Algunos dicen que no soy muy mayor todavía pero el próximo 17 de junio mis papis me van a tener que tirar de las orejas once veces (con suavidad, eso sí, porque si no, les parto la cara a hostias). Pero a lo que iba. Resulta que ayer lunes, chateando a las tantas de la madrugada con mis colegas de 6º C del Corazón de Jesús (sección repetidores), en concreto con Berti y la Vanessa, voy y me entero de que el padre de él, todo un señor abogado del Estado en paro desde hace veintiocho meses, guarda celosamente en su portátil un surtido de fotografías eróticas antiguas, valiosas, muy valiosas. Hasta aquí nada extraordinario. Berti descubrió el tomate antes de ayer cuando el autor de sus días olvidó la puerta abierta del despacho y no se detuvo hasta conseguir meter en un pendrive la colección que ahora, de verdad, no sé por qué, nos empieza a dar que hablar. Nos emplazamos los tres anoche para visionar el contenido convenientemente más adelante y pasárnoslo estupendo. No proseguiré sin antes aseverar que la franqueza escuece a las familias más que las brasas de un cigarro puro aplastadas en el ojo. ¿Por qué acabo de escribir tamaña tontería? Chi lo sa. A mis padres apenas los conozco. Intentan involucrarme en una serie de artimañas que sólo de pensarlo ya me produce una diarrea estival de la leche el mero hecho de esperar a ver cómo será la próxima de estúpida. Con ellos no hay manera. Sin embargo Berti y Vanessa son mi mundo. Precisamente Vanessa me practica las mamadas los jueves y los viernes a la salida del colegio, en el ascensor, detenido el cacharro invariablemente entre el octavo y el noveno, (a pesar de que haya muy poquito que chupar, ella asegura que llegará el día, a fuerza de probar y de probar, en que no le cogerá en la boca, tal como acostumbramos a diario a admirar en las películas) y luego, ya en su habitación yo le miro extasiado la teta y media (sí, subrayo lo de teta y media porque sólo tiene una un poquitín crecida y la otra apenas si se nota) y le toco lo de abajo con el dedo y huele bien y sabe rico, a una mezcla deliciosa de churros y margarina con atún. No obstante, cambiando radicalmente el tema, mis progenitores no tuvieron ninguna ocurrencia mejor que la de ponerme el mismo nombre de mi difunta hermana Adriana el día del bautizo. En masculino, por supuesto. La pobre pequeña se fue derecha al cielo con sólo diecisiete añitos, reiteran hasta la saciedad las paredes de mi casa. También se rumorea por ahí que si no habría sido víctima de una enfermedad de esas que últimamente los telediarios definen como raras. Desde entonces a mis padres se les plasmó en el rostro, y en otros sitios que me callo, una pinta de sonados de lo más característica. Y eso que los vecinos de escalera apostillan, me supongo que para darles más ánimos si cabe, que son un par de profesionales de la salud magníficos (de la dental ella y él de la mental, añado por mi cuenta y riesgo). En lo que atañe a su aspecto físico, me quedaré corto si constato lo siguiente, una belleza la de mi madre comparada con la jeta de viejo y alucinado de mi padre. No insisto más porque a mí plin, yo soy de Usera que suele repetir sin gracia alguna la Hermana Luzdivina, mi profe de Sociales, que dicen los mayores tiene un polvo. Aunque para hermanas, Verónica, la hermana adolescente de Berti, que no se corta un pelo a la hora de susurrar nada más nos pone el ojo encima que como no dejemos las gayolas el día de mañana permaneceremos igual que hoy, completamente mórbidos y enanos. Nosotros no comprendemos sus jeroglíficos verbales, lo nuestro son las aceitunas rellenas. Así y todo alguna vez me ha parecido que me adora. En una ocasión, sin ir más lejos al cruzarnos en el pasillo de su casa, me aplastó el pelo con ternura. Y para proseguir con recursos narrativos poco habituales expondré que Paula, la jovencísima madre de Vanessa, está para comérsela en su salsa con la vista. Es divorciada y la imbécil de mi madre no se cansa de insistir si coincidimos los tres en los almuerzos el domingo que Paula, la mami de Vanessa, es una mujer bastante fácil. Qué raro, cuando su hija y yo nos metemos en el cuarto para hacernos los deberes ella me observa con los ojos tristes, como queriéndome explicar cosas oscuras, transmitiéndome ansiedades, sabiendo de antemano que yo sé. Bueno, eso, que a la hora que convinimos para encontrarnos en el parque con la Vane (las 16:42 más o menos. Es cierto que en plena Educación Física rotatoria nos habíamos excusado ante la Madre Teresa, simulando los tres soberbias hemorragias de nariz. Descomunal la de Berti, a tenor de los alaridos que lanzaba el tío, lo mismo que si su padre le hubiera propinado un medio gancho de derecha y le hubiese borrado del hostiazo media cara), a esa hora, digo, apenas si pululan extranjeros por el parque. Seis ecuatorianos por allí, nueve marroquíes por aquí, catorce paraguayos y seis senegaleses, como mucho, y dos de Pakistán. Así que nos dedicamos mientras aguardábamos la llegada de Vanessa la tardona (subió a dejar la mochila, cambiarse el uniforme y a retocarse, de paso, el acné fogosamente), a revisar las más de doscientas cartulinas que le consiguió fotocopiar del lápiz de memoria a primera hora Gumersindo, el portero del college, previo pago de la comisión gubernativa con el propósito de que no lo fuese cacareando por ahí el necio. En tanto en cuanto se sucedían ante mis ojos las escenas de un subido impresionante pensaba yo para mis adentros que no estaría nada mal vender unas pocas al personal de al lado a un precio razonable. Pero no. Cuál no sería mi sorpresa cuando en una de las láminas, entre tanta penetración y tanto desenfreno antediluviano, reconocí cabalmente la cara paliducha de la tata Carolina. Porque hablando de antepasados, el abuelo Jacinto López Carvajal (con b en los libros de texto del puticio, probablemente por culpa de una novia con la que tonteó de lo lindo en Carbajal de la Legua mientras duró el Frente Norte en aquella guerra rollo), falleció en 1998 a consecuencia de esclerosis atribulada o algo similar. De padecimientos no acabo de discernir mucho todavía, no en vano de mayor quiero ser con todas mis fuerzas cirujano plástico de primera, no por nada en especial sino para trasplantarle en un futuro a Belén Esteban el careto de Morgan Freeman. Eso mola. Pues como iba contando, el abuelo Jacinto se empleó en sus buenos tiempos de guardia civil y, a la par, como quien no quiere la cosa, de representante legal de cuatro casas de lenocinio de importancia incontestable. Es cierto que los del clan no lo van a admitir nunca pero gracias a él tenemos buena parte de los ahorros que tenemos. Efectivamente, aunque oriundo de otra rama del árbol genealógico ordinario, el que se llevaba la palma en nuestra invención particular era el bisabuelo Andrés María, que debió de ser bastardo de algún duque, al menos así lo manifestaban los mentideros de la época. La historieta oscura de su nacimiento no fue óbice para que no mantuviese su acomodo laboral durante lustros como delicadísimo engrasador de material del ferrocarril. Más exactamente engrasador adjunto de las piezas desmontadas de la locomotora MZA 879 y de la 880. Con posterioridad logró apropiarse de cantidades ingentes de aceites minerales que sisaba en los talleres de Fuencarral hasta que un día decidió abrir tienda en su barriada, Lavapiés. El establecimiento se llamó Refinados Elosón y el éxito fue tal que se vio coaccionado a abrir delegación un poco más arriba. Con tan mala suerte que la gente de la plaza y calles adyacentes empezó a perder la cabeza, literalmente, por la calle. De hecho fue celebérrima en los alrededores la maldita leyenda de aquel Lavapiés de descerebrados ambulantes, de cencerros. Sin duda alguna por culpa del consumo indiscriminado del aceite con patatas. Y así llegamos derechitos a su señora madre, Carolina, sí, pero articulado en americano, Carolain, a saber quién tuvo esa ocurrencia que se prolonga hasta la fecha. Aparte de este (la pronunciación esmerada de su nombre), ningún recuerdo más se nos ha transmitido de ella. Si acaso el de dos portarretratos con sendas fotos antiquísimas que a continuación describo con detalle. En la primera, una señora joven y enlutada, de pie y, dándole la espalda, un niño sentado en el suelo con melena (Andrés María). La otra instantánea, en San Sebastián (figura escrito por mano anónima el nombre de la ciudad y, debajo, la fecha ilegible), en el paseo de la playa, provista de una mirada penetrante que ya entiendo. En lo que yo alcanzo nadie ha conocido su procedencia, ni quiénes fueron los ancestros, o el origen singular de su apellido, Voceras-Cañizares. Sólo los retratos. Y cerca de ellos unos cuantos más que reposan empolvados en el aparador adquirido por mis otros abuelos, en Brujas, en algún año del umbroso siglo precedente. Para culminar seré sincero, no sé por qué me viene a la memoria cuando tenía cuatro años y me llevaron el weekend de excursión a aburrirme a Salamanca y, por si fuera poco, a conocer (ellos prefirieron llamarlo descubrir) la catedral (un asco) y, para colmo, a oír la puta misa vespertina. Porque son muy practicantes (mi madre, ATS en el Gregorio y mi padre, lo mismo, pero en La Paz y en la Ruber por las tardes). Lo que mejor recuerdo fue que me entraron unas ganas terribles viendo como vi a aquel paisano con capa beber los lingotazos en aquella copa tan extraña, me escapé de su custodia como pude y en un oratorio próximo con santos y dorados curiosísimos me bajé sin disimulo el pantaloncito y, en el medio, me hice un pis. El japo con treinta y una cámaras, de tantos como andaban por allí apijotados, seguro que filmó mi pito en pleno cosquilleo (déjate a ver que no fuese un pederasta capacitado y no colgara el vídeo posteriormente en foros especializados del asunto, ahora que lo pienso). Pero interesa seguir añadiendo en el relato muescas, así que continuaré a trompicones, que se dice. Mis papás no tienen mucha idea de cómo de complicado es lo del final de la infancia transgresora. A ellos les basta con permanecer a todas horas en el limbo, trabajar como borregos y hablar de la friura que va a hacer a lo largo de la próxima semana. En fin, que la jornada en Salamanca terminó de estrambótica manera en la casa que la tía Antonia tenía, y aún mantiene por lo visto, en el 12 de la calle de Pizarro. Allí llegué yo, muerto de hambre, en pleno ataque de dulzainas (es como denomino esa sensación consistente en desear comer a toda prisa cualquier cosa que contenga una burrada de azúcar, bien sean montones de Nesquik para hundir en ellos la cabeza, docenas de pasteles con o sin hojaldre, cajas de galletas Oreo a ser posible o una ración generosa de veneno untado con Nocilla) y en menos de dos minutos devoré los tres tarros enteros de mermelada de ciruela claudia que guardaba la tía en la despensa para una necesidad. Dios mío, qué síncope más chulo.
Adrián Contreras Belarmino
Para el Concurso de redacción de Coca-Cola
La tatarabuela Carolina en todo su esplendor.
En 1911, me parece
Rabanal,
ResponderEliminarNo sé qué te habías comido cuando escribiste esto; si fue la mermelada de ciruela, los churros con margarina de Vanessa o la fotografía de tu tatarabuela -muy hermsa la señora- en todo su esplendor…
Pero, ¡narices! Vaya cojonuda verborrea. Seguro que Adrián Contreras gana el concurso cocacoril de su milagroso colegio.
“EGO TE ABSOLVO IN NOMINE PATRI… …ET FILII… …ET ESPIRITU SACTUM... Jajajaaaa…
Buenísimo,
Ann@ Genovés