DUELO AL SOL
Cualquiera
que pasase por allí y los viese pensaría que eran dos estatuas. Los pistoleros
estaban enfrentados en medio de las dunas. Inmóviles. Atentos a cualquier gesto
del rival para obrar en consecuencia. Ninguno se atrevía a dar el primer paso.
Ambos preferían que fuese el otro quien tomase la iniciativa. El sol, tatuado
en el cielo, descargaba su furia contra los elementos. Si la escena la hubiese
dirigido Sergio Leone empezaría con un plano general del paisaje. Luego pasaría
a un primer plano del careto de los personajes. Seguramente iniciaría un zoom
hacia sus ojos y seguiría hasta que estos ocupasen toda la pantalla. Veríamos
planos detalle del sudor corriendo por sus sienes, manos tensas cerca de los
revólveres, botas con espuelas clavadas en la arena del desierto. En un momento
dado entraría la música de Ennio Morricone enfatizando la escena y, poco a
poco, el ritmo aumentaría hasta llegar al clímax final. Claro que aquello no
era una película. Aquello era real. Tan real como el sol asesino que les
quemaba la piel. Tampoco había banda sonora. Como mucho el zumbido de algún
insecto o el crujir de la arena bajo las suelas de las botas. El polvo que
arrastraba el aire caliente se adhería a las caras sudorosas de los pistoleros
haciendo de los semblantes parte del entorno. Los hombres se vigilaban con el
ceño fruncido. Conscientes de que en los próximos minutos alguien moriría. Uno
de ellos quiso de tragar saliva, pero tenía la boca tan seca que su lengua se
quedó pegada al paladar. El otro cuestionaba la existencia del infierno. Si lo
había, en el caso de palmar, iría allí de cabeza. No le cabía ninguna duda.
Arrastraba una montaña de pecados por los que debía apoquinar. El tipo de
enfrente no se quedaba atrás. Puestos a comparar, los dos eran igualmente
despreciables. Uno llevaba tantas muescas en el revólver como el otro. El que
saliera vivo de la contienda podría añadir una más en la empuñadura y romper el
desempate. El de la lengua pegada al paladar consiguió acumular un poco de saliva.
Tragó, pero no fue suficiente. Sopesaba la posibilidad de recibir un balazo. De
recibirlo ¿Dónde impactaría? ¿En qué parte de su cuerpo? ¿Sería un disparo
mortal o le dejaría malherido a la espera del tiro de gracia? Además, por qué
iba a ser él el que palmase. Él era rápido desenfundando y nunca fallaba un
disparo. Tenía muchas posibilidades de sobrevivir. Claro que el otro era capaz
de hacerte un agujero entre ceja y ceja en menos de lo que dura un pestañeo. El
caso es que ninguno bajaba la guardia. Tanto el uno como el otro estaban
preparados para hacer uso de su arma al menor movimiento del contrario. El
tiempo pasaba y allí seguían. Estatuas de sal en medio del desierto. Aguantando
el sol sobre los hombros e intentando aparentar arrojo cuando verdaderamente el
miedo a perder la vida les encogía el estómago. Una mata seca pasó rodando
impulsada por una ráfaga de viento ardiente como el aliento de un jalapeño. Los
caballos aguardaban juntos a que sus dueños acabasen la disputa. La rivalidad
de los hombres no afectaba para que las monturas hubieran congeniado. Estaban
sueltos, sin atar. No había sitio donde hacerlo. Allí solo había dunas,
serpientes y alacranes. Las riendas colgaban de sus cuellos a su libre
albedrío. En el cielo los buitres planeaban en círculos sobre sus cabezas.
Volaban tan alto que parecía que estuviesen en otro planeta. Entonces, se
escuchó una detonación. Y un cuerpo se desplomó en la arena.
Su primer pensamiento fue que la
pistola no debería estar cargada. Miró a su hermano. Alfonso yacía en el suelo
sin vida. La bala había entrado por uno de los orificios nasales atravesándole
el cerebro. En ese mismo instante el desierto se desvaneció y la realidad cayó
sobre Juan Carlos de Borbón como una avalancha de lodo y rocas.
pepe pereza
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