sábado, 31 de julio de 2010

RELATO

EL LOCO
Chano tenía atemorizados a los chavales del barrio. Poseía la fea costumbre de ir mordiendo las esquinas de los edificios. Esa singularidad le originó el mote del “Muerdesquinas”. Chano era un poco más lento de lo normal a la hora de hacer funcionar sus neuronas. En compensación, la naturaleza le había dotado de gran estatura y corpulencia, motivo de más para que los chavales le temiesen. Chano no tenía amigos, así que siempre andaba deambulando solo de un lado para otro, mordisqueando las esquinas. Un día, unos jóvenes acorralaron a un perro con la intención de atarle al rabo unas cuantas latas vacías. Chano los sorprendió. Cogió al perro y sin más le arreó un mordisco en el cuello. El pobre perro lanzó mordiscos al viento en un intento desesperado por zafarse. Los jóvenes quedaron petrificados con la salvaje y desproporcionada reacción de Chano. Si hubieran tenido una brizna de valor hubiesen salido corriendo, pero el estupor les mantenía con los pies clavados al suelo con los ojos desorbitados. De pronto, Chano soltó al perro y cayó fulminado. Empezó a convulsionarse, se mordió la lengua y su propia sangre tiñó de rojo los espumarajos de su boca. El perro, a la que se vió libre, corrió como alma que lleva el diablo seguido de cerca por los aterrados chavales. Ese mismo día Chano fue ingresado en una clínica mental. Pasó más de un mes antes de que se le volviera a ver mordiendo las esquinas del barrio. Durante ese mes los chavales relataron una y otra vez el suceso del perro. Lo exageraron, añadieron partes de su propia cosecha. Hasta el punto que se llegó a oír que Chano tenía la rabia. Decían que si tenías la mala folla de que te mordiera te la contagiaba y te convertías, sin remedio, en un licántropo. De ahí pasaron a increpar a su familia. Se especulaba con que todos eran malvados asesinos que mataban y cocinaban a sus victimas para luego comérselas. Por eso Chano mordía las esquinas, decían, para afilarse los dientes y así poder devorar mejor a todos los ingratos que caían en sus zarpas y en las de su familia. Sin embargo los familiares de Chano estaban muy lejos de ser asesinos y caníbales. Eran chatarreros. Por eso resultaba bastante habitual ver a su padre tirando de un desnutrido mulo que a su vez tiraba de un carro cargado con somieres oxidados, rollos de alambre vieja, bidones vacíos y algún mueble rescatado. Algunas veces Chano intentaba ayudar a su progenitor en la recogida de chatarra, pero con su talante distraído y su poca pericia más que ayudar retrasaba y terminaba siendo una carga. Que se supiese, Chano nunca fue al colegio. Seguramente porque habría necesitado un centro especializado. Eso le daba todo el tiempo del mundo para deambular por ahí sin saber muy bien qué hacer. En su cabeza solo había confusión. Esa confusión era la que le llevaba a morder esquinas. Las mordía para no tener que morder a un perro, o un niño, o una mujer. La rabia que le producía su incapacidad para relacionarse con sus semejantes era tal que mordía los ladrillos hasta que le sangraban las encías. Llevado por esa misma rabia una mañana se bebió media botella de lejía. La ambulancia llegó al barrio. Cargaron a Chano y se lo llevaron al hospital. Todos comentaron el incidente y los rumores corrieron de puerta en puerta. Se hicieron apuestas. Iba a palmarla o por el contrario: mala hierba nunca muere. Ganaron los que apostaron por el refrán. A las pocas semanas Chano regresó al barrio. Eso sí, más pálido y delgado. Se notaba que las había pasado canutas. Poco a poco, se fue recuperando. Era de constitución fuerte. A los tres días ya estaba dando que hablar con una nueva locura. Toreaba los coches que pasaban por una concurrida carretera que atravesaba en diagonal la vecindad. Chano se quitaba la camisa, saltaba en medio de la calzada y recibía a los coches con arriesgados pases de pecho, naturales, e incluso alguna que otra chicuelina. Chano se crecía ante los olés de la chavalería congregada en las aceras. Clavaba las rodillas en el suelo y esperaba la embestida del siguiente vehículo. Los conductores le pitaban sacando sus cabezas por la ventanilla para insultarle. Por el contrario los chavales le aplaudían y vitoreaban estimulando su valentía. Él, por no defraudarles, se superaba en cada faena. Por primera vez en su vida sentía que había una especie de conexión entre los chávales y él. Eso le reconfortaba por encima de cualquier otro hecho. Ese apoyo era más que suficiente para arriesgar su vida esquivando en el último instante a coches, autobuses e incluso camiones. Un día tras otro los chavales acudían a ver torear al “Muerdesquinas”. Él, para no decepcionar a un público tan fiel y entusiasta, se acercaba más y más a los coches. Poniendo en serio riesgo su vida. Provocando fuertes frenazos e insultos. En un par de ocasiones se formó tal atasco que tuvo que venir la policía. Ambas veces la familia se vio obligada a pagar la multa. Entonces el padre se quitaba el cinturón y perseguía a su hijo por todo el barrio a correazos. Al día siguiente Chano volvía a quitarse la camisa para saltar al tráfico. Siempre animado y vitoreado por la chavalería, que día a día se iba multiplicando. Eran más de cincuenta los que aplaudían aquel día. Chano nunca antes había tenido un público tan numeroso, y claro, estaba pletórico. Como siempre quiso acercarse más, pero en esta ocasión el conductor del camión había bebido. Se lo llevó por delante. El golpe lo mando volando contra una afilada esquina, una de sus favoritas. Ese día la esquina se vengó de todos los mordiscos recibidos abriéndole el cráneo y desparramando sus sesos por el suelo. Nadie culpó al camionero.
Desde entonces, cuando los chavales se aburren y no saben a que jugar, rememoran las antiguas locuras de Chano. Se las cuentan unos a otros, exagerándolas e inventando cosas que nunca pasaron.


® pepe pereza

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