sábado, 16 de octubre de 2010

UN MAL DÍA (2ª PARTE Y ÚLTIMA)

Y llegaron los tres, es decir, el pequinés, la dueña y un tipo que parecía bastante alterado.

- ¿Es éste? – le preguntó el tipo a la dueña del pequinés.
- Sí… - respondió ella. - …pero déjalo, no tiene importancia…
- ¿Tú le has dicho a mi mujer que ibas a machacar al perro? – dijo el tipo dirigiéndose a él.

Él miró al chucho que se estaba desgañitando en ladridos y luego centró su atención en el tipo.

- ¿Te estoy preguntando si tú le has dicho a mi mujer que ibas a machacar al perro? – insistió el tipo.
- Sí, he sido yo.
- Dímelo a mí, si tienes güevos – añadió el tipo tratando de retarle.

Él dejó el libro sobre la bolsa, se puso en pie y con toda la calma del mundo le dijo:

- Te libras porque la federación de kárate me quita el carné, si no te metía ahora mismo al perro por el culo.

La verdad era que él nunca había tomado una sola clase de kárate. Sin embargo, sus palabras fueron efectivas porque fue evidente que el tipo al escuchar "kárate" se desinfló en gran medida.

- Tranquilo, tío, yo solo digo que esas no son maneras de tratar a nadie.
- Tranquilidad es lo que quiero. Que me dejéis tranquilo, pero no hacéis otra cosa que tocarme los cojones. Así qué si vamos a pelear hagámoslo cuanto antes. – dijo él adoptando una postura, más o menos, de kárate.
- Por favor, dejadlo ya. No merece la pena… – dijo la mujer cogiendo al marido por el brazo y llevándoselo hacia la zona de paseantes.

El tipo se dejó llevar por su mujer un poco a regañadientes. La mujer estaba tan preocupada en llevarse de allí a su marido que se olvidó momentáneamente de Chusky. El pequinés no había parado de ladrar en todo el tiempo y él ya estaba harto de tanto ladrido. Hizo un amago de ataque, el perro se acojonó y con el rabo entre las patas fue a reunirse con sus dueños. Ya no tenía sentido quedarse allí, recogió la bolsa con libros y regresó al coche. Arrancó y salió del parque. No quería volver a la ciudad, por eso siguió conduciendo por la carretera vieja de Vitoria. Viajaría hasta Laguardia, un pueblo encantador que estaba a unos diez kilómetros. Allí conocía una terraza apartada con vistas a la muralla que circundaba el pueblo. Un lugar perfecto para tomarse un café y leer un rato. De camino fue fijándose en el paisaje. Eran los principios del otoño y las cepas tenían ese color tan característico de la época. Cuando llegó al pueblo se había tranquilizado y ni se acordaba del incidente del parque. Aparcó fuera de las murallas ya que el tráfico dentro de ellas estaba prohibido. El pueblo conservaba su antiguo aspecto medieval y era una delicia perderse por sus angostas calles. Llegó a la terraza y se sentó junto a una mesa que estaba debajo de un gran roble. Afortunadamente la terraza estaba casi vacía, tan solo había otra mesa ocupada por una pareja de turistas alemanes que bebían cerveza en silencio. Al rato salió la camarera a atenderle. Pidió un café cortado y un vaso de agua. Después de que le sirvieran el café y el vaso de agua, pagó la consumición y se encendió un cigarro. La turista alemana aprovechó para pedirle con gestos fuego y él amablemente le cedió el mechero. La alemana se encendió un puro fino y alargado y con una sonrisa le devolvió el mechero. Echó el azúcar en el café y tomó un sorbo. El café era de primera. Sacó el libro de Raymond Carver y retomó la lectura donde lo había dejado. No le costó ningún esfuerzo adentrarse en el relato y sin apenas darse cuenta encontró ese ansiado estado de soledad. Al rato la pareja de alemanes se levantaron y se fueron. Se quedó solo. Mejor que mejor. Siguió leyendo hasta acabar con el primer relato y continuó con el segundo y con el tercero. En aquella terraza el tiempo volaba, cuando quiso darse cuenta pasaban de las siete de la tarde. Elena ya se habría ido y él podía regresar a casa.
Cuando llegó todo estaba limpio e impecable, Elena se había esmerado. En el salón vio que tenía varios mensajes en el contestador. Escuchó el primero. Era de sus hermanas:

- (Cantando a dúo) Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz. Te deseamos tus hermanas, cumpleaños feliz… Déjate ver y pásate por casa a por tus regalos. Besos, te queremos.

Supuso que los otros mensajes también eran para felicitarle por su cuarenta y cuatro cumpleaños. Apagó el contestador. Entró en el baño y abrió el grifo del agua caliente para que la bañera se fuese llenando, aplicó gel y sales perfumadas y también encendió unas velas. Se trajo el CD con música suave y se lió un par de porros. Quería crear un ambiente agradable y sosegado. Ese baño era la recompensa por las horas que había pasado fuera de casa. Dejó un taburete bajo junto a la bañera para usarlo a modo de mesita. Apoyó encima un cenicero, los canutos liados, un mechero y una taza de café instantáneo. Finalmente se desnudó y se metió en la bañera. Todo era perfecto, sin embargo seguía arrastrando un sentimiento acre del que no lograba desprenderse. Metido entre el agua caliente y la espuma se dio cuenta de qué lo que realmente quería era regresar al útero materno, sumergirse en el líquido amniótico y olvidarse de todo. De hecho, la recreación del baño era justamente eso, un vano intento por crear un saco amniótico donde esconderse para siempre del mundo.

® pepe pereza

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