Daniel tenía los lagrimales defectuosos. Eran como dos pozos secos en mitad del desierto. Por este motivo, siempre iba armado con unos cuantos frasquitos de colirio con el que a cada rato, se veía obligado a remojar sus globos oculares. Si no lo hacía, se le secaban, provocándole mareos, escozor y pérdida de visión. Además, sus córneas eras demasiado débiles y necesitaban cuidados constantes. Trabajaba de contable desde casa. Necesitaba de un ambiente controlado para que sus ojos no sufrieran demasiado, así que había hecho instalar una serie de aparatos para controlar la humedad y la temperatura de su casa. La iluminación también había sido diseñada para no dañar sus ojos y las pantallas de ordenador y tele tenían unos filtros especiales con el mismo fin. Pero todo esto no le eximía de seguir usando el colirio cada pocos segundos. Había adquirido tal destreza, que ya era un acto reflejo, como pestañear o respirar. Los días de viento, lluvia o mucho sol, Daniel tenía que resignarse y permanecer en casa. Tampoco podía conducir ni hacer muchas de las cosas que cualquier mortal puede, como ducharse con agua corriente, por ejemplo. Él tenía que ponerse unas gafas de bucear para que no le entrase agua o jabón en los ojos. El cloro o los componentes químicos del jabón podrían provocarle daños irreparables e incluso dejarle ciego. Antes de irse a dormir, tenía que aplicarse una especie de colirio espeso, para que durante las horas de sueño, sus córneas estuviesen protegidas y lubricadas. Otra de las muchas cosas que no podía hacer era llorar. Lo hacía, pero sin verter lágrimas, que era como no llorar. A pesar de todas sus limitaciones, Daniel era un hombre feliz y llevaba una vida desahogada. Como era soltero y no salía mucho, no desarrolló vicios y que apenas gastaba. El piso donde vivía lo había heredado de sus padres. No pagaba ninguna hipoteca ni nada por el estilo así que con su sueldo de contable le daba para vivir e incluso ahorrar. El único capricho que se daba de vez en cuando era comprarse unos zapatos de mujer con punta fina y tacones de aguja. Daniel no era homosexual, pero le encantaban los zapatos de tacón. No para ponérselos por casa, no. Daniel se conformaba con coleccionarlos. Los tenía de todos los colores y diseños. Su colección contaba con setenta y seis pares y casi todos eran Manolos. Su colección no era como la de Imelda Marcos con sus dos mil pares, pero se sentía orgulloso de ella y dedicaba gran parte de su tiempo libre a cuidarla con mimo y esmero…
Una noche que Daniel dormía, hubo un cortocircuito en el panel de mando que controlaba la temperatura y humedad de la vivienda. El cortocircuito provocó una pequeña llamarada que se fue extendiendo a lo largo de los cables hasta convertirse en un incendio en toda regla. Daniel se despertó alertado por el olor a quemado. El colirio en crema que llevaba en los ojos le impedía ver con claridad y tuvo que limpiárselos con una toallita especial. Lo lógico hubiese sido salir de allí de inmediato, ya que las llamas empezaron a adueñarse de todo, pero Daniel corrió hasta donde estaban expuestos sus zapatos haciendo caso omiso del fuego y del daño irreparable que el humo causaba en sus delicados ojos. Sin la protección del colirio sus ojos empezaron a secarse, sus córneas se agrietaron y en ellas se formaron pequeñas fisuras por las se fue derramando un liquido espeso y gelatinoso. A pesar del dolor, consiguió meter todos los zapatos en varias maletas y cargando con ellas se dirigió a la salida. A ciegas alcanzó la puerta de la calle.
Cuando los bomberos llegaron le vieron tirado en el jardín abrazado a las maletas. Los zapatos se habían salvado pero el precio fue demasiado caro. Daniel pagó con sus ojos, dejando sus cuencas vacías.
Una noche que Daniel dormía, hubo un cortocircuito en el panel de mando que controlaba la temperatura y humedad de la vivienda. El cortocircuito provocó una pequeña llamarada que se fue extendiendo a lo largo de los cables hasta convertirse en un incendio en toda regla. Daniel se despertó alertado por el olor a quemado. El colirio en crema que llevaba en los ojos le impedía ver con claridad y tuvo que limpiárselos con una toallita especial. Lo lógico hubiese sido salir de allí de inmediato, ya que las llamas empezaron a adueñarse de todo, pero Daniel corrió hasta donde estaban expuestos sus zapatos haciendo caso omiso del fuego y del daño irreparable que el humo causaba en sus delicados ojos. Sin la protección del colirio sus ojos empezaron a secarse, sus córneas se agrietaron y en ellas se formaron pequeñas fisuras por las se fue derramando un liquido espeso y gelatinoso. A pesar del dolor, consiguió meter todos los zapatos en varias maletas y cargando con ellas se dirigió a la salida. A ciegas alcanzó la puerta de la calle.
Cuando los bomberos llegaron le vieron tirado en el jardín abrazado a las maletas. Los zapatos se habían salvado pero el precio fue demasiado caro. Daniel pagó con sus ojos, dejando sus cuencas vacías.