A aquella mujer, la proposición de la amante con la que se había encontrado aquella noche, la dejó atónita: “sólo quiero dormir contigo”. En un principio, pensó que bromeaba, pues no es normal que alguien a quien acabas de conocer te invite a su casa sólo para dormir; tampoco era un delirio de borracha, porque no había probado ni una gota de alcohol. En la habitación, se estableció un incómodo silencio entre ambas. La sorprendida la escudriñaba con evidente desconfianza: la otra mujer iba en serio. Se sintió, al escuchar esas palabras, un poco decepcionada: si accedió a acompañar a aquella atractiva mujer a su casa era para una prometedora sesión de sexo. Y realmente, era una pena que sus deseos se truncaran, pues lo que le apetecía era pasar un rato agradable de besos y caricias, y no acceder al ñoño capricho de una tía rara. Y como la idea de compartir cama con una paranoica no le hacía mucha gracia, agarró el abrigo, el bolso y se dio la vuelta, pero la desconocida se adelantó a sus movimientos, y se interpuso entre ella y la puerta, y le suplicó: “por favor, no te vayas, quédate, quédate a dormir conmigo”. La extrañada, muda, no se movió, y permitió que la amante se explicara. “Creo que no te estoy pidiendo mucho, por favor. No me dejes sola”. Parecía honesta, pero aquella situación era bizarra; la aludida, al final, suspiró y accedió, desganada, a la petición de acompañarla a dormir: por otro lado, pensó que, a lo mejor, horas más tarde, se reavivaría la excitación con el roce de las pieles y así, la mujer extraña accedería al sexo. Ambas se desnudaron, se escondieron bajo las sábanas; la amante, de improviso, se abrazó al cuerpo de la desconcertada, que se dejó hacer. Al final, la dueña del apartamento se quedó profundamente dormida; la compañera de cama, atosigada por los brazos que le rodeaban, y resignada a la imposibilidad de follar, sigilosa, se vistió y se marchó. A las seis de la madrugada, la mujer de la cama sintió frío, abrió los ojos: nadie a su lado. Se incorporó. Se llevó las manos a la nuca, se mordió los labios. Otra vez la soledad. No ocurrió nada, pero le reconcomía un sentimiento de culpabilidad inexplicable. Miró la mesita de noche. Angustia. Encendió la lamparita. Levantó, temblorosa, el marco de la foto con la imagen del leal amor de su vida, aquel que le arrebató el coche de un borracho hace años. No aguantó más, y estalló en llanto: otra vez la mala conciencia por un pecado ausente. Porque, realmente, sólo quería volver a recordar lo que era sentir el calor de alguien al dormir a su lado.
©Ana Patricia Moya
©Ana Patricia Moya
Tu relato tiene varios ingredientes, sexo prohibido, pero sobre todo de soledad de dolor.
ResponderEliminarUn saludo.
Ay anita tan real y cruda que se hace tierna, gracias
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