domingo, 18 de julio de 2010

TONTO, MUERTO, BASTARDO E INVISIBLE de JUAN JOSÉ MILLÁS


Así empieza Tonto, muerto, bastardo e invisible de Juan José Millás
Cuando encargué que me hicieran un bigote postizo de pelo natural como el de mi padre, creí que no era más que un modo de homenajear irónicamente su memoria y de demostrar de paso al peluquero, o a mí mismo, que podía hacer gastos y gestos superfluos, pero una vez que lo tuve en la mano me pareció percibir en él un instinto ortopédico que me causó algún malestar, de manera que me deshice del estuche, que tenía un volumen incómodo, y escondí el postizo en una pequeña caja fuerte camuflada en las profundidades del armario de mi dormitorio. La caja fuerte había sido también el resultado de un gesto superfluo, quizá por eso Laura no se relacionaba con ella, ni siquiera había llegado a aprenderse la combinación. En cuanto al niño, no conocía su existencia. Se trataba, pues, de un nicho perfecto para enterrar aquella prótesis que, abandonada en cualquier otro lugar, podía confundirse con un animal muerto, o quizá con el embrión de un individuo.
Aquello había sucedido en los primeros meses del invierno anterior, al poco de que murieran mis padres en un incendio que yo no provoqué, y desde entonces, aunque no había vuelto a contemplar el bigote, me había dejado acariciar por él en las ocasiones en que tuve que meter la mano en la caja para buscar algún papel. Su tacto resultaba inquietante, pero después del primer escalofrío sucedía siempre una paz inexplicable, la clase de paz que este domingo de finales de marzo intentaba encontrar en los argumentos que circulaban, con el estrépito de un tren dentro de un túnel, por las galerías oscuras de mi miedo.
El viernes anterior, el director de personal me había comunicado que tenían que prescindir de mí a cambio de una indemnización equivalente al salario de un año y de un gesto infeccioso de solidaridad. Podría acogerme al subsidio de desempleo y resistir, en el peor de los casos, dos años. Además, Laura trabajaba también, era forense, de manera que el horizonte de la indigencia quedaba todavía un poco lejos. No se trataba, pues, objetivamente hablando, de una situación desesperada, pero yo estaba subjetivamente hundido desde entonces en una desesperación que durante el fin de semana había intentado ocultar a la mirada de mi mujer y de mi hijo. Finalmente, el domingo por la tarde la glándula del miedo había comenzado a liberar una sustancia nueva que actuó en seguida sobre mi capacidad respiratoria; parecía que el aire se hubiera espesado o contuviera grumos. Entonces me refugié en el cuarto de baño adosado al dormitorio y dejé que toda la cobardía aplazada desde que entrara en la empresa un equipo socialdemócrata, con la orden de venderla en trozos, se reuniera de golpe en la percepción del espacio: miraba las paredes, y el espejo, y la bañera oculta tras la mampara de cristal, y el lavabo italiano y el bidé, y no eran otra cosa que las paredes y el espejo o el bidé y el lavabo que habría visto un cobarde en un situación como la mía.
Cerré los ojos para no mirar, pero también la oscuridad me devolvió el desasosiego que transmiten los objetos cuando uno se relaciona con ellos desde el miedo. Durante los minutos siguientes abrí y cerré varias veces los grifos para transmitir sensación de actividad, confiando en que la angustia se replegara al alcanzar determinada magnitud Entonces me acordé del bigote.
Con movimientos sigilosos, salí del cuarto de baño y me deslicé hacia el dormitorio respirando el aire a pedazos, pues aún no había dejado de espesarse.
Pero luego, cuando la caja fuerte se abrió como una boca y recuperé el postizo, la agitación comenzó a disminuir o a retirarse hacia la periferia de mis órganos.
En cualquier caso, el centro del pecho, la zona con mayor capacidad de sufrimiento, quedó desalojada en seguida mostrando el aspecto de una habitación vacía por la que el aire, ya en su forma gaseosa, comenzó a circular sin las dificultades anteriores.
Tras encerrarme de nuevo en el cuarto de baño, arranqué la lámina de plástico que protegía el envés adhesivo del bigote y me lo coloqué frente al espejo. Se trataba de un bigote ancho, muy negro, cuyos pelos caían hacia abajo tapándome los labios. Cuando acabé de ponérmelo, mi pecho pasó del estadio de habitación vacía al de mero agujero carente de función: en otras palabras, mi pecho era irreal, y ese agujero de irrealidad abierto en la mitad del cuerpo hacía irreal también el daño que lo había habitado.
Con el bigote puesto, me senté sobre el retrete y contemplé la jabonera de cobre y los lujosos complementos de los que colgaban las toallas —otros gestos superfluos—, mientras que el proceso de desrealización comenzado en el pecho se extendía en círculos concéntricos en dirección al vientre y a los hombros. En unos minutos, lo único real que quedó en mi cuerpo fue el bigote, la prótesis.
Me incorporé para mirarme en el espejo y comprobé que los pelos tapaban, como un telón, la expresión de mis labios: creo que en esa abertura facial se concentraba toda la información de lo que era o de lo que había llegado a ser; si la ocultara siempre tras un bigote, nadie sabría a qué atenerse cuando le mirara, pues los ojos, sin el concurso de los labios, resultaban neutrales, como los de mi padre, cuya mirada era idéntica para la aprobación y para la censura.
El espejo, en fin, me devolvió un rostro atractivo porque se trataba de un rostro que carecía de intenciones. Soy otro, pensé, y contemplé mi cuarto de baño como si lo viera por primera vez. Había un camisón de Laura colgado tras la puerta y lo olí con los ojos cerrados. El olor me dio miedo, pero se trataba de un miedo desactivado, sin ansiedad, un miedo puesto al servicio del placer.
Necesitaba ir a buscar a Laura, pero no podía presentarme en el salón con el bigote puesto, de manera que me lo arranqué con cuidado y aguanté a pie firme para ver qué sucedía. Y no sucedió nada; es decir, el proceso de desrealización no se invirtió…

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