martes, 1 de diciembre de 2009

LA CASA DE LUCIO DE LUIS MIGUEL RABANAL

Claro que era ridículo tener miedo al adentrarse en aquella vieja casa de ladrillo, cuando el sol no es ya nadie para prohibirles el paso, y afanosamente buscar allí dentro la ira obtusa del anciano y las ratas enormes como perros. Claro que sabían que no estaba aquel hombre, que la muerte lo sorprendió dormido en el prado de Arriba hace meses, y en su lugar una sombra habitaba impunemente en el desván, como un guerrero.
Del temor que los amedrenta mejor no hablar demasiado, son niños que lloran de frío, pero también de tristeza, y de la mano recorren pasillos mugrientos y alaban la desazón que les produce un ruido, una amarillenta revista pisada con desaire, las arañas que mesan sus cabellos y el desbarajuste del palacio transfigurado en caserón donde hubo, piensan, un crimen cada noche.
Son niños muy tenaces y al atravesar el fosco corredor descubren, besándose, a dos muchachos embadurnados de esperma. Miran con asombro sus rostros y ven lo difuso, lo diverso que amenaza con perseguir su ensoñación y hacerla más embuste aún, satisfecho ritual e insospechado. Regresan a la tarde con dolor de ojos, sin terquedad ninguna.
La casa de la muerte, la casa del amor al cabo. Muchísimo después crecieron y un día, los cuatro juntos, determinaron volver a aquella casa. Tenían el tiempo exacto para contemplarse a sí mismos de pie y de nuevo partir. Querrían recordar en vano la ruina y el deseo, y el sol que entontece como una bofetada.

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