1
El beso que Casimiro me dejó posado en la cabeza como despedida la tarde del alta se podría parecer, lejanamente, a un acto de reparación para conmigo promovido por las personas que estaban próximas a mí, distintas a mi familia. Él, el hombre, que se desvivía por ayudarme con el agua, con la colcha, con el timbre de las noches, tan bien provisto de la amabilidad de viejo marinero, nada tuvo que ver nunca con aquellos desalmados. Lo del acto de reparación no sería muy acertado que digamos por poco que lo piense. La inesperada ternura de mi compañero de habitación no significaba más que un adiós a alguien que nunca más volveríamos a ver, y sin embargo creí entender un signo, como un pequeño relámpago, de que no todo estaba perdido. Al dolor de los días pasados y no sólo al dolor, a la impotencia y al terror sobremanera de permanecer en manos del dueño de las marionetas, se le sumaba entonces el regocijo de la tan deseada vuelta a casa. Una vez aquí comprobaría la realidad o irrealidad de los asuntos que allá arriba, en el puñetero hospital de los cojones, me acongojaban de manera tan intensa. O, por lo menos, eso pensaba…
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Las frases que se han tenido que ir desgranando sin que nadie se oponga a tu voluntad estremecedora. Sin mucho sentido, igual que las miradas abandonadas en los lugares donde los fantasmas se prodigan como la enfermedad. Palabras para no recordar nunca o si no, dejarte llevar, majadero, hasta el paseo de los tristes y una vez allí morir con ella.
Cada día, cada tarde, muchísima más luz. Te llegan cartas vacías, cuyos mensajes hablan de fatalidad y caídas inesperadas en el recodo del pasillo. Cada día más luz, eso lo compensaría si pudieses tú sólo descifrarlo. Cartas de nadie, aparentemente de nadie, de quien aún no ha escrito nada que valga la pena. Y de repente, el vacío.
Bravuconadas del dolor, claro.
Muchas gracias, Pepín.
ResponderEliminarLM
gracias a ti, madridista.
ResponderEliminarun abrazo