El invierno ha
clavado sus garras en el norte de la península y hace un frío asesino. Dentro
de la casa la temperatura es tan baja como en la calle. Aquí no hay calefacción
y tampoco puedo usar un calefactor porque saltan los plomos cada dos por tres.
La instalación eléctrica es de la época de Matusalén y se sobrecarga con solo
mirarla. La única forma de calentarme es ponerme capas y capas de ropa. Aún
así, sigo congelado, sobre todo los pies. Lo bueno del asunto es que Nico está
bien. Ya come de su cuenco y, poco a poco, va recuperando peso. Me siento muy
feliz de volver a verle sano. Reconozco que hubo momentos en los que pensé que
se iba a morir. Incluso me planteé llevarlo al veterinario para que le aplicase
una eutanasia. El pobre animal estaba sufriendo tanto que llegué a creer que
esa era la mejor salida. Llaman al timbre. Es el cartero. Me entrega una carta
certificada. Mal asunto. Es la multa por posesión de narcóticos. Por lo que leo
el plazo de pago se ha cumplido y me sancionan con un recargo de un veinte por
ciento del total de la deuda. No entiendo nada. Parece ser que ésta es la
segunda carta que recibo, no obstante, es la primera que me llega. Bajo al
portal para mirar en el buzón. A primera vista está vacío. Para asegurarme lo
abro y meto la mano dentro. Hay una gruesa capa de polvo que se ha ido
acumulando con las obras, debajo se oculta un sobre. Estoy jodido. Con el
dinero que tengo no puedo hacer frente a la multa. Lo malo es que cuanto más tarde
en pagar, más aumentará la deuda. Tengo que buscarme un trabajo urgentemente.
Me jode porque estos días estaba inspirado con la novela. Las semanas
anteriores, con los males de Nico, apenas pude escribir. Es una puta maldición,
siempre que le cojo el punto a la escritura pasa algo que me obliga a dejarla
de lado.
Han adornado las calles con las
típicas luces de colores. Aún falta un mes para las navidades, sin embargo, la
ciudad entera está plagada de motivos navideños. Basura para consumidores.
Dentro de poco acabará el milenio y empezará una nueva era. Algunos dicen que
al entrar el nuevo año los ordenadores dejaran de funcionar y el caos se
adueñará del planeta. Ojalá sea verdad. Que todo se vaya a la mierda y reine la
anarquía. Me lo imagino. Justo cuando suena la última campanada todos los
ordenadores se apagan a la vez. Veo las caras de políticos, banqueros y
empresarios. Todos ellos tirándose de los pelos y rasgándose las vestiduras
porque lo han perdido todo. Entonces, nosotros, los que no tenemos nada,
saldremos y nos adueñaremos de la ciudad. Haremos del mundo un infierno donde
no habrá clases sociales porque todos estaremos igual de jodidos. Esos cabrones
que nos han estado chupando la sangre se van a enterar de lo que es bueno, ya
lo creo. Llego a una agencia de trabajo temporal. Es la cuarta que visito. Al
igual que en las otras me hacen esperar en una aséptica sala. Dentro aguardan
otros de mi mismo pelo, es decir, gente sin estudios, emigrantes, parados…
fracasados en general. Aquí también intentan persuadirnos del espíritu
navideño. Para ello han colgado de las paredes guirnaldas con estrellas y en
uno de los rincones han plantado un árbol adornado con bolas de colores y tiras
de espumillón. Pero, nosotros, los que estamos aquí, no nos dejamos engatusar.
Para nosotros las navidades son un timo, un invento de los comerciantes para
acabar el año con los bolsillos llenos. No, nosotros no nos podemos permitir el
lujo de participar en esa fiesta. Está fuera de nuestro alcance. Nosotros jamás
podremos regalar cosas caras y bonitas a nuestros familiares, ni hartarnos de
suculentas comilonas. Nosotros somos los que friegan los platos que ellos
ensucian, los que recogemos la mierda que ellos dejan. Será así, a no ser que
el mundo reviente. Y, sinceramente, espero que lo haga pronto. Por fin, me
hacen pasar a un despacho igual de aséptico que la sala de espera. El tipo que
ha diseñado estas oficinas tiene que ser una persona muy triste. Le compadezco.
La mujer que me atiende tiene un aspecto acorde con el entorno. Le paso mi
currículo y tomo asiento frente a ella. Tan solo nos separa una mesa con un
ordenador y una impresora, no obstante, me da la impresión de estar a miles de
kilómetros de esta mujer. Noto que la distancia que hay entre nosotros es tan grande
que nunca podré llegar a ella.
-
Veo que has sido actor.
Entre los dos hay un abismo
enorme. Somos de planetas diferentes. Nos movemos en distintas dimensiones.
Ella tiene el poder de dar (si quiere) y yo la obligación de pedir. Ese pequeño
detalle marca la inmensa distancia que nos separa.
-
Puede que tenga algo para ti.
La mujer teclea unos datos en el
ordenador. Con la última campanada todos los ordenadores se apagaran a la vez.
El mundo de la informática morirá con un suspiro mudo. Solo es cuestión de
tiempo. Los mediocres y fracasados esperaremos agazapados a que llegue la hora.
Entonces apareceremos con las uñas afiladas.
-
Trabajarías en unos grandes almacenes ¿te interesa?
-
¿Qué tendría que hacer?
-
Disfrazarte de Papá Noé y atender a los niños.
En medio de la noche dejaremos
nuestros sucios agujeros y juntos saldremos a tomar las calles.
® pepe pereza
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