Tras abrir la puerta advertí su figura en el umbral. Era toda una patética escena. Allí estaba. Vestido sólo con unos calcetines negros, a cuatro patas, con la lengua fuera y jadeando. El collar que llevaba era el de castigo, con los pinchos hacia dentro. Lloriqueó, moviendo enérgicamente su enorme trasero. Las lorzas subían y bajaban al compás. Cerré de un golpe de tacón. Me pidió carantoñas con sus manitas. Le frené con ese mismo pie y lamió mi suela, lanzando gemiditos de cachorro. Lo separé de una patada. Cayó panza arriba, pataleando. Dejé resbalar mi abrigo de pieles hasta el suelo y saqué la fusta que llevaba trabada al cinturón. La hice restallar en el aire.
— ¡Has sido un perro malo! ¡Tendré que castigarte!
Y así, tal cual estaba, me lié a latigazos.
Alguien debería haberme advertido que aquel jueguecito con mi jefe, me iba a pasar factura. Ahora, cada vez que me ve por los pasillos de las oficinas levanta la pierna y echa una gran meada. Y eso es todo un problema, porque yo soy la mujer de la limpieza.
¡Gracias, Pepe!
ResponderEliminarUn besazo.