Lo recuerdo tumbado y dormitando a la entrada de la lechería. Era un viejo pastor alemán, enorme y bonachón, al que tenías que pasar por encima para poder entrar por la puerta de la lechería. Él ni se inmutaba con el continuo ajetreo de los clientes. De vez en cuando, abría su bocaza en un gran bostezo para luego recogerse la cabeza entre las patas delanteras y seguir durmiendo. Pasases a la hora que pasases, él estaba ahí, durmiendo bajo el quicio de aquella puerta. Cuando acompañaba a mi madre a por leche, me gustaba quedarme con el perro mientras ella entraba en el establecimiento. Le acariciaba la cabeza y los lomos, y él me miraba durante un breve instante con los parpados medio cerrados antes de quedarse dormido de nuevo. A veces le hablaba en voz baja y le decía lo bonito y bueno que era. Él hacía un amago de levantar la oreja y seguía durmiendo. Entonces le llamaba dormilón y volvía a acariciarle. Cuando mi madre salía con la lechera llena, yo me despedía del perro dándole una palmadas el los cuartos traseros. Me gustaba aquel perro. Con el tiempo fui cogiendo confianza con el animal y ya no me conformaba con acariciarle mientras dormía. Yo quería que me prestase atención y trataba de despertarle soplándole en el interior de sus orejas o sobre sus parpados. Hasta que una mañana me mordió en la zona del ojo derecho. Lo hizo sin intención de hacerme demasiado daño, solo quería avisarme. Con esa boca, si hubiera querido me habría arrancado el cuello, pero solo fue un pequeño aviso, un toque de atención. Sin embargo yo me asusté mucho al ver que sangraba y me puse a llorar. Pensaba que me había reventado el ojo. Mi madre salió alertada por mis lloros y al verme sangrando se puso histérica.
- ¿Qué te ha pasado?
- Me ha mordido el ojo…
A partir de ese momento todo fue bastante confuso. Mientras me hacían una cura de urgencias en la misma lechería, mi madre abroncaba a los dueños por dejar al perro suelto y amenazaba con ponerles una denuncia. Después de que me limpiasen la herida, y me tapasen el ojo con gasa y esparadrapo mi madre y yo atravesamos el pueblo hacia la consulta del medico. Llegamos a la plaza, estaba llena de puestos, ya que ese día había mercado. Mientras pasábamos entre los puestos de frutas, ropa y zapatos, yo, lleno de angustia daba mi ojo por perdido.
- ¿Mamá, me voy a quedar tuerto?
- No lo sé, hijo. No lo sé.
Me dolía tanto que di por sentado que ya lo estaba. Sopesé las dos únicas opciones que se me ocurrieron. O que me pusieran un ojo de cristal o un parche. Después de meditarlo un poco, me incliné por el parche, al menos, me daría un aspecto de pirata. Con el ojo de cristal seguro que los chavales se reirían de mí, sobre todo Jacinto el malo.
- ¿Le hiciste algo? - Preguntó de pronto mi madre.
- ¿Qué?
- ¿Qué si le hiciste algo al perro?
- No. – Mentí.
- Algo le tuviste que hacer.
- Solo le estaba acariciando.
Mi madre dio por buena la respuesta y tiró de mi brazo acelerando el paso. Llegamos a la consulta del médico. Después de examinar mi ojo durante un buen rato y ponerme un par de inyecciones, el médico nos dijo que no había porqué preocuparse, que el ojo estaba bien, a falta de que se curasen las heridas y bajase la hinchazón. Con mi ojo sano ví como la cara de mi madre recuperaba la alegría y yo respire aliviado. Al final, no iba a necesitar el parche. Ya en casa, mientras comíamos, mis padres estuvieron hablando de ponerle una denuncia a los dueños del perro, también hablaron de sacrificarlo. Se me heló la sangre ¿sacrificarlo? Pero, si fui yo quién le provoqué. La angustia por mis remordimientos me hizo llorar.
- ¿Se puede saber por qué lloras ahora? – Dijo mi padre sorprendido por mi reacción.
- Todo es por mi culpa… Le soplé dentro de las orejas y por eso me mordió.
- Ya me extrañaba a mí que te hubiera mordido sin más. - Apuntilló mi madre…
Al final, no hubo ni denuncia ni sacrificio. Todo continuó como siempre. Cuando íbamos a por leche, yo me quedaba acariciando al perro mientras que mi madre entraba en el local. Antes me advertía con un:
- Ojito con lo que le haces.
Recalcando la palabra “Ojito” para que me acordase de lo ocurrido. Nunca más volví a soplarle dentro de las orejas y él jamás volvió a morderme. Insisto, me gustaba aquel perro.
- ¿Qué te ha pasado?
- Me ha mordido el ojo…
A partir de ese momento todo fue bastante confuso. Mientras me hacían una cura de urgencias en la misma lechería, mi madre abroncaba a los dueños por dejar al perro suelto y amenazaba con ponerles una denuncia. Después de que me limpiasen la herida, y me tapasen el ojo con gasa y esparadrapo mi madre y yo atravesamos el pueblo hacia la consulta del medico. Llegamos a la plaza, estaba llena de puestos, ya que ese día había mercado. Mientras pasábamos entre los puestos de frutas, ropa y zapatos, yo, lleno de angustia daba mi ojo por perdido.
- ¿Mamá, me voy a quedar tuerto?
- No lo sé, hijo. No lo sé.
Me dolía tanto que di por sentado que ya lo estaba. Sopesé las dos únicas opciones que se me ocurrieron. O que me pusieran un ojo de cristal o un parche. Después de meditarlo un poco, me incliné por el parche, al menos, me daría un aspecto de pirata. Con el ojo de cristal seguro que los chavales se reirían de mí, sobre todo Jacinto el malo.
- ¿Le hiciste algo? - Preguntó de pronto mi madre.
- ¿Qué?
- ¿Qué si le hiciste algo al perro?
- No. – Mentí.
- Algo le tuviste que hacer.
- Solo le estaba acariciando.
Mi madre dio por buena la respuesta y tiró de mi brazo acelerando el paso. Llegamos a la consulta del médico. Después de examinar mi ojo durante un buen rato y ponerme un par de inyecciones, el médico nos dijo que no había porqué preocuparse, que el ojo estaba bien, a falta de que se curasen las heridas y bajase la hinchazón. Con mi ojo sano ví como la cara de mi madre recuperaba la alegría y yo respire aliviado. Al final, no iba a necesitar el parche. Ya en casa, mientras comíamos, mis padres estuvieron hablando de ponerle una denuncia a los dueños del perro, también hablaron de sacrificarlo. Se me heló la sangre ¿sacrificarlo? Pero, si fui yo quién le provoqué. La angustia por mis remordimientos me hizo llorar.
- ¿Se puede saber por qué lloras ahora? – Dijo mi padre sorprendido por mi reacción.
- Todo es por mi culpa… Le soplé dentro de las orejas y por eso me mordió.
- Ya me extrañaba a mí que te hubiera mordido sin más. - Apuntilló mi madre…
Al final, no hubo ni denuncia ni sacrificio. Todo continuó como siempre. Cuando íbamos a por leche, yo me quedaba acariciando al perro mientras que mi madre entraba en el local. Antes me advertía con un:
- Ojito con lo que le haces.
Recalcando la palabra “Ojito” para que me acordase de lo ocurrido. Nunca más volví a soplarle dentro de las orejas y él jamás volvió a morderme. Insisto, me gustaba aquel perro.
6 comentarios:
... y a mí me gusta este texto.
Abrazos,
Ana
no te digo na pepe, me gusta mucho, pero mucho.
abrazos.
angel, voltios.
Bonito relato Pepe, dando muestras de ternura y sensibilidad, aderezado con la malicia y nobleza final del niño.
Bonito de verdad.
Un cordial saludo.
Nos leemos.
Jo Pepe ¡¡pero qué bien contao coño!!
Pepe, me encanta, me gusta mucho, muchisimo!!
Un abrazo!
Qué ternura, me he emocionado recordando situaciones similares vividas, recuperar la menoria de la infancia, gracis Pepe.
Achuchón.
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