Mi padre conduce y yo, sentado en el
asiento del copiloto, finjo que estoy dormido. Hace media hora que salimos de
la ciudad. No sé muy bien dónde nos dirigimos, con lo cual no puedo calcular
cuánto durará el viaje. Espero que no se alargue. Mientras tanto sigo con los
ojos cerrados, haciendo que duermo. Se acercan las navidades y en la parroquia
quieren montar un Belén. En su momento mi padre se ofreció a llevar el musgo,
así que esta mañana, aprovechando que es sábado y que no tengo instituto, me ha
pedido que le acompañe al bosque a buscarlo. No me hace gracia tener que acompañarle,
y es que nunca sé de qué hablar con él. A él le pasa lo mismo conmigo. Cuando estamos
juntos la mayoría del tiempo permanecemos en silencio. Un silencio incómodo que
nos separa y nos lleva a mundos diferentes. De repente, el coche pega un
frenazo y salgo impulsado hacia delante. El cinturón de seguridad evita que me
golpee contra el parabrisas delantero.
-¿Has visto eso?
No sé a qué se refiere. En la carretera
no hay nada fuera de lo normal.
-Hemos estado a
punto de atropellar un jabalí.
-No he visto
nada.
-Era enorme. Ha
cruzado la carretera como un rayo. Menos mal que he podido frenar a tiempo.
Estamos en zona boscosa y la carretera
está flanqueada de árboles. El hábitat ideal para toparse con ese tipo de
fauna. Reemprendemos la marcha. Hace frío dentro del coche. Subo la calefacción
y enciendo la radio. Música clásica. No es lo que me apetece oír, pero dado que
a mi padre parece gustarle dejo el dial donde está. Al fondo, a lo lejos,
pueden verse los picos nevados de unas montañas. Un mar de nubes desciende por
sus laderas a paso de tortuga. Seguimos por la carretera comarcal. Un poco más
adelante hay una pequeña explanada. Mi padre desvía el coche hacia ella y para
el motor. Antes de adentrarnos en el bosque en busca de musgo, nos abrigamos
con los plumas, los guantes y el gorro de lana. Abrimos el maletero, cogemos
una pequeña azada y dos cestos y nos ponemos en marcha. Debido al frío, el
aliento que sale de nuestras bocas lo hace en forma de vapor. El suelo está empapado
por la lluvia caída y a los pocos pasos tenemos las botas embarradas. Mi padre
va en cabeza, abriendo camino. No vamos por ningún sendero, nos limitamos a
avanzar campo a través sorteando zarzas y todo tipo de vegetación. Llegamos a
una pendiente que se eleva casi en vertical. La bordeamos y salimos a un
terreno más accesible. Seguimos ascendiendo. Sé que el musgo crece en lugares
húmedos. Todo lo que nos rodea está húmedo, encharcado, chorreante, inundado… sin
embargo, no veo musgo por ningún sitio.
-¿No hubiera
sido mejor comprar el musgo en una floristería?
-Seguramente,
pero entonces no estaríamos disfrutando de estas vistas.
El paisaje es bonito, no cabe duda, pero
hace tanto frío que si me dan a elegir entre estar aquí o en mi cama, elegiría lo
segundo sin dudarlo. Tengo los pies helados y empiezo a estar harto de todo
esto. Continuamos andando. Al rato, salimos a una franja despejada de árboles.
Es un cortafuegos que atraviesa la montaña dividiéndola en dos. Al no tener la
protección de los árboles en esta zona el viento sopla con más fuerza. Cruzamos
deprisa y volvemos a internarnos en la floresta. Empiezan a caer pequeños copos
de nieve. El viento los impulsa de un lado para otro. Miro al cielo con
preocupación. Mi padre sigue colina arriba sujetando su cesto. Le sigo.
Finalmente damos
con un área donde las rocas y el suelo están cubiertos de musgo.
-Lo ves, te dije
que lo encontraríamos.
Se muestra contento por el hallazgo. Me
quito los guantes y avanzo hacia un grupo de piedras dispuesto a arrancar un
buen pedazo de musgo que cubre una losa plana, pero antes de que lo haga mi padre
sugiere que nos tomemos un descanso.
-Disfrutemos un
rato del paisaje.
Le da la vuelta a su cesto y se sienta
sobre él. Hago lo mismo. Aunque sigue nevando, los copos no llegan a cuajar. En
cuanto tocan el suelo, se disuelven y desaparecen sin dejar rastro. Los minutos
pasan y ninguno dice nada. Es en momentos como este cuando la falta de
comunicación entre mi padre y yo se vuelve incómoda. Me gustaría poder decir
algo. Tener la confianza para hablar con él sin tapujos, pero siempre se
origina un bloqueo por parte de los dos que lo impide. Mi padre es un completo
desconocido. Me di cuenta el otro día en el parque del Ebro. Juanjo, mi mejor
amigo, y yo conocimos a una pandilla de chicos y chicas en el Bunker, estuvimos
bebiendo cervezas con ellos y nos caímos bien. Alguien sugirió ir al parque a
fumar unos petas y todos nos fuimos para allá. Llegamos y los canutos empezaron
a circular. Todo iba genial, hasta que uno de los chicos dijo: Mirad, ahí está el pervertido que viene a
espiar a las parejas. Todos dirigimos nuestras miradas hacia un tipo alto
que iba vestido con un abrigo largo. En un principio no le reconocí, pero
cuando el grupo se puso a insultarle y él se volvió brevemente pude ver que era
mi padre. Me quedé helado. No podía creérmelo… Se escuchan unos ruidos entre la
vegetación. Lo que sea que origina el ruido es grande y se acerca. Bien podría
ser un jabalí furioso como el que hemos estado a punto de atropellar. De reojo
veo que mi padre sujeta la azada con fuerza. Sus nudillos están blancos por la
presión que ejerce sobre el mango. Pero no, los que salen de la espesura son
una vaca y su ternero. Pasan pacíficamente por delante de nosotros y siguen su
camino hasta que desaparecen detrás los árboles. El incidente pone fin al
descanso. Empezamos a coger pedazos de musgo. Mi padre ayudándose de la azada,
yo directamente con las manos. Es como arrancar postillas de una gran herida.
Si caminar por
el monte con los cestos vacíos era peliagudo, acarrearlos llenos se vuelve
tremendamente complicado. Tengo que esforzarme por mantener el equilibrio,
luchar con la vegetación y no resbalar con el barro. Luego está que no
caminamos por terreno llano o un sendero, vamos campo a través, igual que lo
hicimos antes. No me parece la opción más inteligente, pero la iniciativa es de
mi padre y no me queda más remedio que seguirle. A medida que avanza la mañana
la nevada va tomando fuerza. Si hace unos minutos los copos eran escasos y se
derretían al tocar el suelo, ahora se han multiplicado y al posarse permanecen
intactos. Dentro de poco estará todo cubierto de blanco.
En el suelo hay
tres dedos de nieve. Sigo las huellas que va dejando mi padre. Para mí que ya
deberíamos haber llegado al cortafuegos. Hace rato que caminamos y tengo la impresión
de que nos hemos perdido.
-¿Seguro que
vamos bien?
-Seguro. Confía
en mí.
Sospecho que en realidad no sabe dónde
estamos. Nieva tanto que apenas se distingue lo que está a unos metros de
distancia. Mi padre avanza en línea recta. En un momento dado se detiene. Mira de
izquierda a derecha. Titubea. No sabe qué dirección debe tomar. Sus dudas
confirman mis temores.
-Admítelo papá,
no tienes ni idea de dónde estamos.
-Puede que me
haya despistado un poco.
-¿Y qué hacemos
ahora?
-No sé. Déjame
pensar.
Noto la preocupación en su cara y eso me
da miedo. Saco el móvil. No hay cobertura. Estamos perdidos en el bosque, nieva,
hace frío y para colmo no podemos hacer uso de lo único que nos podría ayudar. Dejamos
los cestos en el suelo y echamos un vistazo alrededor. Árboles por todos los
sitios, imposible ubicarse.
-Imagino que si
seguimos bajando, tarde o temprano llegaremos a la carretera.
Volvemos a cargar con los cestos y descendemos.
La vertiente es pronunciada, tenemos que agarrarnos a las ramas de los árboles
para no caer de culo. Llegamos a un tramo donde la fisonomía del terreno nos
obliga a ascender. De repente deja de nevar. Un problema menos.
Después de subir
y bajar unas pocas colinas seguimos sin dar con la carretera. Entramos en un
área plantada con grandes pinos. El suelo es blando, se nota que debajo de la
capa de nieve hay una tupida alfombra de agujas secas que amortiguan nuestras
pisadas. A lo lejos escuchamos unos ladridos. Tanto mi padre como yo llegamos a
la misma conclusión: donde hay un perro hay un dueño. Sin necesidad de hablarlo
cambiamos de dirección y nos dirigimos hacia los ladridos. Salimos a un claro.
Un perro ratonero aparece frente a nosotros y se acerca amistosamente moviendo
el rabo. Dejo el cesto en el suelo y le rasco detrás de las orejas. El animal
se pega a mis tobillos.
-¿Qué pasa, perrito,
te gusta que te rasquen?
-Yo que tú
tendría cuidado, esos chuchos suelen estar plagados de pulgas y garrapatas.
No hago caso de las advertencias de mi
padre y sigo rascándole los lomos. De pronto escuchamos un silbido. El perro
sale disparado hacia el lugar de donde proviene. Le seguimos. El silbido es la
confirmación de que alguien está cerca. Sorteamos unos arbustos altos y vemos a
un hombre de mediana edad sentado en un tocón. En la comisura de los labios sostiene
un cigarrillo liado a mano. Manipula una soga y apenas presta atención a
nuestra llegada, tan solo una mirada de soslayo. A su vera, el perro mueve la
cola con entusiasmo. Le damos los buenos días y le ponemos al tanto de nuestra
situación. El hombre, sin ningún entusiasmo, nos señala el camino que debemos
tomar.
-Vayan por ahí
hasta que lleguen a un sendero. Síganlo y les llevará directamente hasta la
carretera.
Mientras
habla el perro vuelve a acercarse a mí.
-
¿Cómo
se llama el perro?
-
Ese
malnacido ha dejado de tener nombre. No se lo merece.
-
¿Por
qué?
-
Ahí
donde le ves, anoche mató cinco gallinas. Por eso lo voy a colgar por el cuello
de esa rama-dice señalando con la punta de la nariz hacia uno de los árboles.
Me doy cuenta de que habla en serio al
ver que con la cuerda que tiene entre las manos está haciendo el típico nudo
corredizo de la horca.
-Supongo que
está bromeando-dice mi padre.
-No señor, no
bromeo. Cuando un perro mata a una gallina tenga por seguro que lo volverá a
hacer. Si no lo hace en tu propio gallinero lo hará en el del vecino. Por eso
es mejor acabar con animal cuanto antes y así evitarse problemas.
No quiero ni pensar que este perro tan
simpático que estoy acariciando dentro de unos minutos estará colgado de la
rama de un árbol.
-Se lo compro.
Lanzo la oferta sin pensar. Un acto
reflejo que sorprende tanto a mi padre como a mí. El hombre deja de manipular
la soga y me mira directamente a los ojos.
-¿Cuánto
ofreces?
Abro mi cartera. Tengo treinta y cinco
euros.
-Por esa
cantidad prefiero darme el gusto de verlo colgado por el pescuezo.
Miro a mi padre suplicando ayuda.
-No sé si es
buena idea. Además, a tu madre nunca le han gustado las mascotas.
-Papá, por
favor, préstame el dinero que lleves, te prometo que te lo devolveré.
De mala gana saca la cartera. Hacemos
recuento. Entre los dos sumamos ciento diez euros. Mi padre reserva el billete
de diez, el resto se lo ofrecemos al hombre a cambio del perro. El perro, ajeno
a las negociaciones, sigue junto a mí reclamando caricias.
-Cien euros me
parecen bien.
Mi padre le entrega el dinero.
-Por el mismo
precio les regalo la correa- dice arrojándome la soga con el nudo corredizo
terminado.
La cuerda es lo único que puedo utilizar
para poder llevarme al perro, así que la cojo y se la pongo alrededor del
cuello. Empieza a nevar otra vez. Miramos al cielo. No pinta bien.
-Va a caer una
buena. Si quieren les acompaño hasta la carretera.
El ofrecimiento del hombre nos parece
bien. Cargamos con los cestos y nos ponemos en camino. Al poco llegamos a un
sendero. Lo seguimos hasta dar con la carretera. En el arcén hay un
todoterreno. El hombre monta en el vehículo y pone el motor en marcha.
-Les aconsejo
que se den prisa si no quieren que les pille la tormenta.
A continuación se despide de nosotros y se aleja conduciendo
en dirección opuesta a la nuestra. El perro al ver que su dueño se marcha sin
él quiere seguirle. Tengo que sujetar firmemente la cuerda para detenerle. Tiro
con fuerza, pero está obcecado en ir en busca de su amo. Dejo el cesto en el
suelo y trato de imponerme al animal. Cuanto más tiro de la soga más presión
ejerzo sobre su cuello. Veo que el pobre chucho está con la lengua fuera. Al
ceder un poco para no ahogarlo la cuerda se me escurre de las manos. El perro
aprovecha para escapar. Corro detrás intentando darle alcance. Es una
batalla perdida. El perro se aleja cada más y más. Al final
lo pierdo de vista. Pronto me quedo sin aire en los pulmones y tengo que parar.
Frente a mí los copos de nieve caen como confetis en una fiesta. Doy la vuelta
y regreso hasta el lugar donde aguarda mi padre.
-Veo que no has
podido alcanzarle. Mejor.
Me jode que diga eso porque en estos
momentos ese perro tonto corre para reunirse con su verdugo. Para colmo, lleva
al cuello la cuerda de la que terminará colgando.
-¿Te acuerdas del
otro día en el parque cuando un grupo de chavales te insultaron diciéndote que
eras un pervertido y un mirón? Yo estaba con esa gente-le digo sin pensar, dejándome llevar por un arrebato.
Mis palabras lo paralizan. Con él se
detiene la expansión del universo y los planetas dejan de girar. Los copos de
nieve que caen se frenan en seco y quedan flotando en el aire. Todo,
absolutamente todo se detiene durante el breve momento que mi padre guarda
silencio. La pausa universal acaba cuando habla y el mundo recobra el
movimiento con sus palabras:
-Ya hablaremos de
eso en otro momento.
Emprende el camino. No le veo la cara, aunque
puedo notar la tensión a través de su espalda. Me gustaría decirle que no, que
este es el momento perfecto para hablar de Eso.
Pero callo. Me limito a coger el cesto y a seguirle a cierta distancia.
pepe pereza