martes, 26 de abril de 2011

PREMONICIÓN

Fue al pasar por la calle Sagasta, justo a la altura de la librería “Hermanos Ochoa”, cuando lo sintió. Una especie de calambre le puso en alerta, fue algo así como el sentido arácnido de Spiderman. Aunque en su caso más que el aviso de un peligro era algo más siniestro que no sabía identificar. Siguió caminando mientras analizaba la extraña sensación. Al salir de Sagasta para desviarse por la calle Portales la sensación le abandonó, y lo hizo tan deprisa como antes lo había atrapado. Entró en la biblioteca y se olvidó del asunto.
De regreso a casa, pasó de nuevo por la calle Sagasta, y justo a la altura de la librería volvió a tener la misma y extraña sensación que tuvo cuando pasó por allí una hora antes. Miró el escaparate de la librería buscando una pista, algo que aclarase lo que le estaba sucediendo. Ninguno de los libros que estaban expuestos llamó su atención. Adentró su mirada en el local, pero allí sólo estaba el dependiente y las estanterías rebosantes de más libros. Nada de lo que buscaba. Pero ¿qué era lo que buscaba? No lo sabía exactamente, le faltaban datos. Quizá la librería no era la que le producía ese desconocido sentimiento que le enfermaba por momentos. Tal vez era el propio edificio. Pensó en ello y algo en su interior le dijo que no iba descaminado. Cruzó de acera y observó el edificio como antes lo había hecho con la librería, es decir, con la esperanza de encontrar una pista, un resquicio que le aclarase el motivo de esa especie de premonición. El edificio era viejo pero bien conservado, constaba de cuatro plantas, con la fachada de color beige y ocho ventanales pintados de granate que le daban cierto relieve a la estructura. Por mucho que observó no encontró nada que le permitiese explicar el sentimiento que le perturbaba. No podía irse de allí sin aclarar el misterio. Entró en el bar que estaba al lado. Apenas había clientes, tan sólo un trío de abuelos que jugaban a la brisca sentados alrededor de una de las mesas del local. Se acercó a la barra y le pidió un café cortado. Después se acomodó junto a una mesa que estaba pegada al ventanal que daba a la calle. A través del mismo volvió la vista al edificio. Tenía que cerciorarse del porqué de la inquietud que le provocaba dicho edificio, necesitaba degustar la sensación que le embargaba tal y como lo haría un catador profesional que con su paladar es capaz de distinguir los numerosos componentes. Según recordaba la primera sensación fue de peligro, pero luego había determinado que más que peligro era… ¿Qué es lo que era? Lo tenía en la punta de la lengua… ¡Traición! Sí, algo así. Algo parecido a la traición. Aunque era más retorcido aún. Bebió un sorbo de café y se encendió un cigarro. Uno de los abuelos les reprochó a los otros dos la última jugada. Los tres se enzarzaron en una discusión en la que ninguno dio el brazo a torcer. Dejó a los ancianos con sus controversias y se concentró en el edificio que veía a través del ventanal. Obviamente el edificio tenía que ver con él, para ser más precisos, algo de lo que pasaba dentro del edificio tenía que ver con él. Sí, eso tenía su lógica. ¿Pero qué? Entonces su cerebro tuvo una revelación y lo supo: Ella, su mujer, estaba con un amante en alguna parte de ese edificio. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. De inmediato trató de apartar la idea de su cabeza, entre otras cosas por descabellada y porque sólo se basaba en un estúpido presentimiento sin lógica alguna, pero no pudo. Lo que sentía era tan certero y real como el aire que respiraba. De acuerdo, sólo era un presentimiento, pero era un presentimiento especial. Muchas veces, al igual que cualquiera, había tenido presentimientos y sabía que no había que fiarse demasiado de ellos. Sin embargo, esa vez tenía plena seguridad en que dicho presentimiento ocultaba la verdad. Para salir de dudas decidió llamar a su mujer al móvil y preguntarle, así como quien no quiere la cosa, dónde estaba. Marcó su número y esperó con el aparato pegado a su oreja. Una voz metálica le dijo que el teléfono al que llamaba estaba apagado o fuera de cobertura. Eso no hizo más que confirmar sus sospechas. Pero ¿de qué sospechas hablaba? Al fin y al cabo, sólo tenía un presentimiento para culparla. Que sí, que el presentimiento era poderoso, de acuerdo, aun así no dejaba de ser eso, un presentimiento. Recapituló: al pasar por delante del edificio había tenido una premonición, hasta ahí todo era más o menos normal. Luego algo le dice que su mujer le está poniendo los cuernos en alguna habitación del edificio. Esto ya no era tan normal. Sin duda lo que se salía totalmente de la normalidad, rozando incluso lo subnormal, era hacer caso del presentimiento. Eso, con mucho, era lo más descabellado que había hecho en su vida. Estuvo a punto de levantarse y salir del bar. En lugar de eso permaneció pegado a la silla en la que estaba sentado sin apartar la vista del edificio que tenía enfrente. Apagó el cigarro ya consumido y se encendió otro. El café se estaba enfriando y los abuelotes después de haber aclarado sus rencillas seguían apostando a las cartas. Se estaba jugando su felicidad conyugal por un simple presentimiento. Eso sí que era apostarlo todo a una carta. Al menos, los abuelos apostaban siendo conscientes de su juego, pero él lo hacía a ciegas. Hizo un nuevo conato de levantarse. Su cerebro le decía que regresara a casa y se olvidara de todo. Permaneció sentado. Su corazón, al contrario que su cerebro, le obligaba a seguir junto al ventanal, vigilando. Notaba la presencia de su mujer dentro del edificio como percibía los pálpitos de su corazón. No era un simple presentimiento. En esos momentos lo sintió como una certeza y por eso siguió pegado a la silla. Estaba tan convencido de la presencia de su mujer dentro del edificio que pensó en salir del bar, dirigirse directamente a los timbres del portero automático y llamar a todos y cada uno de ellos. Fuera para bien o para mal, no veía otra forma de aclarar sus sospechas y acabar de una vez por todas con la absurda situación.
Cuando quiso darse cuenta estaba cruzando la calle. Llego al portal y alargó la mano hacia el panel de los timbres, pero antes de atreverse a presionar alguno se acobardó. Retiró la mano y, como si quisiera esconderla de su vista, se la metió en el bolsillo del pantalón. ¿Qué coño estaba haciendo? ¿Dar rienda suelta a sus celos y su desbordaba imaginación? ¿Qué motivos tenía para sospechar de su mujer? Ninguno. Entonces ¿por qué coño hacía lo que estaba haciendo? No halló respuesta alguna. Cruzó de acera y entró de nuevo en el bar. Pidió otro café y ocupó el mismo sitio junto al ventanal. Los abuelos seguían con la brisca, levantando el tono de sus voces cuando se llevaban una mano o maldiciendo por las cartas que les habían tocado. Él se encendió un cigarro sin apartar la vista del edificio. Se sintió ruin por sospechar sin motivos de su mujer y quiso disculpar su presencia en el bar pensando que por estar allí sentado tomando un café no hacía daño a nadie. Así que bebió un sorbo de la taza y siguió esperando.

© pepe pereza

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