Principios
de noviembre y seguimos con un calor del demonio. De hecho parece que estemos en
pleno agosto. Hoy mismo los termómetros marcan 27º. Lo mires como lo mires esto
no es normal, y menos en el norte. Otros años por estas fechas el frío ya
estaba haciendo de las suyas. Para que luego vayan diciendo por ahí que el
cambio climático es una milonga. Aun con todo, la gente está encantada con esta
prórroga veraniega, pasean por las calles tan campantes luciendo sus camisetas
de manga corta y sus bermudas. Sinceramente, a mí todo esto me preocupa. Temo
que sea la calma que precede a la tempestad y miro al cielo con desconfianza.
Estoy sentado en un banco del parque con estos devaneos en la cabeza cuando veo
acercarse a una anciana cargada con una bolsa de plástico. Lo que más me llama
la atención es que viene descalza de un pie. Según se acerca noto que está
desorientada. Hay algo en ella que me recuerda a mi madre, quizás sea eso lo
que me impulsa a ofrecerle ayuda.
-
¿Se
encuentra bien?
-
Por
favor ¿sería tan amable de llevarme a casa?
-
¿Dónde
vive?
-
El
caso es que no lo recuerdo.
-
¿Lleva
encima el carnet de identidad?
Se
palpa los bolsillos con la mano libre pero no encuentra nada.
-
No
lo tengo.
-
No
se preocupe. Dígame cómo se llama.
-
Eso
tampoco lo recuerdo.
-
Señora,
no me lo está poniendo fácil.
-
Lo
siento, no me acuerdo de nada.
-
Está
bien, tranquilícese. ¿Me deja mirar dentro de esa bolsa? Tal vez tenga ahí su documentación.
La
señora me pasa la bolsa. Al abrirla noto cómo la Tierra deja de girar y todo se
paraliza a mí alrededor. La gente se detiene en seco, el tráfico también,
incluso los pájaros que vuelan quedan colgados en el aíre como si de una
fotografía se tratase. Dentro de la bolsa hay una fortuna. Billetes y billetes.
Centenares de ellos.
-
Pero,
señora ¿dónde va con todo esto?
-
No
sé.
La
anciana no hace mención de que le devuelva la bolsa, tan solo deja escapar un
suspiro.
-
Estoy
tan cansada.
En
mi vida había visto tanto dinero junto. Es una visión maravillosa.
-
Joven
¿usted no sabrá dónde está mi zapato?
-
No.
-
¿Me
ayudaría a buscarlo?
-
Señora,
con toda la guita que lleva aquí puede comprarse una zapatería entera.
-
Prefiero
estos por lo cómodos que son.
-
…
-
¿Me
ayudará?
Sería
tan fácil salir corriendo con el dinero.
-
Está
bien, la ayudaré a buscar su zapato.
-
Es
usted muy amable.
Me
coge del brazo y marchamos por el sendero por el que unos minutos antes llegaba.
Sigo teniendo la bolsa, ella en ningún momento ha hecho alusión a que se la
devuelva así que me encargo de llevarla.
-
Supongo
que no se acuerda de dónde lo ha perdido.
-
No,
hijo, no me acuerdo.
Continuamos
en busca del zapato. Aunque yo no paro de pensar que este dinero puede ser mío.
Tan sencillo como salir corriendo…
Dejo de teclear. Qué haría yo si me
encontrase en lugar del personaje del relato. ¿Le quitaría el dinero a la
anciana o le seguiría ofreciendo ayuda? Por otro lado tengo que pensar cuál de
las dos opciones le viene mejor a la narración. Es lo que tiene la ficción, que
debes tomar un montón de decisiones. A mí, realmente lo que me gusta escribir
son relatos que hablen de mi vida cotidiana. No obstante, soy un ser solitario
que se pasa el día encerrado en casa, y claro, sobre eso no hay mucho que
contar. Así que de vez en cuando tengo que echar mano de la imaginación y
ficcionar alguna historia. La verdad es que no me cuesta meterme en la piel de
otros personajes, fui actor durante muchos años y eso me ayuda a la hora de retratarlos
en el papel. Sin embargo, las historias de ficción que escribo normalmente me
dejan un saborcillo a derrota. Por bien redactadas que queden no puedo evitar
sentirme como un niño pequeño que le ha colado una trola a su profesora. Conste
que por mucha ficción que lleven mis cuentos siempre procuro aplicar varias pinceladas
de verdad. Por ejemplo, esta historia que escribo me la sugirió el titular de
un periódico que decía así: LA POLICÍA AUXILIA A UNA ANCIANA QUE DESORIENTADA VAGABA
POR LA CIUDAD CON UNA BOLSA LLENA DE DINERO. La señora y su bolsa de dinero existen,
son reales. Yo lo único que hago es adueñarme de la historia. Por supuesto me
tomo mis licencias, de otra forma seguiría siendo una noticia en un diario
local y no un relato de ficción.
…
No hay manera de encontrar el dichoso zapato. Empiezo a cansarme de esta
búsqueda sin sentido. Si no fuese un calzonazos ahora estaría en casa contando
el dinero, pero no, aquí sigo como un idiota. Por mucho que lo intento no dejo
de escuchar una voz interior que me grita: Escapa. Lárgate con la pasta. No
obstante, los músculos de mis piernas hacen caso omiso de la voz y se limitan a
seguir el ritmo que marca la anciana con su lento y cansado caminar. ¿Es porque
se parece a mi madre? ¿Ese es el motivo? ¿Se trata de eso? No puedo creerme que
un gesto tan cursi y estúpido me impida hacerme con la bolsa.
-
Joven,
me duelen los pies ¿podemos descansar un rato?
Nos
acercamos hasta un banco y nos sentamos en él.
-
Hace
un día precioso ¿verdad?
-
Sí,
señora. Un día cojonudo.
Si
no me hago con el dinero me voy a arrepentir, sé que si no lo hago tarde o
temprano me arrepentiré…
Me levanto y me acerco a la ventana que
da al parquecillo. La abro y de inmediato el salón se llena con las voces de
los chiquillos que juegan abajo. Realmente parece que estemos en pleno verano.
No es normal que el invierno esté a la vuelta de la esquina y los árboles sigan
con las hojas verdes. Este calor no es habitual para el mes que estamos. Me
apetece un café, así que me llego a la cocina y pongo la cafetera al fuego.
Mientras el agua hierve me pregunto si merece la pena seguir con el relato. Me
enciendo un cigarro y salgo a la terraza a fumármelo. Si tuviera claro el final
podría juzgar mejor. A veces, como es el caso, comienzo un relato sin saber cómo
va a terminar. Me gusta dejarme arrastrar por los personajes y ver dónde me
llevan. Es lo bueno de la ficción. Oigo el silbido de la cafetera. Apuro el
pitillo y entro en la cocina.
Sopeso si continúo con la historia de la
anciana o empiezo otra nueva. Una que muestre parte de mi vida. No sé, quizás
podría hablar del temor que le tengo al cambio climático. Por otra parte es una
pena desperdiciar lo que ya tengo escrito. Con el final adecuado podría ser un
buen relato.
…
Una oportunidad como esta solo se presenta una vez en la vida. Tengo que
hacerlo. HAZLO. Salgo corriendo con la bolsa fuertemente aferrada a mi mano. Corro
a toda velocidad. Lo más rápido que puedo. Me imagino la cara de la anciana,
sorprendida por mi inesperada reacción. Noto sus ojos clavados en mi espalda
observando cómo me alejo de ella. No dejo de ver esa cara que tiene rasgos
parecidos a los de mi madre. Aun así sigo corriendo. Corro porque también veo
otras muchas cosas que podré hacer con el dinero. Cosas que nunca me he podido
permitir. Cosas bonitas y caras. Veo viajes exóticos, mujeres, divertimento,
drogas, ropa de diseño. Veo una casa amueblada a mi gusto, veo montones de
libros… Puede que ahora me remuerda la conciencia, pero cuando me esté dando la
gran vida seguro que se me pasa. Fijo que tumbado en la playa con un mojito en
la mano los remordimientos son más llevaderos…
Necesito llamar a mi madre. Puede que
hablando con ella encuentre la clave para terminar el relato.
-
Dígame.
-
Mamá,
soy yo.
-
Hola,
hijo.
-
¿Qué
haces?
-
Aquí
viendo la tele.
-
¿Qué
ves?
-
Un
programa de esos que no hacen otra cosa que gritarse.
-
¿Y
para qué ves esa basura?
-
Me
entretiene.
-
Ya.
-
¿Llamabas
por algo?
-
No,
solo para saber cómo estabas.
-
Estoy
bien ¿y tú?
-
También.
-
¿Has
comido?
-
Sí.
-
Mira
que te estás quedando muy delgado.
-
Como
bien, mamá. No te preocupes por eso.
-
Cuando
vengas a verme el domingo tendré preparada una paella.
-
Hum,
ya estoy deseando probarla.
-
…
-
…
-
Bueno,
hijo. Me alegra que hayas llamado.
-
Mamá,
cuídate mucho.
-
Lo
haré.
-
Un
beso.
-
Un
beso.
…Corro.
Es tan fácil como correr. Cada metro que avanzo estoy más cerca de todas esas
cosas que nunca antes me he podido permitir. Miro al frente, hacia el
horizonte. Todo parece diáfano y pronosticado. Me aferro a ese sentimiento.
Entonces lo veo tirado en medio del camino. Es el zapato de la anciana. Sin
lugar a dudas es el suyo. Algo superior a mí me obliga a detenerme. Siento la
tensión de una vida entera atenazándome los pulmones y la fuerza devastadora de
un agujero negro en mi estómago. Un torbellino de jugos gástricos y miedo. Debo
ser fuerte. Si me ablando y recojo el zapato habré fracasado. Si lo hago dejaré
escapar la casa amueblada, los libros, los viajes, la playa, las mujeres
bonitas… Todo se irá a la mierda. De pronto me viene a
la memoria las paellas que prepara mi madre los domingos y cuando quiero darme
cuenta, imbécil de mí, tengo el zapato en la mano y voy al encuentro de la
anciana.
pepe pereza
pepe pereza
Sigo disfrutando enormemente con tus relatos Pepe, algo cercano y cálido se abre camino con tus palabras inmerso en la realidad que destilan.
ResponderEliminarun besazo, Maica. Y muchas gracias
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