viernes, 4 de marzo de 2016

LLUEVE SOBRE MOJADO

Tengo suerte, mi mujer está duchándose y dispongo de la cocina para mí solo. Es lo que necesito: soledad y silencio. Si consigo desayunar antes de que salga del baño quizás logre aplacar este mosqueo monumental con el que me he levantado. El frío y las mañanas lluviosas siempre me ponen de mal humor.
Aparece cuando estoy delante del microondas. Está radiante y llena de energía. Me aborda con un torrente de palabras que soy incapaz de asimilar. Asiento a todo lo que dice con la esperanza de que el microondas termine cuanto antes el ciclo de calentado. Habla y habla sin parar. Sé que pronto se irá a trabajar. Sólo unos minutos más y podré disponer de todo el silencio del mundo. A través del cristal ahumado veo girar la taza que tanto ansío. Por fin suena el timbre de aviso. Saco el café del condenado aparato y bebo. Ajena a mi agobio continúa dándole a la lengua, construyendo frases a destajo. Toda una sobredosis de palabras. Palabras y más palabras que se acumulan en los oídos. El silencio es tan necesario por las mañanas que debería ser obligatorio. Alguien tendría que redactar una ley al respecto. ¿De dónde saca tanta palabrería? ¿Qué ha sucedido en este intervalo de sueño para que tenga tanto que contarme? Es tarde, ya debería haberse ido. Sin embargo alarga su monólogo. Quisiera ordenarle callar. Decirle que cierre la boca de una puta vez. Pero eso empeoraría las cosas. Ruego para que se vaya. La adrenalina está ahí. La noto tensando músculos y tendones. La siento subir por las vertebras. Sigue hablando. Justo en el momento que voy a estallar mira la hora y se escandaliza de lo tarde que es. Deja un beso en el aire, coge el paraguas y sale corriendo. Ahora que se ha ido puedo relajarme y terminar el café junto a la ventana. Llueve a mares. El agua cae con tanta fuerza que parece el diluvio universal. No me gusta la lluvia. Me deprime y, lo que es peor, me pone de mala hostia. Dejo atrás la ventana y conecto el ordenador. Entre toda la música busco algo que me levante el ánimo. Pruebo con distintos tipos de jazz, si bien ninguno termina de encajar. Con pop, rock y blues ni lo intento porque sé que no es el momento. Con flamenco estoy cerca de conseguirlo. Finalmente acierto poniendo algo de swing de los años veinte. El salón se llena con los ritmos de Nueva Orleans y hace más llevadero el influjo de la lluvia. Abro el Facebook y escribo: Odio los días lluviosos. Enciendo un cigarro y aguardo a que alguien se digne a dejar un Me gusta. Pasados unos minutos aparece el esperado simbolito. Lo ha dejado la gorda con gafas que solo cuelga fotos de gatos. Una auténtica petarda que no soporto. La bloqueo para que no vuelva a molestarme. Poco después llega un mensaje de Mónica.
   -¿Qué haces?
¿Qué debo contestar? Que por el solo hecho de estar lloviendo he decidido quedarme en casa en vez de estar buscando trabajo, que en realidad es lo que tendría que estar haciendo. Mejor abreviar.
   - Ya ves, enredando por aquí.
    -Lo digo por si quieres pasarte por casa. Mi marido ha cogido un taxi para ir al aeropuerto y voy a estar sola todo el día.
Antes de que le pueda responder adjunta un vídeo en el que se pueden ver dos conejos copulando. El macho al llegar al orgasmo se desmaya. Un polvo con Mónica siempre merece la pena. Aunque viendo el chaparrón que está cayendo tengo mis reservas. Se lo hago saber.
   -¿Has visto la que está cayendo?  Es el puto diluvio universal.
Como contestación envía un selfie de sus tetas. No las muestra desnudas, pero sí enseña suficiente carne para despertar mi interés.
     -Si quieres catarlas vas a tener que mover tu culo hasta aquí.
La muy zorra sabe que me vuelven loco.
   -Vale. Dame media hora.
            Al salir del portal lo primero que veo es un paraguas rodando por la acera y a su dueña persiguiéndolo. Y es que para empeorar la cosa, a la borrasca hay que sumarle fuertes rachas de viento. Los ingredientes perfectos para un día de perros. La parada de autobús está a un par de manzanas. Corro en esa dirección procurando pasar por debajo de los soportales y marquesinas que encuentro por el camino. A pesar de mis precauciones termino calado hasta los huesos. El viento sopla tan fuerte que no hay donde refugiarse. Llego cuando mi autobús acaba de marcharse. Trato de protegerme de las inclemencias del tiempo bajo la tejavana de la parada mientras espero al siguiente.
            El autobús tarda en llegar. No me extraña, con este tiempo el tráfico es un caos. De hecho, hace unos segundos el viento ha arrancado una rama bastante grande de un árbol y ha caído cerca de la carretera. Por suerte nadie pasaba por debajo en ese instante. Se escucha el silbido de un whatsapp. Todos los que estamos en la parada miramos nuestros Smartphone. El aviso es para mí.
 -Ha pasado más de media hora ¿Dónde coño estás?
En el polo norte, no te jode. Estoy empapado y temblando de frío, esperando un puto autobús que no termina de llegar. Lo que menos me apetece es que me metan prisa. Por un momento me planteo volver a casa y dejar plantada a Mónica. Entonces vuelvo a mirar la foto donde enseña sus tetas. Y como por arte de magia sube el lívido y bajan los humos.
 -Enseguida llego.
 -Ok. No tardes.
El viento sigue haciendo de las suyas. Destrozando paraguas y poniendo en dificultades a la gente. Los que caminan a favor tienen que hacerlo inclinados hacia atrás, por el contrario, a los que les viene de cara lo hacen hacia delante. Buscando el equilibrio y luchando a la contra de una u otra forma. La lluvia, según el empuje del aire, adquiere distintas trayectorias y nunca sabes por dónde viene la siguiente envestida.
Por fin llega el autobús. Va lleno y hay que sacar los codos para hacerse hueco entre los pasajeros. De entre la mezcolanza de rostros hay uno que me resulta familiar. Es una mujer delgada, más o menos de mi edad que está sentada detrás del conductor. No sé de qué la conozco, pero hay algo en ella que me atormenta y remuerde la conciencia. Como en un puzle intento ajustar a esa persona en mi vida. Finalmente consigo que las piezas encajen. Ambos estudiamos juntos en quinto y sexto curso de EGB. Se llama Natividad. No recuerdo sus apellidos. Lo que sí recuerdo es que era una niña muy tímida que se sentaba delante de mi pupitre. Sin duda, este remordimiento que siento es porque no paraba de tomarle el pelo y meterme con ella. Un día tuve la ocurrencia de darle la vuelta a su nombre. En vez de Natividad, decidí llamarle Muerte. El mote cuajó y pronto corrió de boca en boca. Al final todos los alumnos terminamos llamándola así: Muerte. Fue algo que nunca me perdonó. Me acerco a ella.
-Hola ¿Te acuerdas de mí?...
Sin duda se acuerda.
-…Ha pasado mucho tiempo, pero quiero que sepas que lamento mucho todas las trastadas que te hice en el colegio.
-¿Trastadas?
-Bueno, ya sabes.
-Lo que tú llamas trastadas para mí fueron crueles humillaciones.
-No crees que exageras.
-Un día, una niña se acercó a mí. Delante de todos me escupió en la cara alegando que su abuela había muerto. Lo malo es que lo dijo como si yo fuera la culpable, como si yo hubiera tomado la decisión.
-...
-Tengo una hija. El próximo año empezará a ir al colegio. Mi gran temor es que la sienten cerca de un canalla como tú.
Dicho esto, recoge sus cosas, se dirige a la parte trasera del vehículo y aguarda hasta que el autobús se detiene en la siguiente parada. Al abrirse las puertas entra una brisa glacial que me hiere las entrañas. Ella se apea y se aleja calle abajo lidiando con la lluvia y el viento. Me llega otro whatsapp. 
 -Lo siento. Debido al temporal han suspendido el vuelo de mi marido. Tendremos que vernos en otra ocasión.


pepe pereza

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