miércoles, 31 de julio de 2013

A LOS VIEJOS NO LES GUSTA QUE LOS BESEN (1ª parte) RELATO INÉDITO


No estoy dispuesto a ceder. Por mucho que insistan, seguiré en mis trece. Mis padres intentan hacerme razonar. Pese a ello no me convencen sus argumentos. Viendo que no doy el brazo a torcer mi madre ejerce su autoridad. Quiere obligarme a entrar en el probador para que me ponga un conjunto de chaqueta-pantalón que han elegido para mí. Me niego. La cosa sube de tono y a mi padre se le escapa la mano. No es el primer guantazo que recibo de él. Aunque ésta es la primera vez que me pega estando delante de extraños. El dueño del establecimiento opta por quitarle hierro al asunto aludiendo que la juventud siempre se ha caracterizado por su rebeldía. El comentario del dependiente no satisface a nadie. Escapo de la tienda y echo a correr por la avenida. Oigo a mi padre llamándome. Corro a toda velocidad. Después de un rato noto que los pulmones me van a estallar, no obstante, sigo corriendo. Llego a las inmediaciones de la plaza de toros. Es sábado y a esta hora el mercado de ganado está en pleno apogeo. Toda la explanada que circunda el coso ha sido tomada por una maraña de animales y personas. Hay cerdos, terneros, vacas, bueyes, cabestros, ovejas, chotos, corderos, cabras, mulas, yeguas, percherones, caballos, burros, gallos, gallinas, pollos, gansos, ocas, perdices… Los hay en rebaños y por separado. Compradores y vendedores discuten precios. Los más resabiados les miran la dentadura a los cuadrúpedos. No se fían y comprueban ellos mismos la edad y salud del animal. Algunos llegan a un acuerdo y sellan el trato estrechando las manos, otros levantan la voz y se encabronan. Contemplo el galimatías que tienen montado y de paso recupero aliento. El tufo a estiércol se mezcla con el humo de los puros que fuman los ganaderos, creando un olor singular que es el que termina definiendo el ambiente. Me pierdo entre el gentío y las manadas de bestias. Poco a poco se me va pasando el enfado y me distraigo con lo que acontece a mi alrededor. Paso por delante de un toro con cornamenta impresionante. El dueño lo tiene sujeto con una cuerda anudada a una argolla metálica que le atraviesa las fosas nasales. El morlaco me mira. Es un duelo de miradas. Resopla contra el suelo. Me acojono y pierdo la pugna. Un poco más allá un hombre apalea a un burro. Lo hace con una cayada. Por lo que veo el asno se niega a caminar. Me fijo en sus ojos tristes. Pese a los bastonazos el pollino sigue empeñado en mantener su posición. El dueño golpea con saña. No solo le pega en los lomos, también en la cabeza. Me siento identificado con el burro. De pronto paso a ser el asno y el hombre que le agrede se convierte en mi padre. Rebuzna. Se le nota dolorido y agotado. Entonces recibe un brutal garrotazo en la base del cráneo. Se tambalea y cae al suelo. Jadea y saca la lengua mientras le siguen dando palos. Doy media vuelta y me alejo de la escena. Los rediles adosados al coso están abiertos para que el ganado pueda acceder al embarcadero y de ahí los pasen a los remolques de carga. En este momento los corrales están vacíos. Me cuelo dentro sin que nadie me vea y me escondo detrás de un burladero de hormigón. En una de las esquinas hay un avispero del tamaño de una nuez. Unas pocas avispas entran y salen de él. Me agacho y permanezco inmóvil para no captar su atención. Mientras tanto, le doy vueltas al mismo pensamiento. ¿Cómo hago para que mis padres cambien de opinión? ¿De qué manera puedo convencerlos? Hace un año inauguraron un matadero industrial en el norte. Allí andaban faltos de matarifes y carniceros. Vinieron a buscarlos aquí, donde la mitad del pueblo se dedica a la matanza y la otra a vender jamones. Mi padre aceptó la oferta y partió hacia la ciudad. Hasta ahora, mi madre y yo hemos estado viviendo separados de él. Pues bien, hace poco mi padre encontró una casa en dicha ciudad. Eso quiere decir que la próxima semana nos trasladaremos a vivir allí. Dejaremos el pueblo para siempre. Saco el mechero y quemo el avispero. Lo hago en venganza por la paliza que le han dado al burro. Sé que las avispas no tienen la culpa, pero friéndolas me siento mejor. No quiero llevarme ningún picotazo así que salgo del burladero y echo a correr. Es extraño, todo el pueblo se vuelve una negación. Algo que he disfrutado y que ya no podré gozar más. De pronto me siento un extraño entre estas calles que me han visto crecer. Si no lo impido cada milímetro de este lugar me será negado de golpe. Me quieren despojar del origen. También del futuro que estas tierras me reservan. Malditos sean. Corro para escapar de esta sensación. Si no soy fuerte tendré que renunciar a todo lo que forma parte de mí. Aquí está toda mi familia: mis abuelos, mis tíos, mis primos, mis amigos… Me niego a someterme. Haré lo posible para quedarme aquí. Nadie me obligará a moverme. Permaneceré quieto, como burro, sin menear un músculo por muchos palos que me lleve. Si voy a fugarme necesitaré ropa de abrigo y algunas cosas más. Tengo que llegar a casa antes de que lo hagan mis padres. Corro.
Al llegar al barrio veo a Josito. Es un chico de mi edad. Está sentado en el porche de su casa tomando el sol. Es ciego y le faltan varios dedos de ambas manos. Un día entró en un polvorín abandonado donde aún quedaban explosivos. Cosas que pasan -dice él cuando le sacas el tema. Tengo prisa, no me paro a saludarle. Sigo corriendo hasta las traseras de mi casa y saltó la tapia del corral. A primera vista no parece que haya nadie. Abro la puerta que da a la cocina y entro sin hacer ruido. Afortunadamente mis padres no han llegado. La mayoría de las cosas ya están metidas en cajas que se apilan por todos los rincones. Ninguno de nosotros se ha tomado la molestia de etiquetar el contenido. Va a ser difícil dar con lo que necesito. Abro algunas cajas al azar esperando dar con mi cazadora. Aunque estamos en verano no quiero pasar la noche al raso muerto de frío. No hay manera de encontrar nada. Opto por abrir parte los embalajes y vaciarlos sin contemplaciones. Desperdigo su contenido. Adornos, libros, ropa, cubertería y demás quedan esparcidos por el suelo. Cuando mis padres vean el estropicio les va a dar algo. No encuentro la cazadora, en su lugar cojo una manta y algo de fruta. Hago un hatillo, me lo echo al hombro y salgo por donde he entrado. A partir de ahora paso a ser un prófugo. ¿A dónde voy? Se me presenta un amplio abanico de posibilidades: la encina hueca, las obras del nuevo cuartel, el pajar de Genaro, la caseta del guarda-raíl junto a la vía muerta… Mientras me decido le hago una visita a Josito. Me apetece hacerle partícipe de mi nueva condición. Cada vez que me acerco a él lo hago a hurtadillas, intentando sorprenderle. Nunca lo he conseguido. A la que me arrimo enseguida me reconoce. No sé cómo lo hace. Desde que se quedó ciego ha desarrollado el oído de un gato. Asomo la cabeza y lo veo sentado a la puerta de su casa. Trato de llegar hasta él con todo el sigilo del que soy capaz. Contengo la respiración y ando de puntillas. Cuando estoy a unos metros, me descubre.

-        Se te oye desde la otra punta.
-        Joder, Josito. Contigo no hay manera.

Le cuento todo lo relacionado con mi fuga. Me desea buena suerte y de seguido lleva la conversación a su terreno.

-        He comprado una revista nueva. Si quieres podemos echarle un ojo.

Se refiere a una revista pornográfica. Y evidentemente, lo de echarle un ojo, es su manera de pedirme que le describa el contenido de las fotos.

-        ¿A quién se la has comprado?
-        A Pelayo.

Pelayo es un cabronazo de primera, lo peor del barrio. Hay que tener mucho cuidado con él porque a la que te descuidas te la lía. Siento curiosidad por saber qué revista le ha vendido.

-        Vale, pero solo puedo quedarme un rato.

Entramos en la casa. No hay nadie. Los padres de Josito tienen un restaurante junto a la estación de autobuses y se pasan el día allí. Vamos directamente al dormitorio. Josito levanta el colchón, saca la revista y la huele.

-        Está nueva.

Efectivamente, la revista está impecable. Pero la trampa no está ahí. Tal como me imaginaba Pelayo ha hecho honor a su fama y le ha endosado a mi colega un catálogo de hongos y setas comestibles.

-        ¿Hay tías buenas?

No me atrevo a desilusionarlo.

-        ¡Impresionantes!

Josito se emociona. Me pide que se las detalle. Improviso sobre la marcha y le digo lo que sé que quiere oír.

-        Mira a ver si hay alguna pelirroja.

Paso unas cuantas páginas, haciendo como que busco.

-        Sí, aquí hay una.

Lo que estoy mirando es la foto de unos níscalos.

-        ¿Es pelirroja?
-        Lo es arriba y abajo.
-        ¿El potorro también?...

Me avasalla a preguntas. Yo invento respuestas para cada una de ellas. Según voy describiendo a la supuesta pelirroja veo a Josito ponerse como una moto. No para de frotarse el paquete con su mano de tres dedos.

-        Hazle un doblez al canto de la hoja para que yo sepa que está ahí.

Le marco la página de los níscalos. De pronto Josito levanta la cabeza y se queda escuchando, como un perro de presa.

-        Viene tu madre.

Si él lo dice es que viene. Recojo el hatillo y escondemos la revista debajo de la cama. En esas llaman a la puerta. Me quedo en el dormitorio mientras él va a abrir. Antes le pido que se saque la camisa fuera del pantalón.

-        ¿Por qué?
-        Joder, porque vas empalmado y no quiero que mi madre te vea así.

Se saca la camisa y abre la puerta. Mi madre le pregunta por mí. Por el tono de su voz sé que está preocupada. Eso hace que me sienta mal. Por un momento estoy a punto de ablandarme y salir a su encuentro. Luego me acuerdo del motivo de mi fuga y me contengo. Josito dice que no sabe nada, se despide de ella y regresa al dormitorio.

-        ¿Qué? ¿seguimos con lo que estábamos?

Consiento. Pasado un tiempo prudencial, decido que es hora de irse. Josito sale al quicio de la puerta y aguza el oído. Parece un murciélago lanzando sus ondas sónicas para cartografiar el entorno.

-        No hay nadie. Puedes salir.

Nos despedimos y rápidamente vuelve dentro de la casa. Va a por la pelirroja. Me lo imagino delante de los níscalos pajeándose con su mano de tres dedos. No puedo evitar reírme. Lo mejor es alejarme del pueblo. Tomo el camino que lleva al río. Hace calor y me apetece darme un chapuzón. Lo malo es que para llegar hasta allí tengo que andar más de cinco kilómetros. Con el bochorno la caminata se me hace larga y tediosa. Cada vez que oigo un coche me escondo en la cuneta. No quiero que nadie me vea. Hora y media más tarde llego a la orilla del Tormes. En esta parte del río solamente hay pozas. Realmente, aquí no viene la gente a bañarse. Lo hacen debajo del puente Congosto, es decir, medio kilómetro más abajo, donde el cauce es abundante y ambas orillas se separan la una de la otra todo lo largo del puente. Yo prefiero quedarme por aquí. La ranas no parar de croar y una picaraza pasa varias veces en vuelo rasante por encima de mi cabeza. Me desnudo y dejo la ropa sobre la manta. Elijo la poza más profunda y me sumerjo en ella tirándome de cabeza. Es como zambullirse en una olla de caldo caliente. Pese a ello es agradable darse un baño. Doy unas cuantas brazadas, las pocas que me permite el ancho de la poza. La picaraza se posa en la rama de un árbol próximo y se queda ahí, observándome. Cojo aire y buceo. Lo hago con los ojos cerrados. Nunca me he atrevido a abrirlos estando bajo el agua. Cuento los segundos mientras aguanto la respiración. Cuando llego a setenta noto que los pulmones me estallan. Intento aguantar hasta los setenta y cinco, que es mi record actual. Trago agua y me veo obligado a salir a la superficie. Toso y echo por la nariz el líquido que he tragado. Salgo de la poza. La picaraza emite una especie de graznido. Ladea la cabeza y me observa con uno de sus ojos, luego la gira 180º y me mira con el otro. Se ríe de mí. Me dan ganas de coger una piedra y tirársela. La corriente trae hasta la poza una bolsa de plástico. A primera vista da la impresión de que va llena de basura. El flujo del río la arrastra hacia mí. Al pasar por delante me fijo que a través del plástico se transparentan varios paquetes que van envueltos en papel de periódico. Que yo sepa la gente no envuelve su basura. Ese detalle despierta mi curiosidad. Me meto en el agua y alcanzo la bolsa. En el primer paquete hay dos sondas de plástico. Miden metro y medio de largo y el diámetro del los tubos es de unos pocos milímetros. En su interior quedan restos de sangre. Las arrojo lejos. El segundo paquete contiene paños y compresas ensangrentadas. Al verlas casi vomito. Me deshago de ellas. Dudo si abrir el último envoltorio. La curiosidad puede más que el recelo y el asco. Rompo las capas de papel empapado hasta dar con el contenido. No puedo creerme lo que ven mis ojos. Es un feto. Mide unos diez centímetros y cabe perfectamente en la palma de mi mano. A pesar de su escaso tamaño está totalmente formado. Puedo apreciar que es varón. Sus manitas y piececitos poseen todos los dedos. En la frente y en la base del cráneo lleva adheridas unas pocas letras negras que han calcado en la piel debido al contacto con la tinta del papel mojado. Salgo del agua sosteniendo el diminuto cadáver. Me surge la duda de qué hacer. Permanezco unos minutos sin apartar la vista del cuerpecito. Siento el frío de su carne en mi mano, la suavidad de su piel, parecida a la de un anfibio. Una vez más la picaraza trata de hacerse notar con sus graznidos. Yo solo tengo ojos para el feto. Insiste.

-        Muérete cabrona.

De seguido, el ave se precipita al vacío y cae en picado estrellándose contra la superficie del agua. El golpe le deja flotando con las alas extendidas. Está muerta. Cuando estoy convencido de tener poderes mentales, la realidad se impone y veo llegar a dos chavales. Unos de ellos, el mayor, lleva una carabina. El otro es un gordo de mi edad. Rápidamente escondo el feto debajo de la manta. Es entonces cuando noto cómo me echan el aliento en la nuca. Me giro y me encuentro cara a cara con un pastor alemán. El perro gruñe y me enseña los dientes. Me quedo paralizado. Mientras tanto el gordo bordea la poza y llega donde está flotando la picaraza. Alarga el brazo pero no logra cogerla.

-        No llego.
-        Pues coge una rama o algo, atontao.

El gordo busca un palo. Lo encuentra, pero es demasiado corto. Hace un par de intentos por alcanzar al pájaro. Lo único que consigue es que se aleje más. El de la carabina le observa meneando la cabeza.

-        Joder, busca un palo más largo.

El gordo abandona la orilla y se interna entre los arbustos. Yo sigo frente al perro, sin atreverme a menear un músculo.

-        ¿Te importaría decirle a tu perro que se aleje de mí?

Antes de que pueda responderme escuchamos el crujir de unas ramas y la voz del gordo diciendo: Me he caído. El de la carabina mira al cielo resignado y ordena al perro que recupere la presa. El pastor alemán se lanza al agua. Al momento sale de la poza con el córvido en la boca y va directamente a entregárselo a su dueño. Éste sujeta las patas del pájaro al cinturón y lo deja ahí colgando. A su vez, el gordo aparece de entre la maleza y viene a reunirse con nosotros. Sangra de un codo y cojea al andar. El perro se sacude el agua y vuelve a situarse frente a mí. De inmediato capta el olor del feto. Con el hocico aparta la manta. No me atrevo a impedírselo. El de la carabina se percata de que el perro busca algo y le anima a que lo encuentre. El animal coge el feto entre los dientes.

-        Tráelo aquí.

El perro obedece. El gordo y el de la carabina alucinan al ver lo que les lleva.

-        ¿Qué cojones es esto?
-        Un feto.
-        Joder, ya lo veo ¿de dónde lo has sacado?

Se lo cuento.

-        Y ¿qué piensas hacer con él?
-        No lo sé.
-        Podríamos dispararle – sugiere el gordo.

Al de la carabina le gusta la idea. A mí no, pero no digo nada. El gordo, sin pedirme permiso, coge el cordón de una de mis zapatillas. Ata la pierna del feto con él y luego lo anuda a una rama para que quede colgando cabeza abajo. Se separan unos metros y discuten. Los dos quieren ser los primeros en disparar. El gordo alega que él ha tenido la idea, el otro se ampara en que la carabina es suya. Mientras regañan aprovecho para vestirme. Resulta bastante desagradable ver al feto colgando de la rama. Me gustaría tener valor para acabar con esto. Pero no, soy un mierdecilla acojonado y no me queda más remedio que aguantarme. Como ninguno cede terminan jugándose el turno de disparar a pares o nones. Gana el gordo. Su amigo le pasa la carabina. El gordo apunta. Se toma su tiempo. Cuando está seguro de no fallar aprieta el gatillo. La cabeza del feto revienta en mil pedazos. El gordo lo celebra levantando los brazos. El cuerpecillo decapitado oscila de un lado a otro. El perro lo mira basculando la cabeza al mismo ritmo que se balancea. El mayor carga la carabina. Apunta y… dispara. El perdigón entra por la ingle. La potencia del impacto separa el tronco de la pierna por la que está atado y cae al suelo. El pastor alemán corre hasta amasijo de carne y lo devora de un bocado. A estos dos les hace mucha gracia la salida del perro. A mí se me encoje el estómago y tengo náuseas. Al final la pareja se marcha por donde han venido seguidos de su mascota. Me acerco al árbol para recuperar el cordón de mi zapatilla. La piernecilla sigue atada a él. Tiro para liberarla del nudo que la sujeta. Me quedo con ella en la mano. Por el tamaño parece de juguete. La pieza de un muñeco articulado. Pero no, es real. Observo la carne desgarrada, los pequeños tendones, las minúsculas venas... La dejo caer al suelo y recupero el cordón. Tiene trocitos de carne adheridos. Voy a la poza a lavarlo. De regreso veo que la pierna está cubierta de moscas y hormigas. Espanto a ambas. Cavo un agujero en la arena y entierro la extremidad en él.
El resto de la tarde la paso en un campo de encinas. Trepando a los árboles en busca de nidos. Cuando empieza a anochecer me dirijo al pajar de Genaro. Lo he elegido de entre todos los demás sitios porque es un buen cobijo, se acede fácilmente a su interior, además está apartado del pueblo y Genaro rara vez viene por aquí. Trepo por la tapia y entro por la ventana del primer piso. Extiendo la manta entre las alpacas de heno. Para cenar como la fruta que aún me queda. Estoy cansado y tengo sueño. Me tumbo y pienso en todo lo que me ha pasado hoy: el bofetón de mi padre, la paliza al burro, el feto. Sobre todo pienso en mis padres. ¿Estarán ellos pensando en mí? Conociéndolos, seguro que sí. Estarán preocupadísimos. Esta será la primera noche que la pase fuera de casa. Mientras reflexiono sobre el asunto me voy quedando dormido… 
CONTINUARÁ 

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