Se conocía aquella puerta de memoria, sus pliegues, formas, apliques y colores. Había pasado meses observándola desde su ventana. Era la puerta de entrada al edificio de enfrente, donde vivía ella. Su amor. La había visto entrar y salir mil veces por esa puerta. Vigilar la puerta se convirtió en una obsesión...
No le convenció lo que acababa de escribir y lo borró. Se encendió un cigarro y buscó otro argumento. Quería algo cotidiano, algo con lo que el lector se identificase. Empezó a teclear.
Sacó la ropa de la lavadora y vio con estupor que los colores se habían mezclado unos con otros. Eso no era lo peor, las prendas habían encogido. Toda la colada había quedado inservible...
Paró de teclear para leer lo escrito. Una vez que leído borró el bloque de palabras y empezó de nuevo.
Se estaban follando a través del teléfono. Aquello era sexo con palabras, de sus bocas salían sus más íntimos deseos. El único estimulo era el sonido de sus voces. Sus sexos estaban húmedos y lubrificados...
Se atascó con el argumento y pulsó la tecla de suprimir. Le dolía la cabeza, hacia horas que estaba delante de la pantalla del ordenador y la hoja en blanco seguía desafiándole.
Hacía muchísimo frío. Estaban en pleno invierno...
Borró.
El dolor de cabeza era insoportable. Dejó el ordenador para tomarse una aspirina y desentumecer los músculos. Al rato ya estaba frente a la pantalla dispuesto a teclear hasta que de sus dedos saliese humo.
Eran las nueve de la mañana cuando ella llamó a su timbre. Él estaba durmiendo y que le despertasen a aquella hora no le sentó muy bien. Se levantó de la cama furioso, su cabreo se incrementó al abrir la puerta y ver que era ella. Hacía semanas que habían cortado y no comprendía qué hacía allí. La miró enfadado y sin dirigirle la palabra regresó a la cama. Ella cerró la puerta y le siguió hasta el dormitorio. Cuando entró él ya se había metido en la cama. Ella le ofreció un sobre. Él lo cogió y leyó. No entendió el contenido de aquel extraño papel. Ella le aclaró que era un test de embarazo y recalcó que además era positivo. Jamás en su vida se sintió tan confundido....
Revisó sus palabras. Hizo un gesto de aprobación y siguió escribiendo.
...La miró directamente a los ojos buscando la clave, la pista que revelase la broma. Al contrario, en ella sólo había miedo y confusión. Aquello era suficiente, no necesitó más.
- ¿Qué vamos hacer?
- Abortar.- respondió ella...
Leyó. Y borró con rabia los renglones que acababa de escribir. Estaba claro que no era su día. Pensó que la historia de la ropa desteñida no estaba tan mal.
Cuando vio toda esa ropa desteñida estuvo a punto de sufrir un ataque de ira...
No, no quería escribir sobre ropa. De pronto el tema le parecía aburrido. Borró. Tenía que encontrar algo tipo: por qué van las mujeres juntas al lavabo, o, a qué se debe su enfado cuando alguien deja la tapa del retrete levantada. Esos eran temas cotidianos, cualquiera que hubiese vivido en pareja se podía identificar con ellos. La aspirina todavía no había hecho efecto y el dolor de cabeza seguía molestándole. Se sentía derrotado. Llevaba horas pegado al teclado y todavía se enfrentaba a una hoja en blanco. Sin duda era desesperante. Quiso peleárselo un poco más:
Nunca le gustó ir cogidos de la mano por la calle, le hacía sentirse cursi y prisionero a la vez. Al rato las manos empiezan a sudar y es muy desagradable...
El principio le pareció bien. Hizo una pausa para ir a mear. De vuelta continuó con el relato.
...Cuando veía a otras parejas en actitud cariñosa no podía evitar pensar que eran unos mamarrachos y unos sensibleros. Las caricias estaban bien de puertas para dentro, pero eso de ir exhibiendo públicamente su amor no le gustaba.
Caminaron. Estaba harto de pasear y de que ella no le soltara la mano. Él se resignaba y cedía su parcela de libertad intentando no agobiarse demasiado. Las tardes de domingo siempre eran aburridas y grises, se trataba de pasarlas de la mejor manera posible. Hacía una hora que habían salido del cine de ver una película bastante mala y, que sin embargo, a ella le había parecido maravillosa. Llegaron al parque. Los resultados de los partidos de fútbol fueron los encargados de recibirles, gracias al transistor de un abuelo que estaba sentado en un banco junto al estanque de los patos. Las voces alteradas de los niños que jugaban en los columpios ponían el toque final a la banda sonora. Ella hablaba sin parar de sus cosas, él asentía a sus palabras dejándolas escapar inmediatamente de sus tímpanos. Quería marcharse de allí. Huir de la monserga, de los resultados deportivos, de los patos, de los gritos de los niños y del sudor de su mano prisionera...
Leyó lo escrito. Lo estaba consiguiendo. Se encendió un cigarro y se dio cuenta que el dolor de cabeza había desaparecido. Aspiró el humo con agrado y volvió al relato.
...Si por él fuera quitaría del calendario los domingos. Los domingos eran mortajas, eran como hundirse lentamente en lodo frío. Veía a otras parejas sentadas en las terrazas de los cafés, uno enfrente del otro, sin hablarse, sumidos en un silencio sepulcral, cada uno inmerso en su mundo mediocre de personas mediocres y aburridas. Él sabía que a todas las parejas les llega un momento en que no tienen nada nuevo que contarse. Ver llegar ese momento era triste. El silencio no siempre separa a las parejas, pero las vuelve más grises, más monótonas, más frágiles. El aburrimiento y el sudor de sus manos entrelazadas estaban acabando con su paciencia. Era como sentirse sin vida, como cargar con un cuerpo que ha dejado de sentir, de emocionarse, de vivir. Se sentía como un zombi que paseaba por el parque agarrado a una mano muerta en busca de carne viva. Por encima de todo ansiaba soltarse del grillete de carne y dedos...
Apagó la colilla en el desbordado cenicero. Al fin, las palabras iban saliendo como él quería.
¿Por qué no le soltaba de una puta vez la mano? ¿Por qué no dejaba de hablarle de tonterías? ¿Por qué todos los domingos terminaban en aquel puto parque? ¿Por qué se habían parado en cada escaparate? ¿Por qué no le decía que se callase, que le soltara la mano? ¿Por qué era tan cobarde? ¿Por qué?... Estaba tan acongojado que quiso morirse allí mismo. Ella debió notar algo porque dejó su charla para interesarse por su estado de ánimo. Él se derrumbó y en medio de los balbuceos consiguió articular cuatro palabras:”YA NO TE QUIERO”. Fue como quitarse un cáncer de encima. Todo el peso del mundo ya no descansaba sobre sus espaldas. Sin ese lastre podía volar por encima de todo. Incluso de los domingos aburridos.
Las musas habían regresado. Preparó café para todos.
® pepe pereza
Muy buen relato, Pepe.
ResponderEliminarAl final ha merecido la pena luchar con la pantalla en blanco del ordenador. Qué reflejada se ve una y qué puñeteras son estas musas.
Un besazo.