Nunca había
visto llover de esta manera. En vez de en coche parece que vayamos en submarino.
Los limpiaparabrisas van de izquierda a derecha a toda velocidad apartando el
agua, pero no es suficiente. Apenas se distingue la carretera.
En el asiento del copiloto está mi mujer. Va ensimismada en sus pensamientos
con la mirada cargada de reproches. Mira que se lo advertí: Viajar al norte en
esta época del año es una locura. No hay nada más que lluvia, frío y más
lluvia. Pero ni caso. Se le antojó hacer este viaje y aquí estamos, en medio
del diluvio universal… De pronto lo oigo. Es una especie de chirrido. De
primeras creo que se debe al frote de las gomas de los limpiaparabrisas contra
el cristal, pero enseguida me doy cuenta de que el ruido obedece a algo
relacionado con el motor.
-¿Oyes eso?
-¿El qué?
-Ese ruido. Chiiii…
chiiii… ¿No lo oyes?
-No.
-Escucha con
atención…
-Cuidado con el
que tienes delante que le vamos a dar.
Piso ligeramente el freno y dejo que
el coche que nos precede se aleje unos metros. Me molesta que ella nunca esté
de acuerdo contigo en nada.
-Aunque tú no lo
oigas, hay una especie de chirrido.
-Déjate de tonterías
y concéntrate en la carretera.
Otra de las cosas que me jode es
que me trate como a un crío.
-Deberíamos parar
a ver qué es ese ruido.
-¿Con esta lluvia?
¿Estás loco?
No quiero que nos quedemos tirados
por culpa de una avería. No obstante, ella tiene razón, parar en medio de este
aguacero es una locura. Sigo conduciendo rumbo al norte.
Al rato deja
de llover. Se abre un claro en el cielo y asoma un sol convaleciente. El
chirrido sigue ahí, así que cuando veo un área de descanso me desvío hacia los
aparcamientos.
Abro el capo y
echo un vistazo al motor.
-No sé qué coño estás
mirando ahí. No tienes ni puñetera idea de mecánica.
A primera vista parece que todo
está bien. Aunque ella vuelve a tener razón, no sé nada de mecánica, con lo
cual no me queda claro si lo que veo está en su sitio o no. Cierro el capo y me
centro en las ruedas. Según rodeo el coche voy golpeando los neumáticos con el
pie.
-¿Se puede saber
qué haces?
-Compruebo la
presión.
Se baja del coche y cierra de un
portazo, luego se aleja unos metros para encenderse un cigarro. Desde el
principio supe que este viaje iba a ser un infierno, aun así me dejé convencer.
Nos queda mucho por delante, es mejor que intente afrontarlo con optimismo.
Tomo aliento y me acerco a ella.
-¿Me das un cigarro?
Me lo da sin mirarme.
-Y fuego.
Me pasa el mechero que tiene en
la mano. Después de prender el cigarro quiero devolverle el encendedor, pero está
absorta con el paisaje que tenemos enfrente y no me presta atención. De repente
vuelve al coche y se pone a rebuscar en el equipaje.
-¿Dónde está la
cámara de fotos?
-¿No está por
ahí?
-No la encuentro
¿Estás seguro de que la guardaste?
-...
-Te dije que lo
hicieras.
Me lo dijo, pero jamás lo
admitiré.
-Si quieres hacer una
foto, utiliza la cámara del móvil.
En cuanto menciono el móvil sé
que he metido la pata.
-Lo tengo sin batería
porque anoche, al señorito, se le olvido ponerlos a cargar.
Odio que utilice ese tono conmigo.
Ha empezado a
llover otra vez. Llevamos un buen rato sin hablarnos, cosa que agradezco porque
necesitaba un respiro para poder continuar con esta pesadilla. Lo bueno del
asunto es que desde que hemos retomado la marcha no he vuelto a escuchar el
chirrido.
-Tengo hambre.
Lo dice como si yo tuviese la
culpa.
Es el típico
restaurante de carretera. A esta hora está repleto de gente. Los camareros
corren de un lado para otro sirviendo menús y tomando nota de las comandas.
Después de
esperar más de media hora, nos acomodan en una mesa que acaba de quedar libre. De
hecho, las sobras de los anteriores clientes aún están sobre el mantel.
-No me gusta este sitio. Huele
raro. Seguro que alguien se ha dejado la puerta de los baños abierta.
Hago oídos sordos. Después de lo
que hemos tenido que esperar no estoy dispuesto a levantarme para ir a otro lugar.
Cojo la carta y leo. La oferta no es muy variada, no obstante, a mí me vale con
lo que ofrecen. A ella no.
-No me apetece nada de lo
que tienen aquí.
En la mesa de al lado, un hombre come
paella.
-La paella tiene buena
pinta.
Ni siquiera se molesta en hacerme
caso, así que me dejo de sugerencias.
Por fin se
acerca una de las camareras. Su ojo experto enseguida detecta la tensión
acumulada. Para tranquilizarnos nos pide disculpas por la tardanza y señala que
en cuanto termine de recoger la mesa nos tomará nota.
Comemos, en
silencio. Un silencio sólido, pesado, frío, como una cadena perpetua. La comida,
aunque abundante, dista mucho de estar deliciosa. Me fijo en una pareja joven
que ocupa una mesa junto a la puerta de la cocina. Hablan afectuosamente ajenos
al trasiego de los camareros, que entran y salen sin parar. De habernos
asignado esa mesa, nosotros, sin duda, hubiésemos protestado. Sin embargo,
ellos están contentos y no les importa estar ahí. Supongo que no es cuestión de
dónde te pongan, sino de feeling. La
mujer que tengo delante, es decir, mi mujer, escarba con el tenedor en el lomo
de un lenguado. Se nota que ha perdido el apetito. Me gustaría iniciar una
conversación. Digo lo primero que se me pasa por la cabeza:
-Me preocupa ese
chirrido del motor.
-Quiero volver a
casa.
Aunque la
decisión ha sido suya, me siento feliz de regresar. Sobre nosotros, el cielo arroja
ríos de lluvia.
-Maldita sea. Ahí está
otra vez… ¿Lo oyes?... Chiii, chiii…
Entonces lo suelta:
-Estoy embarazada.
El impacto de sus palabras me
deja sin aliento. Detengo el coche en el arcén. Me apeo y echo a andar campo a
través. Intento respirar. Aparentemente un acto sencillo que, de momento, entraña
gran dificultad. Mientras me alejo ella grita algo, pero la lluvia me impide
escuchar lo que dice.
pepe pereza
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