Me jode que me hagan esperar. Llevo más de una hora aquí y empiezo a estar hasta los cojones. En la sala aguardan otras cuatro personas. Una obesa que no para de sudar, un calvo cincuentón al que le asoma un moco de la nariz, un tipo con gafas que lee un ensayo sobre nanotecnología y una rubia tetona con demasiadas ojeras. No hay aire acondicionado y el bochorno es insoportable. Esperaré cinco minutos más y si no me llaman lo mando todo a tomar por culo. No puedo evitar mirar el moco seco del calvo. Es asqueroso, pero no seré yo quien le avise de que lo lleva colgando. Miro la hora de mi reloj. Me imagino el segundero del despertador que está en mi cuarto. Sé que ambos van sincronizados y eso me hace sentir bien. En cierto modo es como estar allí, mirando cómo pasa el tiempo desde la cama. Me gusta esa sensación. Alguien grita mi nombre por el altavoz y me anuncia que se requiere mi presencia en el despacho número cinco. Dicho lugar está al fondo del pasillo. Llamo a la puerta y entro. Detrás de la mesa está sentado un fulano que tiene cara de saberle todo amargo. Me recibe con un “Buenos días” que suena falso. Me invita a sentarme. Confirma mi identidad, hace un repaso de mis datos en el ordenador y añade que tiene un trabajo para mí.
- Es en la fábrica de embotellado de refrescos que está en el polígono de Agoncillo. El turno es de seis de la mañana a dos de la tarde. ¿Te interesa?
Claro que me interesa, capullo. Llevo días alimentándome de lo que siso en los supermercados. Cogería cualquier trabajo por cutre que sea.
- El lunes a las cinco y media de la mañana tienes que presentarte en la calle Vara del Rey, junto al pasaje del estanco. ¿Sabes dónde te digo?
Pues claro que lo sé, tontoelculo.
- Allí te recogerá un autobús que te llevará a las instalaciones.
Hecho el papeleo, salgo de la agencia. El cuerpo me pide a gritos un poco de nicotina. Se la doy. Debería acercarme a ver a mi madre. Seguro que se alegrará de la noticia. A mí no me ilusiona tener que trabajar ocho horas al día durante cinco días a la semana. Como tampoco me hace gracia que esos cabrones de la agencia de colocación se queden con parte de mi salario. Puto país de intermediarios. Por lo menos este curro parece mejor que el anterior que tuve. Aquello sí que fue un infierno. La tarea consistía en construir inmensas vigas de hormigón reforzadas con estructuras metálicas. Era una tarea dura y muy peligrosa. Todo lo que manejabas pesaba varias toneladas y para hacerlo tenías que servirte de grúas elevadoras que se deslizaban por una serie de raíles que estaban suspendidos del techo. Éstas se manejaban con una botonera que disponía siete interruptores: arriba, abajo, adelante, atrás, izquierda, derecha y stop. Un fallo podía ocasionar una catástrofe. Cuando una viga estaba colgada de la grúa había que poner mucho cuidado a la hora de transportarla de un lado al otro. Sobre todo se requería máxima atención al detener el desplazamiento ya que la propia inercia de la viga hacía de ésta un gigantesco ariete. Si la grúa se detenía cerca de una pared se corría el riesgo de que la viga al balancearse la golpease. Lo pudimos comprobar un día que uno de los operarios no calculó bien y una traviesa de quince metros golpeó uno de los tabiques del almacén. Se produjo un gran estruendo. La mayoría de los cristales saltaron por los aires. El polvo acumulado durante décadas en la uralita del techo cayó sobre nuestras cabezas y se extendió por todo el recinto llenándolo de una neblina en la que apenas podíamos respirar. Por un momento todos temimos que el edificio se viniera abajo. Recuerdo que a la entrada del viejo almacén había una nevera. No para guardar cervezas o refrescos. Ni mucho menos. Esa nevera estaba allí por si sufrías la amputación de un miembro. Al lado había un cartel explicando los pasos a seguir en caso de accidente: El primero te recomendaba guardar la calma. No te jode. Estás con un brazo cortado, desangrándote, con dolores terribles y esos hijos de puta te pedían que guardases la calma. Gilipollas. El segundo paso era llamar a una ambulancia. El tercero lavar el miembro amputado e introducirlo en una bolsa con hielo. Cuarto, meter la bolsa en la nevera y rezar para que la ayuda médica llegase a tiempo. Supongo que un sitio donde embotellan refrescos no será tan peligroso como aquel lugar. Pasaré quince días a prueba y si les gusta cómo lo hago me harán un contrato de tres meses. Lo suficiente para pagar deudas y ahorrar algo. Tendré que sacrificar la escritura durante ese tiempo. Claro que con el ruido de las obras tampoco estaba escribiendo mucho. Aún no he comido nada desde que me he levantado. Me dirijo a mi súper favorito. Al entrar hago lo que todos los días, es decir, cojo una cesta y recorro los pasillos. Hoy el encargado de la tienda me sigue allá donde voy. El tipo trata de disimular haciendo ver que está repasando la mercancía de los estantes. No obstante, por mucho que lo intento no consigo quitármelo de encima. Vaya donde vaya ahí está él. Al final me rindo. Dejo la cesta y salgo del local con un lamento en las tripas. Tendré que buscarme un sitio donde no me conozcan. Joder, me muero de hambre. Quizás sea buena idea visitar a mi madre. Con la excusa de mi nuevo trabajo podría hacer las paces con ella y comer algo caliente. Incluso puede que me haga un préstamo, quién sabe.
Llamo al portero automático. Tarda en contestar pero al final lo hace. Le digo quién soy. Se produce un incomodo silencio. Se nota que sigue enfadada. Finalmente abre.
Al entrar la veo sentada en su mecedora. Está viendo la televisión. Ni me mira. Me siento en el sofá.
- ¿Qué haces?
- Escuchando las noticias.
- ¿Dicen algo interesante?
- Las mismas bobadas de siempre.
Durante un par de minutos guardamos silencio y fingimos atender a las palabras de la presentadora. Así hasta que decido relajar el ambiente.
- Perdona por lo del otro día.
Sigue mirando la tele sin prestarme atención.
- En serio. Tenía un mal día y no estaba de humor. Por favor, perdóname… Además, el lunes empiezo a trabajar.
Me mira por primera vez.
- ¿Dónde?
- En una fábrica de embotellado.
- Me alegra saberlo.
- Entonces ¿me perdonas?
Qué remedio le queda. Una madre siempre perdona a su hijo por muy cretino que sea éste. Después de una pequeña reprimenda cambia el tono y me felicita por mi nuevo trabajo. De seguido me reprocha que haya adelgazado tanto y que luzca tan pronunciadas ojeras. Lo achaca a mi mala vida.
- ¿Tienes hambre?
Me comería una ballena entera.
- No.
- ¿Has comido?
- No, pero ya lo haré cuando llegue a casa.
- ¿Estás seguro?
Tengo el frigorífico más vacío que mi estómago.
- Claro, no te preocupes por mí.
- Mira que no me cuesta nada prepararte unos huevos fritos con beicon y jamón.
Joder, mataría por un plato así.
- Ahora no me apetece.
- Como quieras.
Por favor, sigue insistiendo. Me muero de hambre. Insiste una vez más para que pueda aceptar. Insiste para que pueda devorar esos huevos con beicon y jamón. Pero no. Se olvida del ofrecimiento y se centra en las noticias. Casi me dan ganas de llorar. Me pongo en pie.
- Tengo que irme.
- Quédate un rato más.
- No. Quiero aprovechar y escribir todo lo que pueda antes de que llegue el lunes, ya sabes.
- Déjate de esas bobadas y céntrate en el trabajo.
Me acompaña a la puerta y nos despedimos. Salgo del portal. Me recibe un sol despiadado. Estoy frustrado por haber desperdiciado la ocasión de comer. Otra oportunidad perdida. Soy un imbécil y me lo tengo merecido. Me siento débil. Necesito recuperar fuerzas. Tengo tanta hambre que siento mareos. El sol cae a plomo y me debilita más. Me viene a la cabeza el protagonista de la novela “Hambre” de Knut Hamsun. Él también las pasó putas por querer ser escritor, y al igual que yo vivía en una casa de mierda. Por un momento me siento afortunado, sé que en un futuro próximo podré escribir sobre todo esto. Creo recordar que hay un Erosky dos calles más arriba. Me voy para allá. Efectivamente el supermercado está donde yo pensaba. Cojo una cesta y me mezclo con el resto de la clientela. Antes de nada hago un recorrido para ver dónde están situadas las cámaras de vigilancia y si hay ángulos muertos. No los hay. Cada pasillo está custodiado por cuatro cámaras: una en la entrada, otra salida y las otras en medio, mirando cada una a un lado. Así es imposible. No quiero arriesgarme. Salgo de la tienda con más hambre de la que entrado. ¿Qué hago ahora? A casa no quiero ir. No soportaría el ruido de las obras. Me dejo llevar y ando por andar, buscando la sombra en un transitar a ninguna parte. Termino en el Parque del Ebro. Últimamente paso más tiempo en este parque que en casa. Me aparto de la zona de paseantes y me tumbo en el césped, a la sombra de un chopo. Saco la pipa y relleno el hornillo con un cogollo de maría. A falta de comida me atiborro de humo. Un burro aparece en lo alto de la pequeña colina. Me extraña verle pastando en mitad del parque. No es habitual. Poco a poco se va acercando al árbol donde estoy recostado. Parece que no se hubiera percatado de mi presencia. Avanza hacia mí con el morro pegado al suelo, rumiando su alimento. Ojalá yo pudiera disponer de tanta comida. Cuando está a dos metros el asno levanta la cabeza y se queda mirándome. Es un hermoso animal. Arranco un matojo de hierba y se lo ofrezco con el brazo extendido. Duda. Me incorporo y avanzo hacia él tratando de no espantarle. Le acaricio la cabeza y el cuello mientras se come el puñado de pasto. Al burro parece gustarle. Entonces va y se tumba en el suelo, se gira y me muestra la tripa. Igual que si fuera un gato cuando quiere que le rasquen la panza. Se la rasco.
- ¿Te gusta?
Le gusta. En esas llega un tipo alto y rubio cargado con unas alforjas. Me dice algo pero no le entiendo. Parece que habla en alemán. Por señas me hace saber que el burro es suyo. Para demostrarlo le da unas palmadas en el lomo. El pollino se levanta y arrima la cabeza al pecho de su dueño. Al alemán le llama la atención la maría que estoy fumando. Le paso la pipa. La acepta de buen grado y fuma con entusiasmo. Es un peregrino que está haciendo El Camino de Santiago. Lo deduzco por la concha que cuelga de su cuello. Mientras fumamos mis tripas empiezan a emitir un gorgoteo bastante bochornoso. El tipo abre un compartimento de las alforjas y saca un queso entero, una barra de pan y una botella de vino. Me invita a comer. Por fin voy a poder llevarme algo a la boca. El teutón corta unas porciones de queso y las reparte conmigo. Trato de no parecer hambriento y mastico los bocados sosegadamente. Joder, está riquísimo. No he probado cosa más rica en mi vida. Cuando las lonchas se terminan, corta más y me anima a seguir comiendo. Lo hago hasta hartarme. En agradecimiento por la copiosa merienda relleno la pipa. Mientras fumamos intentamos comunicarnos con gestos y palabras sueltas. Me dice que se llama Erik, que nació en Berlín y que es dueño de un restaurante. Poco más consigo entenderle. Al concluir la tarde, Erik carga las alforjas encima del burro y se despide de mí con un abrazo. Los veo alejarse mientras sus figuras se difuminan con el horizonte. Yo me quedo un poco más. Esperaré a que en casa los albañiles terminen la jornada. Aquí los grillos han empezado la suya.
Muy bueno,Pepe,voy a echar un bocao, ya te contaré.
ResponderEliminarHola, no sé si te acordaras de mi, pero soy aquel tipo que trabajo contigo y con Juanillo en esa fabrica de vigas, y el que con una hormigonera oscilante hizo retemblar todo el pabellón, el mismo al que desde entonces sólo le hicieron cargo de una escoba. Muy bueno. Un abrazo.
ResponderEliminarFifo, no te atragantes.
ResponderEliminarCapullo, como para no acordarme, de poco me cago cuando pasó.