Los escuché hablando al otro lado del corral. Eran voces desconocidas y llamaron mi atención. Me asomé por encima del muro. Ahí estaban ellos, sentados sobre la tapia de enfrente. Eran dos chavales más o menos de mi edad. Al verme asomar la cabeza dejaron de hablar y me miraron con curiosidad.
- Hola.
- Hola – respondieron al unísono.
- ¿Cómo os llamáis?
- Yo me llamo Juan.
- Yo Pedro.
Salté el muro y me acerqué a ellos.
- Me llamo Pepe ¿Qué hacéis?
- Estábamos hablando – respondió Juan.
- Ya… Vosotros no sois de por aquí ¿verdad?
- No, hemos venido a visitar a unos parientes – volvió a contestar Juan, que sin duda era el menos tímido de los dos.
En ese momento escuchamos los gruñidos de una cerda que estaba en una cuadra a pocos metros. Yo ya estaba acostumbrado a la presencia de la marrana y a sus gruñidos, pero a ellos aquello les pareció de lo más interesante. Estaba claro que eran chicos de ciudad. Dado su entusiasmo, nos pusimos en pie sobre la tapia y caminamos guardando el equilibrio hasta llegar donde estaba encerrada la cerda. El animal alzó la cabeza y se nos quedo mirando mientras movía el hocico.
- ¡Qué grande es! – dijo Pedro, amedrentado por su tamaño.
- Está preñada y pronto parirá.
La cuadra a penas medía metro y medio de ancha por dos de larga, con lo que la marrana parecía más grande. El animal siguió mirándonos con el morro levantado. La tapia sobre la que estábamos era una construcción hecha con piedras planas, apiladas la una encima de la otra. Elegí una pequeña y la arrojé contra el gorrino. Le di en los cuartos traseros. Soltó un bufido que hizo mucha gracia a mis nuevos amigos. Cogí otra piedra y la lancé con fuerza. Hice blanco en su cabeza y le abrí un pequeño corte. El pobre animal trató de huir corriendo en círculos. Los chicos de ciudad al ver la sangre se entusiasmaron. Noté su respeto y admiración. Eso me gustó. Me sentí importante y poderoso. Esta vez me aseguré de coger una piedra más grande. Juan y Pedro me miraron expectantes. No podía defraudarles. Lancé y acerté en el cuello del animal. La cerda chilló y chilló. Trató de escapar, pero no había sitio donde hacerlo. Juan se unió a la fiesta y lanzó otra piedra. Después de eso, cogimos piedras a discreción y lapidamos a la cochina con saña. Vimos en pánico en su mirada y eso nos excitó. Nuestros instintos más primitivos empezaban a fluir. Seguimos apedreándola. Las piedras eran cada vez más grandes. Algunas le causaron heridas sangrantes lo cual nos llenó de júbilo. La marrana chillaba tan alto que por un momento creí que todo el pueblo la estaba escuchando y que alguien acudiría en su ayuda. No llegó nadie. Nosotros, sedientos de sangre, seguimos torturando al animal. Después de un tiempo, la marrana se rindió y se desplomó en el suelo resoplando sangre por la boca. Nos quedamos observándola en silencio. Comprendimos que estaba agonizando. En un arrebato de compasión quise acabar con su sufrimiento. Agarré una losa grande. Casi no pude levantarla de tanto como pesaba. Quería dejarla caer sobre su cabeza y terminar de una vez. Justo en ese momento, la puerta de la cuadra se abrió y apareció Genaro, el dueño de la marrana. Corrimos a escondernos. Salté la tapia de nuestro corral y fui a esconderme entre los sacos de pienso. No sé a dónde fueron los otros, no me importaba. Yo sabía que Genaro me había reconocido. Al poco tiempo escuché a mi madre llamándome a gritos. Por el tono de su voz supe que ya se había enterado de todo.
Aquella noche la marrana abortó. Mis padres tuvieron que hacerse cargo de todos los gastos e indemnizar a Genaro por la pérdida de los garrapos. Esa misma noche vi algo en sus miradas. Entonces no supe lo que era. Más adelante sufrí esa misma mirada en infinidad de ocasiones, sabiendo que lo que veía en los ojos de mis padres no era otra cosa que decepción.
® pepe pereza
APORTACIÓN DE MIGUEL BERGASA (FIFO)
Los escuché al otro lado del corral. Eran voces desconocidas, bueno, una, creo que lamentablemente me sonaba, de todas formas llamaron mi atención. Alcé la cabeza y moviendo el hocico me quedé mirándolos.
Me adelanté unos pasos cuando noté un golpecillo en mi pata trasera y me di cuenta de la que se me venía encima. Entre las risas percibí la voz de mi tormento. Otra vez, pensé… ya está aquí de nuevo.
Me dispuse a dar la vuelta para volver casa cuando una piedra me acertó en el entrecejo haciéndome brotar unas gotas de sangre. Me produjo un mareo que me obligó a dar vueltas como una tonta sin saber dónde estaba la puerta para poder guarecerme.
Escuchaba entre las risas de todos como sobresalía esa voz que tanto odiaba, y que cada momento se iba encrespando más y más como tantas otras veces.
Mi avanzado estado de gestación impedía moverme con facilidad, pero por fin vi la puerta e intenté entrar cuando una piedra enorme alcanzó mi cuello y no pude evitar chillar como una loca avergonzándome de mi misma, pero a la vez intentando ser oída. ¡Genaaaro dónde estás!
Caí y noté que un sinfín de piedras mas alcanzaban todos los miembros de mi cuerpo provocando llagas y heridas por doquier. Me preocupaba, sobre todo, el posible daño que les pudiera ocurrir a mis pequeños, con tanta barbarie. Me hicieron sangrar por la boca y resoplar infinitamente hasta que me tumbé de bruces y pensando en la pronta aparición de Genaro me quedé dormida.
Algunas de estas continuaciones de Fifo añaden un algo tranquilizador a algunas de estas historias tan sórdidas. Menos mal.
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