ignatius bajó la vista hacia la enseña de la gorra azul—.
¿Quién es usted?
—Enséñeme su carnet de conducir.
—Yo no conduzco. ¿Sería usted tan amable de largarse? Estoy esperando a mi madre.
—¿Qué es lo que cuelga de esa bolsa?
—¿Qué cree usted que va a ser, imbécil? Una cuerda para mi laúd,
—¿Qué es eso? —el policía retrocedió un poco—. ¿Es usted de la ciudad?
—¿Acaso la tarea del departamento de policía es acosarme a mí cuando esta ciudad es la desvergonzada capital del vicio del mundo civilizado? — atronó Ignatius, por encima del gentío que había írente a los grandes almacenes—. Esta ciudad es famosa por sus jugadores, prostitutas, exhibicionistas, anticristos, alcohólicos, sodomitas, drogadictos, fetichistas,
onanistas, pornógrafos, estafadores, mujerzuelas, por la gente que tira la
basura a la calle, por sus lesbianas... gentes todas que viven en la impunidad mediante sobornos. Si tiene usted un momento, estoy dispuesto a discutir con usted el problema de la delincuencia; pero no cometa el error de fastidiarme a mí.
El policía agarró a Ignatius por el brazo pero fue agredido en la gorra con las partituras musicales. La cuerda colgante del laúd le dio en la oreja.
—Eh —protestó el policía.
—¡Toma eso! —gritó Ignatius, percibiendo que estaba empezando a formarse un círculo de compradores interesados.
Dentro del D. H. Holmes, la señora Reilly estaba en el departamento de
bollería, el pecho maternal apoyado en una vitrina que contenía almendrados.
Uno de sus dedos, gastado de frotar tantos años los gigantescos y amarillentos calzoncillos de su hijo, tamborileó en la vitrina para llamar la atención de la vendedora.

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