viernes, 12 de noviembre de 2010

ALBERT COSSERY - MENDIGOS Y ORGULLOSOS


Así empieza MENDIGOS Y ORGULLOSOS De ALBERT COSSERY
I
Ahora Gobar estaba despierto. Acababa de soñar que se ahogaba. Se incorporó sobre un codo y miro a su alrededor con ojos de recelo, todavía aturdido por la noche reciente. No volvió a soñar, aunque la realidad se acercaba tanto a su sueño que, por un momento permaneció perplejo, plenamente consciente de un peligro que lo amenazaba. “¡Por Alá!”, pensó, “¡es la riada! El río se lo llevará todo”. Pero no intentó huir ante la inminencia de la catástrofe. Por el contrario, permaneció aferrado al sueño como un naufrago, y cerró los ojos.
Tardó largo rato en recobrar el control de sí mismo, quiso restregarse los ojos pero se detuvo a tiempo: tenía las manos mojadas y viscosas. Dormía completamente vestido, en el suelo, sobre una cama hecha de pequeños montones de periódicos viejos. El agua lo había sumergido todo, recubría casi completamente el piso de baldosas de la habitación. Corría silenciosamente hacia él, con la fatalidad opresiva de una pesadilla. Gohar tuvo la impresión de hallarse en una isla rodeada de olas; no se atrevió a moverse. La inexplicable presencia del agua lo sumía en un profundo desconcierto. Sin embargo, el terror del comienzo se iba atenuando a medida que tomaba conciencia de la realidad. Ahora comprendía que su idea del río desbordado, devastando todo a su paso, sólo era una aberración. Así trato de saber la procedencia de aquella agua misteriosa. Muy pronto descubrió el origen: se filtraba por debajo de la puerta de la habitación vecina.
Gohar tembló como bajo los efectos de un inexplicable terror: era el frío. Intentó ponerse de pie pero el sueño aún lo dominaba, entumeciéndole los miembros, reteniéndolo mediante lazos indisolubles. Se sentía débil y desamparado. Se secó las manos en la chaqueta, en los lugares de la tela que no estaban mojados. De esta manera ya podía restregarse los ojos. Lo hizo con tranquilidad, miró la puerta de la habitación vecina y pensó: “Deben de estar lavando las baldosas. ¡Con todo, casi me ahogan!”. La repentina pulcritud de sus vecinos le pereció extraordinariamente grotesca y escandalosa. Nunca había ocurrido antes. En esa casa ruinosa y sórdida del barrio indígena, habitada por pobres seres famélicos, no lavaban nunca las baldosas. Esas personas eran seguramente nuevos inquilinos, pícaros que querían impresionar al barrio.
Gohar permaneció con el espíritu inerte, como paralizado de estupor ante la aparición de tan insensata pulcritud. Le pareció que era necesario hacer algo para detener la inundación. ¿Pero qué? Lo mejor era esperar; seguramente se produciría un milagro. Aquella situación absurda necesitaba un desenlace motivado por poderes sobrenaturales. Gohar se sintió desarmado de antemano. Esperó unos minutos pero no ocurrió nada, ningún poder oculto vino en su ayuda. Finalmente se levantó, permaneció de pie, inmóvil, en una actitud de alucinado, de rescatado de un naufragio; luego, con infinitas precauciones, caminó por la parte de suelo seco y fue a sentarse en la única silla que amoblaba el cuarto. Aparte aquella silla, sólo había un cajón boca abajo en el que descollaba un anafe de alcohol, una cafetera y un botijo que contenía agua potable. Gohar vivía en la más estricta economía de medios materiales. La noción de la comodidad más elemental había sido proscrita hacia tiempo de su memoria. Odiaba rodearse de objetos; los objetos contenían los gérmenes latentes de la miseria, la peor miseria de todas, la miseria inanimada; la que engendra fatalmente la melancolía debido a su omnipresencia. Y no era que fuera sensible a las apariencias de la miseria; no le atribuía a ésta ningún valor tangible; para él siempre constituyó una abstracción. Simplemente quería proteger su mirada de una promiscuidad deprimente. La desnudez de aquel cuarto poseía para Gohar la belleza de lo inaprehensible, en él se respiraba un aire de optimismo y libertad. La mayor parte de los muebles y objetos de uso ofendían su vista, no podían ofrecer ningún alimento a su necesidad de fantasía humana. Sólo las personas, con sus locuras innombrables, poseían el don de divertirlo...

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