domingo, 14 de febrero de 2016

VIAJE AL NORTE

Nunca había visto llover de esta manera. En vez de en coche parece que vayamos en submarino. Los limpiaparabrisas van de izquierda a derecha a toda velocidad apartando el agua, pero no es suficiente. Apenas se distingue la carretera. En el asiento del copiloto está mi mujer. Va ensimismada en sus pensamientos con la mirada cargada de reproches. Mira que se lo advertí: Viajar al norte en esta época del año es una locura. No hay nada más que lluvia, frío y más lluvia. Pero ni caso. Se le antojó hacer este viaje y aquí estamos, en medio del diluvio universal… De pronto lo oigo. Es una especie de chirrido. De primeras creo que se debe al frote de las gomas de los limpiaparabrisas contra el cristal, pero enseguida me doy cuenta de que el ruido obedece a algo relacionado con el motor.
-¿Oyes eso?
-¿El qué?
-Ese ruido. Chiiii… chiiii… ¿No lo oyes?
-No.
-Escucha con atención…
-Cuidado con el que tienes delante que le vamos a dar.
Piso ligeramente el freno y dejo que el coche que nos precede se aleje unos metros. Me molesta que ella nunca esté de acuerdo contigo en nada.
-Aunque tú no lo oigas, hay una especie de chirrido.
-Déjate de tonterías y concéntrate en la carretera.
Otra de las cosas que me jode es que me trate como a un crío.
-Deberíamos parar a ver qué es ese ruido.
-¿Con esta lluvia? ¿Estás loco?
No quiero que nos quedemos tirados por culpa de una avería. No obstante, ella tiene razón, parar en medio de este aguacero es una locura. Sigo conduciendo rumbo al norte.
Al rato deja de llover. Se abre un claro en el cielo y asoma un sol convaleciente. El chirrido sigue ahí, así que cuando veo un área de descanso me desvío hacia los aparcamientos.
Abro el capo y echo un vistazo al motor.
-No sé qué coño estás mirando ahí. No tienes ni puñetera idea de mecánica.
A primera vista parece que todo está bien. Aunque ella vuelve a tener razón, no sé nada de mecánica, con lo cual no me queda claro si lo que veo está en su sitio o no. Cierro el capo y me centro en las ruedas. Según rodeo el coche voy golpeando los neumáticos con el pie.
-¿Se puede saber qué haces?
-Compruebo la presión.
Se baja del coche y cierra de un portazo, luego se aleja unos metros para encenderse un cigarro. Desde el principio supe que este viaje iba a ser un infierno, aun así me dejé convencer. Nos queda mucho por delante, es mejor que intente afrontarlo con optimismo. Tomo aliento y me acerco a ella.
-¿Me das un cigarro?
Me lo da sin mirarme.
-Y fuego.
Me pasa el mechero que tiene en la mano. Después de prender el cigarro quiero devolverle el encendedor, pero está absorta con el paisaje que tenemos enfrente y no me presta atención. De repente vuelve al coche y se pone a rebuscar en el equipaje.
-¿Dónde está la cámara de fotos?
-¿No está por ahí?
-No la encuentro ¿Estás seguro de que la guardaste?
-...
-Te dije que lo hicieras.
Me lo dijo, pero jamás lo admitiré.
-Si quieres hacer una foto, utiliza la cámara del móvil.
En cuanto menciono el móvil sé que he metido la pata.
-Lo tengo sin batería porque anoche, al señorito, se le olvido ponerlos a cargar.
Odio que utilice ese tono conmigo.
Ha empezado a llover otra vez. Llevamos un buen rato sin hablarnos, cosa que agradezco porque necesitaba un respiro para poder continuar con esta pesadilla. Lo bueno del asunto es que desde que hemos retomado la marcha no he vuelto a escuchar el chirrido.
-Tengo hambre.
Lo dice como si yo tuviese la culpa.
Es el típico restaurante de carretera. A esta hora está repleto de gente. Los camareros corren de un lado para otro sirviendo menús y tomando nota de las comandas.
Después de esperar más de media hora, nos acomodan en una mesa que acaba de quedar libre. De hecho, las sobras de los anteriores clientes aún están sobre el mantel.
-No me gusta este sitio. Huele raro. Seguro que alguien se ha dejado la puerta de los baños abierta.
Hago oídos sordos. Después de lo que hemos tenido que esperar no estoy dispuesto a levantarme para ir a otro lugar. Cojo la carta y leo. La oferta no es muy variada, no obstante, a mí me vale con lo que ofrecen. A ella no.
-No me apetece nada de lo que tienen aquí.
En la mesa de al lado, un hombre come paella.
-La paella tiene buena pinta.
Ni siquiera se molesta en hacerme caso, así que me dejo de sugerencias.
Por fin se acerca una de las camareras. Su ojo experto enseguida detecta la tensión acumulada. Para tranquilizarnos nos pide disculpas por la tardanza y señala que en cuanto termine de recoger la mesa nos tomará nota.
Comemos, en silencio. Un silencio sólido, pesado, frío, como una cadena perpetua. La comida, aunque abundante, dista mucho de estar deliciosa. Me fijo en una pareja joven que ocupa una mesa junto a la puerta de la cocina. Hablan afectuosamente ajenos al trasiego de los camareros, que entran y salen sin parar. De habernos asignado esa mesa, nosotros, sin duda, hubiésemos protestado. Sin embargo, ellos están contentos y no les importa estar ahí. Supongo que no es cuestión de dónde te pongan, sino de feeling. La mujer que tengo delante, es decir, mi mujer, escarba con el tenedor en el lomo de un lenguado. Se nota que ha perdido el apetito. Me gustaría iniciar una conversación. Digo lo primero que se me pasa por la cabeza:
-Me preocupa ese chirrido del motor.
-Quiero volver a casa.
Aunque la decisión ha sido suya, me siento feliz de regresar. Sobre nosotros, el cielo arroja ríos de lluvia.
-Maldita sea. Ahí está otra vez… ¿Lo oyes?... Chiii, chiii…
Entonces lo suelta:  
-Estoy embarazada.
El impacto de sus palabras me deja sin aliento. Detengo el coche en el arcén. Me apeo y echo a andar campo a través. Intento respirar. Aparentemente un acto sencillo que, de momento, entraña gran dificultad. Mientras me alejo ella grita algo, pero la lluvia me impide escuchar lo que dice.

pepe pereza 

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