miércoles, 17 de octubre de 2012

YA NO ME QUIERES

Y llegaron los días que dejaste de quererme.
No lo niegues, habías dejado de quererme. Lo notaba en tu respiración, en la forma de lavarte el pelo, en cómo te sentabas en el suelo con las piernas cruzadas. Me lo decían tus pestañas, tus uñas, los lóbulos de tus orejas, incluso los ácaros que dejabas en la cama me lo decían: “Ya no te quiere, ya no te quiere” El viento cuando soplaba, tus braguitas colgadas del tendedero, ellas también me lo decían. Fui consciente de ello al verte caminar. Cuando te apartabas el flequillo yo sabía que no me querías. Si bebías agua lo sabía, al fregar los platos, al cerrar los ojos y al abrirlos. Sabía que ya no me querías, lo sabía. Si fumabas era porque no me querías y si no fumabas, tampoco me querías. Ya no me querías. Habías dejado de quererme y me lo demostrabas al darle cuerda al despertador o al hacer uso del retrete. No, no me querías, ya entonces no me querías. Lo sabía el gato, la lámpara y el felpudo de la entrada. Me lo decía el guiso que se cocía en la olla, las cortinas del salón. Me lo decían las canciones que escuchábamos y los libros que leíamos. Me lo chivaban el cepillo de dientes y la maquinilla de afeitar. No me querías. Yo era consciente de ello. También el florero y el polvo que flotaba en el aire. Y los destellos en la pared y la funda del sofá… Todos lo sabían. Y sufría porque no me querías. Se lo confesaba a las baldosas del pasillo. Con lágrimas en los ojos se lo decía. Hablaba con ellas y les decía que no me querías. Me sinceraba explicándoles que no me querías. Si dudaba solo tenía que mirarte para saber que no, que no me querías. Aunque lo niegues lo cierto es que no me querías. Y sufría, porque cuando más te quería yo, tú ya no me querías.
® pepe pereza (Amor canalla)
 
APORTACIÓN DE MIGUEL BERGASA (FIFO)
Por fin llegó el tiempo de nuestro amor.                                                                               
Me di cuenta de que te quería de verdad. Siempre te he querido, pero ahora notaba que ardía por ti. No sabía que me ocurría pero algo se removía en mis entrañas que no podía controlar. Nunca había estado tan enamorada. Debía decírtelo, contártelo, para que vieras lo feliz que era a tu lado. Bueno, seguro que ya te habrías dado cuenta, porque se me debía de notar a la legua. Mi cara había cambiado, mi cuerpo, mi pelo, estaba realmente loca por ti. Cuando miraba al gato pensaba que él también se había dado cuenta de mi cambio. Jamás había estado tan llena de amor. Al escuchar nuestra música me parecía oír a los ángeles del cielo cantando para nosotros. Las cosas más sencillas, nuestro sofá, nuestra cama y hasta aquél florero que tanto odiábamos se habían dado cuenta de lo colada que estaba por ti. No podía esconderlo, parecía una mujer anuncio: Señoras, señores: Vean mi amor por mi chico. Observen como lo amo. Debía contarte todo esto pero sé que te has dado cuenta, veo que me miras de otra forma,  lo noto en tus ojos, tu también lo notas, pájaro…
¿A qué sí?

martes, 16 de octubre de 2012

A CUESTAS CONMIGO MISMO (FRAGMENTO)


Estoy sentado frente a la lavadora. Observo cómo el tambor da vueltas a toda velocidad en el programa de centrifugado. No tengo otra cosa mejor que hacer que contemplar la carcasa de poliuretano transparente. Ese cíclope de pupila veloz con el que mantengo una lucha de miradas. La ropa ya no se distingue. La fuerza centrífuga ha hecho de las prendas una masa compacta y multicolor que gira y gira rápidamente dejando un hueco en el centro. Pasan los minutos y sigo hipnotizado por el movimiento constante que dibuja círculos concéntricos. Permanezco atento sin otra cosa que me distraiga. Paralizado, inmóvil. Giros y más giros. Ziung-ziung-ziung-ziung… El ojo de buey es ahora un agujero negro que absorbe todas las partículas de mi cuerpo. Mejor aun: Un gran remolino en medio del océano. Ziung-ziung-ziung-ziung… Un ciclón. Un huracán. Ziung-ziung-ziung-ziung… El movimiento va decelerando. Zi-ung… zi-ung… zi-ung… z-i-u-n-g… El programa de lavado ha acabado. Poco a poco el tambor deja de girar hasta que se detiene. Saco la ropa de la lavadora y la tiendo.
Llaman al timbre. Es El Culebras. Me trae veinticinco gramos del mejor hachís que se pueda encontrar. Lo bueno se paga, así que aflojo la guita. Después de eso me quedan unos pocos euros para pasar el mes. El Culebras tiene prisa, debe atender a otros clientes. Un hombre atareado El Culebras. Se despide y me deja a solas con las moscas.
El humo denso, pegajoso y dulzón entra en mis pulmones. Fumo tranquilo mientras el sol dibuja rectángulos en las paredes. Tengo toda la tarde por delante. Debería escribir, llevo varios días sin hacerlo. De hecho, tendría que fijarme un horario y atenerme a él. Cuatro horas obligatorias de escritura al día. De esa forma produciría más. Pero yo soy de los que necesitan un punto de partida, una imagen, un toque de inspiración, algo que ponga en funcionamiento la máquina. Por mucho que me coloque delante del teclado, si no tengo “eso” no podré escribir una palabra. Julio Cortázar decía: Siempre hay que mirar hacia adelante. Yo prefiero mirar hacia dentro. En lo más profundo de mí es donde están las palabras. Las mías. Para encontrarlas tengo que sumergirme en ese abismo abisal. No es fácil llegar ahí. A veces, es incluso doloroso. Sigo fumando. El salón se va llenando de humo y Jazz. Louis Armstrong hace sonar su trompeta y Ella Fitzgerald pone la voz. Hachís y jazz son una buena combinación. La mezcla me lleva a dobles dimensiones y universos alterados. Paz, sosiego y espirales de humo. Un pequeño escarabajo sube por el cristal de la ventana. Observo los colores de su caparazón. Pienso en el esfuerzo del pobre bicho que trepa burlándose de las leyes de la gravedad. En un momento dado extiende las alas y, cual camicace, trata de atravesar el vidrio. Lo intenta una y otra vez arremetiendo insistentemente. Toc, toc, toc. Me apiado de él y le abro la ventana para que pueda escapar.
El porro se consume. Necesito más.
Tengo que escribir. Sin embargo, es mejor fumar y dejarse llevar por el razonamiento de la pereza. Fumo. Louis toca la trompeta, Ella canta y yo fumo. Cada uno a su tarea. Cada cual con su instrumento. Si no escribes, al menos podrías leer. Tienes montones de libros que aguardan a ser leídos. Elijo uno. Lo abro por la primera página y leo:

 Estábamos en algún lugar de Barstow, muy cerca del desierto, cuando empezaron a hacer efecto las drogas. Recuerdo que dije algo así como:

 -        Estoy algo volado, mejor conduces tú…

 Y de pronto hubo un estruendo terrible a nuestro alrededor y el cielo se llenó de lo que parecían vampiros inmensos, todos haciendo pasadas y chillando y lanzándose en picado alrededor del coche, que iba a unos ciento sesenta por hora, la capota bajada, rumbo a las Vegas…”

Ojalá tuviera yo el ritmo y el talento de Hunter. Sus palabras me han dado la pauta que estaba buscando. Dejo el libro y me pongo frente al teclado. Escribo:

Estoy sentado frente a la lavadora. Observo cómo el tambor da vueltas a toda velocidad en el programa de centrifugado. No tengo otra cosa mejor que hacer que contemplar la carcasa de poliuretano transparente. Ese cíclope de pupila veloz con el que mantengo una lucha de miradas. La ropa ya no se distingue. La fuerza centrífuga ha hecho de las prendas una masa compacta y multicolor que gira y gira rápidamente dejando un hueco en el centro. Pasan los minutos y sigo hipnotizado por el movimiento constante que dibuja círculos concéntricos. Permanezco atento sin otra cosa que me distraiga. Paralizado, inmóvil. Giros y más giros. Ziung-ziung-ziung-ziung… El ojo de buey es ahora un agujero negro que absorbe todas las partículas de mi cuerpo. Mejor aun: Un gran remolino en medio del océano. Ziung-ziung-ziung-ziung… Un ciclón. Un huracán. Ziung-ziung-ziung-ziung… El movimiento va decelerando. Zi-ung… zi-ung… zi-ung… z-i-u-n-g… El programa de lavado ha acabado. Poco a poco el tambor deja de girar hasta que se detiene. Saco la ropa de la lavadora y la tiendo.

 Llaman al timbre. Correo comercial ¡Que los jodan! He perdido el hilo de la narración y no consigo continuar con la historia. Leo lo escrito ¿A quién le puede interesar esto? A nadie. Fumo. Siento la neblina en mi cabeza. Ese letargo especial que da el T.H.C. El tiempo se detiene dentro de la habitación mientras que el mundo exterior sigue con su frenético desasosiego. Entra Nico. Va a tumbarse en el centro del sofá. Debido al calor, lleva días soltando pelo por toda la casa. ¡Maldito animal! Si tuvieras que recogerlo tú seguro que pondrías más cuidado. Ajeno a mis desvaríos, el gato se estira y deja la cabeza colgando. Tal vez, podría escribir sobre gatos. No sería el primero. Incluso Burroughs escribió un libro contando sus experiencias con los gatos que tuvo a lo largo de su vida. Pienso en ello. Por otro lado ¿qué se puede contar de un gato? Que come, caga y duerme. Básicamente es lo que hacen. Prefiero seguir fumando. Se está bien aquí sin hacer nada. Solo. Ahora que lo pienso la soledad es un buen tema para escribir. Casi todo el mundo tiene miedo a quedarse solo. Yo no. Adoro la soledad. Podría pasarme años enteros sin sentir la necesidad de ver a nadie. Recuerdo que el primer libro que me cautivó fue “Robinson Crusoe”. Me entusiasmaron sobre todo los capítulos que Robinson estuvo solo en la isla. No tanto cuando llegó Viernes. Aunque nunca llegué a comprender su empeño por abandonar el islote. Allí lo tenía todo. Para qué volver a una sociedad contaminada de progreso. Yo sería feliz en un lugar alejado del mundo. Fue Mohamed Chukri quien dijo que: El hombre en soledad puede elegir entre ser un genio o un idiota. Opino que por mucho que pretendas ser un genio la mayoría de las veces, por no decir todas, terminas siendo un completo idiota. Como yo.
Por los movimientos que hace, sé que Nico está soñando. ¿Con qué? Vete tú a saber. Ese es otro tema sobre el que puedo escribir: ¿Qué sueñan los gatos? Me pongo en lugar de Nico y trato de pensar cómo él. Renuncio. No tengo la cabeza para ponerme en lugar de nadie, menos de un gato.
Es hora de sustituir la trompeta de Louis por el saxo de Charlie Parker. Eso es, Charlie, dale duro. Tú sí que sabes.

 
APORTACIÓN DE MIGUEL BERGASA (FIFO)

                 Continuación de A cuestas conmigo mismo:

                       (no es continuación, es relato paralelo)

No encuentro ningún taburete, ni banco,
ni nada donde sentarme y además estoy convencido que no he elegido el programa correcto,
y me pregunto por qué el tambor no da vueltas.
Vaya mierda. No se poner una lavadora.
Me distraigo con cualquier bobada.
Lo que daría por que viniera algún colega a fumarse un par de porros conmigo.
Qué estúpida me parece la forma circular de la ventana de la lavadora
Me encantaría fumar un porro, pero es que no tengo tiempo para nada, menos mal que por lo menos este rato no escribo.
Estoy hasta los cojones de ser un esclavo de la máquina de escribir.
Si el cabrón de Boas se hubiera pasado por aquí…
¿Pero dónde cojones está el prelavado?
Menos mal que tengo, no sólo el talento de Hunter (Simpson, y de  Bart,) de tal manera que aprieto el botón de arriba y empieza a sonar Lance Armstrong, con el típico swing de piñón plato- plato piñón.
Por fin.
Esto parece que funciona.
Y lava.
Así que me quedo medio aleláo, pensando en lo que odio a los gatos y recordando aquel libro horrible del náufrago, que ojalá nunca lo hubiera leído
Me voy.
Dejo la ropa centrifugándoselas como mejor pueda, al son del sillín de Induráin.

martes, 9 de octubre de 2012

LA MARRANA

Los escuché hablando al otro lado del corral. Eran voces desconocidas y llamaron mi atención. Me asomé por encima del muro. Ahí estaban ellos, sentados sobre la tapia de enfrente. Eran dos chavales más o menos de mi edad. Al verme asomar la cabeza dejaron de hablar y me miraron con curiosidad.

- Hola.
- Hola – respondieron al unísono.
- ¿Cómo os llamáis?
- Yo me llamo Juan.
- Yo Pedro.

Salté el muro y me acerqué a ellos.

- Me llamo Pepe ¿Qué hacéis?
- Estábamos hablando – respondió Juan.
- Ya… Vosotros no sois de por aquí ¿verdad?
- No, hemos venido a visitar a unos parientes – volvió a contestar Juan, que sin duda era el menos tímido de los dos.

En ese momento escuchamos los gruñidos de una cerda que estaba en una cuadra a pocos metros. Yo ya estaba acostumbrado a la presencia de la marrana y a sus gruñidos, pero a ellos aquello les pareció de lo más interesante. Estaba claro que eran chicos de ciudad. Dado su entusiasmo, nos pusimos en pie sobre la tapia y caminamos guardando el equilibrio hasta llegar donde estaba encerrada la cerda. El animal alzó la cabeza y se nos quedo mirando mientras movía el hocico.

- ¡Qué grande es! – dijo Pedro, amedrentado por su tamaño.
- Está preñada y pronto parirá.

La cuadra a penas medía metro y medio de ancha por dos de larga, con lo que la marrana parecía más grande. El animal siguió mirándonos con el morro levantado. La tapia sobre la que estábamos era una construcción hecha con piedras planas, apiladas la una encima de la otra. Elegí una pequeña y la arrojé contra el gorrino. Le di en los cuartos traseros. Soltó un bufido que hizo mucha gracia a mis nuevos amigos. Cogí otra piedra y la lancé con fuerza. Hice blanco en su cabeza y le abrí un pequeño corte. El pobre animal trató de huir corriendo en círculos. Los chicos de ciudad al ver la sangre se entusiasmaron. Noté su respeto y admiración. Eso me gustó. Me sentí importante y poderoso. Esta vez me aseguré de coger una piedra más grande. Juan y Pedro me miraron expectantes. No podía defraudarles. Lancé y acerté en el cuello del animal. La cerda chilló y chilló. Trató de escapar, pero no había sitio donde hacerlo. Juan se unió a la fiesta y lanzó otra piedra. Después de eso, cogimos piedras a discreción y lapidamos a la cochina con saña. Vimos en pánico en su mirada y eso nos excitó. Nuestros instintos más primitivos empezaban a fluir. Seguimos apedreándola. Las piedras eran cada vez más grandes. Algunas le causaron heridas sangrantes lo cual nos llenó de júbilo. La marrana chillaba tan alto que por un momento creí que todo el pueblo la estaba escuchando y que alguien acudiría en su ayuda. No llegó nadie. Nosotros, sedientos de sangre, seguimos torturando al animal. Después de un tiempo, la marrana se rindió y se desplomó en el suelo resoplando sangre por la boca. Nos quedamos observándola en silencio. Comprendimos que estaba agonizando. En un arrebato de compasión quise acabar con su sufrimiento. Agarré una losa grande. Casi no pude levantarla de tanto como pesaba. Quería dejarla caer sobre su cabeza y terminar de una vez. Justo en ese momento, la puerta de la cuadra se abrió y apareció Genaro, el dueño de la marrana. Corrimos a escondernos. Salté la tapia de nuestro corral y fui a esconderme entre los sacos de pienso. No sé a dónde fueron los otros, no me importaba. Yo sabía que Genaro me había reconocido. Al poco tiempo escuché a mi madre llamándome a gritos. Por el tono de su voz supe que ya se había enterado de todo.
Aquella noche la marrana abortó. Mis padres tuvieron que hacerse cargo de todos los gastos e indemnizar a Genaro por la pérdida de los garrapos. Esa misma noche vi algo en sus miradas. Entonces no supe lo que era. Más adelante sufrí esa misma mirada en infinidad de ocasiones, sabiendo que lo que veía en los ojos de mis padres no era otra cosa que decepción.

® pepe pereza


APORTACIÓN DE MIGUEL BERGASA (FIFO)
Los escuché al otro lado del corral. Eran voces desconocidas, bueno, una, creo que lamentablemente me sonaba, de todas formas llamaron mi atención. Alcé la cabeza y moviendo el hocico me quedé mirándolos.
Me adelanté unos pasos cuando noté un golpecillo en mi pata trasera y me di cuenta de la que se me venía encima. Entre las risas percibí la voz de mi tormento. Otra vez, pensé… ya está aquí de nuevo.
Me dispuse a dar la vuelta para volver casa cuando una piedra me acertó en el entrecejo haciéndome brotar unas gotas de sangre. Me produjo un mareo que me obligó a dar vueltas como una tonta sin saber dónde estaba la puerta para poder guarecerme.
Escuchaba entre las risas de todos como sobresalía esa voz que tanto odiaba, y que cada momento se iba encrespando más y más como tantas otras veces.
Mi avanzado estado de gestación impedía moverme con facilidad, pero por fin vi la puerta e intenté entrar cuando una piedra enorme alcanzó mi cuello y no pude evitar chillar como una loca avergonzándome de mi misma, pero a la vez intentando ser oída. ¡Genaaaro dónde estás!
Caí y noté que un sinfín de piedras mas alcanzaban todos los miembros de mi cuerpo provocando llagas y heridas por doquier. Me preocupaba, sobre todo, el posible daño que les pudiera ocurrir a mis pequeños, con tanta barbarie. Me hicieron sangrar por la boca y resoplar infinitamente hasta que me tumbé de bruces y pensando en la pronta aparición de Genaro me quedé dormida.

POEMAS INÉDITOS DE DAVID DE SAN ANDRÉS

ARENA

         como cada día
         que hace bueno
         voy a la playa
y       como cada día
         extiendo mi vida
         sobre la arena seca
         cada vez más lejos
        de donde gritan
        los niños de donde rompen
        las olas


LO QUE IMPORTA
no importa
que nadie llore
tu muerte:

importa esto:

que la vida
te sonría:

http://hastalosgatosacabanporsuicidarse.blogspot.com.es/

sábado, 6 de octubre de 2012

DOS ROMBOS

Fue una película que vio todo el mundo menos yo. Mis padres no me dejaron. En la tele la anunciaron con bastante anterioridad y todos los chavales estábamos entusiasmados con la idea de visionarla. En el colegio, en la calle, en todos los sitios, no hablábamos de otra cosa que no fuera de la película King Kong. Me refiero a la original de 1933, dirigida por Merian C. Cooper & Ernest B. Schoedsack. Claro que en aquellos tiempos -principios de los setenta- tampoco había otras versiones.

- ¿La verás, no?
- Pues claro. No me la pienso perder por nada del mundo.
- Espero que no tenga rombos, mis padres no me dejarían verla.
- Me da lo mismo que tenga o no tenga, a mí me dejan ver todas las pelis.

La verdad era que a mí tampoco me dejaban ver las que llevaban dos rombos pero por fardar que no fuese. Por aquel entonces la clasificación de películas estaba dividida en tres clases: las de todos los públicos, que no llevaban ningún rombo. Las de mayores de catorce años o menores acompañados de sus tutores, a esas le ponían un rombo. Y finalmente estaban las de dos rombos, que eran para mayores de dieciocho años.

- He oído decir que la chica sale casi desnuda.
- ¿De verdad?

Si realmente la chica salía de esa guisa era muy probable que le pusieran los dos rombos y yo me quedaría sin verla.

- Lo que oyes… Y el gorila mide más de cien metros.

Con ansiedad contábamos los días que quedaban para emisión de la película y según se acercaba la fecha nos íbamos excitando más y más. En los recreos todos jugábamos a ser aventureros con la peligrosa misión de adentrarnos en tierras inhóspitas y capturar al gran mono. Antes de dormir, y sabedor de que mi hermana después no podría conciliar el sueño, yo le contaba terroríficas historias donde el protagonista era atacado por un inmenso y demoledor gorila.
Por fin llegó el día que iban a poner la película. Esa mañana en el colegio nadie prestó atención a la lección. Todos comentábamos por lo bajinis temas relacionados con King Kong y nos pasábamos notas cuando la profesora no estaba atenta.

- Esta noche a las diez.
- ¡Sí, por fin!
- ¿Sabes que King Kong todos los días se traga diez negros para desayunar?...

En casa, mientras comíamos me armé de valor y les pregunté a mis padres.

- ¿Me dejareis ver la película de esta noche?
- Según los rombos que tenga - contestó mi madre.
- La van a ver todos los niños del colegio.
- Me da igual lo que hagan los demás. Si tiene rombos no la ves.
- Pero…
- Ya has oído a tu madre - sentenció mi padre poniendo fin a la conversación.

Rogué al cielo para que la película no tuviese rombos. Tuve un mal presentimiento. El miedo empezó a subirme por los tobillos y fue recorriendo todo mi cuerpo, concentrándose sobre todo en el estómago. Durante las clases de por la tarde, el miedo siguió fluyendo por mis venas y mientras los demás se mantenían entusiasmados por la inmediatez de la película yo permanecía callado, apretándome la tripa con las manos.
Mientras cenábamos saqué de nuevo el tema:

- Por favor, dejadme ver la película.
- ¿Qué te he dicho mientras comíamos?
- Os prometo que si me dejáis verla me portaré bien y obedeceré en todo lo que me mandéis.
- Termínate lo que hay en el plato y déjanos cenar en paz.
- Pero, mamá…
- Haz lo que dice tu madre si no quieres irte a la cama ahora mismo - sentenció mi padre poniendo fin a la conversación.

Después de cenar tuve que encerrarme en el váter. Tenía las tripas tan revueltas que no me quedó otro remedio que vomitar. Traté de hacerlo en silencio, para que mis padres no se enterasen. No quería darles ningún motivo que les sirviera de excusa para mandarme a la cama. La hora siguiente se me hizo eterna. Los nervios seguían agarrados al estómago y en varias ocasiones tuve que reprimirme para no comerme las uñas. A las nueve de la noche mandaron a mi hermana pequeña a la cama. No quería irse alegando que si yo me quedaba ella también. Deseé agarrarla por el cuello y estrangularla. Afortunadamente mi madre la convenció con la promesa de contarle un cuento y permanecer con ella hasta que se quedase dormida. Respiré aliviado, aunque sabía que no las tenía todas conmigo. Mi padre y yo seguimos viendo las noticias. Lo peor llegó después del Telediario. Solo quedaba media hora para el comienzo de la película y a mí no me cabían más nervios en el cuerpo. A las diez menos diez, mi madre regresó al salón. Mi hermana se había dormido.

- Como tenga dos rombos te vas directo a la cama.
- Pero…
- No hay peros que valgan.
- La van a ver todos menos yo.
- No contestes a tu madre o te vas a la cama ahora mismo.

¿Cuánto faltaba? tres minutos. O empezaba ya o a mí me iba a dar un ataque.
Por fin llego la hora. Yo estaba tan nervioso que apenas podía respirar. Ahí estaban los títulos de crédito y ni rastro de rombos por ningún sitio. Todo iba bien. De hecho empecé a creer en la posibilidad de poder ver la película. La banda sonora que acompañaba esos primeros fotogramas ya me estaba trasladando a tierras extrañas, cuando arriba, en el costado derecho de la pantalla, aparecieron los temidos rombos. El mundo se me vino encima. Supliqué, imploré, pataleé, refunfuñé… Nada. No hubo forma de convencer a mis padres. Insistí y volví a insistir. No hubo manera de convencerles.
Al día siguiente, durante el desayuno no me dirigí en ningún momento a mis padres. Mantuve todo el rato el ceño fruncido para dar a entender que estaba enfadado. Tampoco les dije nada cuando salí de casa para ir al colegio. De camino me reuní con Jesús y José.

- ¿Viste la peli?

Me preguntaron nada más verme.

- ¿Y vosotros?

Respondí a la gallega.

- Pues claro.

¡Mierda puta! El único pringado que no la había visto era yo.

- ¿Te gustó? - preguntó Jesús con los ojos muy abiertos y una sonrisa de oreja a oreja.
- La mejor que he visto.

No podía permitir que mis amigos supieran la verdad. Me habrían tomado por estúpido y se hubieran reído de mí.

- Lo mejor fue cuando King Kong luchó con el dinosaurio – apuntó José.

Yo asentí con la cabeza, dándole la razón. La envidia me corroía por dentro. Saber que también salían dinosaurios y no haber podido verlos fue muy duro de encajar. Odié a mis padres por no haberme dejado ver la película, pero sobre todo los odié por quitarme el gustazo de comentarla con mis amigos.

® pepe pereza (Los colores de la infancia)


APORTACIÓN DE MIGUEL BERGASA (FIFO)
Pero aun así intenté disimular y dije:

- Sí, la pelea con el dinosaurio fue alucinante. Pero me gustó más cuando se subía al rascacielos.

Sabía que había un momento en el que King Kong trepaba a un rascacielos de Nueva York porque era el dibujo de otro cartel que yo había visto en un anuncio que ponían en las columnas de la calle de Portales para anunciar las próximas películas.

- ¿No os gustó a vosotros?

Jesús no contestó pero José me preguntó que a qué rascacielos me refería.

- ¿No os acordáis? Cuando sube al rascacielos…
- Es que yo esa parte no la vi, el cabrón de mi padre me mandó bajar al bar a comprarle tabaco.
- Pues está muy bien esa parte, es de lo mejor de la película.

Jesús, como resucitando, (nunca mejor dicho), se adelantó a nosotros y dijo:

- Ah sí… el rascacielos… y la chica. ¿Os gustó la chica?
- ¡Joder, Menuda tía!
- Sí, estaba buenísima - dijo José.
- Sí, y salía casi desnuda, añadí.
- Pero muere o no muere? Es que el final no lo entendí muy bien… es que me mandó mi madre que le ayudara a recoger la mesa.
- Es que eso no queda claro del todo - aseveró Jesús.
- No, no queda nada claro - corroboró José.
- Es verdad, eso no se entiende muy bien… bueno, tenemos que entrar, dije, luego seguimos hablando…

ECONOMÍA DEL CORAZÓN – PABLO CEREZAL

Estos días son propicios a que sepamos de extravagantes incidencias. Resulta que una marea de ciudadanos desesperados rompe una y otra vez contra la estridente orilla de la desesperación.
Así una mujer de avanzada edad que decidió encerrarse en la sucursal bancaria a que había confiado, desde hace años, sus escasos (o no tanto) ahorros. Creo que la cifra eran 24.000 €. Sí, en 24 ocasiones había, la buena mujer, ahorrado la cantidad de 1.000 € desde que hubiese decidido abrir cuenta corriente en la entidad financiera que hoy, tras años de cobro de comisiones y sugerencias de planes de pensiones, se negaba a reintegrar de inmediato a su legítima propietaria la cantidad confiada.

Nuestra protagonista decidió, no nos atrevemos a decir si con buen o mal criterio, encerrarse en la sucursal bancaria, junto a los asalariados del miedo y los clientes del terror que la circundaban, hasta que se le reintegrase céntimo a céntimo cada uno de los miles de unidades monetarias que esforzadamente había conseguido acumular, con el paso de los años y el desgaste de la vida. Es lógico que el Banco no quiera devolver su dinero a la ciudadana referida. El Banco vela por la fluidez del capital. Los Bancos existen para que el dinero fluya, y no quede estancado en el bolsillo de cualquier cliente malhumorado.

Ahora que las líneas del corazón se trazan en otras geografías, comienza la distancia a traerme recuerdos de amigos, reflejos de momentos álgidos de sonrisas y plenos de efervescencia sentimental. Es ahora que transcurren los días alejado de aquellos que en tantas ocasiones han decidido rellenar con palabras, sonrisas, abrazos los inevitables huecos del corazón, que comienzo a valorar en mayor medida su palabra cercana, su cercanía silenciosa, su silencio cómplice, su complicidad sonriente y caudalosa.

Creo que buscamos, todos, en nuestras vidas, estabilidades que nos provean amistades periódicas como un salario a fin de mes, amistades de fin de semana o fiesta de guardar, camaraderías aseguradas como lo están nuestras viviendas o automóviles, cariños estables, fijos, planos como las tarifas que contratamos para nuestros teléfonos. Quiero decir que nos agrada y hace sentir seguros el abrazar a ese amigo al que sabemos abrazaremos de nuevo en un plazo no mayor de 15 días. Que desearíamos retener por siempre esos momentos de plenitud que nos provoca su compañía.

Pero es en la lejanía, digerido ya el espinoso momento de la separación, cierta ya la agria sensación de carencia, cuando la siguiente reunión se antoja lejana, que comenzamos a asimilar lo positivo de ver cómo la amistad fluye libre de cadenas y normas, y hacemos de ella cauce torrencial en vez de regato estancado. Es en la distancia que nuestro latido se torna vendaval en el recuerdo del abrazo amigo. Es con los sentimientos en fuga que mejor apreciamos su pureza o falsedad. La melancolía, bien lo saben los cantantes de fado, puede ser catálogo de eternidades.

Ahora que encuentro lejano el abrazo pero muy adentro la amistad cierta, me estoy volviendo un poco banquero del cariño. Creo que no está de más dejar fluir el amor o esas fraternales sensaciones que en más de una ocasión nos encadenaron a una madrugada sucia de alcoholes y tabacos, de sábanas revueltas y fluidos desperdiciados, sólo por seguir deseando a nuestro lado ese aliento permisivo que nos embadurnaba la vida de plenitud y ganas de vivirla sólo porque quien nos acompañaba, besaba, abrazaba, hablaba o miraba era ese alguien especial que desbarató nuestro rumbo al cruzarlo con su vértigo de caricia y afectos: ése al que ahora, en la distancia, estamos seguros de poder llamar amigo.

Puede, pues, que esté equivocada la señora que se encerró en la sucursal bancaria para reclamar su dinero. Tal vez debiese dejarlo que siga fluyendo, para mejor apreciarlo. Al recuperarlo no hará más que dilapidar su valía en unas vacaciones, cubrir parte de la hipoteca de sus hijos, o alguna nimiedad del estilo.

Posible es que los dirigentes del mercado financiero sean los nuevos filósofos del corazón y apliquen a lo material aquello que más nos conviene aplicar a lo espiritual: que fluya el dinero y tome distancia, para que aprendamos a dejar fluir los sentimientos y, en la lejanía, mejor aprendamos a valorarlos.

O simplemente pueda ser que a mí la distancia me está equivocando el entendimiento. En mi descargo diré que los sentimientos, al contrario que los flujos económicos, dudo que sean ciencia exacta.

HUMOR VÍTREO (CASA DE INSECTOS, FRAG.) – ADRIANA BAÑARES CAMACHO

No entiendo por qué os estoy viendo desde fuera. No sé dónde estoy ni por qué os estoy viendo. En cualquier caso no me pregunto por qué vosotros no me veis a mí. Y nieva tanto como si fuera pleno invierno, como si fuerais de esa clase de gente cómodamente feliz que celebra hasta la navidad con ganas. Aunque estamos dentro de casa, veo caer los copos, enormes, ante mis ojos. Como un filtro que no me deja ver del todo bien. Como un gadget estúpido animado en un blog. Todo está blanco.

Y estás tú. Con tu chica y con otra chica. No conozco a ninguna pero tengo claro que ninguna de ellas soy yo.

Tú sales. Me parece absurdo que salgas con la que está cayendo, y llevas en tus manos un bote de spray rojo. Te has propuesto pintar todos los pinos de alrededor de rojo. Esos pinos que están blancos y parecen plástico, todos, con el bote de spray, vas a pintarlos de rojo. Me da todo mucho miedo. Tú no me ves. El paisaje es muy limpio. Me ciega. Se acaba el spray. Deja de nevar. Esto debe de ser la muerte. Entras.

Estoy condenada a veros. A ti,

en este paisaje de muerte tan limpio tan blanco tan rojo,
tras esos copos que no dejan de caer de mis ojos y que no son sino esa parte de mí que no quiere
aceptar la verdad
que ya no me quieres ni me deseas como sí deseas a ellas
a todas las que no son yo.

Tú les dices las dos palabras mágicas. Tengo hambre.
Y ellas se dejan comer. Se despojan de la ropa como si fueran escafandras. Quien quiera un poco
de sangre que levante la mano y dadme
de beber.

Quien quiera un poco de piel que se la quite.

Tus otras desnudas en el sofá, pálidas talla cuarenta y pelo sucio, sin maquillar. Tus otras sudor,
dentadura imperfecta, no fumadoras, cejas sin perfilar. Mis ojos,
fríos en almíbar, están a punto de desbordarse.

Tienes las manos manchadas de rojo y las tocas. Es otro paisaje de muerte. Marcar así la carne antes de llevarlas al matadero.

Vamos a hablar del orgasmo como muerte. Vamos a hablar del sexo como despiece. Y estos tres se
comen así, por partes.

Empieza a oler a cámara frigorífica. Empieza a oler a carne congelada. Pero veo bombear la sangre a través de sus pieles casi transparentes. Veo el deseo en tus ojos -ese que nunca tuviste por mí- y su disposición a compartirte. Se comen las bocas para ti. Bordean los labios de la otra con la lengua. Se tocan la una a la otra como si se tocaran a sí mismas. Son tan parecidas, tan pequeñas, tan poca cosa, tan iguales, que se funden hasta hacerse siamesas. Ahora ya no hay más que un coño, pero es un monstruo de dos cabezas, como una mujer partida por un espejo. Tú hombre sable. Tú corte transversal. Tú estaca -que me parte el alma, corazón-
que mata al monstruo y lo separa
que mata al monstruo y lo hace humano.

Yo te hubiera dado más pese a mi simetría simple. Pese a mi carácter inacabado.

Todo mi cuerpo es una herida mal curada. Soy un miembro amputado,
soy esa parte despreciable de ti que cayó al nacer.

Yo no hubiera muerto porque nunca termino [mujer inacabada]. Hubiera permanecido cruda para ti,
sangrante y tierna, yo
me hubiera conservado en frío
hubiera podido saciar tu hambre.

Sin embargo, nos quedamos a distancia, atrapados
con el estómago vacío,
entre cuerpos inertes,
y barreras de humor vítreo.

viernes, 5 de octubre de 2012

LA VETERANA

Ilustración: Miquel Barceló

Ahí estaba ella, con más de sesenta años y haciendo la calle junto a jovencitas que no habían cumplido ni los veinte. ¡Puta vida la suya! ¿Cómo competir con esas chiquillas que estaban en lo mejor de sus vidas? ¿Cómo podía rivalizar con sus jóvenes y deseables cuerpos? A ella los pechos le colgaban como globos deshinchados, su trasero era un tonel y su cara parecía una ciruela podrida. El paso del tiempo se había encargado de rebozarla en años, kilos y arrugas. ¿Qué podía hacer? Otra cosa no sabía, sino ¿de qué iba a estar allí? Hacía décadas que tendría que haber abandonado la profesión, pero claro, cuando no se tiene otro medio de vida es complicado dejar aquello que te da de comer.
Del fondo del polígono llegó el ruido del motor de un vehículo. Las putas acudieron al borde de la carretera y dejaron al descubierto sus tetas. Ella no. ¿Para qué iba a enseñarlas? Ella cuanto más tapada mejor. Su fisonomía hacía mucho que dejó de ser apetecible. Cuando tenía la suerte de conseguir un cliente, éste únicamente reclamaba sus servicios para que le chupase la polla. Sacó el pintalabios y añadió una nueva capa a sus labios. Efectivamente, un coche llegó donde estaban las mujeres. Desde su puesto pudo ver que los ocupantes eran cuatro jóvenes con claros síntomas de embriaguez. Mal asunto. Su dilatada experiencia le había enseñado que jóvenes y alcohol no eran una buena combinación. No se preocupó demasiado pues intuyó que no la elegirían. Aun así permaneció junto a la carretera. El vehículo desfiló lentamente por delante de las chicas. Pasó junto a ella sin detenerse, pero a los pocos metros el coche dio marcha atrás y se paró a su lado.

- ¿Cuánto por chuparnos la polla a los cuatro? – quiso saber el conductor.

¿Por qué la habían elegido a ella cuando era evidente que podría ser la abuela de todos ellos? Había chicas preciosas. Entonces, ¿por qué se habían decidido por un vejestorio como ella? Cuidado, no te fíes. Algo en su interior la avisó del peligro y se puso a la defensiva, por si acaso.

- ¿Cuánto nos cobras?

Dijo una cifra. De inmediato los jóvenes la regatearon intentando bajar el precio a una ridiculez. Ella estaba necesitada de clientes, de hecho los necesitaba urgentemente, pero para trabajar por una miseria era mejor no trabajar. Así se lo dijo a los chicos. De pronto, uno de los chavales que iba en el asiento trasero, apuntó con un envase de plástico, lo presionó y un chorro salió disparado hacia el rostro de la puta. Lo vio llegar a cámara lenta. Luego notó el dolor. De seguido y entre risas, el conductor pisó el acelerador y el coche salió a toda potencia quemando rueda. Era aguafuerte. Con las manos en la cara gritó pidiendo ayuda. A su auxilio acudieron algunas compañeras. Le lavaron la cara con botellas de agua mineral y trataron de aliviarla de los escozores y quemaduras como buenamente pudieron.
La ambulancia tardó casi una hora en llegar.
Después de pasar unos días ingresada, los médicos le dieron el alta. Salió del hospital ciega de un ojo y con manchas rosáceas en el rostro. Un recuerdo de por vida del incidente. ¡Puta suerte la suya!
Una semana después ya estaba ocupando su puesto en el polígono. Las demás compañeras la recibieron como a una heroína. Todas admiraron su coraje y fortaleza. Sin duda se había ganado el respeto de todas ellas. Y no por ser una veterana, que también, si no porque ni el paso del tiempo, ni el deterioro de su cuerpo, ni tan siquiera las violaciones y humillaciones que había sufrido a lo largo de su carrera habían logrado que abandonara su profesión. Como tampoco había abandonado después de que aquellos jóvenes irresponsables la hubieran dejado medio ciega y desfigurada. Ella seguiría allí mientras la salud se lo permitiese. Y no por orgullo, tampoco por honor, no. Lo único que la mantenía anclada a aquel lugar eran la necesidad y la falta de recursos. Nada más.

® pepe pereza (Putas)


APORTACIÓN DE MIGUEL BERGASA (FIFO)

- Eres un hijo de puta, cómo se te ocurre echarle aguarrás?

El ruido del acelerador destrozó los oídos de Javier, el único de los cuatro amigos, que no entendía lo que acababa de suceder.

- Esa puta vieja ya no se la va a chupar ni a su padre ¿habéis visto cómo chillaba la muy puta?

Los otros dos colegas no cesaban de reír y alabar la conducta de Samuel, autor del descalabro y mandamás de la cuadrilla.

- Eres un hijo de puta Samuel, la has dejado ciega. Para el coche, Quiko.

Samuel, que compartía con Javier el asiento trasero cogió a éste de la pechera mientras gritaba al conductor. – acelera Quiko, como frenes te capo, y tú no te hagas ahora el bueno, a ti la vieja esa ni te va ni te viene.

- He dicho que pares Quiko, me quiero bajar.

Quiko, dudaba entre a cuál de los dos amigos hacer caso en el momento que un ruido enorme atronó los oídos de los cuatro ocupantes, y el volantazo y posterior frenada del vehículo los empujó contra las paredes del coche hasta que un silencio inundó el habitáculo que desde entonces ya no se movía.
Javier abrió su puerta con una mano y salió del coche.
La sangre de Samuel tiñó de rojo la noche.

® Miguel Bergasa (Fifo)

“COGITO ERGO LECHES, DECÍA GRACILIANO – LUIS MIGUEL RABANAL

‘Cogito ergo leches’, decía Graciliano…
Aunque también decía que el pecado es mucho menos pecado si se empieza dando por el recto, y que la ferocidad de la carne no es óbice para sollozar igual que un imbécil luego de haber amado con cierta distinción, y que los hombres somos lo mismo que las charcas, incapaces de articular significaciones generosas, y que la tontería no gasta de ningún modo cartera de piel de cocodrilo. Y otros pensamientos suyos populares que guardamos como oro en paño en el almacén, en los archivos pertinentes de la causa, concretamente en el anaquel del medio, donde a la mañana una no espera tropezarse con elocuencias esponjosas y documentos increíbles semejantes. Ya que de eso va el tinglado que nos trae ocupadas desde un par de meses atrás, acumular hechos, maravillas y conductas que tuvieron algo que ver alguna vez con nuestro benefactor, con nuestro extinto líder, Graciliano Loquela Pendeón. Un club de fans en toda regla era lo que precisaba esta sociedad tan fachosa y desmembrada y aquí lo tenemos, en el núm. 8 de la Calle del Progreso y perfectamente a punto, por no omitir más argumentos, con rótulos de tonos vivos sobre la puerta de entrada corredera que buenos disgustos nos acarreó parlamentar con las vecinas: GRACILIANO NOS FOLLÓ DE PUTA MADRE. En efecto, si el letrero informa a los fisgones de FOLLÓ será debido a que desgraciadamente Graciliano nos dejó abandonadas a nuestra propia mala suerte hace tres largos años, dos meses, un día y unas horas de nada. El pobrecito Graci.

«Después de comer es cuando más a gusto se está en el Parque de las Niñas. Allí aguardaba, sentado en un banco, fumando de su pipa. Nada más verme llegar se puso de pie, me besó el cuello y me expelió en la cara a grandes voces: Lo pasaremos estupendamente, princesa, ya verás. Que no estoy sorda, le respondí enrabietada, y nos encaminamos, él detrás de mí, hacia los ideales setos. Porque una peina canas, oye, pero no en demasía. El personaje ni era alto, ni guapo, sino todo lo contrario. Eso sí, las manos se le veían sucias. Ya abrigados por la frondosidad me quité las bragas, tómame, con prisa, que a las cuatro mi marido se recobra de la siesta, lo apuré. Se negó a proseguir si no me desnudaba en conveniente. Le hice caso, y fue su turno entonces y lo que vislumbré, uf, indescriptible. Aquello que le pendía hasta el tobillo. Dios santo, me dije, que una es católica, apostólica y rumana, quién me habrá mandado a mí quedar acá con este hombre. Mientras él me acariciaba la espalda o me chupeteaba el bajo vientre, yo ardía en deseos y en arrepentimientos, para qué negarlo. Persistía en ver aquello, no podía dejar de ensimismarme. Estaba allí, sobrecogiéndome, o no, no me sobrecogía en absoluto. Por fin lo palpé. Era largo, largo, apenas duro, inmensamente tierno. En un descuido me propinó el tunante un leve empujoncito y me obligó a arquear la columna. Pretendía colarse por donde no tenía el beneplácito. No me previne para ello, le suplicaba, si lo llego a saber me hubiese lavado ahí a conciencia. Pero no le importaba lo más mínimo. Y sucedió. Y hacía daño. Chillaba. Yo chillaba. Mucho. Tan pronto era dolor como un placer insospechable. Los gritos, desgarradores, lo sabía. El placer, grandioso. El dolor, terrible. No se agitó dentro de mí, me incrustaba su instrumento en mis entrañas, yo gruñía. También ponderé que podría salir por mi boca en cualquier momento la punta venenosa de su dardo. Pero no, únicamente salían alaridos y alaridos y alaridos. El tiempo transcurría y se me abrazaba como jamás me han abrazado, verosímilmente destrozando mi esfínter anal, ay. Su calor, mi ardor, nuestro desorden. De tanto apretujar mis senos sus manazas nació la mastitis subsiguiente que a los tres días padecí. Como quien no quiere la cosa dieron las cinco, y las seis. A esas horas el Isidro andaría interpelando por mí igual que un tarado por la casa. Yo gritaba, gritaba cual posesa. Y la gente abarrotó en un santiamén el romántico recinto. Primero las niñas y los niños, eufóricos, que volvían del colegio. Más tarde hicieron acto de presencia los mayores. Aullaba yo lo mismo que una, preferiría no pronunciar la palabreja. Y él no se despegaba de la cueva prieta y tenebrosa, a medio metro su abdomen de mi cuerpo. Lo intentaba, mas sin logros positivos, nosotros dos allí trabados, imposible desanudar aquella escena afectuosa. Presagiaba yo cierto nerviosismo a nuestro alrededor. Comencé a percibir murmullos y advertencias. Papá, qué le estará haciendo ese señor a esa abuelita. O, mami, por qué tiene ese señor una pirula tan enorme. Dios santo y verdadero, es que yo era un sinvivir y él se debatía en interminable e inútil trajinar. Ya no gritaba, me veía abocada sin más al precipicio y perdí el conocimiento, me parece. Poco después se verificaron las ofensas, los insultos. Nos tiraban ramas del sicomoro. Nos arrojaron piedras del camino enrevesado. Menos mal que apareció por arte de magia una furgoneta de agentes armados con cintos, toletes y pistolas a rescatar nuestra inmundicia y nos escoltaron ligeritos a la Casa de Socorro más cercana, aún juntos, completamente fusionados. Y con posterioridad al cuartelillo, resultaba más que evidente, a sobrellevar una quincena de interrogatorios, de ignominia. Cuando lo recuerdo, a Graciliano, a pesar de los pesares, lo recuerdo con amor». ¹

A ver si no voy y me desposeo del cargo pesadísimo de presidenta en funciones del club que nos provoca tantos quebraderos de cabeza para derivar a ejercer de aficionada a la hagiografía y lanzarme boca abajo por el tobogán del resarcimiento y de la historia precedente. Nuestro sujeto, tal como se explayaban en las enciclopedias los políticos pretéritos, dio en nacer en Nalda de papás contorsionistas u hortelanos, al final de los años 40, tan tristes y posguerreros ellos, y ya de muy joven se desplazó por acá y por allá demostrando sus aptitudes para cualquier evento por ingrata que se exteriorizase la encomienda. La mayor parte de su vida laboral hubo de dilapidarla en el transporte de mercancías peligrosas hasta poco antes de su penosa defunción, con sesenta y uno, de la que ya documentaremos chismes. Es chocante cómo continuamente nos narraba entre mímicas y acaloramientos singulares que su encargo inicial consistió en acarrear a la ciudad de Ponferrada, cuna de ciclistas de lo más insignes como todo el mundo sabe, un fabuloso cargamento de bicicletas de la afamada marca Orbea. Su vida laboral, porque lo de puto era simplemente uno de sus hobbys. Podemos sostener que le entusiasmaba asimismo coleccionar cantimploras de juguete, luces de gálibo y sellos de Burundi. Viajero perturbador es aquel que gimotea por las noches en un recodo del camino sin saber por qué cojones se nubla tan temprano, solía machacar por lo bajinis. Seguidamente me permito enumerar multitud de escenas que acuden a mi memoria después de semejante periodo de intuiciones y suplicios, pero bastará con dos ejemplos para encauzar la panorámica de la existencia de quien se significó si no el único varón versado en las metamorfosis tan variadas nuestras sí el más gamberro.

«¿Yo, Claudia, zorra? Si bregar honradamente cada mañana de visitadora médica y por las tardes, más alguna noche puntual, acoger a un selecto grupo de caballeros admirables es ser zorra que baje Eldearriba y que lo vea. Hala, para hacerse el gracioso, se presentará el del octavo a las carreras a quemarme el timbre con tal de solicitar su pizca de carnaza. Ahora bien, añadir que no cobro y que en puridad apenas si acepto donativos. Vamos, lo que se dice una mujer emancipada. Aquel día, sin embargo, decidí emprender algo novedoso y telefoneé a la agencia de contactos. Me recomendaron desde el principio a Graciliano, venido recién de Sant Celoni con miles y miles de litros de lejía. Nos citamos a las siete. A las siete en punto se perpetró su entrada triunfal con gran inquietud espasmódica de manos y alegres molinetes en los brazos. Quise creer que aquella parafernalia provendría del rito nupcial de la Polinesia más representativo. Como apreció la gravedad de mi rictus volvió en sí y con voz achiplada balbució: Lo pasaremos estupendamente, princesa, ya verás. Guapo, sí, pero no por ello excederse en lo pueril. De acuerdo, lo más importante al lavabo a poner a remojo el penecillo, le propuse. Mí lavar si tú lavar, tú no lavar, mí guarro, así, en arapahoe, me espetó. Alucinaba yo en colorines, leñe. Nos dirigimos al baño, él tomándome de la cadera con delicada maestría. Qué mano tan áspera la suya, presupuse que seguro que por haber conducido sin guantes en carreteras, autovías y pistas forestales hasta llegar a mi refugio. Primeramente me acomodé yo en el bidé a salpicar lo mío y cuando le pedí hacer lo propio, no me caí al suelo porque estaba bien sentada que si no me descalabro entera. Aquella exuberancia, aquella desproporción, aquel donaire sin pulir, aquella picha. No fue sencillo reponerse, qué va. Permanecía aún aposentada en el bidé lo mismo que una boba. No daban crédito mis ojos a aquella visión tan emblemática. Decidí fabricarle un hueco, allí, en pleno lavatorio, y enjabonarle una mínima cantidad del utensilio. A continuación nos deslizamos al dormitorio a darnos un magreo. No funcionaba la fogosidad y probamos cosas: ingesta de tomates, flagelación, lectura de poemas nerudianos, lluvia dorada, forcejeos. Ser ensartada, una auténtica aventura con que bruñir el historial del más inconsecuente. No había tu tía, lo intentaba él, lo intentaba yo, con saliva, con cremas de Clinique. Nada de nada. Ardía una en deseos de ser violentada por aquel pedazo de músculo más que interesante pero se hacía de rogar. Me acordé y convoqué a la Kurnikova, en argot una buena amiga, Elisa Cañibana, hermosa y jovenzuela, heredera de la mercería de aquí abajo justamente y a la que acudo en momentos de extrema indignación como el que nos entretenía entre placeres que no acababan de ocurrir. Era de esperar que a ella le cautivaría percatarse del equipamiento extraordinario de aquel hombre. Mientras venía y no venía la muchacha me fumé un Craven A y después otro y uno más, y despejé incógnitas. Lloraba él a una distancia prudencial haciéndose el bendito. Yo, desnuda, me presentía fracasada, sin sustancia que valiese la pena mencionar. Y llegó ella y los preámbulos tuvieron su lugar y volvimos a la carga. La Kurnikova no soltaba en ningún momento la longitud del sinvergüenza y yo miraba extasiándome con tamaña alteración de los sentimentalismos. Cada quien vivía a su libre albedrío el momento que estaba por mostrarse. Nosotras dos nos abrazamos, él se subió a una de las sillas y desde ella clamó que apremiar, apremiar, que el fin del milenio acechaba a la vuelta del chaflán. Regresó a las caricias, puso sus manos en una por una de nosotras y nos dejamos morir, tal cual, tranquilamente. A todo esto dio la hora». ²

Y es que aconteció en la bonita localidad guadalajareña de Sigüenza que una tarde calurosa de hace unos trienios las diez muchachas seleccionadas del distrito por no muy inocente mano no conseguían de ninguna de las maneras sosegarse. Un virus, una plaga, algo específicamente inconcebible, sin duda, pero aquellas lindas colegialas no captaban su propósito: quedarse quietecitas para el momento de las adjudicaciones, en las proximidades del Inem, de un trabajo a tiempo parcial de ascensorista en Estoril. Bajose Graciliano de su camión Magirus rojo repleto de cincuenta toneladas de trilita, frotó las manos en el pedrusco del recoveco del Doncel y mirolas individualmente bizqueando de soslayo y se rescindió el percance. Todas ellas pusieron de su parte lo que habría que poner y todos tan felices. Otro día, esto se operó en las afueras de Alcalá de Henares según qué crónicas, discurría por una rambla solitaria un anciano totalmente desorientado dando voces y más voces hasta que se tropezó con nuestro virtuoso Graci a quien le extrañó, por lo visto, su indumentaria posmoderna. Luego de las introducciones de rigor, es lícito imaginar cabalmente el giro que tomó la conversación de los chaveas, ambos convinieron en reunirse a la tardecina en la Bodega del Marqués. Una vez allí se les pudo ver sentados departiendo alegremente acerca de mujeres encerradas en cajitas de abedul comiéndose los morros por doquier, los dos por completo enajenados, como cabras verdaderas. El anciano, en seguida de aquella santa tarde, no pronunció más imagen auditiva quecalonciobite, o por lo menos esa es la confesión efectuada por los allegados a la policía judicial, una mujer peculiarmente antisocial e irresoluta. O lo que es lo mismo, si me pinchan no sangro ni gota, en palabras que Sandra repetía cada dos por tres. Ajá, tomemos un respiro con el memorándum, que aburre un poquitín.

«La Madre Almudena se ocupó de poner en nuestros maletines para el fin de semana montones de escapularios y cilicios junto a otras menudencias. No se sabe lo que ha de sobrevenir, fue un fragmento de su plática. En cuanto nos inscribimos en el hostal, las tres de mutuo acuerdo, requerimos por favor en recepción un tío de esos. Además sería gratis, como comprobaríamos a la caída de la tarde. Mis hermanas al final no se atrevieron. Caguetas, que son unas caguetas. Así que me tocó a mí sola hacerle los honores, como quien dice, con la de episodios indecentes que habíamos planeado en el autobús entre nosotras. El sujeto se introdujo en el cuarto provisto de una bolsa de Alimerka cuyo contenido se fundamentaba en una botella de Freixenet, una cajita naranja de bombones Zahor, más unas servilletas y unos vasos de papel. Sus inaugurales movimientos, aproximarse a mí con suma educación para besarme ambas mejillas y con cariño modular en mi oído izquierdo: Lo pasaremos estupendamente, princesa, ya verás. Se le veía preocupado, sudoroso, y me di cuenta de que me fascinaban sus manos, tan pequeñas y limpinas, tan aplicadas en confiscar mi ropaje con devoradora fruición y eso que los hábitos de nuestra orden son engorrosos de quitar. Yo me abandonaba y consentía en ser manipulada pensando para mis adentros en las hermanas que escuchaban mis débiles gemidos al otro lado de la puerta, probablemente muriéndose de envidia. Se conoce que él se empeñaba en lamerme la cadera y las muñecas y en comer mis labios con coraje. Después, no sé cómo, sin previo aviso, se despojó de su camisa y de su pantalón de mil rayas raro. Sí recuerdo que me asusté y que proferí diferentes palabrotas. Mi sorpresa fue mayúscula al constatar su miembro viril en tales magnitudes. La manguera con que sor Evodia acostumbra a regar los chichinos de color y los geranios y el laurel, ya decía yo que había observado estas cualidades en aquellas singladuras monásticas remotas. Graciliano proseguía con sus besuqueos privativos. Ahora se ocupaba de mis pezones para avanzar al minuto con mi sexo timorato. Yo sabía y no sabía. Le miraba, admiraba su manifiesta credencial y me esforzaba en creer que la felicidad radicaba allí, tan cerca de mi mano. Aquella fastuosa dilatación, aquella extrañeza latiendo sin querer. Se afanaba él en busca del ángulo de penetración más asequible como nos instruyera concienzudamente el Padre Alberto a las novicias. Tardaban las limosnas. Soy toda tuya, le animé en voz baja, abúsame, abúsame. Mira qué hermosura, cavilaba yo en lo íntimo. Se escurría de mis manos y me hacía cosquillas tanto y tanto esperma, me mojé con su silencio. Creí a la sazón que la vida no tenía más sentido que ser así de profanada, sin obstinación ni temple. Sucumbí, me abrió con sus dedos sabios de par en par, me sustrajo lo innombrable. Fui dichosa. Al consumar el acto le inquirí, tímidamente, que cuánto se debía, a lo que él me contestó con sonrisa angelical que su misión en este orbe no era otra que matar el fastidio de las damas por las buenas. Así quedó de zanjada la cuestión. Casi ya en silencio nos bebimos el cava del atardecer en vasos de indigentes y picoteamos dos o tres bombones con licor que nos supieron a tristeza. El resto, para solaz de las hermanas. Lo pellizqué en su alargado pene muchas veces porque me procuraba lástima despedirme de él y nos besamos infinito. Y nos dijimos adiós con rompecabezas de palabras cariñosas. Mañana, desde bien temprano, nos obligarían a rezar sin más contemplaciones. Nos esperaba Benedicto XVI». ³

Retomando lo del club de fans, establecer, si acaso, que lo constituimos al día de hoy unas 48 005 asociadas de la península y dos más de Cincinnati, y es posible afirmar que estamos muy, pero que muy contentas porque estrenamos el jueves una exposición endemoniada con más de seiscientas veintisiete piezas de olisbos, braseros, consoladores, esparragueras, vibráfonos y demás cachivaches substitutos del machote reunidos y traídos por nuestra superintelectual propiamente dicha, la comisaria Concepción, de la Universidad de Harvard, desde los confines más confines de la tierra. Los hay curiosísimos, sí señora, y la sola circunstancia de examinarlos justo ahí, tan duros, tan antiguos, tan siniestros, le generan a una escalofríos. Amén de más actividades que aguardan a corto y medio plazo y que me callo. De hecho cada catorce meses hemos proyectado reunirnos en Madrid, en plan congreso, y alquilar el estadio Vicente Calderón a fin de poder coger todas sentadas para mejor escuchar nuestras ponencias, también nuestras sandeces. La mar de entretenidas, pero siempre con Graciliano en la memoria instando a reconstruir una vida dedicada a la confiscación de congojas y agudezas similares. Ah, que se me olvidaba: quiénes componemos el equipo, se preguntará el ávido lector. Una auxiliar, una bibliotecaria y una servidora, más un motorista de enduro que nos hace los recados. Y prosiguiendo con las impertinentes preguntas del lector menos semblable, ¿por qué plantificar en Calahorra nuestra sede? La explicación no es baladí. Mi ex y su familia residen en la manzana de aquí enfrente y para acceder a sus viviendas respectivas es ineludible atravesar ante nosotras, y al advertir el letrero cada día suspiran y suspiran y suspiran. Yo sonrío.

«Nunca podré olvidar el número 314, el número de la habitación donde no quisieron desvirgarme. La que me dio el ser, como ella me sermonea sin cesar, se gana la vida desde tiempos prehistóricos con la limpieza del Hotel Quindós y localizar la llave maestra fue sencillo, joder. Que si unas obras de fontanería fina en el jacuzzi, que si tal. Lo cierto es que lo recibí de espaldas para que no pescase demasiado pronto mis turbias intenciones. Así que lo mismo que entró por aquella puerta él podría haberse colado cualquier asesino violador de la ciudad, que me trato con un ciento. Pero no. Entró en la sala el único que tenía derecho a entrar y me abrazó la cintura con una cordialidad inenarrable hasta que me susurró en la nuca: Lo pasaremos estupendamente, princesa, ya verás. Y se avino el muy fresco directamente a amasuñar mis tetas. En algo debió de reparar porque de repente me obligó a girarme con una mala leche del copón y nos impresionamos una barbaridad los dos. Él pronunciaba a grosso modo que con niñas no intimaba, mientras que porfiaba yo en asegurarle que los abuelitos no me ponen. Si lo llega a saber, se lamentaba, traía gominolas y frisuelos y maíces. Que no desfloro muchachitas, y dale que te dale, no callaba. Tengo dieciocho años, mentí, edad más que suficiente para hacer con mi vida lo que le venga en gana a mi chochete, hostia. Se apaciguó viendo posarse algunas palomas en lo de SAME, repuestos eléctricos y afines. Nos armamos de valor y hablamos largo y tendido de lo nuestro. Le expuse los motivos de no acudir a otro elemento más que a él. Le transmití mi problemática con seriedad de grande. Que lo habían intentado, metérmela, sin fortuna. A ver, un colega del Legio se atrevió una tarde y su capullo sangraba que daba gusto verlo. Y yo creyendo que la sangre era la mía, pero no. Que me daba a mí que ahí abajo poseía hormigón armado suficiente para construir seis rascacielos. El latin lover, obnubilado, transitaba por la habitación completamente ido y, entre medias, reposaba sus brazos en mis hombros con languidez granate y profería palabras desabridas, casi idiotas. Me miraba, aquellos ojos se clavaban dulcemente en una porción concreta de mi cuerpo. Hasta que en un descuido me subió la falda breve, tan plisada, y me arrancó el tanguita. Me atizó nueve sádicos azotes, solamente nueve. Yo disfrutaba en silencio lo mismo que una profesional, poniendo perdida como una tonta con mi flujo la moqueta. Aquella mano hercúlea, dócil y suave como seda agazapada en el armario de un estúpido desequilibrado en celo. Incluso soñé despierta que uno de los dedos suyos me haría las complacencias en la pepita, por qué no. Y a todo eso el Graciliano aún no me había presentado a su cacharra, por lo cual le conminé a que se pusiera cómodo y me destapase sin tapujos esa cosa. Se le adivinaba cabizbajo, dudaba en embarazarme un hijo a medio gas o en asestarme de nuevo nueve azotes, solamente nueve, me burlaba. Se resistía el hombre. Su cognición, un trapo de cretona amarillenta donde limpiarse la nariz después de las barbaries. Me miraba, repito, con dulzura y eso me originaba ondulaciones de placer. Pobre de mí le formulé que si él me enseñaba lo suyo yo le enseñaría lo más mío. Su semblante era un destrozo. Después de dar unas cuantas caladas al habano abrió la boca y se volvió tarumba. Me musitó que se le antojaba chuparme entre los muslos hasta verme correr igual que una cortesana vocinglera. Hostia, sí, pero antes le rogué que tuviese a bien quitarse el pantalón bermudas y revelar su polla rica. Condescendió y me puse a saltar, no de regocijo sino de consternación y espanto, cuando allí plantado con el pantalón caído se me evidenció el siniestro. Ahora me explico yo por qué llevaba su pierna derecha vendada de forma tan extravagante. Para disimular su desmesura. Me aporreé contra la pared dos veces para creer cuanto estaba acaeciendo. Vaya que si le colgaba, un poco más y la arrastraría por el suelo. No era polla, era un sucedáneo de trompa de elefante. Así y todo no dejaba de mirarle, sus ojos se habían descompuesto y él se afanaba en socorrer mi desilusión con caricias intermitentes y mimos especiales. Finalmente le tomé ternura a aquel desbarajuste natural y decidí sacarle algún partido. Vale, le insinué, hazme gozar o te machaco abriendo la ventana y vociferando que un viejo aquí delante me quiere envilecer. No voy a detallar los prodigios que se desencadenaron en la 314 del Quindós. El mero hecho de rememorarlo me remueve las lágrimas bastante. El más feliz de mi vida fue ese día. Y si no el más feliz, el menos infeliz, que para mí ya es mucho. Insistí en mi virginidad una temporada, qué remedio, pero ésta es otra historia que mi ginecólogo, etcétera, joder». 4

Toca abordar por último la coyuntura desagradable de esclarecer que nuestro protagonista principal sucumbió en valeroso acto de servicio, precisamente entre los brazos de la burra de Verónica. Persona non grata de este club, como no podría ser de otra manera, y eso que ella lo intentó, colarse en nuestra casa, pasar por inocente, dárnosla con queso. Por lo que la mayoría de las fuentes consultadas notifican, el tránsito se produjo en tanto en cuanto Graciliano procedía a descubrir a cualquier precio el punto Hey, buscando y rebuscando en el repelente vaginón de esa ninfómana. Agregar en glosa aparte que con el mío se topó en 2004 de buenas a primeras. Un punto intermedio entre el G y el 122, particularmente coercitivo y melindroso. Los caracoles y el desasosiego no entienden de acertijos, como señalaba el propio Graci. Por de pronto, para finiquitar, mi nombre es Elizabeth y soy natural de Villarín y por si no fuera suficiente lo anotado me encanta la ropa interior afelpadita, ale.

jueves, 4 de octubre de 2012

HACKER

Estaba harto de que las editoriales me devolvieran mis manuscritos, más que harto. En ese caso en concreto era lo escueto del mensaje lo que me cabreaba. Había recibido muchas otras cartas y en todas ellas los editores, al menos, se habían tomado la molestia de darme una explicación satisfactoria de por qué no iban a publicar mi novela. Volví a releer la misiva:
Estimado Sr. Le agradecemos que se haya dirigido a nosotros con su proyecto, pero no se ajusta a nuestra línea editorial. Saludos cordiales.
Podían haberme dicho, por ejemplo, en qué no se ajustaba mi proyecto a su mierda de línea editorial, pero ni eso. Volví a releerla una vez más:
Estimado Sr. Le agradecemos que se haya dirigido a nosotros con su proyecto, pero no se ajusta a nuestra línea editorial. Saludos cordiales.
Y otra:
Estimado Sr. Le agradecemos que se haya dirigido a nosotros con su proyecto, pero no se ajusta a nuestra línea editorial. Saludos cordiales.
Decidí vengarme. Yo tenía los suficientes conocimientos de informática y programación como para colarme en cualquier ordenador que no estuviese fuertemente protegido. He de reconocer que últimamente estaba muy alterado y cualquier cosa me sacaba de quicio. Hacía tres días que había dejado de fumar y desde entonces era un manojo de nervios. Me sentí tentado de encenderme un cigarro, me llevé la mano al bolsillo de la camisa para coger el paquete, pero al notarlo vacío recordé que lo estaba dejando. Por distraerme leí otra vez la carta:
Estimado Sr. Le agradecemos que se haya dirigido a nosotros con su proyecto, pero no se ajusta a nuestra línea editorial. Saludos cordiales.

- ¡Saludos cordiales! Meteos los saludos por el culo, panda de hijos de puta. Os vais a enterar de quién soy yo.

Después de un cuarto de hora tecleando códigos, conseguí colarme en el ordenador de la editorial. Tenía la intención de borrar todos sus datos, pero antes decidí echar un vistazo al disco duro. Rebuscando encontré los informes de los escritores que tenían en plantilla, en dichos informes estaban todos los datos personales. También localicé manuscritos inéditos que esperaban ser evaluados y galeradas que estaban pendientes de publicación. La editorial era de las más prestigiosas del país con lo cual todos los escritores que gozaban de fama estaban allí. De hecho, algunos de mis escritores favoritos figuraban en la lista. Tenía un tesoro entre manos. Elegí un inédito de uno de mis escritores preferidos y empecé a leerlo. Enseguida me vi atrapado por la trama. Estuve leyendo durante horas hasta que lo terminé. Decidí meter algunas frases de mi cosecha. Lo hice aquí y allí, en todo lo largo de la historia. No eran frases largas, ni siquiera daban relevancia a la trama, pero eran frases que yo había colado dentro del libro de uno de mis autores más admirado y con eso me bastaba.
A la noche siguiente volví al disco duro de la editorial. Quería echar un vistazo al libro con mis añadidos. Me sorprendí al comprobar que las palabras que yo había escrito seguían allí, mezcladas con las del célebre escritor. Eso me dio ánimos para hacer lo mismo con otros manuscritos. Elegí el texto de otro autor que admiraba. En este caso eran relatos de ficción. Los leí atentamente. El primer y el segundo eran perfectos, hubiera sido un crimen añadir algo en ellos, sin embargo en el tercer relato vi huecos donde podía incluir algunas frases de mi cosecha. Me puse a ello. En el cuarto relato el protagonista fumaba sin parar y tuve la urgente necesidad de encenderme un pitillo. Tenía un paquete guardado en el cajón del escritorio, llevaba allí desde que tomé la decisión de dejar de fumar, es decir, desde hacía cuatro días. Lo decidí después de ver un documental en el que mostraban de forma explícita los estragos que producía el tabaco en los órganos vitales. Algo asqueroso, así que intenté dejarlo. Quise leer otra vez el relato. Imposible. Yo estaba acostumbrado a leer fumando, el humo en mis pulmones era el complemento ideal para acompañar cualquier lectura, privado de ese placer era incapaz de leer dos líneas sin pensar en fumar. La batalla contra la nicotina era un trabajo duro y concienzudo que requería de toda mi fortaleza. Maldije mi suerte. Había encontrado un filón literario y por culpa del dichoso tabaco no estaba gozando plenamente de la experiencia. Volví al regateo conmigo mismo. Un hemisferio de mi cerebro me ordenaba encenderme un cigarro, mientras que el otro me obligaba a mantenerme impertérrito ante todos los pretextos. El conflicto no dejaba hueco para la concentración que requería la lectura así que la aplacé para otro momento. Estaba cansado de luchar contra mi adicción. Me habían dicho que a partir del tercer día todo era más fácil, pero ya llevaba cuatro y estaba en mis peores momentos. Me acerqué hasta la cocina para prepararme un café pero recordé que la cafeína acentuaba la necesidad de fumar. Abrí la nevera y opté por un zumo de piña. Con el vaso lleno regresé al salón y me senté frente al ordenador. Vi mi reflejo distorsionado en lo negro de la pantalla, me fijé en los restos de nicotina que estaban adheridos al marco, la de cigarros y porros que había fumado frente a esa pantalla. Abrí el cajón del escritorio donde guardaba el paquete de tabaco y me quedé mirándolo. Escuché las vocecillas de los cigarros rogándome que me los llevara a la boca y les prendiera fuego. Eran voces chillonas y nítidas que entraban por los tímpanos y se clavaban en el cerebro. Cerré con rabia el cajón. Aun así seguí escuchando sus vocecillas.
Durante las siguientes semanas luché con mi adicción y poco a poco lo fui superando. Evidentemente seguí colándome en el disco duro de la editorial para continuar mi labor de polizón de textos.
Con el tiempo se publicó uno de esos libros. Compré un ejemplar en cuanto lo pusieron a la venta. Lo abrí por las páginas donde estaban los fragmentos de mi autoría y los leí orgulloso. Mis interpolaciones se fusionaban con la prosa del autor en una íntima y secreta simbiosis. Pronto publicarían más libros con mi impronta camuflada. Los lectores me leerían sin saber que lo estaban haciendo. Pensé detenidamente en ello y me sentí un poco triste. Me di ánimos y me dije que debía disfrutar del pequeño éxito. Me convenía ser optimista. Ya me llegaría la hora, mientras tanto me conformaría con eso.
Llevaba meses sin fumar, no obstante para celebrar mi éxito entré en un estanco, compré un paquete y seguidamente me encendí un cigarro.

® pepe pereza (Relatos del Humo(y hachís))

APORTACIÓN DE MIGUEL BERGASA (FIFO)
Al cabo de dos semanas ya fumaba como antes. Me consideraba un perdedor incapaz de dejarlo, jamás lo conseguiría, pero no todo iban a ser desgracias y un mes más o menos después, recibí una carta de la editorial agradeciendo que me hubiera dirigido a ellos, y diciéndome que mi proyecto sí se ajustaba a su línea editorial, y que, por tanto iban a publicar mi novela. Me sentí tan feliz que estuve a punto de dejar de fumar para celebrarlo. Me propuse dejarlo el día que mi novela viera la luz, y ésta vez iba a ser de verdad.
Pasaron un par de meses desde que me comunicaron la buena nueva, hasta que programaron una fastuosa presentación en uno de los mejores hoteles de la ciudad.
Me levanté ésa mañana dispuesto a convertirme en un hombre nuevo. La sala estaba abarrotada y mucha y variada concurrencia animaba la velada, al fin vi, una torreta compuesta de muchos ejemplares de mi libro alumbrados con varios focos desde el techo. Cogí un ejemplar con cuidado de no tirar el resto y empecé a ojearlo admirando su formato, su encuadernación, su tipo de letra y la extraordinaria calidad de su papel, y comencé a pasar unas cuantas páginas y mi rostro se iba trasformando de una manera espectacular mientras mis pulmones pedían urgentemente un cigarrillo, volví a pasar unas cuantas páginas más y creí volverme loco.
Alguien había cambiado el final del capítulo tercero.
Me fui al estanco.

® Miguel Bergasa (Fifo)