jueves, 21 de agosto de 2014

DINERO - ESQUINAS (EDICIONES LUPERCALIA)

Ilustración BRUNO G. VALENCIA

El taxi la dejó delante de una gran verja metálica custodiada por dos columnas griegas. Entre los barrotes del enrejado podía verse un camino de grava y al fondo un palacete de tres plantas estilo Victoriano rodeado de jardines. Sin duda era la casa de alguien que disponía de demasiado dinero. La Madame le había facilitado esa dirección junto con unas detalladas instrucciones que debía seguir al pie de la letra. A cambio recibiría una buena cantidad de dinero. Llamó al timbre y esperó. El interfono proyectó una voz metálica.

-        ¿Qué desea?
-        Me manda la agencia.

La verja se abrió. Caminando por encima de la grava se alegró de no llevar sus zapatos de tacón, que era lo habitual en ese tipo de citas. En esa ocasión calzaba unas cómodas zapatillas de deporte. La Madame le había pedido que se vistiese de sport y que no se maquillase. Por otro lado, la falta de maquillaje y de un vestido provocativo donde escudarse la hacían sentirse más expuesta. Algo así como un súper héroe sin disfraz. Llegó a la puerta de entrada y se la encontró abierta. Entró. El recibidor era inmenso, con una gran escalera de mármol en el centro que llevaba a las plantas superiores. De pronto un berrido llegó desde el primer piso. Rebotó en las paredes abovedadas como una pelota de goma. Ella se asustó. De hecho, estuvo a punto de abandonar la casa, pero la cifra que le habían prometido la hizo ser valiente. Subió las escaleras. Guiándose por el sonido del llanto llegó hasta una de las habitaciones que estaba al fondo del pasillo. Se armó de valor y entró. Era el cuarto de un bebé. En las paredes habían pintado un fondo marino con todo tipo de peces y crustáceos. Del techo colgaban estrellas y cometas. Una pila de juguetes y peluches se amontonaban en un rincón. En el centro de la habitación había una cuna más grande de lo normal. Los lloros venían de ahí. Se acercó tímidamente. Dentro vio a un anciano vestido únicamente con un pañal. Lloraba y pataleaba como si fuera un bebé. Ya estaba avisada. Aun así, aquello le pareció de lo más estrafalario. Para darse ánimos pensó en todo el dinero que iba a cobrar. El hombre siguió berreando y a ella no se le ocurrió nada para calmarle. La extraña situación la dejó momentáneamente bloqueada. El viejo intensificó el volumen de sus lloros. Si fuese un bebé de verdad ¿qué es lo que haría? Lo cogería en brazos y lo acunaría. Dado que no se le ocurría otra cosa, decidió intentarlo. El abuelo era menudo, aun así tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para levantarlo de la cuna. En cuanto lo sentó sobre sus rodillas el viejales dejó de llorar. Lo apretó suavemente contra el pecho y le susurró cosas bonitas. Él emitió una especie de ronroneo y con la boca buscó uno de sus senos. Piensa en el dinero, se dijo. Se abrió la camisa y se apartó el sujetador para que pudiese chupar del pezón. La escena era ridícula. ¿Qué pensarían de ella sus seres queridos si la vieran en esos momentos? Por muy absurda que fuera la situación lo prefería a tener que fichar en una oficina cualquiera. Además estaba el dinero que ganaba. En su trabajo cuanto más extravagante era la tarea, más se cobraba. Al cabo de unos minutos el anciano dejó de mamar y adoptó cierta rigidez. La cara se le congestionó y se puso rojo como un tomate. En principio ella pensó en un ataque al corazón y llegó a preocuparse. Luego, al notar el desagradable hedor comprendió que el viejo en vez de morirse lo que estaba haciendo era cagarse. También en eso estaba avisada. Dinero. Kilos de dinero. Toneladas de billetes. Los vio cayendo sobre ella. Todo un chaparrón de billetes. Cargó con él hasta una mesa y lo dejó encima. En uno de los armarios encontró todo lo necesario para el aseo: pañales, toallitas húmedas, esponja, gel, polvos de talco, palangana... Lo único que necesitaba era agua caliente. El baño estaba detrás de una de las puertas. Llenó la palangana con agua templada y regresó junto al viejo. El olor a mierda llenaba la estancia. Dejó el agua sobre la mesa. Se situó frente a él y se dispuso a cambiarle el pañal. Le hizo subir las piernas y extendió una toalla debajo. Luego, despegó las tiras adhesivas del pañal. Sintió el tufo golpeando su nariz y contuvo el aliento. La mayor parte de las heces estaban pegadas al pañal. Lo apartó con cuidado de no mancharse las manos y lo arrojó a una papelera. Mojó la esponja en la palangana y limpió los restos. Cuando terminó, secó la zona y le aplicó polvos de talco. El abuelo metido en su papel de querubín pataleó alegremente con su badajo colgando. En un momento dado aflojó su vejiga y dejó salir un chorro de orina que los mojó a ambos. En eso no estaba avisada. Regresó al baño y sustituyo el agua sucia por limpia.
Por fin pudo ponerle el pañal. Lo cogió en brazos, lo llevó hasta la cuna y lo acostó. El anciano se puso a llorar. Odiaba ese llanto, la sacaba de quicio. Pensó en qué hacer para que se callase. Entonces se sorprendió a sí misma entonando una nana. Al principio solo fue un susurro, pero al ver que él enmudecía, ganó confianza y subió el tono. Tenía una voz preciosa. Todo el mundo se lo decía.

No podía dormir.
Me asomé a la ventana.
Estaba la noche friolenta
tejiendo estrellas de lana…

Era como escuchar a un ángel. Cada nota que salía de su garganta era un sonido único, maravilloso.

…Estaban todas prolijitas
en punto “santa clara”.
La luna ovillo le prestaba
sus hebras color de plata
y el viento atrevido en las
sombras las enredaba…

Poco a poco el anciano fue quedándose dormido.

…El sueño cerraba mis ojos.
Me despedí de la ventana
y me quedé pronto dormida
contando estrellas de lana.

Terminó la estrofa y respiró aliviada. Su trabajo estaba hecho. Había seguido todas las indicaciones al pie de la letra y ya podía irse. Antes pasó por el cuarto de baño para limpiar en la medida de lo posible el orín de la camisa. Cuando estaba en ello, un mayordomo se asomó desde la puerta. Su presencia la asustó. Pensaba que en la casa solo estaba el viejales. El sirviente se apresuró a calmarla ofreciéndole una sudadera limpia, gesto que ella agradeció con una sonrisa.

-        Me he tomado la libertad de pedirle un taxi. Le espera en la entrada.
-        Gracias.
-        Por cierto, en el aparador del recibidor le han dejado un sobre.

Dicho esto, el sirviente hizo una ligera inclinación y subió por las escaleras que llevaban al segundo piso. Efectivamente, encima del aparador había un sobre. Lo abrió y vio el dinero. Mucho más de lo que le habían prometido. Lo metió en su bolso y salió de la casa. 

pepe pereza

jueves, 14 de agosto de 2014

UN DÍA CUALQUIERA


El sol se perfilaba en las siluetas de los edificios. La luz cambiante del alba teñía de ámbar y grana el conjunto de nubes que flotaban por encima de los tejados. Las cigüeñas volaban hacia los basureros y los aviones dejaban líneas blancas en el cielo como si fueran rayas de cocaína sobre un espejo. Yo disfrutaba del espectáculo desde mi ventana, sujetando con ambas manos una taza de café y un porro en la comisura de los labios. Desde la ventana tenía una amplia panorámica de la ciudad. Cuando el sol se asomó por encima de los tejados percibí en la cara una caricia de luz y calor que me hizo estremecer. Las semanas anteriores habían sido una retahíla de días grises y lluviosos, por eso la presencia de un sol primaveral era tan de agradecer. Expulsé el humo y contemplé anonadado la simbiosis de las volutas y los fotones de luz. Ver amanecer era de mis espectáculos preferidos y siempre que podía desayunaba delante de la ventana admirando el acontecimiento. Sin duda era la mejor manera de empezar el día. Estuve así hasta que llegó la hora de ir a trabajar.
Conduje hacia el Palacio de Congresos escuchando una emisora de música rock. Dentro del coche el ambiente estaba demasiado cargado así que abrí ligeramente la ventanilla para que se despejase del humo. Llegué a la rotonda de La Fuente de Murrieta y traté de hacerme un hueco entre los demás vehículos. Odiaba esa maldita rotonda, y más a esa hora cuando toda la ciudad circulaba por ella. Después de girar a la derecha y tomar una carretera menos transitada me sentí más relajado. Aspiré del porro pero estaba apagado y tuve que sacar el encendedor. Al hacerlo aparté la vista de la carretera y estuve a punto de golpear al coche que me precedía. Afortunadamente conseguí pisar el freno a tiempo. Me maldije a mí mismo por el descuido y dejé el porro en el cenicero. Subí la ventanilla y centré toda la atención en la carretera. En la radio la locutora hizo la presentación del siguiente tema. Era Nick Cave haciendo una versión del tema “I´m Your Man” de Leonard Cohen. La canción alcanzó todo su esplendor, seguí el ritmo tamborileando con los dedos sobre el volante. Al poco llegué a las inmediaciones del Palacio de Congresos. Enfilé la rampa que llevaba al aparcamiento y dejé el coche junto a la puerta de entrada del muelle de carga. Era el único coche del aparcamiento. Consulté la hora: las nueve menos tres minutos. Me extrañó que no hubiera nadie esperando, normalmente los chicos de carga y descarga solían llegar antes. Apagué el motor y subí el volumen de la radio. Nick Cave sonaba de maravilla a esas horas de la mañana. Me fijé en el Palacio de Congresos y en la enorme sombra que proyectaba sobre el camino que bordeaba la orilla del río. El vapor del rocío brotaba de la hierba  y de inmediato era atravesado por los rayos solares. A contraluz pude ver algunos insectos volando de aquí para allá. La canción llegó a su fin. Me encendí la raba, me ajusté las gafas de sol y salí del coche. El “Clip, clip” de la cerradura electrónica resonó por toda la explanada espantando a un grupo de gorriones que picoteaban junto a los jardines. Me acerqué a la puerta metálica del muelle de carga y me apoyé en ella. Era agradable estar allí, como un reptil calentándose la sangre. No obstante tuve el presentimiento de que me habían hecho venir una hora antes. Viendo que eran las nueve y que nadie aparecía cogí el móvil y llamé a Raúl.

-        Raúl, ¿a qué hora hemos quedado?
-        (Con voz somnolienta) A las diez.
-        ¡Me cago en la puta! Ayer me dijiste a las nueve.
-        Hostia, me confundí.
-        ¡Joder, tío!
-        Lo siento.
-        Aprovecharé para tomar un café. Nos vemos a las diez.
Raúl era el jefe de los técnicos, mi jefe. No era la primera vez que me hacía algo así. Me cagué en todo lo sagrado. Clip, clip. Entré en el coche y arranqué. Puse rumbo a una cafetería.
Le tocaba el turno a la camarera rumana que me tenía medio enamorado. Estaba de suerte.  Por otro lado, la barra estaba a tope y todos los periódicos ocupados. Cuando me llegó la vez hice gala de mi mejor sonrisa y pedí un cortado. La camarera carente de cualquier signo de simpatía se limitó a darme la espalda para preparar el café, cuando estuvo listo lo dejó sobre la barra sin mirarme siquiera. Reconócelo, esa mujer nunca será tuya.
Regresé al Palacio de Congresos y aparqué en el mismo sitio que lo había hecho antes. Seguía siendo el único coche del aparcamiento. Me lié un porro. Dudé entre fumármelo dentro escuchando la radio o salir a caminar por la orilla del río. Salí del coche. Clip, clip. Se estaba bien bajo el sol. Las aguas del río bajaban bravas y turbias. Al otro lado de la orilla había una carretera que se extendía en paralelo siguiendo el recorrido del torrente. De vez en cuando las aguas arrastraban algún tronco arrancado por la crecida, comparé la velocidad de estos con los coches que circulaban por la carretera, haciendo apuestas imaginarias por unos y otros. Por los alrededores algunos ancianos paseaban, también había unos tipos corriendo. Yo tenía que trabajar y no me quedaba más remedio, pero no conseguía entender por qué la gente madrugaba para algo tan insustancial como hacer footing. Decidí obviarlos a todos y concentrarme en las aguas del río. Recordé los veranos cuando era un adolescente y me iba con los amigos a bañarme junto a la presa, por aquel entonces las aguas estaban más limpias y no dudábamos en zambullirnos en ellas. Apuré el porro y tiré la colilla al río. De pronto algo llamó mi atención, algo grande que arrastraba la corriente. Me quité las gafas de sol para ver mejor. Era el cadáver de un caballo. Tenía la tripa hinchada y la fuerza de la corriente le hacía girar sobre sí mismo. Cuando el cuerpo del equino pasó por delante, me fijé en que no tenía ojos, tampoco labios, con lo cual la dentadura quedaba al descubierto. El gesto macabro del cuadrúpedo me revolvió las tripas. El cadáver siguió girando sobre sí mismo corriente abajo, levantando las patas al cielo para luego sumergirlas en las aguas. Necesitaba nicotina y me encendí un cigarro. Eran las diez menos diez. Me quedaban unos minutos para disfrutar del sol. A lo lejos las extremidades de caballo seguían entrando y saliendo de las aguas. Me puse las gafas y regresé junto a la puerta metálica. Un coche enfiló la rampa del aparcamiento. Era el de Raúl. El vehículo se detuvo a la entrada, Raúl bajó la ventanilla y accionó el mando a distancia de la puerta metálica, los mecanismos de ésta se activaron y comenzó a elevarse.

-        Esta hora la pienso cobrar.
-        Claro, sin problema.


La puerta terminó su ascenso y Raúl metió el coche dentro. Seguí fumando apoyado en la pared. Me esperaba un duro día de trabajo y decidí tomármelo con calma. Cuando el cigarro se consumió lo arrojé por encima del hombro, me despedí del sol y entré en la oscuridad del muelle.

domingo, 10 de agosto de 2014

EL PERRO - ESQUINAS (EDICIONES LUPERCALIA)

EL PERRO
Apuró la bebida de un trago y pidió más de lo mismo. El camarero le llenó la copa y él la vació de inmediato. Con un gesto indicó que volviese a llenarla y el barman así lo hizo. Esa vez se lo tomó con calma, es decir, a pequeños sorbos. Estaba tan conmocionado por lo que había visto que únicamente el alcohol podía tranquilizarlo. Al recordarlo se le revolvió el estómago y estuvo a punto de vomitar sobre la barra. Abandonó la bebida a medio consumir y corrió hasta los servicios. Le dio el tiempo justo de asomarse al retrete y soltar por la boca: desayuno, almuerzo y el coñac recién ingerido. Lo echó todo en media docena de vómitos convulsos y amargos. Tiró de la cadena y se sentó sobre el inodoro para recuperarse. No podía asimilar lo sucedido. No quería hacerlo. Se echó a llorar. Hacía un cuarto de hora que había visto a su hija al otro lado de la acera. Le extrañó, ya que a esas horas ella tendría que estar en la oficina donde trabajaba. La llamó pero con el ruido de la calle no le oyó. Se fijó en que iba muy ligera de ropa. Un coche se detuvo a su lado y ella mantuvo un breve coqueteo con el conductor. Después montó en el automóvil. Él observó cómo el vehículo se ponía en marcha y se perdía entre el denso tráfico. Al principio no entendió qué pasaba. No consiguió comprender el comportamiento descocado de su hija con el conductor ni por qué iba tan escasa de ropa. No lo dedujo hasta que se fijó en las otras señoritas que aguardaban junto a la acera y que iban vestidas de la misma guisa que su hija. Entonces cayó en la cuenta de que eran prostitutas a la espera de un cliente. Su hija había encontrado al suyo y en esos momentos estaría ocupándose de él. Otra arcada. Apenas le quedaba nada en el estómago, tan solo bilis y saliva. Cuando dejó de echar espumarajos y babas se incorporó y trató de serenarse. El solo hecho de pensar en su hija chupándole la polla a un desconocido le hizo enfermar hasta el punto de vomitar otra vez. Definitivamente ya no le quedaba nada en las tripas. Se lavó la cara, salió de los servicios y se dirigió a la puerta del local. El camarero le llamó la atención:

-        Oiga, que no ha pagado…

Arrojó un billete sobre la barra y se marchó sin esperar el cambio. En la calle hacía frío. Caminó de regreso a casa preguntándose si debía, o no, contárselo a su mujer. No se vio con fuerzas para una confesión de tal magnitud. No quería ver a su esposa angustiada por culpa de su hija. Si ella se enterase… Estaba seguro de que no lo soportaría. Un disgusto así la mataría. Todo era demasiado complicado. Ni siquiera podía pensar con claridad. Sus emociones eran una amalgama que iba de la decepción más absoluta a la tristeza más dolorosa, pasando por el disgusto, la ignominia y el enfado. Que a cada segundo que pasaba era más y más evidente. Qué padre que se preciase de serlo no estaría cabreado al descubrir que su hija era una fulana. Estaba furioso, más que furioso. Su esposa y él le habían dado todo. Se habían sacrificado de cien mil maneras diferentes para que no le faltase de nada. Y ella, su hija del alma, se lo agradecía haciéndose puta. Sí, realmente estaba rabioso ¿Cómo había caído tan bajo? ¿Cómo? Sintió deseos de matarla, de agarrarla por el cuello y apretar, apretar, apretar, apretar, apretar, apretar… La vista se le nubló y estuvo a punto de desplomarse.  Se acercó a un banco y se sentó en él. Le dolía el pecho y le faltaba aire. Respiró profundamente. El sudor le caía por la frente y la espalda. Notó cómo su camisa se empapaba debajo de la chaqueta. Por un momento creyó que no iba a sobrevivir y que moriría allí mismo de un ataque al corazón. Casi se sintió aliviado ante esa perspectiva. Si moría se libraría de tener que hablar del tema con su mujer. Sobre todo se libraría de tener que mirar a su hija la próxima vez que se encontrasen.
A los pocos minutos se recuperó. Su respiración se acompasó y su corazón volvió al ritmo acostumbrado. Levantó la mirada. Todo seguía igual. Al mundo se la sudaba que su hija fuera una prostituta. Sintió deseos llorar, pero el hecho de estar en un sitio público le cohibió. No pudo entender por qué ella derrochaba su juventud optando por ese modo de ganarse la vida. Un pitbull llegó hasta el banco donde estaba sentado. El perro le olisqueó los zapatos. A él nunca le gustaron los perros, menos si eran tan grandes. Apartó los pies escondiéndolos debajo del banco. El perro siguió con el hocico pegado a ellos. Pensó en darle una pequeña patada pero tuvo miedo de enfadarlo y que le mordiera.

-        Vete de aquí, chucho del demonio.

El perro le miró de soslayo y luego volvió a los zapatos.

-        ¡Maldito animal! ¡Fuera!

Un joven de la edad de su hija se acercó al perro y cogiéndole por el collar lo apartó del banco.

-        Vamos Thor.
-        Los perros tienen que ir con correa. Está prohibido dejarlos sueltos.
-        Tranquilo, no es peligroso.
-        Da igual que sea o no peligroso, el caso es que está prohibido que los perros vayan sin correa.
-        Lo que usted diga, abuelo.
-        ¡Maldito hijo de puta! Te metes tu condescendencia por el culo, ¿me oyes?
-        ¡Sin insultar, eh! Que yo no le...
-        Os creéis que por ser jóvenes tenéis derecho a hacer lo que os venga en gana. No respetáis las leyes, ni a vuestros mayores. Sois unos sinvergüenzas y unos caraduras.
-        Pero, oiga…
-        Estáis acostumbrados a pedir y a recibir sin dar nada a cambio. No valoráis las cosas porque os han sido dadas. No habéis pasado penurias como nosotros. No sabéis lo que es trabajar de sol a sol. Pero algún día os daréis cuenta de lo equivocados que estáis.
-        Mire, abuelo, los sermones ni en Misa.
-        Yo no soy tu abuelo, ¿me oyes?

El perro al notar que las cosas se descontrolaban se puso a ladrar y a enseñar los dientes. El joven tuvo que agarrarlo firmemente de la correa.

-        ¡Que te jodan, viejo cascarrabias!

Y se alejó tirando del collar del pitbull.
El hombre salió del parque, llegó al portal de su casa y entró. Unos minutos después salió con una escopeta de caza. Tomó el camino de regreso y lo recorrió presuroso. La rabia que sentía le había nublado el juicio. Llegó al lugar y buscó al joven. Lo vio a lo lejos charlando con otro muchacho. Escudriñó los alrededores hasta dar con el perro. El animal correteaba por el césped sin ser consciente de lo que se le venía encima. El hombre apuntó con el arma y, cuando estuvo seguro de no fallar, apretó el gatillo. Las postas impactaron en la barriga y el pitbull se desplomó en el suelo con las tripas fuera. Por un momento, en vez del cadáver del perro, vio a su hija tirada en la hierba. Tenía los ojos abiertos, vueltos hacia arriba y un hilo de sangre le bajaba desde la comisura de la boca hasta la barbilla. Dio un paso atrás perturbado por la visión. Entonces la realidad se hizo de golpe y distinguió al animal muerto. El hombre se sintió aliviado de que no fuera su hija la que estaba sobre el césped con los intestinos colgando. Por otro lado tomó conciencia de lo que acababa de hacer. Había captado la atención de los presentes. Notó sus miradas clavándose como dardos. Y a modo de disculpa susurró:


-        Es una puta. Ella es una puta…


pepe pereza - ESQUINAS - EDICIONES LUPERCALIA

ANSIEDAD - LA VIDA DE UN YONKI - GABRIEL OCA FIDALGO - EDICIONES LUPERCALIA

La vida en el fondo es como ese anuncio de Cucal: Nacen, crecen y desaparecen. Lo malo es que entre nacen y desaparecen tienes que estar bien pillado en la trampa, en tu jaula sin moverte hasta la próxima viñeta: guardería, barrio sésamo, catequesis, estudios primarios, secundarios, universidad… tu curro mongoloide, servicio militar y vuelta al trabajo… la novia, el currelo, matrimonio, las letras, el buga, ¡mis galimbas!, la familia y todo el lote completo: res-pon-sa-bi-li-da-des. Planes de jubilación, ahorros varios y viajes por puntos con el INSERSO, ¡a bailar los pajaritos en Ibiza con setenta berejes!. Y luego los nietos, que por supuesto nacen, crecen, desaparecen: estudios, catequesis, ¡blablablablas! Y así hasta el final. Del coño al nicho bien fichado en el catastro, del paritorio a la tumba disparado como un bólido. Ni un momento para entrar en boxes y hacer un alto, alejarse un poco del rebaño y berrear.

De: Gabriel Oca Fidalgo, en ANSIEDAD -Vida de un yonki- (Lupercalia, 2014)

www.edicioneslupercalia.com

martes, 5 de agosto de 2014

DIVAGARIO - ANTONIO LEAL


DESDE ENTONCES AQUÍ
aquí, de ese entonces hasta aquí,
de alguna manera en forma igual a la lasitud
que los peces tienen
cuando respiran lentamente bajo el agua,
y  andan nadando en la nada
de saber que sabe a nada el agua,
y  desde allí edifican su babelia,
todo un mundo de cosas
que no tienen memoria
en la innecesaria nada de los nombres.
aquí, desde ese entonces aquí,
también es babel tu nombre,
y el nombre de tu nombre,
y el silencio de tu nombre,
la prosodia extinta,
y la ortodoxia de tu callado nombre.
aquí, desde ese entonces aquí,
de cualquier modo, oh Circe,
te evocaré licántropa, y lejana,
dispensaria de todos los ensueños,
amante, hermana, mimusamagamásamada,
faro en la penumbra de los náufragos,
diaconisa enamorada,
heliogábalo que nada hacia el sol de una
sonrisa, 
entonces ángel de mi guarda
que en el costado izquierdo de mí respira
mientras duermo,
pastora del insomnio,
hechicera que procura cicatrices
cada noche, hogaña,
aquí, en esta isla de solísimas arenas.
ven, dame tus mastrujes,
véndame con un paño de ternura,
ungüenta un matallagas,
vendimia menjurjes de indolencia
que hagan olvidar que el tiempo pasa,
y nos desnuda,
ven, oh, prójima,
es el tiempo de dios que nos alcanza,
ven,
artimaña una pócima eficaz que evite el olvido,
dame, hermana, en un trago la memoria de tu
nombre.


ANTONIO LEAL.( DIVAGARIO)

domingo, 3 de agosto de 2014

EL ÁNGEL

Me llamo Ángel y nací en junio del 61, Géminis, por tanto, ascendente en Leo. ¿Mi infancia? feliz, media, normal, hijo de un periodista y una relaciones públicas. Ellos quisieron darme una educación liberal y yo la seguí hasta que escuché mi primer disco de rock´n´roll, el Beatles for sale. Ahí comenzaron los problemas y la diversión. Ya me había ligado unas cuantas borracheras del copón bendito cuando con quince años, tuve la oportunidad de acudir a un concierto de Lou Reed. Aquello me transformó y dejé reinar el lado salvaje. Habían pasado unas cuantas noviecitas a mi través cuando conocí el significado de la letra "Heroin". Yo iba a ser músico y toxicómano y lo supe desde ese momento.


Dejé de estudiar y me dediqué a comer anfetaminas y ácidos, a fumar miles de porros, me mataba con los colegas, el país andaba cambiando y recibí unos cuantos porrazos en el lomo tonteando con cuestiones políticas. Era cojonudo tener quince años y estar corriendo delante de los maderos y devolverles los botes de humo a patadas. Fue también en aquellos días cuando eché mi primer polvo con una nena rubia y con buenas tetas a la que siempre tendré un cariño inmenso. Estuvo cantidad de lindo, la abandoné rápidamente. Habitualmente he sido un cabrón y un tramposo en mi relación con las mujeres hasta que, bastantes años después, me enamoré de veras. Entonces sufrí porque todo se termina. De eso siempre se encarga alguien o algo.

Empecé a tocar la guitarra, a cantar y componer canciones con los tres acordes básicos. Nunca he sido un técnico en nada, maldita la falta que me hace, eso no impide que en mi infancia haya estudiado algunos años de piano y solfeo, incluso quería llegar a ser director de orquesta. Y nacieron los Escaparates, mi primera banda estable. Nuestra intención era ser los más duros de todos y lo conseguimos, creo. Hicimos más ruido que nadie, un estruendo de mil demonios. Nuestra actitud era lo más bestia y arrogante que podíamos. Nos vestimos de negro cuando todos lo hacían con espantosos colores fosforescentes. Tocábamos temas de veinte minutos cuando los demás resolvían en tres o en cuatro. Llevábamos unos cuantos meses chutándonos heroína por aquel entonces, nos echaban de todos los locales de ensayo por yonquis y por no pagar, nos empezaron a llamar desde el ejército. Peleas y motines en nuestros conciertos. No nos dejaban tocar en ningún sitio nuestra mercancía se había vuelto demasiado peligrosa, así que el asunto se convirtió en algo enormemente complicado y cada uno por nuestro lado, nos dedicamos a ir completando nuestros destinos como buenamente se podía. Allí estuvieron César Scappa, Eduardo Benavente, el Porras y el Bazaco. Fuimos los mejores y nadie se enteró. 
Que les den por culo.

Mis padres musicales podrían ser gente como Dylan, Lou Reed y Velvet Underground, Jim Carroll, Iggy, Los Heavy Metal kids, La Banda Trapera del Río, Billie Holiday, Patty Smith y Ray Charles, y por supuesto Johnny Rotten y los Sex Pistols .Yo soy de esa generación y es un orgullo. Eso que hablamos la Otra noche del rock yonqui es una mierda y no existe, Alberto. Lo único que hay es un número limitado de gente que sangra con su música y sus canciones. Esos son los que valen, se chuten o no. Literariamente mis fuentes tenían que venir, evidentemente de Rimbaud, Shakespeare y William Burrougs, porque durante toda mi vida me gustó escribir y también lo hice sin continuidad, sin disciplina. De vez en cuando me sentaba delante del papel y abría mi alma. Tú vas a publicar ahora los resultados. Era el mejor en redacción en la escuela. He querido continuar siéndolo después aunque creo que no debo haberlo conseguido. Ahora es más dura la competencia. 

Siguiendo con lo que decíamos, yo ya estaba supermetido en la aguja y sus negocios asociados, y finalmente me ligaron los militares y me pusieron a tocar el tambor en la banda. Por un lado fue bonito,siempre me fascinaron las procesiones de Semana Santa. Salí y llegaron las complicaciones reales, las de verdad. La policía, las deudas, el abandono, hospitales psiquiátricos y mi primera huida, París, la ciudad más guapa del mundo. Me divertí como un cerdo durante un año y tuve una novia australiana, muy mona ella, se llamaba Sue y quería llevarme a Brisbane a "currar" en un restaurante que sus adinerados viejos le iban a montar. Eso quedaba demasiado lejos. Trabajé de albañil y de fotógrafo en una sala de fiestas. Gané pasta, retorné a Madrid al final del verano para, supuestamente, ver unos días a mi madre y después largarme a la playa. Además estaba desenganchado, me había ganado un descanso .Pero las cosas son como son, no salí de la ciudad y me fundí todos los billetes en un par de semanas por la vena, a saco. Luego ya no sé, sucedieron un montón de historias. Vendí mucho caballo, robé a mucha gente, muchos de mis amigos murieron. Mientras tanto, iba creando grupos fantasma que se desintegraban tras tres ensayos. Perdí lo poco que algún día tuve, intenté una nueva temporada en la ciudad luz, un París que en esta ocasión se me hizo un infierno desde la habitación de una sórdida pensión.

Me vine de nuevo. Entonces fue cuando apareció Concha, una princesita encantadora que le tangué al soplapollas de Javier Benavente, amor y heroína, heroína y amor. La vida deshizo nuestro maravilloso episodio por la cara. Supe lo que es estar jodido de verdad y sentirme impotente, me castigué todo lo que pude hasta que acabé en un estado lamentable, en una granja-clínica en medio de los Pirineos. Sobredosis de naturaleza, terapias individuales, terapias de grupo, autoanálisis, autocrítica, introspección ¡Y una polla pa su boca! Me largué para siempre aprovechando el hecho de que en el Studio 54 de Barcelona actuaban Iggy y mis amigos los Mercenarios. Allí estaba el Dogo. Retomé la calle con avaricia. Obtenía los talegos que necesitaba para inyectarme tocando la guitarra y cantando en las terrazas de los restaurantes.

Ya sabía que tenía anticuerpos del SIDA desde hacía cuatro o cinco años. Al principio no me importó demasiado y continué dándome caña. Tenía el espíritu colapsado por otras causas, así que, a finales del 91, asqueado, tomé la decisión de irme lo más lejos posible y romper con todo. Crucé el charco y aparecí en Montevideo, Uruguay, donde nació mi vieja y donde aún contaba con algunos familiares presumiblemente dispuestos a echarme un cable.
Pero todo era un fraude, en el fondo yo no quería cambiar de vida. Al poco de llegar me encerraba en un cuarto de mi húmedo apartamento y pasaba días enteros pinchándome cocaína en soledad con todo lo que eso significa. Después controlé una historia para sacar ampollas de morfina de un hospital decimonónico. Tuvimos la fiesta completa. El alcohol y los tranquilizantes e hipnóticos también rondaban por allí. me enamoré de una niñata que no me merecía y que me trató mal, y me deprimí, y empecé a ponerme muy enfermo. Las cuatro letras activaron su poder diabólico e hicieron un trabajo de puta madre. Un mes de pneumonía y otro de internamiento cargado con una tuberculosis espectral en un hospital tercermundista de terminales me hizo darme cuenta de muchas cosas, entre ellas, de que estaba casi muerto.

Y me rebelé. Pensé que si salía vivo de allí lo iba a intentar de nuevo. Sacar adelante mis poemas y mis canciones, creo que valen la pena y no quería que siguieran agonizando en un cajón.

Tras muchas angustias reaccioné a los tratamientos, mejoré, regresé a España, lo que siempre ha sido un placer. Pasé todavía unos meses de ostracismo encerrado en casa y sin querer ver a nadie, convaleciente y apaleado. Un día cualquiera mi padre me dijo que si quería acompañarle a una actuación de Enrique Morente. Y fui, no por qué. Es el destino quien prepara ciertas citas. Allí me encontré con Curra, la chica de mis sueños desde los tiempos de los Escaparates. Me dio un beso y un abrazo que revolucionaron absolutamente mi existencia. Iban cargados, como me explicaría después.

A partir de ahí comencé a escribir y a cantar de nuevo. Me puse a la caza de un editor y una discográfica, Yo sé que lo hice fundamentalmente por ella.
Decidimos grabar en Sevilla porque muchos de los músicos que iban a participar son de allí. Nos salía más barato y es una ciudad que adoro. Estaba claro, los chavales se portaron, los tuve a casi todos, mis amigos: a Ana, al Dogo, a Juanjo y a Miguel, de los Mercenarios, a Tony, un monstruo con la batería,
a César Scappa, el único de los Escaparates que pudo estar y que incluso canta una canción conmigo, a Rafa Gálvez con el tubo y a muchos otros compañeros que aportaron su valentía y sus escalas a pesar del potente calor que hacía. La grabación fue muy bien desde el principio.
Nos tomábamos las cosas con cierta calma como hacen por el sur hasta que a los pocos días llegó ella y todo entró en una auténtica ebullición.
Vivimos una increíble historia de amor y eso está perfectamente reflejado en el disco, un gran disco. Mi nuevo grupo se llama El Ángel y los Volcánicos. Aunque ahora no sé bien qué pasa, se está derrumbando el sueño y yo me siento cansado pero con una atroz ansiedad por amar y vivir, mucho me temo que no voy a poder hacer ni lo uno ni lo otro. Lo único que tengo claro son mis tres objetivos a corto plazo. Mi libro, mi disco, el otro no lo voy a decir aquí pero tú ya lo sabes.
Es lo que me va salvando.

Ana Curra leyendo a El Ángel (Ángel Á
lvarez). Acompañada de Alberto García-Alix, Cesar Scappa (Escaparates) y Juan Diego Fuentes (Dogo y los mercenarios).
Valiente Inverso. La casa del reloj 28/IX/2013.