viernes, 12 de junio de 2015

LA ARAÑA (relato inédito)

La buhardilla, por llamarle de alguna forma, es vieja, fea y sin comodidades. Cualquier adjetivo peyorativo valdría para definir parte, o un todo, de la vivienda. En apenas veinte metros cuadrados se distribuyen un diminuto cuarto de baño, una cocina encajada en cuatro baldosas, y una especie de habitáculo que lo mismo sirve de salón que de dormitorio, según convenga. El mozo que me ha ayudado con la mudanza se acaba de ir y el poco espacio que ofrece la estancia está ocupado por unas cuantas cajas sin desembalar. Cuando la encargada del alquiler me enseñó este sitio, la luz diurna entraba por las ventanas y no me pareció tan deprimente como ahora, que lo veo bajo el tenue resplandor de una bombilla. Voy al baño. Hay una telaraña enorme que se despliega desde el techo hasta ambas paredes. Miro por los rincones intentando localizar al artífice de tan colosal obra. No le tengo miedo las arañas, no obstante, por el tamaño de su tela conviene ser precavido. Alargo el brazo para coger la escobilla del váter y con ella retiro las hebras. La araña no aparece por ningún lado, y eso que la busco detrás del lavabo y del retrete. Finalmente desisto. Después de todo un día de ajetreo me siento cansado y quiero acostarme. Para desplegar el sofá-cama tengo que dejar sitio libre, así que apilo las cajas junto a la pared. Una vez extendido el colchón, me tumbo sobre él y me quedo mirando al techo. Un techo desconocido, que con el paso de los días, supongo, iré haciendo mío. Me enciendo un cigarro y fumo mientras espero a que vaya llegando el sueño. El cuerpo me pide descanso, pero la cabeza no deja de plantearme preguntas para las que no valen respuestas. Qué feas se ven las cosas cuando el futuro está iluminado con una bombilla de cuarenta vatios. El cansancio hace mella y, finalmente, duermo.
Me despierta el aroma del café que llega de las cocinas a través de los patios interiores. Salto de la cama y me acerco a la ventana para contemplar la arquitectura de los tejados. Una llanura de tejas sembrada anárquicamente de antenas y chimeneas. Suena el móvil. Es ella. El pulso se acelera y me tiemblan las manos. Me armo de valor y contesto lo más fríamente que puedo.
-                  - ¿Sí?
-                   -¿Cuándo vas a venir a recoger el resto de tus cosas?
-                    -Me he traído todo lo que necesito, con lo demás puedes hacer lo que quieras.
-                   -¿Estás seguro?
-                   -  Sí.
-                    -Por cierto, acuérdate de que pasado mañana firmamos los papeles. No faltes.
Le digo que iré, aunque no pienso hacerlo. Después de colgar me acerco al baño. Al entrar me llevo por delante una telaraña. La fibra se adhiere a mi cara como una segunda piel. Me urge orinar y es lo primero que hago. A continuación me quito los hilos de la cara y con la escobilla retiro los que quedan en las paredes y en el techo. Nota mental: comprar insecticida.
Una vez desembaladas las cajas y ordenado cada cosa en su sitio, la buhardilla empieza a parecer un verdadero hogar. Aunque la tarea me ha costado casi todo el día, me siento satisfecho con el resultado. Además, estando ocupado evito pensar demasiado y quebrarme la cabeza con problemas que ya no tienen solución. Es hora de preparar la cena. Lo dispongo todo. Esta será la primera vez que cocine en esta casa. Haré algo especial y para celebrarlo abriré una botella de vino.
No tendría que haber bebido tanto. El alcohol no me sienta bien. Mis borracheras nunca han sido divertidas. Que yo recuerde, siempre que me he pasado con la bebida lo he terminado pagando, agobiado en un embudo de mareos, dobles visiones y confusión. Corro hasta el retrete para vomitar. Un acto que para mí es un verdadero suplicio. Una tortura en toda regla que me hace sudar como un cerdo y retorcerme de angustia e impotencia. Una vez expulsado del cuerpo todo lo que el estómago se niega a digerir, llega un momento de respiro. Me seco las lágrimas y las babas. Frente al espejo veo mi rostro demacrado y a mi espalda: una nueva telaraña. De pronto siento un odio desmedido hacia la araña. La busco para acabar con ella, pero no aparece. Sin embargo, sus hebras son una prueba fehaciente de que anda por aquí. Miro detrás del espejo, debajo del lavabo, en cada recoveco… Antes de que me domine la ira, consigo tomar aire y contar hasta diez… Con la cabeza fría veo la solución; si quiero que la araña se marche tendré que dejarle una vía de escape, así que abro el ventanuco del baño y me voy a dormir.
Me despierto con un agudo dolor de cabeza y un malestar en el cuerpo que roza la enfermedad. Para más inri, en cuando pongo los pies en el suelo suena el móvil. El timbre es el equivalente a una broca taladrándome la sien. Me abalanzo a por el aparato. El que llama es mi abogado.
-                         - Te recuerdo que mañana tenemos cita con tu ex.
No le digo que no voy a ir.
-                        -  Descuida, lo tengo presente.
-                        -  ¿Quieres que quedemos media hora antes para darle un repaso a los papeles?
-                         -  No, ya está todo repasado. Prefiero acudir directamente a la cita.
-                          - Ok, nos vemos entonces.
Es en momentos como este cuando tomo conciencia de que soy un fracasado, un tonto del culo que no se entera de qué va la movida, un gusano insignificante, prescindible, mortal, un ser despreciable que no merece ni el aire que respira. Me digo que todo es por culpa de la resaca. Pero no. Sé perfectamente que estoy acabado y llevo las de perder, sea con resaca o sin ella. Necesito una ducha que me limpie el sudor y los malos pensamientos. Al entrar en el baño veo una telaraña que se extiende desde el techo hasta las paredes. En medio cuelga una especie de envoltura compacta del tamaño de un puño de la que sobresale el ala de un murciélago. Es una declaración de principios por parte de la araña. Al menos, así lo entiendo yo. Con la ejecución del murciélago la araña me está diciendo que no se va a mover de aquí, que este es su sitio y, pase lo que pase, lo seguirá siendo. Mi primer impulso es destrozar la telaraña, pero me siento tan débil que temo quedar enredado en ella. Solo puedo hacer dos cosas: rendirme a la evidencia del enemigo y retirarme a un rincón para digerir la derrota.

domingo, 7 de junio de 2015

AMOR LÍQUIDO EN CARPETAS AMARILLAS - LUIS MIGUEL RABANAL


Amor líquido en carpetas amarillas

Se trata solamente de crear otra voz:
la voz ausente dentro de las cosas.

ROBERTO JUARROZ

El coño de la Bernarda se erizaba los lunes al atardecer con una grandeza digna de admiración, o eso decía el subteniente retirado Urdiales cuando acertaba a enlazar algunas palabras después de aquellos bebedizos de las once y treinta y dos. Ahora bien, lo que no acababan de comprender medianamente los recomponedores de huesos de la zona oeste de la villa de Séliva era que el verdadero coño de la Bernarda gozaba de vida propia, se derretía como cualquier coño de la sin par y gloriosa plazuela de San Ginés pero giraba sobre sí mismo y daba gusto oírle gruñir: ya vale, ya vale, ya vale, que ya vale. Corrían rumores, sin embargo, de que no quedaría mucho tiempo para continuar con semejante paparrucha, tres semanas más a lo sumo y el coño de la Bernarda sería enclaustrado para siempre en un séptimo piso sin ascensor, y sin provecho.

El chico de los recados jactanciosos jamás regresó a la trastienda de su primera vez, no por falta de ganas o de tiempo sino porque Chu F., el sastre del emporio del quinto derecha no le habría dejado pasar más de lo justo, muéstrame antes esas manos sucias, perillán. Nunca fue fácil ni cómodo trabajar con tantas peleas a escondidas del público tasador de telas estampadas porque entre otras razones a considerar sus trifulcas no eran a escondidas y las señoras de R. y Olivares, ambas prepotentes, estúpidas y flojas, se pavoneaban entre risas y bostezos en la calle de atrás de estos asuntos nimios de las sedas rebajadas de Shanghai. Alguien quiso verse morir desterrando de sus ojos la serenidad y el mal aliento pero se quedó sin ganas, atragantado de uvas secas. Alguien como él quiso morirse de otros males medianamente pasajeros y se abrazó a su sombra, como perro guardián bajo el agua helada de la lluvia. El chico de los recados jactanciosos jamás regresó a la trastienda de su primera vez, ay.

La muchacha del segundo, Martita, le preguntó a Montoto, el amigo de los gatos, si no vio algo anormal en la escalera del octavo, la del hombre misterioso del termo, los días en que a ella le había sido imposible personarse ante la presidenta de la comunidad de propietarios San José con las carpetas usurpadas. De todos era sabida la historia escandalosa de corpulencia y desdén de Gerard y de Conrado, pero la de aquel hombre rozaba el murmullo, aunque no el murmullo acostumbrado, se sobreentiende, sino que la depravación y el sinsentido atrás no se quedaban. Una tarde, la tarde más tórrida de aquel mes de julio, se le creyó culpable de pronunciar las palabras precisas, las que no quieren herir, las que quieren herir, las que hieren al cerrarse las puertas con rayitas del cocotero en el cristal nevado. Te odio, Genoveva. Y se sucedieron desgracias como rostros que arden después del amor, y hubo lágrimas azules como goterones de semen depositados cuidadosamente sobre las faldas de la mesa camilla del recibidor de la portería de Alberta, la asustada. Por lo demás, pobrecito el Larkin.

La polla de Serafín no era notable, era muy notable, y eso que el pesar se viste de dama desolada y el amor, en tales casos, se esfuma de repente cuando menos lo esperan los operarios soldadores del turno de las seis, porque no olvidemos que el sopor de las damas es un tórrido cuartel para los abrazos menos necesarios: si tú me das, yo te entrego la decencia y, si me apuras, el enigma. Haría falta contar por los dedos las sensaciones, las conocidas y las menos conocidas, para un desarrollo exacto de cuanto sucedió en el colorista rellano de Heriberto minutos antes de toparse Ariadna con el dueño de la polla. El hilo musical atronaba como de costumbre y en el sofá de cuadros se sucedieron estampas costumbristas del tipo buenos días nos dé Dios. Seguramente que afuera, en la calle oscura, la gente argüía razonamientos bajo la sospecha del temor, y no importaba. Los dos, sumisos hasta el letargo y el ahogo, se cogían de los pelos, se anudaron los brazos y las pelvis en cabriolas contundentes hasta que la morriña les exigió firmeza y les obsequió con dos chupitos de negrura.

Se trataba de cubrir en el mínimo tiempo posible una distancia no menor de mil pasos para caer rendidas en los brazos del sátrapa Lorenzo, el que mejor pensaba en voz alta de Logroño, así como el que mejor besaba sin lengua, no lo vayan a echar en vaso roto ustedes. Dispuestas estábamos las cinco a ser vilmente seducidas por cualquiera que pasase a nuestro lado y pasó él y se nos desgarraron las carnes blandas como si un motorista rubio, ya me entienden. Pasó él y se nos quitó el hipo y el miedo, y a María José se le quitó una gripe aviar que le rondaba desde hacía unas semanas. Allí erguido, el muy presuntuoso, qué bello era sobrevivir con el Loren engatusando al personal desde su ático, haciendo para ti, entre los muslos, unos jeroglíficos incandescentes que mejor omito de la intriga. Vanessa, Tremendina y Carmen Luz no se portaron nada bien cuando decidieron abrirse de piernas en la Calleja del Marqués, o era de los Cuernos, no recuerdo ya, y solucionaron su porvenir de ese modo tan ridículo. En cambio, yo, la resabiada del grupo, me negué a caer en la trampa de aquel hombre. Y también Monique, pero fue solo al principio.

No había escapatoria, la muchacha salió de estampida de su cuarto y la luz de la terraza se confundía con las ganas de hacerle daño a la soledad: anda, otro rasguño de recuerdo, cari. Adentro, en la habitación fantasmagórica, el frío acondicionado no ayudaba en absoluto a recoger del pudor braguitas, pelucas azules y pulseras, ya iba siendo hora de que el tropiezo de anoche se borrara de su bloc de notas con una tinta tremendamente desigual. Los labios de aquella chica extraña, los pezones de aquella chica extraña, los lunares de aquella chica extraña, los brazos abiertos de aquella chica extraña. En su memoria aún se representaban escenas amables de cuando fue feliz, pero feliz sin ceremonias preliminares que lo único que añaden son fracturas del candor y vértigos malsanos. El amor no sabe de sandeces o lo que es lo mismo, bien mirado, el amor es una estupidez y la nostalgia un coño cerrado a cal y canto.



Luis Miguel Rabanal, 2014