Cuatro euros con
treinta y seis céntimos. Es el saldo que le queda. Ni siquiera da para sacar un
billete de cinco. Leo deja atrás el cajero automático y camina sin rumbo bajo
la lluvia. Nota los calcetines mojados. Tiene suelas desgastadas y cada vez que
pisa un charco se filtra el agua. Tendrá que esperar a que las cosas mejoren
para comprase unas botas nuevas. Saca el paquete de tabaco, pero ve que le
quedan pocos cigarros y se lo vuelve a guardar en el bolsillo. Son las nueve
menos cuarto de la noche y no quiere llegar tan pronto a la pensión. Debe dos
meses de alquiler y ya no sabe qué excusas ponerle a la casera. Aunque hace
frío, seguirá dando vueltas por ahí para hacer tiempo, así cuando llegue, con
suerte, esa vieja gruñona estará durmiendo la mona. Últimamente todo le sale
mal. Es como si ignorase algo que los todos los demás saben de antemano. Puede
que se deba a su falta de confianza o a la mala racha que está pasando. En
cualquier caso, es una sensación que le acompaña desde hace lustros. Estamos a
finales de enero y las calles del centro siguen con el alumbrado de navidad,
apagado, pero ahí está. A él no le gustan las navidades. Su padre murió en esas
fechas cuando él tenía trece años y desde entonces las detesta. Debido a la
pérdida de su padre, Leo tuvo que dejar los estudios y ponerse a trabajar de
aprendiz en una obra. Todo el día cargando ladrillos en la carretilla.
Ladrillos y más ladrillos. Llegaba a casa reventado, con los músculos
doloridos. Apenas le quedaban fuerzas para cenar y meterse en la cama. Mientras
dormía soñaba que cargaba montañas de ladrillos y una vez en el trabajo
continuaba cargando las mismas montañas de ladrillos. Sin descanso, un día y
otro. Hasta los dieciséis que cambió la obra por un matadero. Otro trabajo de
mierda con otro sueldo de mierda. Una de sus tareas consistía en manejar una
pequeña grúa para cargar con los cerdos sacrificados y meterlos en una especie
de piscina llena de agua hirviendo. Se les escaldaba para facilitar el rasurado
de los cuerpos. Para algunos cerdos no era suficiente con la descarga eléctrica
que les daban para ejecutarlos, tan solo quedaban atontados. Al meterlos en la
piscina recobraban la consciencia e intentaban salir todos los medios posibles.
Pataleaban y berreaban desquiciados, salpicando agua hirviente por todas
partes. Aún recuerda aquellos horribles chillidos. Estuvo trabajando en aquel
matadero hasta los veinte, que fue cuando le llamaron para cumplir con el
servicio militar. Le destinaron a Barcelona. La Ciudad Condal se estaba
preparando para los Juegos Olímpicos y en el ambiente se respiraba optimismo y
jovialidad. Allí perdió la virginidad con una puta del barrio chino, allí fumó los
primeros canutos, se cogió las primeras borracheras e hizo amistades que aún le
duran. Quitando el coñazo de la vida castrense, todo lo demás era una gozada.
Pasa por debajo del toldo de una frutería regentada por un chino. Hay varias
cajas de fruta expuestas en el exterior, unas pocas quedan fuera del campo de
visión del interior de la tienda. Leo aprovecha y coge un par de manzanas. Entonces
se da cuenta de que le han visto. Unos metros por delante hay dos mujeres
hablando, una de ellas sostiene de la mano a su hija pequeña. Es la niña quien
le mira con los ojos muy abiertos. Leo se siente avergonzado. Para evitar a la
cría, cruza de acera y sigue caminando. Al acabar la mili tuvo que volver a
vivir otra vez con su madre. En esa etapa no consiguió encontrar trabajo y como
alternativa empezó a vender hachís. Al principio a un pequeño grupo de amigos y
conocidos, luego la clientela fue ampliándose. La cosa se complicó y un día estuvo
a punto de caer en una redada de la policía. Pudo librarse de milagro, pero el
susto que se llevó le bastó para cambiar radicalmente de vida. Poco después se
colocó de reponedor en unos grandes almacenes. No ganaba mucho, pero el trabajo
era sencillo y a fin de mes podía aportar algo de dinero para pagar las
facturas que llegaban a casa. Ahora llueve con más fuerza. Con gusto volvería a
su habitación, pero aún es pronto. Seguro que en esos momentos la casera está
con la oreja pegada a la puerta por si le escucha llegar. Mejor seguir andando,
que pase el tiempo, que se duerma. Mientras trabajaba en los grandes almacenes
conoció a Lara, una de las cajeras. No era demasiado guapa, pero tenía carisma
y un cuerpo que quitaba el sentido. A las pocas semanas de conocerse decidieron
vivir juntos. Él hizo las maletas y se trasladó a una buhardilla a vivir con su
nueva novia. La relación duró casi dos años. Hasta que la cosa se enfrió y cada
uno siguió por su camino. Ella continuó viviendo en la buhardilla y él, como no
tenía donde ir, volvió con su madre. Recientemente, un conocido le contó que
Lara había muerto en un accidente de tráfico. Por lo visto el coche se salió de
la carretera y cayó por un barranco. Una pena. Aunque, así es la vida. Unos
tienen que irse para dejar espacio a los que vienen. Sigue lloviendo. Tiene los
calcetines empapados y los pies congelados. Además, está harto de ir de un lado
a otro como un alma en pena. Cuando no se tiene dinero poco más se puede hacer.
A lo sumo mirar cómo gastan el suyo los demás. Maldita casera. Si no fuera por
ella ahora estaría tumbado en la cama escuchando la radio y fumando un cigarro.
Basta que se haya acordado del tabaco para que le entre mono de nicotina. Solo
le quedan tres cigarros. Necesita uno para antes de dormir. Ese es primordial o
no podrá pegar ojo en toda la noche. También tiene que reservar otro para la
mañana siguiente cuando se levante. Después de echar sus cálculos decide
encenderse el que sobra. Justo cuando se lleva el pitillo a la boca se le
acerca una jovencita.
-¿Me das uno?
Leo no tiene valor para negarse.
-¿Y fuego? –pide
la chica.
Se lo da. Después de encenderse el
cigarro la joven da las gracias y va a reunirse con una amiga, que la espera
unos metros más adelante protegida bajo un paraguas. Leo mete en el paquete el
cigarro que tenía pensado fumarse y sigue andando. Al pasar por delante de una
hamburguesería se fija en un letrero que está pegado en el escaparate: Se necesita personal. Leo echa un
vistazo a través del cristal. Dentro del local hay bastante ajetreo. Decide
entrar y probar suerte. Se acerca a uno de los camareros y pregunta por el
encargado. El encargado es un jovenzuelo con la cara llena de acné.
-¿En qué puedo
ayudarle? –pregunta el chaval.
-He visto el
cartel del escaparate y quiero solicitar un puesto de trabajo.
-Pero, usted no
da el perfil.
-¿Qué perfil?
-La política de
la empresa es la de contratar a gente joven, usted nos saca más de veinte años
a cualquiera de los que estamos aquí.
Leo mira alrededor. El chaval tiene
razón, tanto los clientes como el personal son adolescentes, pocos de ellos
pasan de los veinte. Sin duda, está fuera de lugar. Se disculpa por las
molestias y sale del local. Un día que estaba trabajando en los grandes
almacenes recibió una llamada de teléfono. Era una vecina, le dijo que su madre
acababa de morir de un ataque al corazón. Si la muerte de su padre fue un duro
golpe, la pérdida de su madre lo fue aún más. Con su desaparición él se quedaba
sin vínculos de sangre, estaba solo en el mundo. Al entierro acudieron un
centenar de personas. Leo no tenía ni idea de lo querida y apreciada que era su
madre en el barrio, ese detalle le conmovió profundamente. Poco después vendió
la casa que había heredado, la misma en la que había vivido con su madre
durante toda su vida. Con el dinero que obtuvo regresó a Barcelona. Se trasladó
allí con la intención de abrir un negocio, un bar o una tienda de ropa, algo
con lo que poder ganarse el pan sin tener que acatar las órdenes de nadie.
Antes quiso tomarse unas vacaciones y disfrutar de un tiempo de sosiego.
Llevaba trabajando desde hacía años y necesitaba un descanso. De primeras se
instaló en un hotel de tres estrellas en la zona de La Barceloneta. Casi de
inmediato empezó a hacer vida nocturna: pubs, bares, discotecas, prostíbulos…
no hubo local que no pisara, ni droga o bebida que no probase. Donde hubiera
juerga allí estaba él, derrochando su dinero a manos abiertas. Fue entonces
cuando conoció a Carol, una estudiante de arquitectura catorce años menor que
él. Juntos viajaron a París, Londres, Venecia, Roma, Praga, Ámsterdam… Después
de recorrer media Europa, cogieron un avión y una calurosa mañana de agosto
aterrizaron en el aeropuerto de Nueva York. La ciudad que nunca duerme superó
todas las expectativas. Allí pasaron cerca de un mes, visitando los típicos
lugares que visitan los turistas, sacando miles de fotografías y comprando todo
lo que se les antojaba. Entonces, sucedió el atentado contra Las Torres
Gemelas. Con el caos y el miedo reinante no era cuestión de quedarse, así que
hicieron las maletas y regresaron a Barcelona. Era hora de establecerse y
sentar la cabeza, de echar raíces. Alquilaron un piso e iniciaron una vida en
común. No funcionó. Una cosa era estar viajando y pasándolo bien y otra muy
distinta convivir juntos en una casa asumiendo responsabilidades. Carol no
estaba por la labor y un día cogió sus cosas y se marchó. Leo mira la hora en
el reloj de la plaza. Las diez y seis minutos. A la casera le gusta empinar el
codo y normalmente para eso de las once suele caer grogui. Tendrá que esperar
como mínimo otra hora más para regresar a la pensión. Lleva todo el día con la
ropa y el calzado empapados, sin comer, hiendo de un sitio a otro, sin rumbo,
con el único propósito de que pasen las horas, que las agujas de los relojes
giren lo más deprisa posible para que él pueda volver cuanto antes a su
habitación, quitarse la ropa mojada, el calzado empapado y meterse en la cama
para cerrar los ojos a esa vida miserable que le está tocando vivir. Al pasar
por encima de una rejilla nota el aire caliente que sale del interior. Le sube
por los pies hasta llegar a la barbilla. Se detiene un momento para disfrutar
de la agradable temperatura. Cierra los ojos y retrocede en el tiempo, se
imagina en la vieja casa de su madre, al calor de la estufa mientras le llega
el aroma de la cena que ella guisa en la cocina. Cómo añora aquellos días. Al
abrir los ojos la realidad le golpea con el ruido del tráfico, la lluvia, el
frío, el hambre, las ganas de fumar y esa sensación de fracaso que no se le va.
Permanece al calor de la rejilla un rato más, luego sigue andando. En las
traseras del teatro hay un grupo de personas cargando unos decorados en un
tráiler. Se acerca y pregunta por el responsable. Le remiten a un tipo calvo y
delgado. Leo se ofrece para trabajar con ellos. El calvo le dice que en esos
momentos tiene la plantilla cubierta, pero que le deje sus datos porque la
próxima semana está programado un musical y que es posible que necesite gente
extra para el montaje. Se dan la mano y Leo sale de allí con un atisbo de
esperanza en el cuerpo. De pronto, ha dejado de tener frío y se siente ligero y
ágil como el cachorro de un galgo. Ahora ya puede ir a la pensión y meterse en
su cama sin cargos de conciencia. Después de que Carol se fuera, él pensó que
era hora de hacer algo con los ahorros que le quedaban. Junto a un amigo montó
una empresa de marcos de aluminio para puertas y ventanas. El boom de la
construcción estaba en pleno apogeo y enseguida el negocio empezó a funcionar.
Tenían tantos pedidos que no daban abasto, tuvieron que hacer ampliaciones
tanto en la plantilla como el taller. Fueron los tiempos de las vacas gordas,
años de bonanza que no iban a acabar nunca. Pero la burbuja inmobiliaria
explotó. De pronto, los pedidos dejaron de llegar y algunos clientes no
hicieron frente a los pagos. Las cosas fueron a peor y las facturas empezaron a
acumularse. Finalmente tuvieron que despedir a los empleados y cerrar la
empresa. Los bancos embargaron la propiedad y de la noche a la mañana, tanto su
socio como él estaban en la calle, arruinados y con el culo al aire. Leo vendió
las pocas pertenencias que le quedaban, dejó el piso donde vivía y regresó a su
ciudad natal. Pensó que allí le sería más sencillo empezar desde cero. Nada más
llegar alquiló una habitación en una pensión de mala muerte. La misma a la que
se dirige en esos momentos. De eso hace más de siete años. Siete años viviendo
en una pocilga con baño y cocina compartidos, siete años de trabajos eventuales
mal pagados, de paro, de ayudas del estado, de sacrificio y privación. A veces
tiene la impresión de que las horas se ralentizan, como ha sido el caso, pero
si echa la vista atrás se da cuenta de que es todo lo contrario; el tiempo
vuela, los años pasan rápidos y la vida se consume como un pedazo de papel en
la hoguera.