Abro los ojos, perezosa. Me encuentro nuestras bragas encima de la mesita de noche, los sujetadores y el resto de la ropa tirada por el suelo de mi cuarto. A mi lado, está ella, durmiendo, respirando rítmicamente; me gusta mirarle cuando duerme, pero jamás lo confesaré. Me levanto, me pongo una bata y me voy a la cocina. A mi regreso a la habitación, con una taza en la mano, me la encuentro de píe, frotándose los ojos y estirándose. Yo me apoyo en la pared, la observo, en silencio, con curiosidad lujuriosa: es cierto que no tiene un cuerpo espectacular, pero para mis ojos es una mujer bellísima a pesar de su estatura, su barriguita y sus marcadas estrías. Sus imperfecciones me resultan de lo más erótico. Ella me gusta, y lo sabe; me sonríe y comienza, muy coqueta, a vestirse. Le ofrezco quedarse en la cama todo el día si quiere… ella dice no. Le invito a almorzar fuera con unos amigos… y rechaza la oferta… no sé por qué me molesto en insistir con insinuaciones porque siempre obtengo un no por respuesta… pero bueno… la fuerza de la costumbre, quizás. Termina de arreglarse, le da un sorbito a mi café, me besa y prometemos vernos la noche del próximo sábado. Con el portazo de despedida, me siento en la cama. Aspiro fuerte por la nariz: su aroma se mezcla con el de la taza. Sí: es una egoísta. Va a lo que va. Sexo… todo es sexo. Estuvo claro desde el principio. A pesar de que llevamos acostándonos meses, somos desconocidas. El roce no hace el cariño, sino el placer. Ella se limita a abrirse de piernas y evitar abrir su corazón. Sí… es egoísta… muy egoísta… pero, pienso, que yo también soy egoísta por pretender quererla.
(Relato de “Nosotras”, inédito)
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