martes, 18 de noviembre de 2014

EL SILENCIO QUE HAY ENTRE CADA LATIDO

Hay días malos, como hoy, que tengo que cerciorarme de que sigo aquí, respirando. Para ello necesito poner la mano en el pecho y sentir los latidos del corazón. Solo así puedo estar seguro de que estoy vivo. Me lo repito una y otra vez: Estás vivo, estás vivo, estás vivo, lo demás no importa… Un claxon me trae de vuelta de mis pensamientos. Por el retrovisor de la izquierda veo que un tipo asoma la cabeza por la ventanilla de su coche.
-        Espabila, capullo, que está en verde.
Le enseño el dedo corazón a la vez que suelto el embrague, piso el acelerador y me uno al tráfico. Hace frío. No sé dónde leí que los consumidores habituales de hachís tienen la temperatura más baja que el resto de las personas, quizás por eso siempre llevo los pies helados. Subo la calefacción y me enciendo un cigarro. A esta hora el tránsito de vehículos está en pleno apogeo y hay que andarse con mil ojos, sobre todo en las rotondas, donde todo el mundo se olvida de usar los intermitentes. El día está gris y no creo que tarde en llover. Los nubarrones que cubren el cielo son una prueba fehaciente de que llevo razón. Después de dar varias vueltas encuentro un sitio libre. Aparco y salgo del coche para hacer el resto del camino a píe. Joder, hace un frío del carajo. Me subo el cuelo el abrigo y acelero el paso. Llaman al móvil. Es la mujer con la que estoy citado.
-        Llevo aquí desde hace quince minutos.
-        Estoy llegando.
-        No me gusta que me hagan esperar.
-        Es que no encontraba aparcamiento.
-        Tampoco me hacen gracia las excusas.
Cuelga. Mierda, está enfadada. Ahora todo será más difícil. Llevo dos meses sin catar una comisión. Si pierdo esta venta estoy jodido. Echo a correr.
Llego al lugar de la cita sin aire en los pulmones. Ella aguarda junto a la puerta de la propiedad que tenemos en venta. Se ve a la legua que está irritada por la espera. Me disculpo mientras trato de recuperar el aliento. Lo peor viene cuando meto la mano en el bolsillo en busca de las llaves de la casa y me doy cuenta de que las he olvidado en la guantera del coche. No me queda más remedio que rogarle que me espere unos minutos más. Le sugiero que lo haga en la cafetería de la esquina. Veo en su cara el cabreo que le causa mi incompetencia. Para colmo se pone a llover.
Regreso a la cafetería empapado hasta los huesos. No encuentro a la mujer por ningún lado. Pregunto al camarero. Me dice que hace un momento ha pasado un taxi a recogerla. Maldita sea. Otra venta perdida. En la agencia me van a colgar. Ya que estoy aquí aprovecho para entrar en calor. Le pido al barman un lingotazo de segoviano. Con el whisky en el cuerpo me siento mejor. Voy a pedir otro pero de pronto me entran unas ganas enormes de cagar. Me acerco a los servicios. Están ocupados. Joder, necesito evacuar urgentemente. Decido hacerlo en la casa que tenemos en venta. Sé que ahí no me molestara nadie.
La vivienda consta de dos plantas y una pequeña piscina en el jardín trasero. En la planta baja están el salón, la cocina y uno de los baños. En la de arriba se encuentran los dormitorios y el baño principal. Es la típica finca que compran los aspirantes a millonarios pero que aun no lo son. En ninguno de los baños hay papel higiénico, menos mal que guardo un paquete de pañuelos de papel. Me siento en la taza y dejo a los intestinos a su libre albedrio. A mitad del vaciamiento: ♫♫♫♫♫♫ ♫♫♫♫♫♫  ♫♫♫♫♫♫ El que llama es Gonzalo, mi jefe.
-        ¿Qué pasa, Gonzalo?
-        Dímelo tú.
-        ¿A qué te refieres?
-        Me acaba de llamar tu clienta para decirme que la has dejado tirada en una cafetería.
-        No sé qué te habrá contado esa zorra pero la cosa no ha sido así.
-        Me da igual cómo haya sido. El caso es que me tienes hasta los cojones y no estoy dispuesto a pasarte ni una más. O te pones las pilas o te vas a la puta calle. ¿Me has entendido?
-        Perfectamente.
-        A ver si es verdad.
Cuelga. El cabrón me tiene ganas desde hace tiempo y seguro que se lo cuenta a los mandamases. Estoy acabado. Me limpio con los pañuelos de papel y tiro de la cadena. Para mi desgracia no hay agua. Joder, el día ya es suficientemente malo para que encima ocurra esto. Observo el zurullo flotando en el retrete. Me dan ganas de llorar. Me subo los pantalones y salgo del baño. Necesito un respiro. Subo la persiana del ventanal del salón. A través del cristal veo cómo las gotas de lluvia golpean contra las hojas secas que flotan en la piscina. Mira por donde tengo la solución delante de mis narices. Busco un cubo por la casa. Lo encuentro en la cocina. Salgo al jardín. Lleno el cubo con el agua de la piscina y cargo con él hasta el cuarto de baño. El zurullo sigue flotando dentro de la taza, desafiante y altivo. Vierto el agua encima y hago que desparezca de la vista. Después de esto me siento mejor. Viene bien una pequeña victoria en un día plagado de fracasos. Lo celebro liándome un porro. Me siento en las escaleras a fumar. La casa carece de muebles y es el único sitio donde puedo acomodarme. Mientras fumo me palpo el pecho. Pom-pom (silencio) Pom-pom (silencio) Pom-pom (silencio) Pom-pom. Si los latidos del corazón son vida, el silencio que hay en medio por fuerza debe de ser la muerte. Porque ¿qué pasa si el silencio se prolonga? Uno se muere. Por consiguiente ese breve silencio es la propia muerte suspendida entre un pálpito y el siguiente. Tengo miedo de este pensamiento. De pronto escucho un ruido seco: PLOW. Bajo al salón para ver qué ha pasado. En el ventanal hay restos de sangre que chorrean mezclados con la lluvia. Fuera un pequeño búho revolotea en el césped. El pobre bicho se ha estrellado contra el cristal y ha quedado malherido. Salgo al jardín y me acerco a él. El mochuelo mueve las alas en un intento desesperado por echarse a volar, pero está lisiado y le es imposible remontar el vuelo. Lo recojo. Sus plumas están mojadas aun así puedo sentir el calor que desprende su cuerpo. Entro en la casa con él entre las manos. Mi imagen se reflejada en sus grandes ojos. Sé que está asustado y dolorido. Intento tranquilizarlo acariciándolo suavemente. En un momento dado deja de respirar y muere. De no haber subido la persiana del salón seguramente el búho no habría chocado contra el cristal y ahora seguiría vivo. Yo tengo la culpa de su muerte. Llegar a esta conclusión me deja hecho polvo.
Entro en la misma cafetería que he estado antes y pido un segoviano. Me lo bebo de un trago y pido otro.
-        Mal día.
-        Malo no, lo siguiente.
-        Tómeselo con calma.
No sé si el camarero se refiere al whisky o a la vida en general.
Conduzco de regreso a casa. Sigue lloviendo a mares. Me detengo en un paso de cebra para ceder el paso a un tipo disfrazado de oso de peluche. De su cuello cuelga un cartel que dice: SE REGALAN ABRAZOS. En un principio siento lástima por él ya que a nadie le gusta estar bajo la lluvia vestido como un fantoche, no obstante, ahora que lo pienso un abrazo me sentaría de maravilla. Seguro que me levantaría el ánimo. Llego a las inmediaciones de mi piso y busco aparcamiento. Como era de prever no hay ninguno. Tengo que alejarme varias manzanas para encontrarlo.
Entro en casa calado hasta los huesos y con la moral por los suelos. Marta me recibe con la misma indiferencia de siempre. Me acerco a ella y le pido que me abrace. Se aparta de mí alegando que me apesta el aliento, de seguido va a refugiarse a la cocina. Me siento en el sofá totalmente deprimido. Me llevo la mano al pecho y después de notar los latidos del corazón me digo: Estás vivo, lo demás no importa.

pepe pereza

miércoles, 12 de noviembre de 2014

LISTA DE ILUSTRADORES DE "ESQUINAS"

PORTADA – Henry González 
PRÓLOGO - Julia D Velázquez 
DEFORME - Pedro Espinosa 
TABACO, LÁGRIMAS Y LLUVIA – José Mª Lema 
EL REY DE LOS TEJADOS - Pedro Espinosa
CANCIONES - Pablo Gallo 
LA LEY DEL MÁS FUERTE – Marina Hernáez
UN DÍA DE SUERTE - Luis F Sanz
OSCURIDAD - Toño Benavides 
EL PERRO - Enrique Cabezón
LA TOALLA - Valle Camacho 
DOLOR DE MUELAS - Gsús Bonilla 
CUERO - Andrés Casciani 
DINERO - Bruno G Valencia
EL PRODUCTOR - Óscar M. Salomón 
ALZHEIMER – LeRaúl – Raúl Barbolla 
LA MOSCA – Velpister 
LA VETERANA - Mónica Carretero 
EL VESTIDO – Lady Marrana
LA CITA - Antonio Lorente 
PARAÍSO E INFIERNO - El niño de las pinturas 
LA NEGRA - Mik Baro 
LLUVIA - Omar Figueroa Turcios 


sábado, 1 de noviembre de 2014

DEMASIADO CALOR PARA NOVIEMBRE

Principios de noviembre y seguimos con un calor del demonio. De hecho parece que estemos en pleno agosto. Hoy mismo los termómetros marcan 27º. Lo mires como lo mires esto no es normal, y menos en el norte. Otros años por estas fechas el frío ya estaba haciendo de las suyas. Para que luego vayan diciendo por ahí que el cambio climático es una milonga. Aun con todo, la gente está encantada con esta prórroga veraniega, pasean por las calles tan campantes luciendo sus camisetas de manga corta y sus bermudas. Sinceramente, a mí todo esto me preocupa. Temo que sea la calma que precede a la tempestad y miro al cielo con desconfianza. Estoy sentado en un banco del parque con estos devaneos en la cabeza cuando veo acercarse a una anciana cargada con una bolsa de plástico. Lo que más me llama la atención es que viene descalza de un pie. Según se acerca noto que está desorientada. Hay algo en ella que me recuerda a mi madre, quizás sea eso lo que me impulsa a ofrecerle ayuda.
-        ¿Se encuentra bien?
-        Por favor ¿sería tan amable de llevarme a casa?
-        ¿Dónde vive?
-        El caso es que no lo recuerdo.
-        ¿Lleva encima el carnet de identidad?
Se palpa los bolsillos con la mano libre pero no encuentra nada.
-        No lo tengo.
-        No se preocupe. Dígame cómo se llama.
-        Eso tampoco lo recuerdo.
-        Señora, no me lo está poniendo fácil.
-        Lo siento, no me acuerdo de nada.
-        Está bien, tranquilícese. ¿Me deja mirar dentro de esa bolsa? Tal vez tenga ahí su documentación.
La señora me pasa la bolsa. Al abrirla noto cómo la Tierra deja de girar y todo se paraliza a mí alrededor. La gente se detiene en seco, el tráfico también, incluso los pájaros que vuelan quedan colgados en el aíre como si de una fotografía se tratase. Dentro de la bolsa hay una fortuna. Billetes y billetes. Centenares de ellos.
-        Pero, señora ¿dónde va con todo esto?
-        No sé.
La anciana no hace mención de que le devuelva la bolsa, tan solo deja escapar un suspiro.
-        Estoy tan cansada.
En mi vida había visto tanto dinero junto. Es una visión maravillosa.
-        Joven ¿usted no sabrá dónde está mi zapato?
-        No.
-        ¿Me ayudaría a buscarlo?
-        Señora, con toda la guita que lleva aquí puede comprarse una zapatería entera.
-        Prefiero estos por lo cómodos que son.
-       
-        ¿Me ayudará?
Sería tan fácil salir corriendo con el dinero.
-        Está bien, la ayudaré a buscar su zapato.
-        Es usted muy amable.
Me coge del brazo y marchamos por el sendero por el que unos minutos antes llegaba. Sigo teniendo la bolsa, ella en ningún momento ha hecho alusión a que se la devuelva así que me encargo de llevarla.
-        Supongo que no se acuerda de dónde lo ha perdido.
-        No, hijo, no me acuerdo.
Continuamos en busca del zapato. Aunque yo no paro de pensar que este dinero puede ser mío. Tan sencillo como salir corriendo…
Dejo de teclear. Qué haría yo si me encontrase en lugar del personaje del relato. ¿Le quitaría el dinero a la anciana o le seguiría ofreciendo ayuda? Por otro lado tengo que pensar cuál de las dos opciones le viene mejor a la narración. Es lo que tiene la ficción, que debes tomar un montón de decisiones. A mí, realmente lo que me gusta escribir son relatos que hablen de mi vida cotidiana. No obstante, soy un ser solitario que se pasa el día encerrado en casa, y claro, sobre eso no hay mucho que contar. Así que de vez en cuando tengo que echar mano de la imaginación y ficcionar alguna historia. La verdad es que no me cuesta meterme en la piel de otros personajes, fui actor durante muchos años y eso me ayuda a la hora de retratarlos en el papel. Sin embargo, las historias de ficción que escribo normalmente me dejan un saborcillo a derrota. Por bien redactadas que queden no puedo evitar sentirme como un niño pequeño que le ha colado una trola a su profesora. Conste que por mucha ficción que lleven mis cuentos siempre procuro aplicar varias pinceladas de verdad. Por ejemplo, esta historia que escribo me la sugirió el titular de un periódico que decía así: LA POLICÍA AUXILIA A UNA ANCIANA QUE DESORIENTADA VAGABA POR LA CIUDAD CON UNA BOLSA LLENA DE DINERO. La señora y su bolsa de dinero existen, son reales. Yo lo único que hago es adueñarme de la historia. Por supuesto me tomo mis licencias, de otra forma seguiría siendo una noticia en un diario local y no un relato de ficción.
… No hay manera de encontrar el dichoso zapato. Empiezo a cansarme de esta búsqueda sin sentido. Si no fuese un calzonazos ahora estaría en casa contando el dinero, pero no, aquí sigo como un idiota. Por mucho que lo intento no dejo de escuchar una voz interior que me grita: Escapa. Lárgate con la pasta. No obstante, los músculos de mis piernas hacen caso omiso de la voz y se limitan a seguir el ritmo que marca la anciana con su lento y cansado caminar. ¿Es porque se parece a mi madre? ¿Ese es el motivo? ¿Se trata de eso? No puedo creerme que un gesto tan cursi y estúpido me impida hacerme con la bolsa.
-        Joven, me duelen los pies ¿podemos descansar un rato?
Nos acercamos hasta un banco y nos sentamos en él.
-        Hace un día precioso ¿verdad?
-        Sí, señora. Un día cojonudo.
Si no me hago con el dinero me voy a arrepentir, sé que si no lo hago tarde o temprano me arrepentiré…
Me levanto y me acerco a la ventana que da al parquecillo. La abro y de inmediato el salón se llena con las voces de los chiquillos que juegan abajo. Realmente parece que estemos en pleno verano. No es normal que el invierno esté a la vuelta de la esquina y los árboles sigan con las hojas verdes. Este calor no es habitual para el mes que estamos. Me apetece un café, así que me llego a la cocina y pongo la cafetera al fuego. Mientras el agua hierve me pregunto si merece la pena seguir con el relato. Me enciendo un cigarro y salgo a la terraza a fumármelo. Si tuviera claro el final podría juzgar mejor. A veces, como es el caso, comienzo un relato sin saber cómo va a terminar. Me gusta dejarme arrastrar por los personajes y ver dónde me llevan. Es lo bueno de la ficción. Oigo el silbido de la cafetera. Apuro el pitillo y entro en la cocina.
Sopeso si continúo con la historia de la anciana o empiezo otra nueva. Una que muestre parte de mi vida. No sé, quizás podría hablar del temor que le tengo al cambio climático. Por otra parte es una pena desperdiciar lo que ya tengo escrito. Con el final adecuado podría ser un buen relato.
… Una oportunidad como esta solo se presenta una vez en la vida. Tengo que hacerlo. HAZLO. Salgo corriendo con la bolsa fuertemente aferrada a mi mano. Corro a toda velocidad. Lo más rápido que puedo. Me imagino la cara de la anciana, sorprendida por mi inesperada reacción. Noto sus ojos clavados en mi espalda observando cómo me alejo de ella. No dejo de ver esa cara que tiene rasgos parecidos a los de mi madre. Aun así sigo corriendo. Corro porque también veo otras muchas cosas que podré hacer con el dinero. Cosas que nunca me he podido permitir. Cosas bonitas y caras. Veo viajes exóticos, mujeres, divertimento, drogas, ropa de diseño. Veo una casa amueblada a mi gusto, veo montones de libros… Puede que ahora me remuerda la conciencia, pero cuando me esté dando la gran vida seguro que se me pasa. Fijo que tumbado en la playa con un mojito en la mano los remordimientos son más llevaderos…
Necesito llamar a mi madre. Puede que hablando con ella encuentre la clave para terminar el relato.
-        Dígame.
-        Mamá, soy yo.
-        Hola, hijo.
-        ¿Qué haces?
-        Aquí viendo la tele.
-        ¿Qué ves?
-        Un programa de esos que no hacen otra cosa que gritarse.
-        ¿Y para qué ves esa basura?
-        Me entretiene.
-        Ya.
-        ¿Llamabas por algo?
-        No, solo para saber cómo estabas.
-        Estoy bien ¿y tú?
-        También.
-        ¿Has comido?
-        Sí.
-        Mira que te estás quedando muy delgado.
-        Como bien, mamá. No te preocupes por eso.
-        Cuando vengas a verme el domingo tendré preparada una paella.
-        Hum, ya estoy deseando probarla.
-       
-       
-        Bueno, hijo. Me alegra que hayas llamado.
-        Mamá, cuídate mucho.
-        Lo haré.
-        Un beso.
-        Un beso.
…Corro. Es tan fácil como correr. Cada metro que avanzo estoy más cerca de todas esas cosas que nunca antes me he podido permitir. Miro al frente, hacia el horizonte. Todo parece diáfano y pronosticado. Me aferro a ese sentimiento. Entonces lo veo tirado en medio del camino. Es el zapato de la anciana. Sin lugar a dudas es el suyo. Algo superior a mí me obliga a detenerme. Siento la tensión de una vida entera atenazándome los pulmones y la fuerza devastadora de un agujero negro en mi estómago. Un torbellino de jugos gástricos y miedo. Debo ser fuerte. Si me ablando y recojo el zapato habré fracasado. Si lo hago dejaré escapar la casa amueblada, los libros, los viajes, la playa, las mujeres bonitas… Todo se irá a la mierda. De pronto me viene a la memoria las paellas que prepara mi madre los domingos y cuando quiero darme cuenta, imbécil de mí, tengo el zapato en la mano y voy al encuentro de la anciana. 

pepe pereza