jueves, 30 de junio de 2016
sábado, 11 de junio de 2016
MUSGO
Mi padre conduce y yo, sentado en el
asiento del copiloto, finjo que estoy dormido. Hace media hora que salimos de
la ciudad. No sé muy bien dónde nos dirigimos, con lo cual no puedo calcular
cuánto durará el viaje. Espero que no se alargue. Mientras tanto sigo con los
ojos cerrados, haciendo que duermo. Se acercan las navidades y en la parroquia
quieren montar un Belén. En su momento mi padre se ofreció a llevar el musgo,
así que esta mañana, aprovechando que es sábado y que no tengo instituto, me ha
pedido que le acompañe al bosque a buscarlo. No me hace gracia tener que acompañarle,
y es que nunca sé de qué hablar con él. A él le pasa lo mismo conmigo. Cuando estamos
juntos la mayoría del tiempo permanecemos en silencio. Un silencio incómodo que
nos separa y nos lleva a mundos diferentes. De repente, el coche pega un
frenazo y salgo impulsado hacia delante. El cinturón de seguridad evita que me
golpee contra el parabrisas delantero.
-¿Has visto eso?
No sé a qué se refiere. En la carretera
no hay nada fuera de lo normal.
-Hemos estado a
punto de atropellar un jabalí.
-No he visto
nada.
-Era enorme. Ha
cruzado la carretera como un rayo. Menos mal que he podido frenar a tiempo.
Estamos en zona boscosa y la carretera
está flanqueada de árboles. El hábitat ideal para toparse con ese tipo de
fauna. Reemprendemos la marcha. Hace frío dentro del coche. Subo la calefacción
y enciendo la radio. Música clásica. No es lo que me apetece oír, pero dado que
a mi padre parece gustarle dejo el dial donde está. Al fondo, a lo lejos,
pueden verse los picos nevados de unas montañas. Un mar de nubes desciende por
sus laderas a paso de tortuga. Seguimos por la carretera comarcal. Un poco más
adelante hay una pequeña explanada. Mi padre desvía el coche hacia ella y para
el motor. Antes de adentrarnos en el bosque en busca de musgo, nos abrigamos
con los plumas, los guantes y el gorro de lana. Abrimos el maletero, cogemos
una pequeña azada y dos cestos y nos ponemos en marcha. Debido al frío, el
aliento que sale de nuestras bocas lo hace en forma de vapor. El suelo está empapado
por la lluvia caída y a los pocos pasos tenemos las botas embarradas. Mi padre
va en cabeza, abriendo camino. No vamos por ningún sendero, nos limitamos a
avanzar campo a través sorteando zarzas y todo tipo de vegetación. Llegamos a
una pendiente que se eleva casi en vertical. La bordeamos y salimos a un
terreno más accesible. Seguimos ascendiendo. Sé que el musgo crece en lugares
húmedos. Todo lo que nos rodea está húmedo, encharcado, chorreante, inundado… sin
embargo, no veo musgo por ningún sitio.
-¿No hubiera
sido mejor comprar el musgo en una floristería?
-Seguramente,
pero entonces no estaríamos disfrutando de estas vistas.
El paisaje es bonito, no cabe duda, pero
hace tanto frío que si me dan a elegir entre estar aquí o en mi cama, elegiría lo
segundo sin dudarlo. Tengo los pies helados y empiezo a estar harto de todo
esto. Continuamos andando. Al rato, salimos a una franja despejada de árboles.
Es un cortafuegos que atraviesa la montaña dividiéndola en dos. Al no tener la
protección de los árboles en esta zona el viento sopla con más fuerza. Cruzamos
deprisa y volvemos a internarnos en la floresta. Empiezan a caer pequeños copos
de nieve. El viento los impulsa de un lado para otro. Miro al cielo con
preocupación. Mi padre sigue colina arriba sujetando su cesto. Le sigo.
Finalmente damos
con un área donde las rocas y el suelo están cubiertos de musgo.
-Lo ves, te dije
que lo encontraríamos.
Se muestra contento por el hallazgo. Me
quito los guantes y avanzo hacia un grupo de piedras dispuesto a arrancar un
buen pedazo de musgo que cubre una losa plana, pero antes de que lo haga mi padre
sugiere que nos tomemos un descanso.
-Disfrutemos un
rato del paisaje.
Le da la vuelta a su cesto y se sienta
sobre él. Hago lo mismo. Aunque sigue nevando, los copos no llegan a cuajar. En
cuanto tocan el suelo, se disuelven y desaparecen sin dejar rastro. Los minutos
pasan y ninguno dice nada. Es en momentos como este cuando la falta de
comunicación entre mi padre y yo se vuelve incómoda. Me gustaría poder decir
algo. Tener la confianza para hablar con él sin tapujos, pero siempre se
origina un bloqueo por parte de los dos que lo impide. Mi padre es un completo
desconocido. Me di cuenta el otro día en el parque del Ebro. Juanjo, mi mejor
amigo, y yo conocimos a una pandilla de chicos y chicas en el Bunker, estuvimos
bebiendo cervezas con ellos y nos caímos bien. Alguien sugirió ir al parque a
fumar unos petas y todos nos fuimos para allá. Llegamos y los canutos empezaron
a circular. Todo iba genial, hasta que uno de los chicos dijo: Mirad, ahí está el pervertido que viene a
espiar a las parejas. Todos dirigimos nuestras miradas hacia un tipo alto
que iba vestido con un abrigo largo. En un principio no le reconocí, pero
cuando el grupo se puso a insultarle y él se volvió brevemente pude ver que era
mi padre. Me quedé helado. No podía creérmelo… Se escuchan unos ruidos entre la
vegetación. Lo que sea que origina el ruido es grande y se acerca. Bien podría
ser un jabalí furioso como el que hemos estado a punto de atropellar. De reojo
veo que mi padre sujeta la azada con fuerza. Sus nudillos están blancos por la
presión que ejerce sobre el mango. Pero no, los que salen de la espesura son
una vaca y su ternero. Pasan pacíficamente por delante de nosotros y siguen su
camino hasta que desaparecen detrás los árboles. El incidente pone fin al
descanso. Empezamos a coger pedazos de musgo. Mi padre ayudándose de la azada,
yo directamente con las manos. Es como arrancar postillas de una gran herida.
Si caminar por
el monte con los cestos vacíos era peliagudo, acarrearlos llenos se vuelve
tremendamente complicado. Tengo que esforzarme por mantener el equilibrio,
luchar con la vegetación y no resbalar con el barro. Luego está que no
caminamos por terreno llano o un sendero, vamos campo a través, igual que lo
hicimos antes. No me parece la opción más inteligente, pero la iniciativa es de
mi padre y no me queda más remedio que seguirle. A medida que avanza la mañana
la nevada va tomando fuerza. Si hace unos minutos los copos eran escasos y se
derretían al tocar el suelo, ahora se han multiplicado y al posarse permanecen
intactos. Dentro de poco estará todo cubierto de blanco.
En el suelo hay
tres dedos de nieve. Sigo las huellas que va dejando mi padre. Para mí que ya
deberíamos haber llegado al cortafuegos. Hace rato que caminamos y tengo la impresión
de que nos hemos perdido.
-¿Seguro que
vamos bien?
-Seguro. Confía
en mí.
Sospecho que en realidad no sabe dónde
estamos. Nieva tanto que apenas se distingue lo que está a unos metros de
distancia. Mi padre avanza en línea recta. En un momento dado se detiene. Mira de
izquierda a derecha. Titubea. No sabe qué dirección debe tomar. Sus dudas
confirman mis temores.
-Admítelo papá,
no tienes ni idea de dónde estamos.
-Puede que me
haya despistado un poco.
-¿Y qué hacemos
ahora?
-No sé. Déjame
pensar.
Noto la preocupación en su cara y eso me
da miedo. Saco el móvil. No hay cobertura. Estamos perdidos en el bosque, nieva,
hace frío y para colmo no podemos hacer uso de lo único que nos podría ayudar. Dejamos
los cestos en el suelo y echamos un vistazo alrededor. Árboles por todos los
sitios, imposible ubicarse.
-Imagino que si
seguimos bajando, tarde o temprano llegaremos a la carretera.
Volvemos a cargar con los cestos y descendemos.
La vertiente es pronunciada, tenemos que agarrarnos a las ramas de los árboles
para no caer de culo. Llegamos a un tramo donde la fisonomía del terreno nos
obliga a ascender. De repente deja de nevar. Un problema menos.
Después de subir
y bajar unas pocas colinas seguimos sin dar con la carretera. Entramos en un
área plantada con grandes pinos. El suelo es blando, se nota que debajo de la
capa de nieve hay una tupida alfombra de agujas secas que amortiguan nuestras
pisadas. A lo lejos escuchamos unos ladridos. Tanto mi padre como yo llegamos a
la misma conclusión: donde hay un perro hay un dueño. Sin necesidad de hablarlo
cambiamos de dirección y nos dirigimos hacia los ladridos. Salimos a un claro.
Un perro ratonero aparece frente a nosotros y se acerca amistosamente moviendo
el rabo. Dejo el cesto en el suelo y le rasco detrás de las orejas. El animal
se pega a mis tobillos.
-¿Qué pasa, perrito,
te gusta que te rasquen?
-Yo que tú
tendría cuidado, esos chuchos suelen estar plagados de pulgas y garrapatas.
No hago caso de las advertencias de mi
padre y sigo rascándole los lomos. De pronto escuchamos un silbido. El perro
sale disparado hacia el lugar de donde proviene. Le seguimos. El silbido es la
confirmación de que alguien está cerca. Sorteamos unos arbustos altos y vemos a
un hombre de mediana edad sentado en un tocón. En la comisura de los labios sostiene
un cigarrillo liado a mano. Manipula una soga y apenas presta atención a
nuestra llegada, tan solo una mirada de soslayo. A su vera, el perro mueve la
cola con entusiasmo. Le damos los buenos días y le ponemos al tanto de nuestra
situación. El hombre, sin ningún entusiasmo, nos señala el camino que debemos
tomar.
-Vayan por ahí
hasta que lleguen a un sendero. Síganlo y les llevará directamente hasta la
carretera.
Mientras
habla el perro vuelve a acercarse a mí.
-
¿Cómo
se llama el perro?
-
Ese
malnacido ha dejado de tener nombre. No se lo merece.
-
¿Por
qué?
-
Ahí
donde le ves, anoche mató cinco gallinas. Por eso lo voy a colgar por el cuello
de esa rama-dice señalando con la punta de la nariz hacia uno de los árboles.
Me doy cuenta de que habla en serio al
ver que con la cuerda que tiene entre las manos está haciendo el típico nudo
corredizo de la horca.
-Supongo que
está bromeando-dice mi padre.
-No señor, no
bromeo. Cuando un perro mata a una gallina tenga por seguro que lo volverá a
hacer. Si no lo hace en tu propio gallinero lo hará en el del vecino. Por eso
es mejor acabar con animal cuanto antes y así evitarse problemas.
No quiero ni pensar que este perro tan
simpático que estoy acariciando dentro de unos minutos estará colgado de la
rama de un árbol.
-Se lo compro.
Lanzo la oferta sin pensar. Un acto
reflejo que sorprende tanto a mi padre como a mí. El hombre deja de manipular
la soga y me mira directamente a los ojos.
-¿Cuánto
ofreces?
Abro mi cartera. Tengo treinta y cinco
euros.
-Por esa
cantidad prefiero darme el gusto de verlo colgado por el pescuezo.
Miro a mi padre suplicando ayuda.
-No sé si es
buena idea. Además, a tu madre nunca le han gustado las mascotas.
-Papá, por
favor, préstame el dinero que lleves, te prometo que te lo devolveré.
De mala gana saca la cartera. Hacemos
recuento. Entre los dos sumamos ciento diez euros. Mi padre reserva el billete
de diez, el resto se lo ofrecemos al hombre a cambio del perro. El perro, ajeno
a las negociaciones, sigue junto a mí reclamando caricias.
-Cien euros me
parecen bien.
Mi padre le entrega el dinero.
-Por el mismo
precio les regalo la correa- dice arrojándome la soga con el nudo corredizo
terminado.
La cuerda es lo único que puedo utilizar
para poder llevarme al perro, así que la cojo y se la pongo alrededor del
cuello. Empieza a nevar otra vez. Miramos al cielo. No pinta bien.
-Va a caer una
buena. Si quieren les acompaño hasta la carretera.
El ofrecimiento del hombre nos parece
bien. Cargamos con los cestos y nos ponemos en camino. Al poco llegamos a un
sendero. Lo seguimos hasta dar con la carretera. En el arcén hay un
todoterreno. El hombre monta en el vehículo y pone el motor en marcha.
-Les aconsejo
que se den prisa si no quieren que les pille la tormenta.
A continuación se despide de nosotros y se aleja conduciendo
en dirección opuesta a la nuestra. El perro al ver que su dueño se marcha sin
él quiere seguirle. Tengo que sujetar firmemente la cuerda para detenerle. Tiro
con fuerza, pero está obcecado en ir en busca de su amo. Dejo el cesto en el
suelo y trato de imponerme al animal. Cuanto más tiro de la soga más presión
ejerzo sobre su cuello. Veo que el pobre chucho está con la lengua fuera. Al
ceder un poco para no ahogarlo la cuerda se me escurre de las manos. El perro
aprovecha para escapar. Corro detrás intentando darle alcance. Es una
batalla perdida. El perro se aleja cada más y más. Al final
lo pierdo de vista. Pronto me quedo sin aire en los pulmones y tengo que parar.
Frente a mí los copos de nieve caen como confetis en una fiesta. Doy la vuelta
y regreso hasta el lugar donde aguarda mi padre.
-Veo que no has
podido alcanzarle. Mejor.
Me jode que diga eso porque en estos
momentos ese perro tonto corre para reunirse con su verdugo. Para colmo, lleva
al cuello la cuerda de la que terminará colgando.
-¿Te acuerdas del
otro día en el parque cuando un grupo de chavales te insultaron diciéndote que
eras un pervertido y un mirón? Yo estaba con esa gente-le digo sin pensar, dejándome llevar por un arrebato.
Mis palabras lo paralizan. Con él se
detiene la expansión del universo y los planetas dejan de girar. Los copos de
nieve que caen se frenan en seco y quedan flotando en el aire. Todo,
absolutamente todo se detiene durante el breve momento que mi padre guarda
silencio. La pausa universal acaba cuando habla y el mundo recobra el
movimiento con sus palabras:
-Ya hablaremos de
eso en otro momento.
Emprende el camino. No le veo la cara, aunque
puedo notar la tensión a través de su espalda. Me gustaría decirle que no, que
este es el momento perfecto para hablar de Eso.
Pero callo. Me limito a coger el cesto y a seguirle a cierta distancia.
pepe pereza
miércoles, 8 de junio de 2016
MI RELATO EN LA ANTOLOGÍA "MÚSICA DE VENTANAS ROTAS" HOMENAJE A JOHN FANTE
HABITACIÓN 226
Cuando abro los ojos mi mujer ha salido de la cama y está frente a la
ventana. Miro el reloj. Son las cuatro de la madrugada.
-¿Qué pasa?
-Explícamelo tú.
Lo dice
cabreada, como si yo fuera el culpable de su enfado. No entiendo nada. ¿Qué me
he perdido desde que nos acostamos pacíficamente hasta este otro momento
dramático? ¿Qué ha ocurrido en este lapsus de tiempo? Por un instante creo que
sigo dormido y que la escena es parte de un sueño surrealista. Pero no, yo estoy
despierto y ella está enfadada.
-¿Quién es Irene?
-No lo sé.
-Pues no dejas de nombrarla en sueños.
-No recuerdo haber soñado nada.
-Es por ella que mañana te vas a Madrid ¿verdad?
-No digas tonterías. Sabes que voy a la
presentación de un libro.
Uno de Dan
Fante, hijo de mi idolatrado John Fante. John Fante está entre mis escritores
favoritos. He leído todos sus libros y todos son grandes obras literarias,
algunos ellos obras maestras. Por ahora no he leído nada de Dan Fante, no
obstante, estar junto a él es lo más cerca que estaré nunca del difunto John
Fante. Dan comparte el mismo ADN de su padre y eso basta para que yo me tome la
molestia de viajar hasta la capital.
-Vas por ella, lo sé.
-No conozco a ninguna Irene. Entérate. Además, te
he pedido que me acompañes y no quieres.
-Sabes que tengo que trabajar y no puedo.
Agarra la
cortina y se seca los ojos con ella. Un inmenso pañuelo capaz de absorber un
océano de lágrimas.
El noventa y nueve por ciento de los lectores que hemos llegado a John
Fante ha sido por recomendación de Charles Bukowski. El viejo indecente
detestaba a gran parte del gremio de escritores, de hecho, de la quema total
solo salvaba a dos: Louis-Ferdinand Céline y John Fante. Fue de este modo que
los lectores de Buk nos interesamos por esos dos desconocidos y buscamos sus
libros para saber si realmente eran tan buenos. Y lo eran. Joder, si lo eran.
Sobrepasaron con mucho mis expectativas. Lo primero que leí de John Fante fue
“Pregúntale al polvo”. Recuerdo que pensé: Este tío escribe como los ángeles.
Fue un gran descubrimiento que siempre le agradeceré al viejo Hank… No
encuentro la camisa de franela. Miro en el armario y no está. ¿Dónde la habrá
dejado Ana? Cojo el teléfono y marco el número de la oficina donde trabaja mi
mujer. No sabe dónde está, además, por el tono de su voz noto que sigue
enfadada. Cuelgo. En vez de la camisa elijo una sudadera y la meto en la
mochila. Solo voy a pasar una noche fuera, así que no necesito llevarme
demasiada ropa. Con una muda y la sudadera será suficiente. Añado un neceser y
un par de libros de John Fante para que me los firme su hijo Dan. Ese es todo
mi equipaje. El autobús sale a las catorce treinta. Tengo la mañana entera para
organizarme. Preparo café y pongo música. En esas llaman al teléfono. Me
imagino que es Ana para decirme que ha recordado dónde ha guardado la camisa.
Descuelgo. Es mi madre la que habla. Me dice que a mi padre se lo acaba de
llevar una ambulancia con un fuerte dolor en el pecho. Que ella ha cogido un
taxi y va camino del hospital. Dejo todo y salgo de inmediato para reunirme con
ella.
Mi madre retuerce los puños de la
chaqueta como si estuviera escurriendo un paño mojado. Es un gesto motivado por
los nervios. A mi padre le siguen haciendo pruebas mientras que nosotros
aguardamos impacientes en la sala de espera.
-Esta mañana se ha levantado y estaba bien. Yo,
al menos, le he visto como siempre. Después de desayunar ha empezado a notar
una presión en el pecho y le costaba respirar. Creí que le estaba dando un
ataque al corazón.
Miro la
hora del reloj que cuelga de la pared. Son las doce y media. Quedan dos horas
para que el autobús salga rumbo a la capital. Me pregunto si me dará tiempo a cogerlo.
Sé que mi padre no tiene la culpa de lo que está pasando pero no puedo evitar
sentir un leve resquemor hacia él por haber elegido justamente hoy para ponerse
enfermo.
Acaban de
dar las dos de la tarde y seguimos sin saber nada. He preguntado a un par de
enfermeras pero no han sabido decirme qué está pasando con mi padre. No nos
queda más remedio que seguir esperando. Llamo a la estación de autobuses para
informarme de la salida de próximo autocar. A las dieciséis horas. La
presentación del libro está programada para las nueve de la noche. Llegaría muy
justo de tiempo pero llegaría, que es lo importante.
Pasada una eternidad se acerca un médico. Nos comunica que no han
encontrado nada inusual en las pruebas que le han realizado a mi padre. Aun
así, no quieren arriesgarse a darle el alta y lo ingresarán durante un par de
días para seguir con los chequeos. Eso quiere decir que mi viaje a Madrid
termina aquí. Me cabrea tener que renunciar a mis planes, aunque, mirando el
lado positivo es un alivio saber que mi padre está bien.
-Lo hemos instalado en la habitación 226.
Subimos a
la planta de cardiología y buscamos la habitación 226. Nada más entrar
escuchamos un quejido bastante desagradable. Afortunadamente no es mi padre
quien lo emite. La causante es su compañera de habitación, una anciana con más
años que Matusalén que agoniza en la cama de al lado. Un pellejo relleno de
huesos que da la impresión de haber salido de un campo de concentración.
Comparado con ella mi padre parece rebosante de salud.
-¿Qué tal te encuentras, campeón?
-Estoy bien, hijo. Solo ha sido un susto.
-Susto el que me has dado a mí. Pensaba que me
dejabas viuda.
-No te preocupes nena, aun tengo pensado darte
mucha guerra.
Por un
momento nos quedamos callados escuchando el lamento de la anciana. Es
insoportable, además, la mujer le da una cadencia que lo hace aun más
irritante.
-Lleva así desde que me han metido aquí.
Suena mi
móvil. Me disculpo y salgo de la habitación para contestar a la llamada. Es
Irene. No tengo registrado su número para evitar problemas con mi mujer pero me
lo sé de memoria y nada más verlo he sabido que era ella.
-¿Vienes de camino?
-Malas noticias, cariño.
Le explico
lo que pasa y me lamento por no poder pasar la noche en su compañía. Teníamos
pensado acudir a la presentación del libro. Después iríamos a cenar a un buen
restaurante, seguidamente daríamos una vuelta por los bares de la zona,
tomaríamos unas copas y por último nos esperaba un maratón sexual en su casa.
Lo teníamos todo planeado. Desgraciadamente al destino le ha dado por jodernos
los planes.
-Una pena, porque me he comprado un conjunto de
ropa interior que te iba a quitar el sentido.
A veces la
vida es una puta mierda.
Odio los hospitales y todo lo que tenga que ver con ellos. Sus muros
están impregnados de dolor, tristeza y muerte. Puedo notarlo, olerlo. Soy
sensible a ello y me afecta negativamente. Estar dentro de uno me deja sin
defensas y acaba con mi ánimo. Mi único pensamiento es escapar, huir de este
ambiente deprimente. Después de comer mi padre se ha quedado dormido.
Desgraciadamente, la anciana sigue con sus gemidos lastimeros. Emite un quejido
y lo mantiene durante una par de segundos, luego se toma una pausa para tomar
aire y vuelve a soltar el mismo lamento. Así una y otra vez. Su sufrimiento
queda de manifiesto cada ver que pronuncia ese sonido. Nos obliga a ser
conscientes de su dolor y eso me enerva. Joder, noto que voy a perder los
nervios.
-¿Mamá, por qué no aprovechamos y bajamos a comer?
Me muero de hambre.
En el restaurante del hospital sigue presente ese sentimiento de
angustia que me achica el estómago y me impide comer. Necesito un respiro,
salir de este lugar. Llego a un acuerdo con mi madre para establecer unos
turnos. Ella se quedará con mi padre por la tarde y yo lo haré por la noche.
Entro en casa dispuesto a darme un
baño caliente que me relaje. Mientras se llena la bañera llamo a mi mujer y le
pongo al tanto de la situación. La muy zorra se alegra de que haya tenido que
suspender el viaje. Me dice que en cuanto salga de la oficina se pasará por el
hospital para estar con mis padres.
El agua
está demasiado caliente, aun así me meto en la bañera muy lentamente. Dando
tiempo al cuerpo para que se adapte a las altas temperaturas. Una vez dentro,
me enciendo un porro y me lo fumo con los ojos cerrados, dejándome llevar por
la música que llega del salón. Enseguida mi mente despega y me lleva al otro
lado del espejo. Me veo en la barra de un bar, hablando con Dan Fante sobre su
padre mientras tomamos unas cervezas. Me gustaría saber tantas cosas de ese
hombre. Para mí su mejor libro es “La hermandad de la uva”. Quizás porque el
argumento me recuerda a un episodio que viví años atrás con mi padre. Por
aquellos días, la casa que teníamos en el pueblo estaba llena de goteras y
había que arreglar el tejado. Para ahorrarnos un dinero decidimos hacerlo
nosotros mismos. Un trabajo aparentemente sencillo que se fue complicando por
culpa nuestra incompetencia, hasta el extremo de tener que abandonar y
contratar a unos profesionales. Mi padre y yo aprendimos la lección. Desde
entonces hemos renunciado a todo lo que tenga que ver con el bricolaje y las
chapuzas caseras.
Cuando me despierto el agua de la bañera está helada y tengo las yemas
de los dedos arrugadas. Miro el reloj. Son las nueve y tres minutos de la
noche. A esta hora, en Madrid, Dan Fante estará dando comienzo la presentación
del su libro. Me jode no estar allí. Me jode aun más tener que pasar la noche
en el puto hospital. Salgo de la bañera y me preparo para ir a relevar a mi
madre. Después de una cena rápida salgo de casa con la mochila que en un
principio había preparado para viajar a la capital. De camino no se me quita de
la cabeza la presentación del libro. De no haberse puesto enfermo mi padre
ahora estaría delante del hijo de John Fante.
Nada más abrir la puerta de la habitación 226 lo primero que me llega
son los quejidos de la anciana. Dañinos como agujas en los oídos. Esperaba
encontrarla dormida y en silencio, pero no. Intuyo que va a ser una noche muy
larga. Mi madre y Ana se han ido. Quedamos la moribunda, mi padre y yo. Entra
una enfermera con un carrito. Viene con la intención de cambiarle los vendajes
a la abuela. Me pide que espere en el pasillo. Así lo hago. Cuando termina sale
de la habitación y yo vuelvo a entrar. Mi padre se dirige a mí con un ligero
crepito en la voz. Está impresionado por lo que acaba de ver.
-Esa pobre mujer tiene la espalda llena de
llagas. Me ha dicho la enfermera que es de estar todo el tiempo tumbada.
Que se
joda. Pienso para mis adentros, pero enseguida me arrepiento de mi falta de
sensibilidad.
La habitación está en penumbra. Mi padre duerme. Yo leo “La hermandad
de la uva” con ayuda de una linterna. La estancia estaría en silencio de no ser
por los interminables y repetitivos lamentos de la vieja. Trato de olvidarme de
ellos y centrarme en la lectura, no obstante, cuanto más lo intento más
presentes están. Así no hay manera. Opto por salir y acercarme hasta la máquina
de café. Selecciono un cortado descafeinado y me lo bebo junto a una de las
ventanas. No hay nadie por los pasillos y disfruto de este momento de soledad.
El zumbido del aire acondicionado resuena constantemente por toda la sala. Es
bastante molesto aunque lo prefiero mil veces a las quejas de la anciana.
Terminado el café me apetece fumar. Me lio un porro en el servicio de
minusválidos. Luego bajo a la calle para fumármelo. Afuera está refrescando y
me arrepiento de no haber cogido la sudadera. El cielo nocturno está limpio de
nubes y estrellas y la luna destaca sobre los tejados de la ciudad. Hay un
sentimiento de derrota hurgando en mi interior. Una especie de desgaste que me
oprime el pecho. Me gustaría salir corriendo. Huir lejos de este edificio. No
quiero volver dentro, pero es mi obligación. Además hace frío.
Cuando entro en la habitación mi padre sigue durmiendo. Por desgracia,
la vieja no. Me acomodo en el sillón reclinable y cierro los ojos. Imposible. Con
sus lamentos no consigo conciliar el sueño. Alumbro su cara con la linterna y
le digo que se calle. La anciana hace caso omiso de mis palabras y continúa
dejando constancia de sus padecimientos. Dudo que se haya enterado de algo.
Vuelvo a cerrar los ojos e intento dormir. Y pensar que ahora tendría que estar
follando con Irene. Escuchando sus gemidos de placer y no los estertores de una
moribunda. En fin, prefiero no pensar en eso. Centrarme solo en dormir para que
el tiempo vuele. Lamentos, lamentos y más lamentos. Ahora, en el silencio de la
noche, resultan más penetrantes y desagradables que por el día, donde quedan
atenuados por el ajetreo del hospital, el tráfico de la calle y demás ruidos.
Me levanto del sillón, me acerco a ella e intento dejarle claro que estoy a
punto de perder la paciencia.
-Cállate de una puta de vez, joder.
Por un momento
guarda silencio. Luego intenta hablar.
-Aaa… taaa… mmmm.
-¿Qué coño dices?
-Mmm… taaa… mmmme.
-¿Qué?
-Mmmm… tamme.
No entiendo
lo que dice. Prueba de nuevo hasta que al fin consigue vocalizar una palabra.
-Mmmátame.
La macabra
petición me deja momentáneamente bloqueado. Antes de que pueda reaccionar me
coge la mano y con ella se tapa la boca y la nariz. Trato de apartarla pero la
sujeta con fuerza contra su cara. Quiere que la asfixie. Nos miramos fijamente
y por un instante se produce una conexión. Noto su sufrimiento como propio y
comprendo la necesidad de acabar con él. Cuando quiero darme cuenta la anciana
ha dejado de respirar. Aparto la mano de su cara. Silencio total. De repente
estoy muy cansado. Me tumbo en el sillón, cierro los ojos y me quedo dormido.
Sueño con John Fante y con su hijo Dan. Ambos están encaramados en un tejado.
Un enjambre de moscas los rodea mientras quitan las tejas y las sustituyen por
pescado podrido.
Me despierto al escuchar a una enfermera entrando en la habitación. A
través de las ranuras de la persiana veo que aun no ha amanecido. La enfermera
se acerca a la cama de la anciana. No hace falta ser muy listo para saber que
está muerta. Le toma el pulso para asegurarse. Sale de la habitación y al momento
regresa acompañada de un médico. Certifican su fallecimiento y sacan el cadáver
de la habitación para llevarlo al tanatorio. Me pregunto si debería mostrarme
sorprendido como lo está mi padre. Aquí nadie sospecha de mí, todos dan por
hecho que la anciana ha fallecido por causas propias de su enfermedad, así que
me evito el paripé.
-Pobre mujer. Ha muerto sola, sin que nadie le
haga compañía.
Al poco llega mi madre para relevarme. En el pasillo llamo a Irene.
Quiero saber cómo fue la presentación del libro y si ha hablado con Dan Fante,
pero no contesta a mi llamada. Salgo del hospital y me recibe un sol primerizo.
En la calle la gente acude sus respectivos quehaceres y el tráfico colapsa las
avenidas. La vida no se detiene y sigue su curso.