Había tomado la decisión de tirar
todo lo escrito a la basura y empezar de nuevo la novela, pero al releerla veo
que tiene cosas buenas. Al menos esa es la impresión que me he llevado. Claro
que igualmente puedo cambiar de parecer en la siguiente lectura y volver a
pensar que todo es una mierda. Reconozco que he perdido la perspectiva y no sé
qué hacer. Si tuviera a alguien de confianza para que me diera su opinión. Me
viene a la cabeza la imagen de don Carmelo. Fue profesor mío durante tres
cursos seguidos, concretamente: sexto, séptimo y octavo de EGB. Nos daba varias
asignaturas. Sin duda su preferida era la literatura. Ponía tanta pasión en su
trabajo que muchos de nosotros empezamos a interesarnos por el tema y leíamos
entusiasmados a todos los autores que nos proponía. Gran tipo, don Carmelo. Lo
recuerdo alto y desgarbado, peinado hacia atrás, con gafas de pasta y con un fino
cigarrillo en la boca. Siempre he guardado buen recuerdo de él. Después de
dejar el colegio le perdí la pista. Hasta que un año más tarde coincidimos en un
mercadillo. A los dos nos interesaban los libros y nos
encontramos en uno de los puestos que vendían tomos de segunda mano. A partir
de aquel día todos los domingos, a primera hora de la mañana, nos reuníamos en
aquel mercadillo con la esperanza de encontrar alguna edición agotada. Recuerdo que un día compró un viejo escritorio y tuve que ayudarle a llevarlo hasta su casa. Me pregunto si
seguirá viviendo en el mismo sitio. Hace ya bastantes años de aquello, más de
quince. Puede que ni siquiera esté vivo. De estarlo él sería la persona
indicada para aconsejarme. Sus enormes conocimientos literarios le avalan. Tal
vez podría acercarme hasta su edificio y comprobar si su nombre sigue en el
buzón. No me lo pienso más. Paso las setenta páginas que tengo escritas a un
disquete y salgo de casa para hacer fotocopias. No soy consciente del ruido de
las obras hasta que dejo de escucharlos, es decir, al salir del portal. Llevan
tanto tiempo conmigo que ya forman parte de mi vida. En la calle el ajetreo del
personal me impresiona. Desde que caí enfermo no he salido y me cuesta asimilar
tanto movimiento.
Hechas las fotocopias me dirijo a
la calle donde espero que siga viviendo el viejo profesor. Localizo el edificio
y echo un vistazo a los apellidos que vienen en el panel del portero
automático. En el tercero izquierda veo su nombre: Carmelo Eguizábal Martínez. Me
alegro de que siga vivo. Llamo al timbre. Al rato abren sin pedir explicaciones.
Entro y tomo el ascensor. Recuerdo que en medio de sus clases solía soltar una
advertencia que a mí siempre me cogía por sorpresa. Cuando menos lo esperábamos
decía: Si un día os da por suicidaros con
pastillas que sepáis que vuestro cuerpo se licuará y solo encontrarán de
vosotros una mancha húmeda en el colchón. Era algo surrealista, algo que no
venía a cuento. Infinidad de veces me he preguntado qué le impulsaba a decirnos
aquello. Ahora, siempre que oigo la palabra pastillas, inevitablemente, viene a
mi mente un colchón con una mancha de humedad en el centro. Llego al tercero y
me planto delante de su puerta. Antes de llamar pienso qué voy a decirle y en
la manera de presentarme. Dudo que se acuerde de mí por eso prefiero estar
preparado para dejarle bien claro quién soy y el motivo de mi visita. Por fin
me decido y aprieto el timbre. No abre. Oigo ruidos dentro de la casa así que
llamo una vez más. Finalmente contesta desde el otro lado de la puerta. Su voz
suena cascada y sin vida.
-
¿Quién es?
-
Soy un antiguo alumno suyo.
-
¿Un alumno?
-
Sí, usted fue mi profesor en el colegio Batalla de
Clavijo.
-
¿Qué quieres?
-
He venido a pedirle su opinión sobre una novela.
-
¿Una novela?
-
Bueno, realmente no es una novela acabada, solo la
mitad.
-
¿Y cómo sé que no eres un yonqui que viene a rebanarme
el pescuezo?
-
Se acuerda del mercadillo que ponían los domingos por
la mañana junto a La Redonda. Usted y yo coincidimos muchas veces allí comprando
libros. Un día le ayudé a traer un escritorio hasta aquí…
Abre la puerta y se queda
mirándome. Casi no le reconozco de lo que ha envejecido. Ya no se peina hacia
atrás, el escaso pelo que le queda está alborotado y es gris. Lleva barba de
una semana. En la comisura de los labios tiene restos de saliva seca. Su cuerpo
ha empequeñecido y perdido consistencia. Sus gafas son de culo de botella. Veo
que le tiemblan ligeramente las manos y que sus dedos están amarillos de fumar.
Viste un descolorido pijama y un raido albornoz lleno de quemaduras de cigarro,
además de unas zapatillas de felpa con agujeros en las puntas de los pies.
-
Ahora me acuerdo de ti. Tú eras el que quería ser
actor.
-
Sí, señor.
-
Y ¿qué decías de una novela?
Le explico mi problema. Le digo
que he perdido el norte y no sé si debo seguir con la trama o empezar de
cero. Le pido por favor que la lea y que me aconseje.
-
Si quieres mi opinión tendrás que leérmela tú mismo
porque estoy medio ciego y no puedo leer.
Me invita a entrar y me guía
hasta el salón. La casa está sucia y desordenada, igual que la mía. Las
habitaciones huelen a viejo y todo está impregnado de nicotina y polvo.
-
¿Tienes un cigarro?
Se lo doy junto con el mechero.
Se enciende el pitillo y se guarda el mechero en el bolsillo del albornoz. No
me atrevo a pedirle que me lo devuelva. El salón está repleto de libros. Mires
donde mires hay montones de ellos. Debajo de varias docenas de tomos reconozco
el escritorio que en su día ayudé a traer hasta aquí.
-
Tiene muchos libros.
-
Aunque no pueda leerlos me gusta disfrutar de su
compañía. Es la única que tengo.
Se acomoda en un sillón y me
señala una silla. Tengo que quitar de encima una pila de textos para poder
hacer uso de ella. Él apura el cigarro con ganas. Se traga el humo y tarda en
soltarlo por la nariz.
-
¿A qué esperas para leerme esa novela tuya?
Tomo aire y empiezo por el primer
capítulo.
-
Muchacho, si quieres que te siga tendrás que levantar
la voz.
Empiezo de nuevo subiendo el tono
de voz. Continúo leyendo hasta que termina el cigarro y me pide otro. Se lo
doy. El mismo se lo enciende con el mechero que me ha birlado. Retomo la
lectura donde la había dejado. Cuando llego al octavo capítulo oigo unos
ronquidos. El profesor se ha quedado dormido con el cigarro encendido entre los
dedos. Espero que no haya sido por aburrimiento. Me levanto, le cojo el pitillo
y lo apago en un cenicero que está repleto de colillas. Es triste ver el
deterioro que provoca el tiempo en las personas. Pobre anciano. Se le ve tan
poca cosa, tan indefenso. Aprovecho que duerme para echar una ojeada a algunos
libros. Descubro un ejemplar que llevo buscando desde hace años. Se trata de
“El pan desnudo” de Mohamed Chukri. Estoy tentado de quedármelo. Seguro que
entre tantos no lo echa de menos. Además, él ya no puede leer y, encima, me ha
robado el mechero. Es justo que yo haga lo mismo con su libro. Pero no, este
hombre me inculcó el gusto por la literatura y solo por eso le debo respeto. Aunque
me he quedado con las ganas de saber qué opina de la novela, no merece que me
aproveche de él. Le dejo el paquete de tabaco en el bolsillo del albornoz y salgo
de la casa sin hacer ruido.
® pepe pereza