EL PERRO
Apuró la bebida de un trago y
pidió más de lo mismo. El camarero le llenó la copa y él la vació de inmediato.
Con un gesto indicó que volviese a llenarla y el barman así lo hizo. Esa vez se
lo tomó con calma, es decir, a pequeños sorbos. Estaba tan conmocionado por lo
que había visto que únicamente el alcohol podía tranquilizarlo. Al recordarlo
se le revolvió el estómago y estuvo a punto de vomitar sobre la barra. Abandonó
la bebida a medio consumir y corrió hasta los servicios. Le dio el tiempo justo
de asomarse al retrete y soltar por la boca: desayuno, almuerzo y el coñac
recién ingerido. Lo echó todo en media docena de vómitos convulsos y amargos.
Tiró de la cadena y se sentó sobre el inodoro para recuperarse. No podía
asimilar lo sucedido. No quería hacerlo. Se echó a llorar. Hacía un cuarto de
hora que había visto a su hija al otro lado de la acera. Le extrañó, ya que a
esas horas ella tendría que estar en la oficina donde trabajaba. La llamó pero
con el ruido de la calle no le oyó. Se fijó en que iba muy ligera de ropa. Un
coche se detuvo a su lado y ella mantuvo un breve coqueteo con el conductor.
Después montó en el automóvil. Él observó cómo el vehículo se ponía en marcha y
se perdía entre el denso tráfico. Al principio no entendió qué pasaba. No
consiguió comprender el comportamiento descocado de su hija con el conductor ni
por qué iba tan escasa de ropa. No lo dedujo hasta que se fijó en las otras
señoritas que aguardaban junto a la acera y que iban vestidas de la misma guisa
que su hija. Entonces cayó en la cuenta de que eran prostitutas a la espera de
un cliente. Su hija había encontrado al suyo y en esos momentos estaría
ocupándose de él. Otra arcada. Apenas le quedaba nada en el estómago, tan solo
bilis y saliva. Cuando dejó de echar espumarajos y babas se incorporó y trató
de serenarse. El solo hecho de pensar en su hija chupándole la polla a un
desconocido le hizo enfermar hasta el punto de vomitar otra vez.
Definitivamente ya no le quedaba nada en las tripas. Se lavó la cara, salió de
los servicios y se dirigió a la puerta del local. El camarero le llamó la
atención:
-
Oiga, que no ha pagado…
Arrojó un billete sobre la barra
y se marchó sin esperar el cambio. En la calle hacía frío. Caminó de regreso a
casa preguntándose si debía, o no, contárselo a su mujer. No se vio con fuerzas
para una confesión de tal magnitud. No quería ver a su esposa angustiada por
culpa de su hija. Si ella se enterase… Estaba seguro de que no lo soportaría.
Un disgusto así la mataría. Todo era demasiado complicado. Ni siquiera podía
pensar con claridad. Sus emociones eran una amalgama que iba de la decepción
más absoluta a la tristeza más dolorosa, pasando por el disgusto, la ignominia
y el enfado. Que a cada segundo que pasaba era más y más evidente. Qué padre
que se preciase de serlo no estaría cabreado al descubrir que su hija era una
fulana. Estaba furioso, más que furioso. Su esposa y él le habían dado todo. Se
habían sacrificado de cien mil maneras diferentes para que no le faltase de
nada. Y ella, su hija del alma, se lo agradecía haciéndose puta. Sí, realmente
estaba rabioso ¿Cómo había caído tan bajo? ¿Cómo? Sintió deseos de matarla, de
agarrarla por el cuello y apretar, apretar, apretar, apretar, apretar, apretar…
La vista se le nubló y estuvo a punto de desplomarse. Se acercó a un banco y se sentó en él. Le
dolía el pecho y le faltaba aire. Respiró profundamente. El sudor le caía por
la frente y la espalda. Notó cómo su camisa se empapaba debajo de la chaqueta.
Por un momento creyó que no iba a sobrevivir y que moriría allí mismo de un
ataque al corazón. Casi se sintió aliviado ante esa perspectiva. Si moría se
libraría de tener que hablar del tema con su mujer. Sobre todo se libraría de
tener que mirar a su hija la próxima vez que se encontrasen.
A los pocos minutos se recuperó.
Su respiración se acompasó y su corazón volvió al ritmo acostumbrado. Levantó
la mirada. Todo seguía igual. Al mundo se la sudaba que su hija fuera una
prostituta. Sintió deseos llorar, pero el hecho de estar en un sitio público le
cohibió. No pudo entender por qué ella derrochaba su juventud optando por ese
modo de ganarse la vida. Un pitbull llegó hasta el banco donde estaba sentado.
El perro le olisqueó los zapatos. A él nunca le gustaron los perros, menos si
eran tan grandes. Apartó los pies escondiéndolos debajo del banco. El perro
siguió con el hocico pegado a ellos. Pensó en darle una pequeña patada pero
tuvo miedo de enfadarlo y que le mordiera.
-
Vete de aquí, chucho del demonio.
El perro le miró de soslayo y
luego volvió a los zapatos.
-
¡Maldito animal! ¡Fuera!
Un joven de la edad de su hija se
acercó al perro y cogiéndole por el collar lo apartó del banco.
-
Vamos Thor.
-
Los perros tienen que ir con correa. Está prohibido
dejarlos sueltos.
-
Tranquilo, no es peligroso.
-
Da igual que sea o no peligroso, el caso es que está
prohibido que los perros vayan sin correa.
-
Lo que usted diga, abuelo.
-
¡Maldito hijo de puta! Te metes tu condescendencia por
el culo, ¿me oyes?
-
¡Sin insultar, eh! Que yo no le...
-
Os creéis que por ser jóvenes tenéis derecho a hacer lo
que os venga en gana. No respetáis las leyes, ni a vuestros mayores. Sois unos
sinvergüenzas y unos caraduras.
-
Pero, oiga…
-
Estáis acostumbrados a pedir y a recibir sin dar nada a
cambio. No valoráis las cosas porque os han sido dadas. No habéis pasado
penurias como nosotros. No sabéis lo que es trabajar de sol a sol. Pero algún
día os daréis cuenta de lo equivocados que estáis.
-
Mire, abuelo, los sermones ni en Misa.
-
Yo no soy tu abuelo, ¿me oyes?
El perro al notar que las cosas
se descontrolaban se puso a ladrar y a enseñar los dientes. El joven tuvo que
agarrarlo firmemente de la correa.
-
¡Que te jodan, viejo cascarrabias!
Y se alejó tirando del collar del
pitbull.
El hombre salió del parque, llegó
al portal de su casa y entró. Unos minutos después salió con una escopeta de
caza. Tomó el camino de regreso y lo recorrió presuroso. La rabia que sentía le
había nublado el juicio. Llegó al lugar y buscó al joven. Lo vio a lo lejos
charlando con otro muchacho. Escudriñó los alrededores hasta dar con el perro.
El animal correteaba por el césped sin ser consciente de lo que se le venía
encima. El hombre apuntó con el arma y, cuando estuvo seguro de no fallar,
apretó el gatillo. Las postas impactaron en la barriga y el pitbull se desplomó
en el suelo con las tripas fuera. Por un momento, en vez del cadáver del perro,
vio a su hija tirada en la hierba. Tenía los ojos abiertos, vueltos hacia
arriba y un hilo de sangre le bajaba desde la comisura de la boca hasta la
barbilla. Dio un paso atrás perturbado por la visión. Entonces la realidad se
hizo de golpe y distinguió al animal muerto. El hombre se sintió aliviado de
que no fuera su hija la que estaba sobre el césped con los intestinos colgando.
Por otro lado tomó conciencia de lo que acababa de hacer. Había captado la
atención de los presentes. Notó sus miradas clavándose como dardos. Y a modo de
disculpa susurró:
-
Es una puta. Ella es una puta…
pepe pereza - ESQUINAS - EDICIONES LUPERCALIA