martes, 31 de marzo de 2015

HAY UNA MUJER EN EL PARQUE (Relato inédito)

Un solitario más y me voy a la cama. Claro que eso mismo dije hace una hora. En la pantalla, la baraja virtual se despliega sobre un tapete virtual. Antes de realizar ningún movimiento me enciendo un cigarro. Hay tanto humo que tendría que abrir las ventanas para que se ventile la habitación, pero la noche es fría y no quiero resfriarme. Con el ratón voy cambiando las cartas de lugar. Rojas con rojas, negras con negras. Consigo que desaparezcan varias columnas, pero en la última jugada pierdo la partida. Apago el ordenador y abro las ventanas para que se vaya la humareda. Abajo, en el parque, veo a una mujer con claros síntomas de embriaguez. Camina haciendo eses y gesticula como si estuviera hablando a un acompañante inexistente. En un momento dado tropieza y cae de bruces. Intenta levantarse, pero va tan borracha que no puede. Al final se rinde y queda tumbada en el suelo. La observo durante un par de minutos, luego voy al cuarto de baño a lavarme los dientes. Cuando termino, regreso al salón para cerrar las ventanas. Veo que la mujer continúa tirada en medio del camino. Hace demasiado frío para dormir a la intemperie. Lo correcto sería bajar y ofrecerle mi ayuda, pero eso significa complicarse la vida, que es lo menos me apetece en estos momentos. No es problema mío, me digo, que se las arregle sola.
Trato de acabar el capítulo que he empezado a leer, sin embargo no puedo quitarme de la cabeza a esa mujer. Dejo el libro encima de la mesilla, salgo de la cama, me pongo el albornoz y me calzo unas zapatillas. Me queda la esperanza de que se haya ido. Pero no, sigue ahí. Tengo que hacer algo o se va a congelar. Mi primer impulso es coger el teléfono.
-        Policía municipal. Dígame.
-        Hola, llamo porque hay una mujer desmayada en el parque.
-        ¿Qué le pasa?
-        Creo que ha bebido demasiado.
-        Entiendo ¿Está usted con ella?
-        No. La veo desde mi ventana. Es en el parque del Cubo, junto a la zona de los columpios.
-        Tomo nota. Dígame su nombre.
-        ¿El de ella?
-        No el suyo.
-        No creo que esté obligado a dárselo. Mi deber como ciudadano era avisarles a ustedes, y es lo que he hecho.
-        Ya, pero mi deber como funcionario es completar un informe y para ello necesito sus datos.
-        El caso es que mientras usted y yo hablamos, esa pobre mujer está desatendida.
-        Ya he dado aviso a un coche patrulla. No creo que tarden en llegar. En cuanto a sus datos es completamente necesario que me los facilite.
Se los doy y cuelgo.
Van pasando los minutos y el coche patrulla no llega. Calculo que la mujer lleva al raso una media hora. Me pregunto cuánto tarda un cuerpo en sufrir de hipotermia. Enciendo el ordenador. En la Wiquipedia dicen:
"La hipotermia es el problema más grave que aparece tras la exposición al frío ambiental y puede llegar a ser potencialmente mortal. Cuando la temperatura corporal desciende por debajo de los 35 °C comienzan a producirse trastornos cardiovasculares, respiratorios, del sistema nervioso central y de la coagulación: desde taquicardia, hipoventilación, temblores, confusión, bradicardia, arritmias, rigidez, acidosis respiratoria, coma y muerte por debajo de 28 °C."
Consulto otras páginas. Todas vienen a decir más o menos lo mismo. Vuelvo a la ventana ¿Dónde coño se han metido los del coche patrulla? Se supone que ya tendrían que haber llegado. Estoy tentado de bajar la persiana y pasar de todo. Aunque sé que por mucho que cierre los ojos a la realidad, la mujer seguirá estando ahí afuera. No es mi problema, me repito. No soy yo el que ha bebido de más. Entonces, por qué debo preocuparme. Me aparto y me siento en el sofá a fumarme un cigarro. Me jode cargar con una responsabilidad que no es de mi incumbencia, que me ha sido impuesta por puro azar. Si no me hubiese asomado a la ventana justo en el momento que esa mujer pasaba por debajo, ahora estaría tranquilamente metido en la cama. Golpeo la mesa con el puño. Tengo el mal tino de darle a una esquina del cenicero. Éste sale volando y me golpea en una ceja. Junto con el dolor, siento cómo la sangre baja por el pómulo y sigue avanzando hasta empapar el cuello del albornoz.
Me inclino sobre el lavabo. Los goterones caen, sembrando de rojo el blanco de la loza. Hay algo perturbadoramente adictivo en contemplar la propia sangre. Verla extenderse, conquistando terreno con su seductora coloración. Frente al espejo examino los daños. Tengo un pequeño corte justo por debajo de la ceja del ojo derecho. Es posible que mañana amanezca con la zona del párpado hinchada y amoratada, por lo demás, nada grave. Me desinfecto la herida con agua oxigenada y la cubro con una tirita. Después de limpiar todo, regreso al dormitorio. No me acerco a la ventana, lo que hago es meterme directamente en la cama. No quiero saber si la mujer continúa tendida en el suelo, prefiero pensar que los del coche patrulla han llegado y se han hecho cargo de ella. Tengo los pies helados y, por mucho que me tapo, no consigo entrar en calor. Mientras tanto, enciendo la radio. Entre otras cosas, el locutor anuncia que en el norte las temperaturas bajarán a menos cero. 

REGRESIONES - VICENTE MUÑOZ ÁLVAREZ EN TORMENTA EN EL VASO

Lupercalia, Alicante, 2015. 240 pp. 15,95 € 


Miguel Baquero

Antes de comenzar con la reseña del nuevo libro de Vicente Muñoz Álvarez me gustaría contar una pequeña historia: dos amigos del colegio; uno de ellos, fascinado por la vida de lujo y escaparate, consigue, a fuerza de medrar, llegar a lo más alto de su bufete, o de su banco —no recuerdo bien—, pero lo bastante alto como para adquirir un Jaguar y un casoplón; mientras, el otro amigo parece haber quedado anclado en la vida de barrio y de amigotes. «Joder, amigo, qué cochazo, qué envidia», exclama el tipo digamos de barrio cuando ve el Jaguar del otro. «Me lo he currado», es la respuesta, algo jactanciosa, del abogado o el banquero, ya no recuerdo. Pasan los años, llega la crisis, el pinchazo de la burbuja, la ruina para muchos y entre ellos para el del Jaguar, quien, hundido y abandonado por todos, está tomando una tarde cervezas en un bar del viejo barrio cuando ve aparecer al colega, que le saluda y le dice que lleva prisa, porque dentro de un rato ha quedado con tal. Y luego con cual, un viejo amigo de ambos. Y luego va a ver a otro conocido. Y luego… Vale que en ningún sitio le ofrecerán Châteaux Lafite, sino cervezas de marca blanca, y no irá en un descapotable sino a pata, o en autobús, pero el del Jaguar —aunque ya no debería llamarle así, porque hace tiempo que lo vendió— exclama: «Cuántos amigos, tío, qué envidia me das», a lo que el viejo colega responde, con la ceja levantada: «Me lo he currado».
Esta historia, de cuyos dos capítulos a punto estuve de ser testigo presencial, se me viene la cabeza cuando llego a la última parte de Regresiones, titulada «Ojo de pez», donde una serie de amigos del autor, con una pluma más que digna, escriben sobre el modo en que conocieron a VMA y sus correrías juntos por León, en los años —del 66 acá— que se describen en esta obra. Que no es una novela, hay que advertir, sino algo así como un libro de memorias, o mejor, la crónica de una formación sentimental. En Regresiones, el autor nos habla de cómo —siempre contra el fondo de León, su ciudad natal— fue poco a poco despertando a la vida y a las sensaciones, nos describe esos pequeños detalles —una serie de televisión, una tarde en el río, una casa abandonada…— que, siendo «chinorri», le dejaron marcado, y que la gente de su generación no podemos por menos que identificar en numerosas ocasiones. Pasa el tiempo, llegan los 80 y asistimos a —muchos, recordamos— aquellos días juveniles en que todo parecía estar explotando alrededor, las sensaciones, los impactos, las modas, las aventuras se acumulaban. Lambrettas, chapas en la solapa, publicaciones underground… Son los días en que VMA formó una banda de rock, sin más aspiraciones —que entonces eran legítimas— que pasarlo bien y cuando comenzó a devorar libros y autores, a decantar sus gustos literarios, y en cierto momento llegó a la conclusión de que aquello iba a ser su vida en adelante….
Hay, más o menos hacia ese punto, una cisura en el libro. Comienza el capítulo titulado «Días extraños». Aquel alocamiento de los 80 y los 90 ha concluido y el autor sale de esa época decidido, sin remedio, a emprender «una apuesta suicida por la literatura». Desde este momento —pongamos 3/4 partes del libro— dejan de narrarse circunstancias personales —o se narran más veladas— y el interés pasa hacia un autor que está ya caminando por la vida en busca de una expresión distinta, totalizadora, emotiva, de definir su autenticidad…
«.Soy un corazón de lluvia, y todo lo aromatizo […] y eso, aviso a los navegantes, nadie me lo va a quitar… lo digo desde aquí y ahora para mis pocos (y fieles) lectores, pero lo hago público ya: para lo bueno y para lo malo me desangro, dejo mis vísceras y mi corazón en ello, y como vivo de otra cosa me permito las licencias que quiero y escribo siempre de lo que quiero… que pago por ello un alto precio, lo sé y asumo, pero siempre que leáis algo mío será pura sangre y libertad…»
Son palabras de un autor lanzado ya sin frenos en busca de lo genuino. Me consta que VMA ha tenido muchas oportunidades de desviarse de este empeño, de frenarse y venirse a un estado más cómodo y rentable literariamente, quizás al Jaguar de mi cuento del principio, pero tantas veces como le han surgido al paso tantas las ha orillado para seguir rodeado de sus viejos valores en su búsqueda de la expresión auténtica. Y de eso trata este libro: de cómo escribir bien… no, no enseña técnicas ni trucos ni da pistas sobre la manera de abordar a editores… trata de cómo escribir bien recurriendo a tu verdad. Cada uno tiene la suya, intransferible, y la de Vicente Muñoz Álvarez son estas Regresiones; un libro, en resumen, escrito por un autor —y este adjetivo que sigue sé que ha perdido fuerza en la maraña de calificativos a cual más tremendo que se lanzan en las campañas publicitarios, pero a mí me sigue pareciendo el mejor que se puede aplicar—: un autor admirable.


domingo, 29 de marzo de 2015

EL JILGUERO (Relato)

Saco a pasear a mis demonios. Intento aplacarlos a base de aire fresco. Después de estar enclaustrado durante días, el jolgorio urbano me produce un sentimiento de zozobra. Vencido ese primer impulso de amilanamiento, prosigo con el paseo. Llego al parque y elijo un banco apartado. Trato de dar con ese estado de calma que tanto ansío. Busco en los árboles, en los pájaros que saltan de una rama a otra, en la fragancia que llega de los rosales, pero los árboles son solo árboles, igual que los pájaros y las rosas. Nada de esto me ayuda a encontrar lo que busco.
Al rato se acerca un anciano con aspecto de vagabundo. Toma asiento a mi lado. De su mochila saca un cortaúñas y procede a hacer uso de él. Tiene manos de cirujano. Limpias y bien cuidadas. No pegan para nada con su aspecto harapiento.
-        Eso que fumas huele de maravilla.
Le paso el canuto. Da una larga chupada y mantiene el humo dentro sin expulsarlo.
-        Buena calidad, sí señor. ¿Puedo acabármelo?
-        Todo tuyo.
-        Me gusta esta ciudad. Acabo de llegar, pero lo poco que he visto me gusta.
-        ¿De dónde eres?
-        De todo el mundo. Ya sabes, el que no tiene donde quedarse va y viene como una peonza.
Su voz suena cercana y amiga. Tiene algo en su tono que da prestancia a lo que dice. Me hace un relato de sus cuantiosos viajes. Todo un mosaico de ciudades y gentes quedan reflejados en sus palabras. En un momento dado, calla. Sus ojos se entristecen y unas arrugas le cruzan la frente. Me habla de una mujer. Me dice que le dio todo lo que tenía pero que no fue suficiente. Vuelve a quedarse en silencio, mirando a la nada. Noto que se ha ido lejos, en busca de esa mujer. Termina el porro y se despide. Se aleja encorvado y con paso tranquilo. Andados unos metros, se detiene. Saca algo del bolsillo, lo deja en el suelo y lo tapa con unas cuantas hojas. Después sigue por el sendero hasta que sale del parque. Siento curiosidad. Me acerco a ver qué es lo que ha enterrado. Al apartar la hojarasca encuentro un jilguero muerto. En ese momento se levanta una brisa que trae el olor rancio de las aguas del estanque. Alzo la vista a un grupo de niños que corren detrás de una pelota. Sus gritos forman parte del parque, tanto o más que los árboles que hay en él, el propio estanque o los jardines que lo visten.

pepe pereza

martes, 17 de marzo de 2015

PRÓXIMAMENTE: PAN DURO de PATXI IRURZUN


MUY PRONTO....
Puravida, una soñadora chica de quince años que hace honor a su nombre, y su padre, un vendedor ambulante de todo tipo de cacharros absurdos (por ejemplo, unas sandalias con capota para los días de lluvia), llegan por casualidad a Zarraluki, un lugar que no aparece en los mapas y que sin embargo celebra anualmente el Campeonato Internacional de Lanzamiento de Huesos de Aceituna.
Es solo una de las surrealistas situaciones que acontecen en este fantasmal pueblo de montaña con faro y equipo de remeros. Un pueblo en el que la vida y la subsistencia dependen por completo de la relación amorosa entre la profesora y el panadero, pareja en plena crisis sentimental. Puravida y su padre intentarán mediar entre ellos con la ayuda de Oihan, uno de los habitantes —con sus 113 añitos— más jóvenes de Zarraluki.
Patxi Irurzun nos sorprende esta vez con una divertida y poética novela para jóvenes de todas las edades, en la que sobre reminiscencias del realismo mágico y de películas como "Amanece que no es poco" o "Bitelchús", se eleva la voz siempre tan mordaz como tierna del autor navarro.


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domingo, 15 de marzo de 2015

QUIZÁS SEA ESO (Relato Inédito)


Lleva toda la tarde sin dirigirme la palabra. Señal de que algo le preocupa. No quiero preguntar, prefiero seguir leyendo. De vez en cuando, desvío la mirada del libro y la poso en ella. Veo cómo se come las uñas y se devanea la cabeza. Ignoro qué piensa. Acabo el capítulo y vuelvo a mirarla. Sigue con la misma aptitud, solo que ya no le quedan uñas que morder y las ha sustituido por un mechón de pelo. Mordisquea las puntas con el gesto concentrado.
-        ¿Te importa si pongo música?
-        ¿Eh?
Parece que hubiera sido teletransportada de una galaxia lejana y se sorprendiera de estar donde está, es decir: aquí.
-        ¿Te importa que ponga música?
-        No, haz lo que quieras.
Elijo un cd. Suenan los primeros compases.
-        Por favor, pon algo que no sea tan deprimente.
No sabía que Billie Holiday fuese deprimente. No quiero discutir, así que cambio de cd. Espero a que arranque para saber su veredicto. Como no dice nada doy por buena la elección. Antes de retomar la lectura enciendo la raba de un porro que había olvidado en el cenicero. Le doy unas caladas y le hago una seña para pasárselo. Alarga el brazo y lo coge, pero en vez de llevárselo a la boca, deja el gesto a medias y permanece con la mano suspendida entre el pecho y la cabeza.
-        ¿Dónde has aparcado?
La pregunta me pilla por sorpresa, tengo que pararme a pensar para responder. Se levanta y saca un cuaderno de un cajón.
-        ¿Los bolígrafos?
Le paso el mío.
-        ¿Dónde dices que has aparcado?
Vuelvo a decírselo. Ella apunta la dirección en el cuaderno.
-        Quiero que todos los días me digas dónde dejas el coche.
Su petición es más bien una orden. Su tono autoritario lo deja bien claro. No obstante, no alcanzo a comprender su repentino interés por el tema. Además, ella no sabe conducir y el único que utiliza el coche soy yo.
-        ¿Por qué quieres saberlo?
-        Cosas mías.
Aunque me pica la curiosidad no insisto. Deseo volver cuanto antes a la lectura, y es lo que hago. A las tres frases ya me he olvidado de todo.
Durante la cena, aprovecho para volver al asunto.
-        Bueno ¿me dirás a qué viene ese repentino interés tuyo en saber dónde dejo el coche?
-        Es una chorrada.
-        Aun así me gustaría saberlo…
De repente, oímos un fuerte golpe seguido de un estrépito de cristales rotos. El ruido procede del salón. Dejamos los platos y corremos hasta allí. Al entrar nos encontramos con el cristal de la ventana hecho añicos y con un balón de cuero blanco que reposa junto al sofá.
-        La puta que los parió.
Me asomo al ventanal (sin cristal) esperando atisbar a los culpables del destrozo. Dos pisos por debajo hay una campa. No hay nadie en ella. Quién quiera que estuviera jugando al fútbol ha desaparecido.
-        Ten cuidado, no pises los cristales.
El suelo está cubierto de ellos, no pisarlos es una misión imposible. Al final es ella quien se encarga de traer la escoba y el recogedor.
-        Quita de ahí.
Me aparto a un lado para que pueda barrer.
-        Mañana a primera hora habrá que avisar a un cristalero.

Me parece escuchar el llanto de un bebé. Con los ojos abiertos constato que todo está en completo silencio. Ha debido ser un mal sueño. Ella duerme a mi lado. Oigo su respiración y siento el calor de su cuerpo. Me levanto y salgo a tientas del dormitorio. En la cocina bebo agua, en el váter meo y en el salón me enciendo un cigarro. Subo la persiana y dejo que el fresco de la noche entre a través de la ventana sin cristal. Debido al incidente del balonazo sigo sin enterarme de cuál es la razón por la que debo apuntar dónde dejo el coche. Tendré que volver a sacar el tema durante el desayuno. Recuerdo que antes, cuando trabajaba, de camino al taller tenía que pasar por delante de un coche abandonado. Era un buen coche, de los caros. Todos los días que lo veía me preguntaba por el motivo de su abandono. Barajé varias hipótesis. Una de ellas, la más verosímil para mí, era que el dueño había fallecido y sus familiares, al desconocer el paradero del vehículo, no pudieron encontrarlo. Por eso estaba allí acumulando polvo. Me daba pena aquel coche. Quizás vayan por ahí los tiros. Tal vez ella haya encontrado un coche abandonado y al verlo sienta lo mismo que sentí yo. Puede que tenga miedo de que me pase algo y de ahí su petición. Levanto la vista al cielo. Es negro y sin estrellas, y la luna redonda e hinchada como un balón. El balón sigue ahí, encima del sofá. De pronto me apetece jugar con él: botarlo contra la pared o darle una patada. Sé que no son horas y que despertaría a todo el vecindario. Lo que hago es arrojarlo por la ventana y contemplar cómo rebota, hasta que finalmente se detiene en medio del suelo negro. Con el balón ahí, la campa pasa a ser un reflejo del cielo, más bien: una fotocopia.

pepe pereza