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miércoles, 4 de enero de 2012

MIENTRAS DORMÍAS

MIENTRAS DORMÍAS
Te quedaste dormida en el sofá. La luz que entraba por la ventana venía a descansar sobre tu pelo otorgándole una profunda luminiscencia. No pude evitar dibujar con la mirada el periplo de tu perfil, y mecido al ritmo pausado de tu respiración me dejé llevar por el embrujo de tu belleza. Seguí anonadado hasta que una inoportuna mosca aterrizó en la punta de tu nariz, y tú, con una tosca mueca y un manotazo al aire, pusiste fin al hechizo.

® pepe pereza ( del libro “Amores breves”)

martes, 29 de noviembre de 2011

EL ACOSADOR

Habías salido con tus amigas. Cuando llegaste a casa estabas pálida y temblabas como un flan.

- ¿Qué te pasa?
- Me han seguido.
- ¿Quién?
- Un hombre. Me ha estado siguiendo durante todo el trayecto a casa. Ven...

Cogido del brazo me llevaste hasta la ventana.

- …Es ese de allí.

Vi a un tipo corriente que caminaba tranquilamente por la acera. Eran más de las doce de la noche y no había nadie más en la calle.

- ¿Te ha hecho o dicho algo?
- Me ha estado siguiendo ¿te parece poco?
- Puede que vuestros destinos coincidiesen.
- Te digo que el muy guarro me ha seguido.
- No dudo de tu palabra, solo digo que si no ha hecho ni dicho nada que te incomodase, no sé por qué crees que te ha seguido.
- Las mujeres sabemos esas cosas, por instinto o por lo que sea, pero lo sabemos.
- Bueno, lo importante es que ya estás en casa y todo está bien.
- ¿Cómo que está bien? ¿Acaso piensas dejar que ese cabrón se vaya de rositas?
- ¿Qué quieres decir?
- ¿No vas a bajar a decirle algo?
- ¿Qué quieres que le diga?
- No sé, eso es cosa tuya,
- ¿En serio quieres que baje?
- Si no fueras un calzonazos ya estarías abajo cantándole las cuarenta a ese desgraciado.
- Pero tía, yo…
- Mira, ese tipo conoce donde vivo, no quiero encontrármelo otra vez, así que baja y dile que no vuelva seguirme. Y déjale claro que hablas en serio.

¿Calzonazos yo? Sentí que me ponías a prueba, querías saber si estaba dispuesto a defenderte. Mi virilidad estaba en entredicho. Bajé a la calle. Tú esperabas asomada a la ventana, no querías perderte ningún detalle. Viendo que yo no estaba muy convencido me presionaste para que le diese caza.

- Corre o no le vas a pillar.

Vi al tipo al fondo de la calle.

- Corre.

Corrí hacía él. Según me acercaba pensé en qué le iba a decir. No era cuestión de acusarle de acosador de buenas a primeras. Convenía ser diplomático e intentar solucionarlo todo de las mejores maneras. Por otro lado, se suponía que yo estaba allí para salvaguardar tu honor, o lo que fuera que fuese a defender. Tenía que mostrarme como un auténtico macho ibérico, seguro y agresivo. Claro que yo no me sentía seguro y mucho menos agresivo. A mí, la situación me parecía ridícula, y si estaba allí era porque tú, indirectamente, me obligabas a ello. Cuando faltaban pocos metros para alcanzarlo pude apreciar que el tipo en cuestión era más alto y corpulento que yo. No, si al final me van a partir la cara, pensé. Deseé dar la vuelta y regresar a casa, pero sabía que si me veías retroceder me tomarías por un cobarde. No me quedaba más remedio que abordar el tema con valentía y arrojo. No me lo pensé más.

- Eh, tú.

El tipo se volvió para responder a mi llamada. Ya no había marcha atrás. Cogí aire y me armé de valor.

- Oye ¿tú has estado siguiendo a…
- Hey, yo te conozco.
- …
- Tú eres Pepe Pereza.
- Sí.
- A qué estudiaste en el colegio Batalla de Clavijo.
- Sí.
- ¿Y no te acuerdas de mí?
- La verdad… tu cara me suena.
- Soy Cleto.
- Hostia Cleto, claro que me acuerdo… ¿Qué es viento? Las orejas de Cleto en movimiento.

Por aquel entonces, Cleto tenía unas orejas impresionantemente grandes y todos los chavales le tomábamos el pelo a cuenta de ello.

- Como puedes ver ya no tengo orejas de soplillo.
- Por eso me ha costado reconocerte.
- Joder, Pepe, cuánto tiempo. Dame un abrazo.

De pronto me acordé de que seguías en la ventana. Sabía que debido a la distancia no podías escucharnos, pero sí leer nuestras posturas corporales.

- Lo siento Cleto, no puedo, de hecho debo mostrarme agresivo contigo.
- ¿Por qué?
- Verás, mi novia piensa que la has estado siguiendo…
- ¿Qué?
- Es aquella que está asomada a la ventana.
- Yo no he seguido a nadie.
- Te creo. Lo malo es que ella está convencida de que sí, y te aseguro que no hay quien la haga cambiar de idea. Tiene la cabeza más dura que una piedra.
- Te juro que no la he seguido, voy camino de mi casa.
- Es lo que le he dicho, pero no ha querido escucharme. Me ha obligado a bajar a la calle para ajustarte las cuentas.
- Esto es ridículo.
- Lo mismo pienso yo. Verás, se me ocurre que podíamos fingir una pelea.
- ¿Estás de coña?
- Solo fingirlo, para hacerme quedar bien.
- ¿Me tomas el pelo?
- Venga Cleto, no te cuesta nada. Una pequeña pelea como en las películas. Encajas un par de golpes de mentira y sales corriendo. Hazme este favor.
- Que no, tío.
- Evítame un marrón con mi chica.
- Joder Pepe, ya somos mayorcitos para estas bobadas.
- Tío, hazme este favor.
- Eres la hostia.
- Por favor.
- Joder.
- Venga tío.
- Está bien, lo haré por los viejos tiempos.
- Gracias Cleto. Me libras de una buena.
- ¿Cómo lo hacemos?
- Qué tal un puñetazo en el estómago, otro en el mentón, te caes al suelo, y cuando avance hacia ti para seguir zurrándote, te levantas y huyes.
- Lo de tirarme al suelo no me convence.
- Vale, bastará con los dos puñetazos.
- Por mí bien, siempre y cuando tengas cuidado de no darme.
- Descuida, lo tendré.
- Eso espero.
- Bien, vamos a ello. ¿Estás preparado?
- Creo que sí.
- A la de tres ¿Vale?
- Vale.
- Una, dos y tres…

Después de aquello me recibiste como a un vencedor, con besos y abrazos. Era el premio por ser el macho más fuerte, el que, aparentemente, había meado más alto. Todo era un fraude, no obstante, la falsa demostración de testosterona te puso a cien. Esa noche me amaste como si fuera el mismísimo James Bond  después de haber salvado al mundo de la hecatombe.

® pepe pereza (del libro “Amores breves”)

domingo, 23 de octubre de 2011

PARKING

Cuando salimos de casa hacía un día precioso, el sol se explayaba en medio de un cielo sosegado y limpio, pero cuando llegamos a las proximidades del centro comercial, observé que unos nubarrones habían ido conquistando las alturas. Era muy posible que pronto empezase a llover. Entramos con el coche en el parking subterráneo y antes de apearnos, apuramos el porro que estábamos fumando.
Abnegados del influjo narcótico del t.h.c. transitamos por los pasillos del supermercado llenando el carrito de la compra. Después de pasar por caja, sentiste el impulso incontrolable de comprarte unos vaqueros. Así que nos acercamos a las tiendas de moda y las recorrimos todas. Te probaste multitud de pantalones, pese a ello ninguno era de tu gusto. Con unos te veías el culo gordo, con otros la cintura era demasiado alta, a estos le sobraban pernera, a aquellos les faltaba dobladillo, los bolsillos eran muy grandes, el color no era el adecuado, el corte estaba pasado de moda, el tejido era excesivamente basto o le faltaba consistencia…
No aguantaba más. Te dije que siguieses tú sola, mientras tanto yo iría a dejar la compra y te esperaría con el coche a la salida de centro, así ganaríamos tiempo a la hora de salir de allí. La verdad era que mi cuerpo necesitaba nicotina, ése era el motivo real de mi escaqueo. Empujé el carrito metálico hasta el parking con el ansía de fumarme un cigarro en cuanto estuviese dentro del coche. Pero una vez en el recinto no supe dónde dirigirme. No recordaba la plaza, ni el nivel en el que aparqué. Busqué por los alrededores con la esperanza de encontrar mi coche, pero enseguida comprendí que no iba a ser fácil dar con él. El parking contaba con tres niveles y cada nivel era inmenso. Cogí el móvil y marqué tu número.

- Cariño ¿recuerdas en qué plaza aparcamos?
- Casi no te oigo, habla más alto.
- Digo que si recuerdas la plaza donde hemos dejado el coche.
- Se te oye muy bajito.
- Es que estoy en el parking y casi no hay cobertura… Escucha ¿En qué plaza hemos aparcado?
- No lo sé.
- Y el nivel ¿te acuerdas del nivel?
- No te oigo… cuelgo.

Y colgaste.

- ¡Mierda!

Si no tenía un golpe de suerte iba a pasar horas buscando el coche. Me encendí el cigarro allí mismo, no podía esperar más. Dos mujeres de mediana edad se acercaron con sus respectivos carritos, al pasar a mi lado una de ellas se encaró conmigo.

- Está prohibido fumar aquí.
- Lo sé.
- Entonces ¿por qué lo hace?
- El vicio.
- No se da usted cuenta que está jugando con la salud de los demás.
- Señora, estamos en un aparcamiento.
- Da igual, el humo me perjudica de igual manera.
- ¿Qué pasa, que el humo de mi cigarro es nocivo pero el que echan los tubos de escape no? Déjeme en paz.

Las dos mujeres siguieron su camino recriminándome la falta de civismo. Me dio igual, yo lo que quería era encontrar mi coche y salir de allí. Intenté visualizar el lugar donde había aparcado. Nada, no recordaba una mierda. Al aparcar estábamos tan colocados que no me preocupé de memorizar el dato. Ese fallo me iba a costar caro, lo sabía. Debía elaborar un plan. Podía buscar a diestro y siniestro sin ningún fundamento o recorrer concienzudamente cada nivel hasta dar con el coche. Decidí informarte de la situación. Busqué un lugar donde la cobertura fuera decente, y te llamé.

- ¿Cariño? Escucha…
- Mi amor, me he comprado unos vaqueros que vas a flipar de lo bien que me quedan.
- Me alegro. Escucha…
- Te oigo fatal ¿Dónde estás?
- En el parking. Aun o he encontrado el coche.
- Todavía no lo has encontrado ¿y a qué esperas?
- No es tan fácil. Esto es inmenso y no sé dónde buscar. He pensado que lo mejor es empezar por el primer nivel… ¿me escuchas?
- Te escucho entrecortado.
- Digo que me va a llevar tiempo encontrar el coche. Por qué no vas a la cafetería y te tomas algo mientras yo… ¿estás ahí?...

La línea se había cortado.

- ¡Mierda puta!

Empujé el carrito hasta el primer nivel. Una vez allí, me hice un esquema global del perímetro y mentalmente lo dividí en cinco parcelas, de esta forma facilitaría la búsqueda. Empecé a escudriñar la primera parcela.
Cuando estaba en la tercera, vi que un grupo de seis enanos se bajaba de un coche. Me pareció bastante curioso, pero no le dí mayor importancia y seguí buscando. Minutos después, otro grupo de enanos se apearon de un cuatro por cuatro. Tanto enano me resultó sospechoso, y más cuando delante de mis narices aparcó una furgoneta y salieron una docena más. Me fije que todos ellos llevaban una camiseta roja con letras blancas que decían: LOS PRECIOS MÁS BAJOS. Comprendí que debía tratarse de algún tipo de promoción organizada por los grandes almacenes. Seguí con la búsqueda. Me encendí otro cigarro y sonó el móvil. Eras tú.

- ¿Se puede saber qué coño estás haciendo?
- Cariño, esto es como una película de David Lynch.
- Déjate de chorradas y pasa a recogerme de una vez.
- ¿Dónde estás?
- Esperándote en la puerta principal.
- Te dije que me esperases en la cafetería, que iba a tardar.
- Pues date prisa porque está empezando a llover y no quiero que se me mojen los vaqueros nuevos.
- Es mejor que me esperes en la cafetería… ¿me oyes?

La comunicación se cortó. Estuve tentado de llamarte y acabar la conversación pero pensé que era prioritario dar con el coche cuanto antes. En la cuarta y quinta parcela no estaba, eso quería decir que se encontraba en el segundo o tercer nivel. Subí en el ascensor hasta el segundo nivel. Hice lo mismo que en el primero, dividí el espacio en cinco parcelas imaginarias y me dispuse a recorrerlas una a una. Cuando estaba pasando al lado de una columna escuché un ruido extraño por encima de mi cabeza. Era un murciélago enredado en una inmensa telaraña, el ruido lo producían las alas al golpear contra la columna en su intento desesperado por liberarse de la trampa de seda. La araña causante de tanta hebra debía de ser enorme. Me quedé vigilando por ver si salía de su escondrijo. El murciélago cada vez estaba más enredado y apenas podía mover sus alas. Al cabo de un minuto el quiróptero comprendió que estaba derrotado y resignado se rindió a su destino. La araña no dio señales de vida... ♫♫♫, ♫♫♫, ♫♫♫. El móvil. De nuevo eras tú quien llamaba.

- ¿Qué haces?
- ¿Qué crees que hago?
- Joder ¿aún no lo has encontrado?
- Voy por el segundo nivel, espero encontrarlo pronto.
- Más te vale porque ya me he tomado dos cafés y en la calle está diluviando.
- ¿Y qué quieres que haga?
- Darte prisa, eso el lo que quiero que hagas.

Y colgaste. Me encendí un cigarro, mejor eso que mosquearse. Me sentí como el murciélago, atado de pies y manos, rendido a la evidencia por mi mala cabeza. De los errores se aprende. Seguro que otra vez me acordaré de fijarme donde aparco. El carro de la compra me precedía por los largos pasillos flanqueados de hileras de coches. Yo levantaba la cabeza y miraba por encima intentando atinar sobre un Opel Corsa de color oro azteca. Una tonalidad bastante peculiar y poco frecuente, al menos contaba con esa ventaja para localizarlo. Arrojé el cigarro al suelo, lo que realmente necesitaba era un porro que me calmase los nervios. No lo dudé, me situé entre dos coche y me puse a liarlo. Me sudaba el capullo que alguien me viera, me iba a fumar un porro sí o sí. Mientras quemaba la piedra me llamó la atención un Audi que estaba aparcado enfrente. El vehículo tenía encima una capa de polvo de varios milímetros de espesor. Evidentemente estaba abandonado. Eso me hizo pensar. ¿Por qué alguien abandona su coche en el aparcamiento de un centro comercial? No era normal. Me encendí el porro y seguí cuestionando el motivo de tal decisión. Quitando la capa de mugre, al coche se le veía en bastante buen estado. ¿Acaso el dueño sufrió un ataque al corazón y tuvo que ser trasladado a un hospital donde falleció sin dejar constancia de donde había dejado el coche? Se me ocurrieron varias hipótesis, todas ellas descabelladas… ♫♫♫, ♫♫♫, ♫♫♫.

- Dime.
- ¿Lo has encontrado ya?
- Sigo buscando.
- Lo tuyo es increíble. Llevas casi una hora y no has encontrado el puto coche.

Me tocaba los cojones cuando te ponías así. Antes de cabrearme en serio, aproveché la excusa de la mala cobertura para concluir la conversación.

- No se te escucha, así que cuelgo.

Colgué y aspiré del porro con rabia.

- A ver si te crees que estoy de paseo. No, estoy aquí, jodido y deseando salir de este agujero. Si tanta prisa tienes por qué no vienes y buscas tú misma el puto coche.

Estaba hablando solo, al darme cuenta me sentí avergonzado. Miré una última vez al Audi abandonado y seguí con la búsqueda del mío.
En el segundo nivel no estaba, sin duda debía encontrarse en el tercero. Maldita ley de Murphy. Subí en ascensor al tercer nivel, delimité las cinco parcelas imaginarias y continué buscando.
♫♫♫, ♫♫♫, ♫♫♫.

- Todavía no lo he encontrado, si es por lo que llamas.
- Me lo imaginaba. Mira, estoy harta de esperar. Voy a llamar un taxi y ya nos veremos en casa.

Y colgaste. Noté la adrenalina y el cabreo. La situación empezaba a desbordarme. Cogí una lata de cerveza del carrito, estaba caliente pero la abrí, me bebí media de un trago y apuré el resto con un trago más.
Tres cuartos de hora después terminé con el tercer nivel, no obstante el coche seguía sin aparecer. Me hubiera gustado quemar el mundo. ¿Cómo era posible? Una de dos, o no había buscado tan bien como yo pensaba, o me lo habían robado. No sabía qué coño hacer, si empezar a buscar de nuevo, llamar a la policía o tirarme a las vías del tren.

® pepe pereza (del libro Amores breves)

miércoles, 19 de octubre de 2011

LLAMADA MORTAL

- …¿Aquí?
- No, más abajo.
- …
- Más abajo aun.
- …
- Más al centro… un pelín más abajo… Ahí, justo ahí.
- ¿Aquí?
- Síííí.
- …
- Dios, que gusto.
- …
- Más fuerte, por favor… más fuerte.
- ...
- Más fuerte.
- Si te rasco más fuerte te voy a dejar la piel marcada.
- Me da igual, tú rasca más fuerte.
- Como quieras, pero ya tienes la espalda roja.
- Sigue, por favor… Así, que gustazo… Llevaba todo el camino de vuelta a casa con el picor, y la putada es que no llegaba a rascarme yo sola… Ah, que placer, sigue un poco más.
- ¿Sabes?... Hoy he estado a punto de matarme.
- ¿Qué dices?
- De no ser por Ángel, ahora él y yo estaríamos muertos.

Ángel y yo volvíamos de un pueblo que está a unos cincuenta kilómetros de aquí. Conducía yo. Íbamos por la autovía y estábamos a punto de entrar en la circunvalación. Justo adelantábamos a un tráiler cuando sonó mi móvil, desvié la mirada hacia el bolsillo de la camisa, que es donde guardaba el aparato, y no me fijé que el coche se desviaba hacia el camión. Menos mal que Ángel tuvo los reflejos necesarios para coger el volante a tiempo y devolvernos a nuestro carril. Nos quedamos a escasos centímetros de colisionar. Joder, verle de cerca la cara a la muerte es una experiencia terrible.

- Pero cariño, eso que me cuentas es terrible.

Fuera de peligro, Ángel me recriminó el despiste con una mirada asesina, no obstante pasados unos minutos parecía que se hubiera olvidado del incidente. Yo, por mi parte, seguía estremecido y acongojado, no conseguía quitarme el susto del cuerpo, aunque habían transcurrido varias horas ya del suceso.

- Estás pálido ¿te encuentras bien?
- Sí, después de todo, tengo que dar gracias por estar aquí.

Es curioso cómo sucede todo. Quiero decir, que los mecanismos del destino son complicados y para que algo como lo ocurrido pueda suceder se tienen que dar toda una serie de circunstancias. De primeras hay un núcleo donde convergen todos los factores del conflicto, en este caso fue cuando coche y camión coinciden en un mismo tramo de la carretera. Tanto el conductor del camión como yo tuvimos que sincronizar toda una serie de horarios y acontecimientos para coincidir en ese punto preciso del trayecto, a eso hay que sumarle que justo en el momento que estaba adelantando al camión a alguien se le ocurriera llamarme al móvil. Y para terminar, hay que añadir a todo el cúmulo de sucesos, que Ángel viajaba conmigo por pura casualidad, ya que su idea era quedarse en el pueblo, pero recibió una llamada de su hermana diciéndole que tenía que bajar a la ciudad. Por eso me acompañaba. De no haber venido él, yo me habría estrellado contra el camión y seguramente ahora no estaría divagando sobre el tema, ni rascándote la espalda.

- Al llegar me he dado cuenta que te pasaba algo, pero me picaba tanto la espalda que lo único que quería era que me quitases el picor.

La proximidad con la muerte me había dejado una sólida y permanente sensación de pesadumbre. Solo otra vez había estado tan cerca de ella, de la muerte, pero fue distinto porque mi vida no corrió ningún riesgo. Ocurrió en la habitación de un hospital, durante la convalecencia de mi padre después de su operación de próstata. Recuerdo que compartíamos estancia con una anciana. La pobre señora estaba en las últimas y respiraba de forma, digamos llamativa, mezcla entre estertor y ronquido flemático. Algo bastante desagradable de oír, claro que con el tiempo llegué a acostumbrarme. Resulta que yo llevaba varias noches quedándome en el hospital acompañando a mi padre. Una noche que intentaba inútilmente acomodarme sobre un duro sillón, noté algo raro. Al principio no supe qué era, echaba en falta algo pero no daba con el qué. Más tarde caí en la cuenta: la respiración de la anciana. La pobre había muerto. Después que un médico certificase la defunción y que las enfermeras sacasen el cadáver, pasé el resto de las horas en vela, pensando que la muerte había estado en la misma habitación que yo.
La diferencia entre ambos sucesos radicaba en que esta vez la muerte había venido directamente a por mí. Motivo de sobra para echarse a temblar.

- Cariño, estás temblando.
- Tranquila, no es nada. Es que aun estoy un poco asustado.
- Pobrecito mío.

Me abrazaste, pero ni siquiera el consuelo de tu cariño sirvió para sacudirme el miedo.

- ¿Te importaría seguir rascándome la espalda? Aun me pica.
- Claro.

Rascarte la espalda era mejor que yacer sobre la mesa de autopsias, mucho mejor que estar dentro de un ataúd en un tanatorio cualquiera. Ese pensamiento me hizo sentir mejor.

- Un poco más abajo.
- ¿Por aquí?
- Más abajo.
- …
- Rasca ahí… ¿Y quién te llamaba?
- Pues, no lo sé. No me dio tiempo a contestar. Con el susto y demás, me olvidé de mirar quién era.

Dejé un momento tu espalda, cogí el móvil y busqué en las llamadas perdidas.

- Adivina de quién es la llamada.

Tuya.

® pepe pereza (del libro “Amores breves”)

sábado, 8 de octubre de 2011

LA BÚSQUEDA

- ¿Es ahí?
- No.
- ¿Y ahí?
- Tampoco.
- ¿Por aquí?
- No, no.
- ¿Y aquí?
- Prueba un poco más arriba.
- ¿Aquí?
- Un poquitín más arriba.
- ¿Dices ahí?
- No, baja un poco.
- ¿Aquí?
- Más a la izquierda.
- ¿Ahí?
- No, hacia el otro lado.
- Joder tía, me estoy hartando.
- Sigue, que ya casi lo tienes.
- ¿Estás segura?
- Sí, sí, estás muy cerquita.
- ¿Qué tal ahí?
- Sube un poquito.
- ¿Aquí?
- Un poquito más.
- Joder.
- Por favor, sigue.
- ¿Y ahí?
- Creo que es más abajo.
- Para mí que no existe.
- No digas tonterías. Está probado científicamente.
- Seguro que es un mito, una puta leyenda urbana.
- Yo sé de amigas que lo tienen, así que sigue buscando.
- Misión imposible.
- Si le pusieras un poco de ganas.
- Ya se las pongo, pero no hay manera... ¿Qué tal ahí?
- Desvíate un poco a la izquierda y sube un pelín.
- Me desvío a la izquierda y subo un pelín… ¿Qué tal?
- No, baja más.
- ¿Tal vez aquí?
- No.
- Joder. Me rindo.

Me aparté de tu lado y me encendí un cigarro.

- Ya te lo dije, esto del punto G es un engañabobos.
- Tú, que eres un inútil.

® pepe pereza (del libro “Amores breves”)

viernes, 7 de octubre de 2011

RUIDOS

No había amanecido cuando comenzaron los ruidos en la pared. Alguien estaba taladrando el tabique contiguo y el estruendo era insoportable. Tú seguiste durmiendo a pesar del alboroto.

- Joder, es para denunciarlos.

Arrugaste la nariz y te diste media vuelta llevándote parte del edredón. Sentí envidia de tu sosiego. El ruido cesó de pronto y la tranquilidad regresó al dormitorio. Tiré suavemente del edredón y una vez que recuperé mi parte, me acurruqué a tu lado. El mundo era caliente y seguro. Justo cuando me estaba quedando dormido, el ruido regresó. Fue como si un cretino me hubiera empujado a una piscina de agua helada.

- ¡Su puta madre!

Perdí los nervios y me lié a golpear la pared con los puños.

- ¡Cómo no pares con ese puto taladro te voy a sacar las tripas!

El ruido se interrumpió. Esperé, intuyendo que pronto volvería... Nada, silencio sepulcral. Tal vez habían terminado el trabajo. Me volví a tapar con el edredón, y de inmediato me dormí. Soñé que caminabas por la orilla del mar. Un mar azul celeste que parecía sacado de un lienzo impresionista. Yo te observaba tumbado en la arena, veía tu figura recortándose en el ocaso, envuelta en una aureola de fotones y reflejos saltarines... El estruendo borró todos los colores. Ahí estaba otra vez la puta broca taladrando mis tímpanos. Me incorporé y salté de la cama. Cegado por la rabia salí del dormitorio. Volví a entrar con un martillo y la emprendí a golpes con la pared. Evidentemente te despertaste.

- ¿Se puede saber qué coño estás haciendo?
- Esos hijos de puta llevan toda la mañana jodiéndome.
- Metes tú más ruido que ellos.
- ¿Cómo puedes decir eso?
- Porque es verdad.
- Nunca te pones de mi parte.
- No me vengas con esas ¡Joder!

De pronto los ruidos ya no me importaban. Me vi reflejado en el espejo que colgaba de la pared. Estaba ridículo, en calzoncillos empuñando un martillo. Inconscientemente lo dejé resbalar de entre mis dedos y cayó al suelo golpeando las baldosas.

- ¡Quieres dejarme dormir de una puta vez!
- Yo sólo quería...

Yo solo quería seguir soñando contigo, pero no me atreví a continuar la frase.
Me diste la espalda cubriéndote la cabeza con el edredón. Salí de la habitación y me fui al sofá.
En él soñé con aviones y otras cosas. No era lo mismo.

® pepe pereza (del libro “Amores breves”)

viernes, 30 de septiembre de 2011

DESPEDIDA

Dos personas en una habitación. Una de ellas hace la maleta.

- Sabíamos que tarde o temprano esto tendría que pasar.
- Sí, lo sabíamos… Tú lo tuviste claro desde el principio.
- Nada es eterno.
- Tienes razón.

Silencio largo, muy largo...

- Cuando el tiempo pase y los sentimientos se hayan enfriado, tal vez podamos ser amigos.
- Aun es pronto para pensar en eso.
- Bueno, démosle tiempo al tiempo.

La maleta se va llenando mientras que armario y cajones se vacían. Las dos personas se mantienen mudas, ocultando sus respectivos dolores.

- Al menos lo hemos intentado.
- Sí.
- Eso ya es algo.
- Sí.

La maleta ya está llena.

- Ahora tengo que irme.
- Sí, es la hora.
- ¿No vas a darme un beso?
- Mejor que no.

La maleta sale de casa y entra en el ascensor.

- Adiós.
- Adiós.

La puerta del ascensor se cierra. Ruidos del motor del ascensor.


® pepe pereza /del libro “Amores breves”)

miércoles, 28 de septiembre de 2011

AMONÍACO

De tus labios pasé a los lóbulos de las orejas, luego bajé por el cuello para terminar en la punta de tus pezones, de ahí a la tripa, el ombligo y directo al tramo final. Justo antes de abordar tu coño me llegó un fuerte olor a amoníaco. Y cariño, me jode reconocerlo pero ahí se acabo todo. Fue bastante embarazoso dar por terminado lo que en un principio iba a ser una velada de sexo salvaje.

- ¿Qué pasa? ¿Por qué paras?
- Tu coño apesta.
- ¿Qué dices?
- Apesta.

Te llevaste la mano ahí, pasaste tus dedos por encima y luego los oliste.

- Tienes razón. Qué raro... si me he duchado esta mañana.
- No sé qué decir.
- Te juro que me he duchado.
- Tranquila, yo te creo.
- Voy a lavarme.

Fuiste directa al baño. Yo me quedé observando mi polla deshinchada. Escuché cómo abrías el grifo y casi sin pensarlo comencé a hablar:

- Un amigo que es ginecólogo me contó una historia: Un día llegó a la consulta una mujer de mediana edad. Al examinarla, la sala entera se llenó de un agrio olor que salía de su coño. Él no podía creérselo, le preguntó cuándo fue la última vez que aseó sus partes íntimas y ella le contestó que nunca, que esas partes no se lavaban porque era pecado tocarlas. ¿Puedes creértelo? Esa mujer no se había lavado el potorro en su vida. Les costó muchísimo esfuerzo convencerla para que se dejase bañar por dos enfermeras... Por fin la asearon y pudo examinarla. Al día siguiente llegó un hombre blandiendo un cuchillo. Gritaba y quería saber dónde estaba el hijoputa que le había quitado el olor a su mujer. Evidentemente el hijoputa era mi amigo el ginecólogo y el hombre armado era el marido de la mujer del coño apestoso. Decía que ya no podía hacer el amor con su esposa porque le habían quitado el olor a hembra...

Saliste del baño y te reuniste conmigo en la cama.

- ¿Por qué me cuentas eso?
- No sé. De pronto me vino a la cabeza.

Me pusiste el coño delante de la cara para que pudiese apreciar la fragancia del jabón. Estaba claro que querías terminar lo empezado.

- ¿Seguimos donde lo habíamos dejado?

Pero a mí ya no me apetecía.

- Ya no me apetece.
- ¿Lo dices en serio?
- Lo siento, pero así es como funcionan las cosas. Un exagerado olor a hembra enciende o apaga según qué libido, según qué persona.
- Eres un cretino…

Recuerdo que cogiste tu ropa y saliste de la habitación dando un portazo que hizo temblar los cimientos del edificio.


® pepe pereza (de libro “Amores breves”)

lunes, 26 de septiembre de 2011

INFIDELIDAD

Subíamos las escaleras cargando con las bolsas de la compra. Tú ibas por detrás, yo, cargando con lo más pesado tomaba la delantera subiendo los escalones de dos en dos. Entonces me lo soltaste de golpe. Lo hiciste sin quitarle importancia y sin tratar de justificarlo.

- Te he sido infiel.
- ¿Qué?
- Te he engañado con otro.
- ¿Con quién?
- Con Jorge, mi jefe.

Pensé que era legítimo darte una bofetada, como lo había visto hacer en infinidad de películas, pero aquello no tenía nada de ficción, era la realidad más terrible, la más palpable y por lo tanto la más dolorosa. Nunca antes unas pocas palabras me habían causado tanto daño, de hecho, me sentí enfermo y abatido, sin embargo mantuve la compostura y muy digno añadí:

- Subamos a casa para que puedas recoger tus cosas.
- ¿Sólo vas a decirme eso?
- ¿Y qué quieres que te diga?... Lo que has hecho…

Estuve a punto de ponerme a gritar y dejar salir toda la rabia, pero cogí aire y en tono pausado te dije:

- …Mejor que subamos, no quiero discutir esto en medio de la escalera.

De pronto las piernas me pesaban como si fueran sacos de piedras y la posibilidad de subir los peldaños de dos en dos me parecía una hazaña imposible. Quise gritar y llorar, quise morirme allí mismo, deseé no haber nacido. Con cada escalón que subía era consciente del sufrimiento que me aguardaba. La infidelidad abría una gran fisura, una grieta que seguramente haría naufragar el barco que mantenía a flote nuestra vida en común. Era como si el agua me llegase al cuello, pero antes de ahogarme decidí subir un escalón más, dar un paso hacía el destino más cruel. Como alternativa se presentaba el perdón o la rotura incondicional de la relación. Ninguna de las dos perspectivas eludía el dolor. Y yo sabía que cuando los escalones se terminasen estaría obligado a tomar una decisión trascendental.

® pepe pereza (del libro “Amores breves”)

jueves, 22 de septiembre de 2011

PÉGAME

Estabas desbocada, montada sobre mí, echándote hacia atrás, gimiendo y gritando. Yo me dejaba hacer, disfrutando de tu ímpetu. Con la pasión que ponías aquello no iba a durar mucho más. Ambos estábamos preparados para el tramo final. Entonces dijiste algo que me desconcertó.

- Hazme daño, por favor… Insúltame.

Era la primera vez que me pedías una cosa así. ¿Hacerte daño? ¿Cómo? ¿Por qué? Decenas de preguntas se atascaron en mi cabeza. Me sentí como un niño que no sabe el camino de vuelta a casa.

- Hazme daño.
- ¿Cómo?
- Pégame.
- ¿Dónde?
- En el culo.

Extendí la mano y con la palma abierta golpeé tus nalgas.

- Más fuerte.

Te di más fuerte. Aquello empezaba a no gustarme.

- Más fuerte.
- No me pidas eso.
- ¡PÉGAME, PÉGAME!

Parecía que te hubieses vuelto loca, movías la pelvis como un tren de alta velocidad. Echaste la cabeza hacia atrás de manera que fueras a vomitar un demonio y me clavaste las uñas en el pecho.

- Joder, tía. Eso duele.
- Fóllame como a una puta.
- Nunca he follado con ninguna.
- No hables, sólo pégame.

Abofeteé tus nalgas hasta que, por fin, llegaste al orgasmo y te desplomaste sobre mí. Sudabas, tu pelo estaba mojado y lo tenías pegado a la cara.

- Ha sido genial. De los mejores.

No supe qué contestar. Por un lado me alegraba de que aquello hubiese acabado y por otro estaba insatisfecho por no haber podido correrme. Me sentí confundido, muy confundido. Tuve ganas de preguntarte cosas, pero en mi cabeza todo era un lío. Te echaste a un lado, te encendiste un cigarro y cuando le diste unas caladas me lo pasaste. Entonces, viste los arañazos que me habías hecho en el pecho.

- Cariño, si estás sangrando.
- Culpa tuya.
- Lo siento, pero es que cuando me follas así me vuelvo loca.

Te devolví el cigarro y salté de la cama.

- Ahora vuelvo.

Salí del dormitorio y me encerré en el baño. Aun tenía la polla tiesa. Miré la erección reflejada en el espejo. Recordé todo lo sucedido momentos antes en la cama y comencé a masturbarme. Me vi follando contigo. Me pedías que te pegara. Yo obedecía y golpeaba tus nalgas. Me rogabas que te pegase más fuerte y así lo hice. Te insulté y te golpeé mientras te follaba como a una cerda… Eyaculé en el lavabo. Me lavé y esperé a que la polla se desinflara.
Regresé al dormitorio. Me tumbé en la cama junto a ti y te di un cachete en el culo.

- ¡Ay!

Me miraste con el ceño fruncido, reprochándome la acción.
¿¿¿Quién entiende a las mujeres???

® pepe pereza (Del libro “Amores breves”)

sábado, 27 de agosto de 2011

EL BAÑO

Compartíamos bañera en un apacible baño de espuma y sales minerales. Cada uno se recostaba en su lado entrelazando nuestras piernas en el medio. Yo fumaba un porro mientras que tú hablabas de no sé qué. Hacía más de media hora que le dabas a la húmeda. Yo había perdido el hilo de tu monólogo y me limitaba a asentir de vez en cuando, fingiendo escucharte. Sin embargo estaba demasiado fumado y metido en mi mundo para hacerlo.

- …bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, el gilipollas bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla ¿sabes?
- Hm.
- Y bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla ¿Me estás escuchando?
- Que tenga los ojos cerrados no quiere decir que mis orejas dejen de funcionar.
- Te decía que bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla…

Perdóname mi amor por no escucharte, pero yo, tonto de mí, estaba pensando en el clásico del Madrid – Barça que esa noche echaban en la televisión.

® pepe pereza (de libro “Amores breves”)

jueves, 25 de agosto de 2011

EMBRUJADO

- ¿Qué miras?
- Te miro a ti.
- ¿Por qué?
- Me atraes más que la tele.
- Pero me pones nerviosa.
- Vale, dejaré de mirarte.

Centré la vista en la pantalla de televisor. El presentador hizo una pregunta al concursante: ¿Quién escribió “El buscón”? Hasta un tonto como yo sabía la respuesta. Sentí la necesidad de volver a mirarte pero no quise incomodarte y me contuve. Clavé los ojos en el televisor y luché con la tentación de posarlos sobre ti. Qué culpa tenía yo si eras un imán para mis pupilas. Qué culpa tenía si me quedaba embelesado con cualquiera de tus gestos. Qué podía hacer si me tenías embrujado, si cada día me parecías más seductora...

- Me estás mirando otra vez.

® pepe pereza (del libro “Amores breves”)

miércoles, 24 de agosto de 2011

LA GRAN PREGUNTA

Me corrí y me desplomé en la cama, agotado y feliz.

- Te sabe distinto.
- ¿El qué?
- Tu semen.

Yo no tenía ni idea de qué el esperma pudiese cambiar de sabor.

- Sabe, no sé… más… amargo.
- No sabía que pudiera cambiar de sabor.
- Influye mucho lo que comes.
- ¿Hablas en serio?
- Claro. Por ejemplo: si has comido espárragos sabe más amargo. Como ahora.
- Pues no he comido espárragos.
- El tabaco también tiene que ver. El semen de los fumadores tiene un sabor más fuerte.
- ¿Lo has leído o hablas por experiencia propia?
- Experiencia.

Estaba claro, había llegado el momento de la gran pregunta.

- ¿A cuántos te has follado?
- No los he contado. ¿Y tú, con cuántas?
- Contándote a ti, dieciocho.
- No está mal.
- Dime cuántos han sido.
- Tendría que hacer memoria.
- Hazla.
- A más de dieciocho, seguro.
- ¿Más de veinticinco?
- Algunos más.
- ¿Más de treinta?
- Sí.
- ¿Más de treinta y cinco?
- Seguramente.
- Vale, no quiero saberlo.

Algo me revolvió las tripas. Me imaginé una fila de más de treinta hombres. Me pareció una fila enormemente larga, de pronto infinita. Y puestos a imaginar, imaginé que kilómetros de pollas entraban por tu coño y océanos de esperma salían de tu boca, como en una fuente de leche rancia y grumosa. Sí, se me revolvió el estómago, y me sentí enfermo de celos, celoso de todos los que te habían follado antes que yo y de todos los que vendrían después.

® pepe pereza (del libro Amores Breves)

sábado, 13 de agosto de 2011

MENSTRUACIÓN

- ¿Seguro que no te da asco?
- Seguro.
- Me lo prometes.

Estábamos en pleno acto amoroso cuando te bajó la regla.

- Te lo prometo.
- ¿Estás seguro?

Para demostrártelo llevé mi mano a tu coño, te introduje un par de dedos, los saqué manchados de sangre y con ella me pinté la cara, como un guerrero que se prepara para la batalla. Pinturas de guerra en mi rostro pálido para continuar con la lucha amistosa de nuestros cuerpos. Un gesto, quizá demasiado teatral, para hacerte ver que no había nada en ti, o que procediese de ti, que me diera o causara asco.

® pepe pereza (Amores breves)

sábado, 16 de julio de 2011

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO

Dormías a mi lado, desnuda, boca arriba y con el pulgar ligeramente apoyado  sobre la comisura de tus labios. Hacía mucho calor, tanto que sólo estábamos tapados con una sábana. La luz de las farolas entraba en el dormitorio a través de las cortinas creando un ambiente de claroscuros. Esa misma luz se reflejaba en tus pómulos y en el contorno de tus pechos dándoles un aspecto marmóreo. Te observé sin poder conciliar el sueño. Sentí unas ganas enormes de coger uno de tus senos, pero temí despertarte. De pronto, farfullaste algo inteligible y te diste media vuelta, quedando de espaldas a mí. A pesar del calor pegaste tu cuerpo al mío. Tuve una erección. Con un movimiento de pelvis acomodé mi polla a las puertas de tu coño. Te pegaste aun más. Por un momento creí que te habías despertado, pero no, seguías profundamente dormida. Permanecí inmóvil en esa postura, notando las sacudidas incontroladas de mi miembro. Luego, poco a poco, comencé a moverme adelante y atrás, frotando nuestros sexos, cada vez más excitado. Seguí con el movimiento de caderas. En una de las embestidas te penetré. Gemiste y ladeaste la cara hacia mí. Me detuve. Seguías dormida. Me di cuenta de que estaba empapado en sudor. Hacía demasiado calor para follar, pero ya puestos decidí llegar hasta el final. Era agradable estar dentro de ti. Puse la mano sobre uno de tus pechos y con las yemas del pulgar y del índice acaricié el contorno del pezón. Se endureció. Entonces dijiste algo que no entendí. Seguí follándote. El sudor me caía por la frente y espalda, cataratas de sudor. Sonreí al pensar en la cara que pondrías cuando te dijera que te había follado mientras dormías. Pensé que durante el desayuno sería un buen momento para confesárselo.
Y de pronto:

- Ernesto… Ernestoooo.

Joder cariño, fue como si me hubieras echado lejía en los ojos, peor que una coz en los cojones, te lo aseguro. Me quedé tan desconcertado que estuve tentado de despertarte para preguntarte quién era ese tal Ernesto. No me atreví, me faltó valor. Me desacoplé de ti y salí de la cama. Me sentía confuso y engañado. Abandoné el dormitorio y entré en el salón. Sin encender la luz me senté en el sofá. Vi que sobre la mesa estaba tu móvil. Toqueteé las teclas indicadas. En la letra “e” de tu agenda solo figuraban Elena García y Elena Gómez, ni rastro de Ernesto. Por un momento me sentí aliviado. Luego caí en la cuenta de que si yo tuviera una amante jamás se me ocurriría guardar su número en la agenda de mi móvil. Me puse más nervioso de lo que ya estaba. ¿Qué podía hacer?... Me encendí un cigarro. Quizás le estaba dando demasiada importancia a un hecho que no dejaba de ser irrelevante. Tan sólo habías pronunciado un nombre en sueños. Sin embargo la sospecha se había instalado en mi interior y no pude hacer otra cosa que preocuparme. Si hubieras dicho ese nombre en otras circunstancias tal vez no le hubiera dado importancia, pero hacerlo justo cuando te estaba follando no dejaba de ser dudoso. ¿Quién era Ernesto? Sólo podía pensar en quién era él y me torturaba una y otra vez con la misma pregunta. Apagué la colilla en el cenicero y regresé al dormitorio. Ocupabas el centro de la cama. La sábana estaba retirada a un lado y tu cuerpo resaltaba con la luz que entraba a través de las cortinas. Parecías una diosa de alabastro. ¿Y sabes qué? Me puse a llorar como un niño. Supongo que intuí que te iba a perder y un sentimiento de tristeza total impulsó las lágrimas. Regresé al sofá. Me acurruqué entre los almohadones e intenté por todos los medios dejar de plantearme la misma pregunta ¿Quién coño era Ernesto?

® pepe pereza
Del libro Amores breves

lunes, 11 de julio de 2011

TENIÉNDOTE A TI LO DEMÁS SOBRA

¿Te acuerdas de aquella época de escasez y miseria? Como no te ibas a acordar. ¿Y del trabajo que tenía? Una ocupación miserable y mal pagada. ¿Recuerdas que nunca conseguíamos llegar a fin de mes? Eran tiempos duros, pero nos queríamos y eso lo hacía más llevadero.
La mayoría de conocidos no podían creerse que compartieras tu vida conmigo. Tú, la mujer más bonita de la ciudad desperdiciando tu juventud con un perdedor como yo. Búscate a otro, te decían. Te mereces a alguien mejor con porvenir. Pero tú me querías a mí. Eso me otorgaba un sentimiento pleno de dignidad y orgullo que me hacía erguir la cabeza y mirar al frente, disparando con los ojos al futuro.
Y a todos esos que me miraban por encima del hombro por no tener un buen trabajo, un coche último modelo y una casa a medio pagar. A todos esos, les hacía ver que teniéndote a ti lo demás sobraba. Tu amor era lo más importante. Contigo a mi lado bastaba un trabajo de mierda, el autobús público y un piso de alquiler para ser feliz.

® pepe pereza
Del libro “Amores breves”

viernes, 8 de julio de 2011

HASTA EL GATO LO SABÍA

Y llegaron los días que dejaste de quererme.
No lo niegues, habías dejado de quererme. Lo notaba en tu respiración, en la forma de lavarte el pelo, en cómo te sentabas en el suelo con las piernas cruzadas. Me lo decían tus pestañas, tus uñas, los lóbulos de tus orejas, incluso los ácaros que dejabas en la cama me lo decían: “Ya no te quiere, ya no te quiere”
El viento cuando soplaba, tus braguitas colgadas del tendedero, ellas también me lo decían. Fui consciente de ello al verte caminar. Cuando te apartabas el flequillo yo sabía que no me querías. Si bebías agua lo sabía, al fregar los platos, al cerrar los ojos y al abrirlos. Sabía que ya no me querías, lo sabía. Si fumabas era porque no me querías y si no fumabas, tampoco me querías. Ya no me querías. Habías dejado de quererme y me lo demostrabas al darle cuerda al despertador o al hacer uso del retrete. No, no me querías, ya entonces no me querías. Y lo sabía el gato y la lámpara y el felpudo de la entrada. Y me lo decía el guiso que se cocía en la olla, las cortinas del salón, me lo decían las canciones que escuchábamos y los libros que leíamos, me lo chivaban el cepillo de dientes y la maquinilla de afeitar. No me querías. Yo era consciente de ello, también el florero y el polvo que flotaba en el aire y los destellos en la pared y la funda del sofá, todos lo sabían. Y sufría porque no me querías, se lo confesaba a las baldosas del pasillo, con lágrimas en los ojos se lo decía, hablaba con ellas y les decía que no me querías. Me sinceraba explicándoles que no me querías.
Y si dudaba solo tenía que mirarte para saber que no, que no me querías. Aunque lo niegues lo cierto es que no me querías.
Y sufría. Porque cuando más te quería yo, tú ya no me querías.

®pepe pereza
Del libro “Amores breves”

sábado, 30 de abril de 2011

0-5

Esa tarde su equipo había perdido en casa por 0 a 5. El partido fue una humillación total para todos los hinchas, por eso, cuando salió del estadio se fue directo al primer bar que encontró. Intentó librarse del sentimiento de derrota a base de JB con hielo. Con cada balón que se coló en la portería de su equipo él recibió una patada en su vanidad. Él era el hincha más entregado de su equipo, el más apasionado, él era el que más alegría demostraba al celebrar los éxitos y el que más sufría cuando se perdía.
Esa tarde en especial estaba siendo muy dura. El sabor de la derrota no se le iba por más que se enjuagase con alcohol. Pidió otro y se lo bebió de un par de tragos. Estaba cabreado con los árbitros, con los jugadores de su equipo, con su entrenador, con la directiva, con el presidente, con la prensa deportiva rival, con la prensa en general, con sus compañeros de trabajo (que eran del equipo rival), con su encargado, con su jefe, con el camarero que le miraba por encima del hombro, con todo el mundo.
Abrió su cartera y vió que sólo le quedaba para otro whisky. Puso el dinero sobre la barra y le enseñó el vaso vacío al camarero.
Cuando salió del bar ya eran las tantas. Sabía que su mujer estaría esperándole malhumorada. Se la imaginaba con el ceño fruncido y la mirada dura, dispuesta a echarle en cara toda su mediocridad. Los únicos éxitos de su vida eran los de su equipo, por eso las derrotas resultaban tan humillantes. Cuando su equipo perdía la realidad se hacía evidente y las cosas se le presentaban tal y como eran. Por el contrario, cuando su equipo ganaba, él se aferraba a esa victoria como un náufrago a un tronco. Una victoria significaba una semana de éxito. Una victoria le otorgaba el derecho a burlarse de sus compañeros y de su equipo de mierda, una victoria camuflaba las irresolubles carencias de su matrimonio. Sin el bálsamo de una victoria él se sentía como lo que realmente era, un mierdecilla más en el gran hormiguero. El alcohol ingerido le atrofió pensamientos y equilibrio, no conseguía caminar en línea recta y empezaba a estar mareado. Un reflujo ácido trepó por su garganta y tuvo que apoyarse en una pared para poder vomitar. Un coche pasó tocando el claxon, sus ocupantes estaban asomados a las ventanillas blandiendo banderas del equipo rival. Ante semejante ofensa él les gritó unos insultos y luego siguió vomitando.
Al verle entrar por la puerta ella sintió miedo. Conocía esa mirada vidriosa y desencajada. Sabía que corría peligro, que en ese estado cualquier excusa le serviría para hacerla daño. Él se sentó a la mesa y exigió su cena. Ella se la sirvió en silencio, intentando evitar su mirada, sumisa por la cuenta que le traía. Él probó el plato y seguidamente lo escupió sobre el mantel. De inmediato, ella supo que esa noche recibiría una paliza, otra más. Gritó y despotricó, arrojó el plato y su contenido contra la pared, dando rienda suelta a toda su rabia contenida. Ella trató por todos los medios de mantenerse al margen, recogiendo lo que él había tirado, temblando por el miedo y la impotencia. Sin más, él la agarró por el pelo y, a puño cerrado, desahogó su frustración. Con cada golpe que le daba se estaba vengando de los árbitros, de los jugadores de su equipo, de su entrenador, de la directiva, del presidente, de la prensa deportiva rival, de la prensa en general, de sus compañeros de trabajo, de su encargado, de su jefe, del camarero que le miraba por encima del hombro, de los hinchas rivales que exhiben banderas, de los que tienen más que él, de los políticos, de los curas, de los que hacen las guerras, de los terroristas, de los banqueros, de las subidas de los precios, de su porquería de sueldo, de su mediocridad, del miedo de su mujer, del suyo propio, de todo el mundo.

© pepe pereza

martes, 26 de abril de 2011

PREMONICIÓN

Fue al pasar por la calle Sagasta, justo a la altura de la librería “Hermanos Ochoa”, cuando lo sintió. Una especie de calambre le puso en alerta, fue algo así como el sentido arácnido de Spiderman. Aunque en su caso más que el aviso de un peligro era algo más siniestro que no sabía identificar. Siguió caminando mientras analizaba la extraña sensación. Al salir de Sagasta para desviarse por la calle Portales la sensación le abandonó, y lo hizo tan deprisa como antes lo había atrapado. Entró en la biblioteca y se olvidó del asunto.
De regreso a casa, pasó de nuevo por la calle Sagasta, y justo a la altura de la librería volvió a tener la misma y extraña sensación que tuvo cuando pasó por allí una hora antes. Miró el escaparate de la librería buscando una pista, algo que aclarase lo que le estaba sucediendo. Ninguno de los libros que estaban expuestos llamó su atención. Adentró su mirada en el local, pero allí sólo estaba el dependiente y las estanterías rebosantes de más libros. Nada de lo que buscaba. Pero ¿qué era lo que buscaba? No lo sabía exactamente, le faltaban datos. Quizá la librería no era la que le producía ese desconocido sentimiento que le enfermaba por momentos. Tal vez era el propio edificio. Pensó en ello y algo en su interior le dijo que no iba descaminado. Cruzó de acera y observó el edificio como antes lo había hecho con la librería, es decir, con la esperanza de encontrar una pista, un resquicio que le aclarase el motivo de esa especie de premonición. El edificio era viejo pero bien conservado, constaba de cuatro plantas, con la fachada de color beige y ocho ventanales pintados de granate que le daban cierto relieve a la estructura. Por mucho que observó no encontró nada que le permitiese explicar el sentimiento que le perturbaba. No podía irse de allí sin aclarar el misterio. Entró en el bar que estaba al lado. Apenas había clientes, tan sólo un trío de abuelos que jugaban a la brisca sentados alrededor de una de las mesas del local. Se acercó a la barra y le pidió un café cortado. Después se acomodó junto a una mesa que estaba pegada al ventanal que daba a la calle. A través del mismo volvió la vista al edificio. Tenía que cerciorarse del porqué de la inquietud que le provocaba dicho edificio, necesitaba degustar la sensación que le embargaba tal y como lo haría un catador profesional que con su paladar es capaz de distinguir los numerosos componentes. Según recordaba la primera sensación fue de peligro, pero luego había determinado que más que peligro era… ¿Qué es lo que era? Lo tenía en la punta de la lengua… ¡Traición! Sí, algo así. Algo parecido a la traición. Aunque era más retorcido aún. Bebió un sorbo de café y se encendió un cigarro. Uno de los abuelos les reprochó a los otros dos la última jugada. Los tres se enzarzaron en una discusión en la que ninguno dio el brazo a torcer. Dejó a los ancianos con sus controversias y se concentró en el edificio que veía a través del ventanal. Obviamente el edificio tenía que ver con él, para ser más precisos, algo de lo que pasaba dentro del edificio tenía que ver con él. Sí, eso tenía su lógica. ¿Pero qué? Entonces su cerebro tuvo una revelación y lo supo: Ella, su mujer, estaba con un amante en alguna parte de ese edificio. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. De inmediato trató de apartar la idea de su cabeza, entre otras cosas por descabellada y porque sólo se basaba en un estúpido presentimiento sin lógica alguna, pero no pudo. Lo que sentía era tan certero y real como el aire que respiraba. De acuerdo, sólo era un presentimiento, pero era un presentimiento especial. Muchas veces, al igual que cualquiera, había tenido presentimientos y sabía que no había que fiarse demasiado de ellos. Sin embargo, esa vez tenía plena seguridad en que dicho presentimiento ocultaba la verdad. Para salir de dudas decidió llamar a su mujer al móvil y preguntarle, así como quien no quiere la cosa, dónde estaba. Marcó su número y esperó con el aparato pegado a su oreja. Una voz metálica le dijo que el teléfono al que llamaba estaba apagado o fuera de cobertura. Eso no hizo más que confirmar sus sospechas. Pero ¿de qué sospechas hablaba? Al fin y al cabo, sólo tenía un presentimiento para culparla. Que sí, que el presentimiento era poderoso, de acuerdo, aun así no dejaba de ser eso, un presentimiento. Recapituló: al pasar por delante del edificio había tenido una premonición, hasta ahí todo era más o menos normal. Luego algo le dice que su mujer le está poniendo los cuernos en alguna habitación del edificio. Esto ya no era tan normal. Sin duda lo que se salía totalmente de la normalidad, rozando incluso lo subnormal, era hacer caso del presentimiento. Eso, con mucho, era lo más descabellado que había hecho en su vida. Estuvo a punto de levantarse y salir del bar. En lugar de eso permaneció pegado a la silla en la que estaba sentado sin apartar la vista del edificio que tenía enfrente. Apagó el cigarro ya consumido y se encendió otro. El café se estaba enfriando y los abuelotes después de haber aclarado sus rencillas seguían apostando a las cartas. Se estaba jugando su felicidad conyugal por un simple presentimiento. Eso sí que era apostarlo todo a una carta. Al menos, los abuelos apostaban siendo conscientes de su juego, pero él lo hacía a ciegas. Hizo un nuevo conato de levantarse. Su cerebro le decía que regresara a casa y se olvidara de todo. Permaneció sentado. Su corazón, al contrario que su cerebro, le obligaba a seguir junto al ventanal, vigilando. Notaba la presencia de su mujer dentro del edificio como percibía los pálpitos de su corazón. No era un simple presentimiento. En esos momentos lo sintió como una certeza y por eso siguió pegado a la silla. Estaba tan convencido de la presencia de su mujer dentro del edificio que pensó en salir del bar, dirigirse directamente a los timbres del portero automático y llamar a todos y cada uno de ellos. Fuera para bien o para mal, no veía otra forma de aclarar sus sospechas y acabar de una vez por todas con la absurda situación.
Cuando quiso darse cuenta estaba cruzando la calle. Llego al portal y alargó la mano hacia el panel de los timbres, pero antes de atreverse a presionar alguno se acobardó. Retiró la mano y, como si quisiera esconderla de su vista, se la metió en el bolsillo del pantalón. ¿Qué coño estaba haciendo? ¿Dar rienda suelta a sus celos y su desbordaba imaginación? ¿Qué motivos tenía para sospechar de su mujer? Ninguno. Entonces ¿por qué coño hacía lo que estaba haciendo? No halló respuesta alguna. Cruzó de acera y entró de nuevo en el bar. Pidió otro café y ocupó el mismo sitio junto al ventanal. Los abuelos seguían con la brisca, levantando el tono de sus voces cuando se llevaban una mano o maldiciendo por las cartas que les habían tocado. Él se encendió un cigarro sin apartar la vista del edificio. Se sintió ruin por sospechar sin motivos de su mujer y quiso disculpar su presencia en el bar pensando que por estar allí sentado tomando un café no hacía daño a nadie. Así que bebió un sorbo de la taza y siguió esperando.

© pepe pereza

miércoles, 30 de marzo de 2011

CONVERSACIÓN TONTA

El bar lleno de noctámbulos. Él estaba apoyado en la barra, tomando una cerveza sin ganas, más que nada por hacer gasto y justificar su estancia en garito. Pensaba en marcharse cuando la vio al otro extremo de la barra. Parecía sola y por su cara no se estaba divirtiendo, más bien al contrario. Uno de los focos la alumbraba desde atrás, resaltando su figura a contraluz, con su pelo formando una especie de aureola. Sus gestos eran educados y elegantes. Le llevó su tiempo tomar la decisión de acercarse hasta ella.

- Hola ¿Cómo te llamas?
- ¿Por qué sois siempre tan originales?
- ¿Quién?... No entiendo.
- Los tíos. Que si no podíais ser un poco más originales a la hora de entrarnos.
- Yo sólo he dicho hola y he preguntado tu nombre.
- Es lo que hacéis todos.
- ¿Y bien?
- Y bien. ¿Qué?
- Tu nombre...

Ella bebió de su vaso antes de contestar.

- Agustina de Aragón.
- Ya… muy graciosa.
- ¿Y el tuyo?
- Napoleón. Napoleón Bonaparte. Emperador de medio mundo.
- Un placer conocerle señor Emperador. He oído hablar mucho de usted.
- Confío en que sólo cosas buenas. Yo también estoy encantado de conocerla, Señora de Aragón.
- Señorita...
- Mucho mejor, muchísimo mejor.
- Es usted un pícaro, Sr. Emperador.
- Mejor nos tuteamos ¿No?
- Mejor.
- Ahora en serio ¿Cómo te llamas?
- Ibas muy bien, no la jodas ahora...
- Como quieras. ¿Tienes sed, Agustina? ¿Te pido algo?
- No, gracias. Por ahora estoy servida
- Esta noche me siento peligroso, pediré un tequila para mí.
- Le veo muy atrevido, señor Emperador.
- No habíamos quedado en tutearnos, Srta. De Aragón.
- Tienes toda la razón. Pido disculpas.
- Concedidas…

Así siguieron, manteniendo sus personajes, sin entrar nunca en sus vidas privadas. El invento les funcionó porque media hora después ambos salieron del local muy apretaditos. Y esa noche el gran Emperador Napoleón Bonaparte y la valiente y aguerrida Agustina de Aragón se pusieron las botas.

© pepe pereza