viernes, 15 de octubre de 2010

RELATO

UN MAL DÍA (1ª Parte)
A las tres llegaba Elena, la chica de la limpieza, y a él no le apetecía ver a nadie. Así que a las tres menos diez salió de casa. Montó en su coche y condujo por la ciudad sin un rumbo fijo mientras escuchaba música del CD y fumaba un cigarrillo tras otro. A la media hora ya estaba harto del tráfico, de detenerse en los semáforos y de las rotondas que cada día eran más numerosas. Parecía que el ayuntamiento las plantaba por la noche y al día siguiente unas cuantas rotondas más habían florecido en la ciudad. Además no lograba atrapar ese sentimiento de soledad que tanto ansiaba. Normalmente, él era capaz sumergirse en la soledad más profunda aunque estuviese rodeado de una multitud, pero ese día no lo conseguía. Decidió llegarse hasta su librería favorita y perderse entre las estanterías de libros, tal vez allí lo consiguiera. Después de mucho buscar, encontró un aparcamiento. Aparcó y salió del vehículo. En cuanto puso un pie en la calle se sintió agobiado. Anduvo hacia la librería intentando abstraerse de toda la marabunta que le rodeaba, pero cuanto más intentaba aislarse menos lo lograba. Todos los ruidos que generaba la ciudad le eran molestos. Odió a cada viandante con el que se cruzó, a cada conductor, a los ancianos que ocupaban los bancos para sentarse, a las chicas monas que se contoneaban en sus ceñidos vaqueros, a los adolescentes con sobredosis de hormonas que caminan por el mundo con una falsa actitud de saberlo todo, a las palomas del parque, odió, incluso a los gorriones que piaban desde lo alto de los árboles, sobre todo, se odió a sí mismo por no ser capaz de abstraerse cuando más lo necesitaba. Necesitaba un bocado de soledad, lo necesitaba como el aire que respiraba. Por fin, llegó a la librería. Entró y se fue directamente a la sección de novedades. Estuvo rebuscando entre los ejemplares expuestos. Eligió una nueva edición de “¡Absalón, Absalón!” de William Faulkner, también cogió el de Tony O´neil “Colgados en Murder Mile”. Luego pasó donde estaban las ediciones de bolsillo y cogió “Catedral” de Raymond Carver. Se estaba bien allí, entre las hileras de libros. Le gustaba el olor a papel nuevo que le remontaba a su niñez y a los primeros cómics que tuvo. Se dio cuenta de que lo había conseguido. Por fin, se sentía solo, aislado de todo y de todos. En la librería había una quincena de clientes, pero era cómo si no estuvieran, no le molestaban, cada cliente se limitaba a deambular por los pasillos de estanterías en completo silencio. Mientras siguiese así todo iba bien. Continuó su búsqueda de libros, un poco al azar, ya que no buscaba nada en concreto. Vio un ejemplar del escritor Eloy Tizón “Velocidad de los jardines”. Alguien que ahora no recordaba le había hablado muy bien de ese libro y lo añadió a su compra. De pronto escuchó las risas de unos niños y supo que la tranquilidad se había acabado. Un matrimonio con dos niños pequeños entraron en el establecimiento. Los niños empezaron a correteaban por los pasillos persiguiéndose. Él siguió curioseando por las estanterías tratando de ignorar los gritos de júbilo y las risotadas de los niños. Encontró unos cuantos ejemplares de Italo Calvino, buscó su libro “Marcovaldo” pero no estaba. De pronto los dos niños tomaron el pasillo donde se encontraba y corrieron hacia él. Uno de los niños, el que iba el último, al sobrepasarle le golpeó sin querer en la entrepierna. El dolor fue tan agudo que tuvo que apoyarse en una de las estanterías. Cómo le hubiera gustado pulverizarlos allí mismo, pero no era cuestión de llegar a esos extremos. Cuando se recuperó pensó que lo mejor era pagar y salir de allí. Se dirigió a la caja y se puso en la cola. Delante de él estaban dos mujeres y un anciano que le recordó a Bukowski. Cuando le llegó el turno pagó con la tarjeta de crédito y salió a la calle. De no haber sido por el escándalo de los críos se hubiera quedado más tiempo, lástima… Le hubiera gustado irse a casa pero Elena, la chica de la limpieza, estaba de tres a siete de la tarde, aún le quedaban varias horas por delante. No quería sentarse en ninguna cafetería, tampoco en una terraza, lo único que quería era soledad, llegar a casa y prepararse un baño caliente con mucha espuma, pero tenía que esperar, no le quedaba otro remedio. Todos andaban despacio y él tenía que ir esquivando y adelantando a la gente. Cada minuto que pasaba estaba más alterado. Se detuvo en un semáforo. Pensó en todo el tiempo que había pasado esperando en los semáforos y el tiempo que tendría que esperar en un futuro. Echó la cuenta y, suponiendo que él viviese unos ochenta años, sumándolo todo daba una cifra de más de un año. Un año de su vida tirado a la basura por esperar inútilmente delante de un semáforo. Seguro que cuando estuviera agonizando se acordaría de ese año perdido y su agonía sería más cruda si cabe. Por fin, el semáforo se puso en verde y pudo cruzar. Cuando estaba cruzando, un coche que no vio que tenía el paso prohibido estuvo a punto de atropellarlo. Maldijo dando un golpe con la mano abierta sobre el capo. El conductor le pidió disculpas pero él siguió andando sin aceptarlas. Definitivamente estaba siendo un mal día. Llegó a donde había aparcado su coche, lo abrió y se metió dentro. Se sintió mejor. La carrocería le aislaba, un poco, del mundo exterior. Dejó la bolsa con los libros en el asiento del copiloto, se encendió un cigarro y arrancó el motor. ¿Adónde ir? A cualquier sitio que estuviera fuera de la ciudad. Iría al parque, junto a la ribera del río. Sí, allí había césped y se podría tumbar a tomar el sol y a leer. Salió de la cuidad por el puente de piedra, siguió por el cementerio, giró hacia La Casa de las Ciencias y continuó hasta las piscinas de Las Norias. Llegó y aparcó enfrente de La Hípica. Salió del coche con la bolsa de libros y se internó en los claroscuros que dejaban las sombras de los árboles sobre la hierba. Buscó un sitio solitario junto a la orilla del río y se sentó apoyando la espalda en el tronco de un chopo. Era un buen sitio, con vistas excelentes y apartado de la zona de los paseantes. Sacó un libro de la bolsa, el de Raymond Carver. Leyó la contraportada antes de abrirlo por la primera página. Fue inútil, aunque quiso no pudo concentrarse en la lectura. Se había traído los nervios de la ciudad y necesitaba expulsarlos. Se lió un porro y se lo fumó observando a un grupo de patos que nadaban en el río. Después retomó la lectura sintiéndose más y más a gusto. Ahora sí pudo concentrarse en las palabras escritas. Cuando más tranquilo estaba se le acercó un pequinés y empezó a ladrarle. De buena gana lo habría estrangulado con sus propias manos, pero se imaginó que el chucho tenía dueño, así que se limitó a seguir leyendo. Con los ladridos perdió todo el hilo de la narración. Amenazante, levantó el brazo y el perro retrocedió buscando la protección de su dueño. La dueña era una mujer de unos cuarenta y cinco años con pinta de solterona rancia que llegó al lugar en aquel preciso momento. El pequinés envalentonado con la presencia de su dueña avanzó ladrando hasta quedar a un par de metros de donde él estaba sentado.

- ¡Chusky, deja tranquilo al señor! ¿No ves que está leyendo?... – dijo la mujer en plan regañina.

El pequinés siguió ladrando. Él miro de soslayo a la mujer y siguió leyendo la misma frase que ya había leído unas quince veces. Con los ladridos del perro era muy complicado concentrarse.

- Normalmente es un perrito encantador, no sé qué le pasa hoy – dijo la mujer tratando de quitarle importancia al suceso. - ¡Chusky, calla!...

Chusky siguió ladrando. Él perdió la paciencia, cerró el libro y se dirigió muy serio a la mujer:

- Le juro que cómo no se lleve ahora mismo al chucho, lo machaco vivo.

La mujer le miró confundida, al ver que él hablaba en serio se apresuró a coger a Chusky en brazos y llevárselo de allí a toda prisa. A él le jodía ser tan desagradable pero en situaciones como esa… Miró la hora en su reloj de muñeca, aun tenía que esperar un par de horas antes de poder regresar a casa. Abrió el libro por donde lo había dejado y continuó leyendo. Imposible retomar la lectura, estaba demasiado alterado. Se lió otro porro y se lo fumó tumbado en el césped. Estaba allí, tumbado al sol con los ojos cerrados, disfrutando de los efectos narcóticos del porro cuando reconoció los ladridos del pequinés. Los ladridos sonaban cada vez más cercanos. Abrió los ojos y se incorporó quedando sentado en el suelo. Aparte de los ladridos escuchó una voz masculina.

- …si tiene cojones que me lo diga a mí.

También escuchó la voz de la dueña del caniche diciendo:

- Déjalo, no merece la pena…

Continuará.

® pepe pereza

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