sábado, 26 de abril de 2014

EL RETO DIARIO de Maica Bermejo Miranda

Cuando el reto diario es hacerse la comida y obligarse a comer, aprender a cuidar de uno mismo, levantarse de la cama, vestirse, adecentar un poco el rostro y tomar impulso para sacudir la inercia que nos lleva a desplomarnos en el sofá enganchados al no estar, al no pertenecer, al no sentir, al no sufrir, queriendo escapar de la inhabitabilidad de la vida y fundirse en un opalescente y último abrazo, deslizarse en el pozo de la indiferencia que se abate certero sobre el cuerpo abandonado a su destino.
Cuando el reto diario es ser capaz de gestionar las pequeñas tareas cotidianas sin horizonte ni espera salvo mantener la intendencia necesaria imprescindible para no sucumbir. Ser capaz de abrir la puerta y salir a la calle aferrándose al vacío, dejando deslizar la sombra y enfrentarse al día con una sonrisa pintada en el rostro y sacudir el letargo opresor que lucha por ocuparnos, conseguir enlazar los pasos uno tras otro en la continuidad del camino.

Cuando el reto diario es, simplemente, permanecer.


miércoles, 16 de abril de 2014

DEMIAN ORTIZ EN EL DIARIO ÚLTIMO CERO


Diario Último Cero  
"Retrato en blanco y negro sobre la generación perdida de la literatura Española".  Por Laura Fraile.

Los directores de cine Demian Ortiz y Borja Donoso están grabando un documental en el que participarán una docena de escritores españoles que tienen en común su trabajo al margen de los circuitos más comerciales.

Llevan publicando libros o participando en revistas y fanzines desde hace muchos años, pero la mayor parte de ellos siguen formando parte de un circuito subterráneo que continúa siendo ajeno para el público mayoritario. Ellos son José Ángel Barrueco, Vicente Muñoz Álvarez, Alfonso Xen Rabanal, Pepe Pereza, David González, Salva Rubio, José G. Codornié, Adriana Bañares, Pablo Cerezal, Álex Portero, Maica Bermejo o Javier Vayá, un grupo de escritores nacidos entre finales de los años 60 y principios de los 80 que han servido de inspiración para el documental `Perdidos. Un lugar para encontrar´, una iniciativa impulsada por dos cineastas madrileños.

Demian Ortiz, uno de sus directores, reconoce que la idea inicial fue realizar un proyecto de retrato fotográfico. "Empecé a fotografiar a escritores. Según fui avanzando, me puse a indagar en sus vidas. Poco a poco me fui dando cuenta de que muchos estaban conectados entre ellos y que tenían una serie de paralelismos. En ese momento decidí ampliar su historia hasta darla una forma de largometraje documental", señala este cineasta, que durante los dos años que lleva trabajando en este proyecto fotográfico ha podido reunir una veintena de retratos que desea ampliar hasta el medio centenar. "El hilo conductor de esta iniciativa es el deseo de descontextualizar a los autores. No se trata de hacerles la típica foto en su biblioteca, su casa o junto a su ordenador sino de llevarles a otros espacios relacionados con lo que escriben y su manera de escribir", continúa este director de cine madrileño.

Algunos de estos escritores retratados formarán parte del documental `Perdidos. Un lugar para encontrar´, un trabajo que pretende mostrar toda esa "literatura subterránea" que viene practicándose en España durante las dos últimas décadas. "Queremos aproximarnos a esa otra literatura que no es de consumo y que está alejada de los corsés academicistas. Todos los autores que queremos incluir muestran unapostura inconformista ante la vida, tienen un gran compromiso social y han sido influidos por la generación beat. Nuestra intención no es que Perdidos se quede en un documental de realización clásica con entrevistas. Nuestra idea es presentar a cada autor en un espacio sugerente a través de una pequeña ficción que nos permita hacer un seguimiento a sus lugares comunes", adelanta Demian, quien explica que en el documental también quieren recoger las impresiones de los editores Ricardo Moreno (Lupercalia) y Antonio Huerta (Origami), responsables de dos editoriales que acostumbran a publicar el trabajo de estos autores.
Por el momento Demian Ortiz y Borja Donoso han realizado varias jornadas de rodaje de las que ya se puede ver un teaser. Su idea es recorrer ciudades como Valencia (donde se encontrarán con Maica Bermejo y Javier Vayá), León (localidad en la que se publica la revista Vinalia Trippers y donde trabajan los escritores Vicente Muñoz Álvarez y Alfonso Xen Rabanal) o Gijón (la ciudad en la que nació y donde sigue viviendo el poeta David González). A estas localizaciones sumarán Logroño (donde entrevistarán a Pepe Pereza y Adriana Bañares), Madrid (donde recorrerán sus calles en compañía del poeta zamorano José Ángel Barrueco y del madrileño Salva Rubio), Toledo (donde vive Álex Portero) o Tánger (hasta donde viajarán para encontrarse con Juan Goytisolo).

Los directores de este documental, que cuentan con entidades colaboradoras como el Instituto Cervantes de Tánger, el diario infoLibre o el bar Diablos Azules, están abiertos a recibir nuevos apoyos que permitan financiar su proyecto. Una vez realizado, tienen la intención de mostrar el resultado en salas comerciales así como dentro de festivales de cine de carácter nacional e internacional. También tienen previsto realizar una serie documental para televisión sobre este tema, a lo que se sumará la publicación de unlibro que incluirá los retratos de estos escritores y algunos de sus poemas.

Para acceder a Último Cero haz clic aquí


lunes, 14 de abril de 2014

"CARA DE ÁNGEL" mi relato en la antología AFTERSUN de la editorial ARISTAS MARTÍNEZ (Ilustraciones de PABLO GALLO)

Se cubrió la cara con los brazos. Dejaba sin protección el resto del cuerpo pero puestos a elegir prefería resguardar su rostro, que era lo que más valoraba. Él era un Adonis, un guaperas tocado por la mano de Dios, y claro, quería seguir siéndolo. Le acababan de romper la nariz y no estaba dispuesto a que le desfiguraran más. De seguido recibió un puñetazo en la boca del estómago que le cortó la respiración. Cayó al suelo. Vio llegar una bota, giró el cuello pero no fue suficiente para esquivar el golpe. Lucecitas de colores, sangre y dientes volando fue su siguiente visión. La masa encefálica de su cerebro rebotó dentro de su cabeza. Por un momento el mundo se detuvo y el silencio se hizo en la pista de baile de la discoteca. Muy lentamente, uno de sus colmillos rebotó por las baldosas hasta perderse entre los pies de la muchedumbre que los rodeaba. Se palpó las encías con  lengua y notó que le faltaban cuatro piezas de la mandíbula superior. Escupió la sangre que llenaba su boca y tomó una bocanada de aire viciado. Los tres tipos que le estaban zurrando eran gente peligrosa. De hecho, estaba sufriendo en sus carnes lo duros que podían ser. El ruido ambiental regresó al sentir un dolor agudo en los riñones. Otro golpe recibido que le devolvía al ritmo desquiciado de la paliza. Los macarras le tenían sometido y rodeado, cada uno de ellos atacaba sin piedad, sincronizando puñetazos y patadas, eligiendo las zonas más vulnerables donde golpear. Eran expertos en el arte de machacar y además disfrutaban haciéndolo. Hizo un intento por levantarse pero una coz en la espalda lo tumbó definitivamente. El más alto y corpulento de los tres atacantes le pisó la cabeza y manteniendo el pie sobre ella, levantó los brazos en señal de victoria. Parte del público aplaudió. Él se sintió como una presa abatida, tirado en el suelo con una bota sobre su mollera. ¿Dónde quedaba su dignidad? ¿Y su cara, qué quedaba de su cara? Fue entonces cuando la oscuridad se filtró en sus ojos y se desmayó…
Salió del trabajo impaciente por disfrutar cuanto antes del fin de semana que tenía por delante. Con los compañeros de curro se tomó unas cervezas en La Lisboa, un bar en el que solían hacer una parada cuando terminaban la jornada laboral. Entre caña y caña la conversación derivó hacia el tema de siempre: Mujeres. Y todos sabían que en eso el experto era él.

-        ¿A quién piensas tirarte este fin de semana?
-        Tíos, hay una chavalita en Béjar que me tiene loco.
-        Ándate con cuidado, a los de Béjar no les gustan que les quiten a sus mozas, y menos si el que se las quita es de Guijuelo.
-        Tranqui, tronco, el menda sabe lo que se hace.

Y amagó una patada a la media vuelta para dejar claro que sabía defenderse.
Después de unas rondas se despidió de los colegas. Marchó a casa para ducharse y cambiarse de ropa. Iba a estrenar unos zapatos de plataforma con tacón cubano. Los conjuntaría con unos Lois acampanados, bien ajustados para marcar paquete, una camiseta negra con la cara de Richard Roundtree litografiada, que un amigo le trajo de New York, y una cazadora vaquera, también Lois. Sabía que con esos atuendos y su atractivo iba a arrasar en la discoteca. Sí, se lo iba a comer todo.
Llegó a Béjar con su Simca 1000 Special, rojo y con unos relámpagos blancos pintados a lo largo de la carrocería, imitando el famoso coche de la serie de moda: Starsky y Hutch. Aparcó junto a la iglesia. Se apeó del buga y se dirigió directamente a la discoteca. Aún era pronto y la pista de baile estaba casi vacía. Se acercó a la barra del bar y pidió un cubata. Había que meter carburante al cuerpo para luego darlo todo en la pista. Echó una ojeada para hacerse una idea del percal. Abundaba el buen género pero él buscaba a una chica en concreto. La vio apoyada en la balconada de la planta de arriba junto a sus amigas. Cruzó el local y se dirigió a la cabina del pinchadiscos.

-        Colega, si pinchas algo de James Brown y te animo la pista. 
Sonaron los primeros compases de “Papa´s got a brand new bag”. Era hora de dejarse ver. Saltó a la pista y se abandonó al ritmo de la música. Él no era como los demás, que esperaban a que pusieran los temas lentos para entrarle a una tía. No, él marcaba el territorio con los bailes sueltos. Y por supuesto no se limitaba a los simples: paso-adelante-paso-atrás, que es lo que hacían todos. Él exhibía saltos, giros y piruetas. A la hora de bailar era el mejor. Danzando se sentía negro, y por su estilo cualquiera diría que lo era. A él le gustaba pensar que por sus venas corría la sangre de los negros de Harlem, del Bronx, del propio James Brown, también la de Curtis Mayfield, Roy Ayers, y como no, la de Isaac Hayes. De no ser por lo pálido de su piel se podría asegurar que en sus genes había algo de la madre África. Todos los ojos estaban puestos en él. Las chicas lo deseaban y los tíos le observaban con esa envidia insana que se les tiene a los agraciados. No cabía duda de que sabía moverse. Bailando era el puto amo. Pronto sus encantos penetraron cual saetas en la presa deseada. Ella se lo estaba comiendo con los ojos. Cuando terminó el tema y su exhibición, le hizo una seña para que se reuniera con él en el bar. La invitó a un lugumba, él se pidió otro cubata. Mientras tomaban las bebidas coquetearon el uno con el otro siguiendo los tópicos habituales del ligoteo. Se gustaban y lo dejaban claro en sus gestos y carantoñas. Él quiso pasar a mayores así que se la llevó al servicio de las tías. Se encerraron en uno de los baños y empezaron con los besos y las caricias. En un momento dado ella entornó los ojos y dijo:

-        Tienes cara de ángel.
-        Y tú tetas de ángel, culo de ángel, chochito de ángel…

Según hablaba iba acariciando las zonas mencionadas. Al tocarle el coño lo notó mojado. Aquello no era una sorpresa, estaba acostumbrado a que las pibas se derritieran en sus manos. Sin embargo para su ego un coñito húmedo siempre era una victoria. Ella se dispuso para acogerle dentro de su cuerpo. No obstante, él se lo tomó con calma. Le gustaba hacerse desear.

-        Tranquila. Antes vamos a colocarnos.

Sacó la papelina. Sin abrirla la puso sobre la loza de la cisterna y la aplastó con el mechero para que la coca estuviera bien machacada y no quedasen grumos. Con la uña larga del dedo meñique recogió un montoncito de polvo y directamente lo esnifó.

-        Enrolla un billete.

Mientras ella enrollaba el billete, él se bajó la cremallera de los vaqueros y dejó a la vista la erección de su miembro. Con la uña del meñique recogió otro montoncito de coca y lo fue depositando sobre el largo de su polla.

-        Todo tuyo.

Ella se llevó el billete a la nariz y esnifó. Para hacerse con los restos utilizó la lengua. Él se dejó hacer, disfrutando del momento y del subidón. Otra muesca más en su lista de conquistas. Era cojonudo ser guapo y estar bien hecho. Lo era por todas las bellas mujeres que se habían rendido a sus encantos. La vida era generosa con él… De pronto la puerta del baño reventó y el pestillo saltó por los aires. Alguien la había abierto de una patada. Ese alguien era El Miliki: un tipo peligroso, delincuente habitual de la zona. Iba acompañado de tres de sus esbirros. Los de la banda del Miliki eran famosos por la violencia que utilizaban para llevar a cabo sus fechorías. Estaba en un buen lío. Ella se subió las bragas y él se guardó la polla dentro del pantalón. ¿Qué coño pasaba? ¿Por qué esos tíos la tomaban con él? La respuesta era muy sencilla: la joven que se estaba tirando era, ni más ni menos, que la hermana de El Miliki. Perra suerte la suya. Rezó para sus adentros por una salida airosa. Lamentablemente sus jaculatorias se fueron por el desagüe. Antes de que pudiera alegar algo en su defensa ya le habían roto la nariz de un cabezazo. Se desplomó sobre la taza del wáter semiinconsciente. Al ver la sangre, ella quiso ayudarle, pero su hermano, El Miliki, ordenó a uno de los suyos que se la llevara de allí, y así poder despacharse a gusto con el fulano que le había faltado al respeto. El secuaz obedeció, agarró a la chica del brazo y arrastras la sacó de la discoteca. A él lo sacaron a hostias de los servicios. A empujones lo llevaron hasta la pista de baile para que todo el mundo pudiera ver cómo le partían la jeta. Enseguida se hizo un corrillo alrededor. Ahora los dueños de la pista eran los macarras. Para no defraudar a la concurrencia hicieron gala de sus mejores golpes. Él trataba de protegerse la cara. Pese a ello los porrazos le llegaban por todas partes. Su sangre negra goteaba por la pista. Los asistentes a la masacre, hienas en potencia, disfrutaban de la sangría. La aniquilación de lo bello siempre ha sido un aliciente para el público voraz. Todos sentían un morbo especial por ver cómo un rostro bonito dejaba de serlo a base de golpes y puñetazos. Quizás porque a nadie le gustaba quedar en evidencia ante un forastero agraciado. Tal vez por eso resultaba tan placentero para los asistentes ver cómo le destrozaban el careto. Cada golpe que los macarras le daban era un golpe que ellos mismos asestaban. Las mujeres que antes le habían deseado, despechadas por no haber sido la elegida, ahora se extasiaban al verle sufrir. Y los tipos que en secreto habían querido ser como él, se regodeaban cada vez que uno de los agresores le infligía un castigo. Eran buitres esperando a que los depredadores acabasen con su presa para hacerse con la carroña. La paliza continuó hasta que le hicieron perder el sentido…
Se despertó en mitad de ninguna parte. Por lo visto llevaba inconsciente muchas horas. El sol estaba alto y calentaba con rabia. Un nubarrón de moscas revoloteaba y se posaba en sus heridas para alimentarse de la sangre seca. Notó un tirón en la espalda. Era una vaca que trataba de comerse su cazadora. Al notar que él reaccionaba, el animal retrocedió y fue a reunirse con las otras reses para seguir con su menú de siempre.
Hizo un intento por incorporarse pero tenía el cuerpo tan dolorido que apenas pudo moverse. Sobre todo le dolían las heridas de la cara. Esos cabrones se habían asegurado de dejársela hecha picadillo. Palpó las lesiones con los dedos tratando de hacerse una idea de los daños. La perspectiva no era buena. Con mucho esfuerzo y dolor consiguió ponerse en pie. Le faltaba el zapato derecho. Lo buscó por los alrededores sin éxito. Estaba en medio de la dehesa y no tenía ni idea de dónde quedaba el pueblo. Necesitaba volver a la civilización para recibir ayuda médica. Cuanto más tiempo pasase sin ella más posibilidades tendría que le quedasen cicatrices. Ojalá hubiese tenido un espejo a mano para verse. Estaba enormemente preocupado porque le hubieran desfigurado para siempre. Si pudiera encontrar una fuente podría verse en el reflejo del agua, y de paso lavarse las heridas. Buscó por si veía alguna. Se conformaba con un pequeño regato o un simple charco, pero no los había. Tendría que esperar. Como no sabía orientarse tampoco se decidía por el camino que debía elegir. Puestos a andar, mejor cuesta abajo que subir por la colina que tenía a sus espaldas. Se encontraba muy débil para esfuerzos extras. Descendió renqueante a través del follaje con la esperanza de que el camino elegido le llevase a un pueblo, cualquier pueblo.

jueves, 10 de abril de 2014

AL NORTE DEL DOLOR - relato con el que participo en la antología "EL DESCRÉDITO" EDICIONES LUPERCALIA


Me enfrento a la primera noche sin ti…
Siento miedo. Y dolor. Tanto que no sé cómo describirlo. Creo que no hay palabras para hacerlo. Por mucho que junte la D con la O, le sume una L, otra O y le añada una R jamás conseguiré expresar el cúmulo de padecimientos que soporto. No hay metáforas para el dolor. Tampoco hay centímetro en mis entrañas que no esté sometido a todo un catálogo de ellos ¿Cómo describirlos? Se supone que la palabra “dolor” abarca todos ellos. Lo que puedo hacer es escribirlo con mayúsculas, empaparlo en negrita y que el tamaño de la fuente sea excesivo para que dicha palabra se acerque un poco, muy poco, a la sombra de lo que siento: DOLOR
Deambulo del salón a la cocina, luego salgo al pasillo, lo recorro cien veces…
Por fin, me atrevo a entrar en el dormitorio. No he cambiado las sábanas porque huelen a ti. Ahora mismo es lo único que conservo: tu olor. Olor y dolor. Un poeta resabiado sabría qué hacer con estas dos palabras. No estoy para poemas. Ahora toca sufrir y olvidar. Aún es pronto para olvidar. Es triste y descorazonador llegar al punto donde dos personas fundidas en un solo ente tienen que separarse. Romper esa simbiosis. La soldadura que les une en un doloroso desgarramiento de carne y sentimientos. No soporto ver la cama y saber que nunca más te acostarás en ella. Me duele verla así, vacía. Si no fuera tan cobarde me echaría a llorar. Escapo del dormitorio y regreso al salón. Siento deseos de abrirme el pecho y dejar salir el avispero. Quisiera sacarme los ojos para situar el dolor en un punto concreto. La cabeza me va a estallar. Me llevo las manos a las sienes y trato de masajear la zona con la esperanza de que la angustia disminuya. Cierro los ojos y me los froto ejerciendo una leve presión. Eso hace que mil chispas de color surjan de la oscuridad que encierra mis párpados y converjan en un mismo punto. Un punto de luz. Quizás todo radique en eso: encontrar un punto de luz al que dirigirse. No importa lo que tengas que avanzar, ni la oscuridad que te rodea. Lo trascendente es que tienes una meta a la que llegar. Necesito hacer algo. Si no para calmar el dolor, que al menos sirva para acompañarlo. Decido raparme la cabeza. Lo hago en el baño.
Al final mi rostro queda desnudo en la imagen que me devuelve el espejo. Me doy asco por no haber sabido conservarte. Escupo al reflejo. En un arrebato cojo un puñado del pelo cortado. Me lo meto en la boca y lo mastico. Es repugnante pero sigo masticando. Hago por tragar. Por mucho que lo intento no soy capaz de engullir la masa de queratina. Me ayudo con el dedo. Empujo hacía dentro y trago. Termino vomitando en el retrete…
Maldita sea, no hagas más tonterías. Siéntate a ver la tele o ponte a leer. O si no come algo que no sea pelo. Lo que sí hago es fumar. Llevo casi tres paquetes. Me escuecen los pulmones. Aun así sigo encendiéndome un cigarro tras otro. Por enésima vez vuelvo al salón. Enciendo la tele. En todos los canales emiten películas de amor. El destino se ríe de mí. La apago. ¿Por qué todo me recuerda a ti? Supongo que es como cuando tienes una herida en el codo y todos los golpes que te das son precisamente ahí. Me agobio y salgo al pasillo. Vueltas y más vueltas. Las paredes se me echan encima y siento claustrofobia. Tengo que escapar de aquí. Cojo las llaves del coche y me dispongo a salir. Sé que fuera hace frío. Pero no tengo cojones para entrar de nuevo en el dormitorio, que es donde guardo toda la ropa de abrigo. Prefiero helarme que entrar ahí y ver la cama vacía. Salgo a la calle con un fino jersey y unos vaqueros como única protección. Hace muchísimo frío. Donde más lo noto es en el cráneo recién pelado. Llego al coche y entro. Estoy aterido. Casi no puedo meter la llave en el contacto. Arranco y le doy a la calefacción. El calor tarda en llegar. Mientras tanto me fumo un cigarro, otro más. La ciudad está vacía de tráfico y gente. Tomo la primera calle para luego girar a la derecha y continuar por la siguiente. Me dan ganas de acelerar y estrellarme contra el muro que tengo en frente. Al aproximarme giro a la izquierda y sigo por la avenida principal. Conducir no mejora mi estado de ánimo pero al menos tengo la mente ocupada en algo. Por el retrovisor veo que un coche de la policía se sitúa detrás. Parece que se hubiera materializado ahí mismo. Hago un repaso mental para cerciorarme de que llevo todo en regla. Una alarma se enciende en mi cabeza. Guardo una piedra de hachís en el bolsillo del vaquero. Joder, ya era el peor día de mi vida sin necesidad de terminar en un calabozo para confirmarlo. Afortunadamente el coche me adelanta y coge la rotonda que lo desvía hacia el casco viejo. Yo sigo recto. Al rato llego a las cercanías de basurero municipal. Toda la mierda termina aquí. Sin duda este es mi sitio. Me desvío del camino principal por una vereda sin asfaltar y aparco en una elevación situada frente al vertedero. Apago las luces y dejo el motor al ralentí para que la calefacción siga funcionando. Desde aquí puedo ver a los camiones descargar la inmundicia. Y sobre ellos un cielo negro que no tiene fin. Me lío un porro y me lo fumo observando las estrellas. Sobre todo a las que les da por ser fugaces… El dolor es el mismo aquí que en el salón de casa. Perjudica de igual manera. Comienza a nevar y veo tu cara en cada copo que cae. Cada uno de ellos contiene un gesto tuyo, una instantánea... De pronto el motor se apaga. Me he quedado sin gasolina. Estaba tan ensimismado en mi propia desgracia que no me he fijado que el piloto de aviso estaba en rojo. Otra gota que añadir al vaso. Salgo al frío mortal. Abro el maletero para coger una garrafa de plástico y dirigirme a una gasolinera. Además de la garrafa, tengo la suerte de encontrar un viejo chubasquero que guardo aquí desde hace tiempo. Está roto por algunos sitios y es una mínima protección contra el frío. No obstante me alegro de poder hacer uso de él. Me lo pongo y me siento un poco mejor. Para terminar, debajo del jersey meto las páginas de un periódico que me ayudarán a conservar el calor. Cierro las puertas del coche y me pongo en camino. Calculo que estoy a unos cinco kilómetros de la gasolinera más cercana. Ahora mismo mi punto de luz está en esa gasolinera. Cada vez nieva más. Acelero el paso. Me castañean los dientes y tengo congelada la mano con la que sujeto la garrafa. Cambia el viento y me llega toda la fetidez del estercolero. Los copos de nieve se me quedan adheridos y me duele la cabeza de tanto frío.
Después de hora y media caminando bajo la ventisca llego a la gasolinera. Casi no puedo andar por la hipotermia. Antes de llenar la garrafa en el surtidor, decido entrar en el bar y tomar algo caliente que me devuelva la vida. El local está casi vacío, a excepción del camarero y unos pocos noctámbulos. Me acerco a la barra y pido un café con leche doble, muy caliente. Pongo especial énfasis en el “muy” para que el camarero comprenda que lo quiero hirviendo.

-        Mala noche ¿eh?
-        La peor.

Ocupo una de las mesas. Aún estoy helado y tirito. El café está demasiado caliente para beberlo. Mientras espero que se enfríe sigo aferrado al vaso con ambas manos para absorber el calor a través de ellas. Dos tipos que están sentados al fondo suben el tono de sus voces y empiezan a discutir. Me quedo con sus movimientos de mandíbula e intuyo que han tomado algún tipo de anfetamina. El más alto pierde la paciencia y poniéndose en pie grita:

-        Céline no era antisemita, entérate.

Aparta la silla de una patada y se dispone a salir. Al pasar a mi lado, algo cae del bolsillo del abrigo que se está poniendo. El tipo sale del local sin percatarse de lo que ha perdido. Es un libro de la Editorial Lumen: “Norte” de Louis-Ferdinand Céline. Un ejemplar que lleva años agotado y que es difícil de conseguir. Además es el único que me falta para completar su trilogía. No lo dudo, lo recojo del suelo y me lo escondo debajo del impermeable. Echo una sutil mirada para ver si alguien me ha visto. Todos están a lo suyo. Solo por este regalo merece la pena la caminata que me he dado hasta aquí, el frío que he pasado y el que me queda por pasar en el viaje de vuelta.
Unos minutos después, el tipo alto regresa al local. Se acerca a su colega y le pregunta por el libro.

-        ¿Dónde está mi libro?
-        Y a mí qué coño me cuentas.
-        ¿No lo tienes tú?
-        No.

Se pone a buscarlo debajo de la mesa y por los alrededores. Evidentemente no lo encuentra porque lo tengo yo.

-        Hace un momento lo tenía y cuando he salido ya no estaba.
-        Pues yo no lo tengo.
-        ¡ME CAGO EN DIOS!

Sigue mirando debajo de las mesas, apartando las sillas sin miramientos. El camarero se ve obligado a poner orden. Discuten y trata de sacarlo del local. El alto no quiere irse sin recuperar lo que es suyo. Pierde los nervios. Hay un conato de pelea entre ambos. Entonces el tipo agarra una botella por el cuello. La revienta contra la barra y con los restos amenaza al camarero. Éste retrocede, coge la bandeja de servir las bebidas y se protege con ella a modo de escudo. El alto insiste.

-        Devolvedme el puto libro, joder.

No me cabe la menor duda de que va puesto de Cristal. Nadie en su sano juicio se comporta así por un libro, aunque sea de culto y esté agotado. Yo permanezco callado, parapetado detrás del vaso de café, observando la escena y preguntándome cómo acabará todo. De pronto el tipo se dirige a mí.

-        ¿Lo tienes tú?

Me hago el tonto.

-        ¿El qué?
-        El libro, joder.
-        ¿Qué libro?
-        El mío. Uno de Céline.
-        No.
-        Mierda… ¿Y dónde está?

No me molesto en contestar porque la última pregunta la hace extensible al resto de concurrencia. Al no obtener respuesta, se planta delante de la puerta del local y lanza un ultimátum.

-        Pues hasta que aparezca, os juro por mis muertos que nadie va a salir de aquí.

El camarero amenaza con llamar a la policía. El alto no se acobarda y sigue en sus trece. De pronto, la puerta del local se abre a sus espaldas. El tipo se asusta e instintivamente ataca a la joven que acaba de entrar. Le clava los cristales justo por debajo de la clavícula. La chica cae sobre su pareja. Ocurre tan deprisa que a todos nos cuesta un momento asimilar lo que está pasando. Aprovechando el desconcierto el agresor huye del local. La mujer herida sangra abundantemente. Su acompañante intenta taponarle la herida con las manos. El camarero se acerca con un paño limpio. Tampoco con eso logran detener la hemorragia. El joven nos grita que llamemos a una ambulancia, que por favor venga un médico. Céline era médico… El camarero corre al teléfono y hace la llamada. Al ver tanta sangre, el estómago se me revuelve y vomito una papilla de pelo y bilis que aun guardaba en las entrañas. No puedo seguir presenciando esto. Suficiente desgracia arrastro ya. Me pongo en pie y rodeando a la pareja salgo de la cafetería. Al abrir la puerta me pringo la mano con una de las salpicaduras de sangre. Pobre chica, me siento culpable. Fuera ha dejado de nevar y no hace tanto frío. Me acerco a los aseos para lavarme, pero antes saco el libro. Abro la cubierta y en la página en blanco que sigue estampo la mano ensangrentada. Un recuerdo indeleble de este viaje mío al fin de la noche. La primera sin ti. La más dolorosa y difícil de superar. Pese a ello, no pienso rendirme. Intentaré encontrar el punto de luz. Hasta que lo haga caminaré a ciegas, como lo he hecho esta primera noche que ya se acaba.

Cuando estoy llenando la garrafa en el surtidor llega la ambulancia. Menos mal. Mientras pago les veo cargar con la chica en la camilla. Parece que han llegado a tiempo. Me alegra. La ambulancia arranca y se incorpora a la carretera. Espero que se recupere. Me giro y en el horizonte veo despuntar el sol. ¿Será ese el punto de luz que estoy buscando? No lo sé. Pero ya que me cae de camino, oriento mis pasos hacía él.

martes, 8 de abril de 2014

DESPEDIDA


Dos personas en una habitación. Una de ellas hace la maleta.

-        Sabíamos que tarde o temprano esto tendría que terminar.
-        Sí. Tú lo tuviste claro desde el principio.

Silencio largo, muy largo. La maleta se va llenando mientras que el armario y los cajones se vacían. Las dos personas se mantienen mudas, ocultando sus respectivos dolores. Una mosca cruza la habitación. No la ven pero escuchan su zumbido. La maleta está llena.

-        Tengo que irme.
-        ¿No vas a darme un beso?
-        No.

La maleta sale de casa y entra en el ascensor.

-        Adiós.
-       

La puerta automática se cierra. Ruido del motor del ascensor.


® pepe pereza

lunes, 7 de abril de 2014

CON FLORES A MARÍA

Cuando llegaba el mes de mayo los alumnos teníamos que llevar flores al colegio. Nos obligaban los profesores. Además teníamos que acudir un cuarto de hora antes de lo acostumbrado para rezar a la Virgen. Coger las flores estaba bien y no suponía ningún problema dado que nuestra casa era de las últimas del barrio y el campo estaba al lado. Y por esas fechas todo se llenaba de flores silvestres. Lo que no me gustaba era atravesar todo el pueblo camino del colegio llevando las flores. Al verte, los chavales mayores se reían. Yo siempre procuraba evitar esos encuentros pero era inevitable cruzarte con algún grupo y recibir sus burlas. Como aquel día en concreto. Yo me dirigía al colegio con las dichosas flores. Normalmente mis ramos eran más abultados y surtidos que los que vivían en el interior del pueblo. Lo llevaba con aíre de desprecio, como si me importase un pito. Con el brazo descolgado y las flores mirando hacia el suelo. Que se notase que me obligaban a acarrear con ello. Entonces me crucé con aquellos tres chavales mayores. Me sacaban un palmo. Me rodearon y empezaron a empujarme. Uno de ellos, el más corpulento, me quitó el ramo y me golpeó con él en la cabeza. Algunas flores cayeron al suelo. Intenté recuperarlo pero terminé en el suelo de un empujón. Me levanté y me lancé contra el tipo que me había empujado, pero me aprisionó por el cuello y con un giro de su brazo me mando de nuevo al suelo. Hice amago de levantarme.

-        Chaval, no me obligues a pisarte la cabeza.

Supe que lo decía en serio y decidí quedarme donde estaba.

-        ¡Por favor! Devuélvemelo… lo tengo que llevar al colegio.

Los tres jóvenes se rieron de mí imitando el tono suplicante de mi voz. El corpulento, en un acto vil, arrojó el ramo al tejado de una casa próxima. Recibí algunos insultos más y se fueron. Me puse en pie y pude ver el ramo sobre las tejas. Pensé en la forma de recuperarlo pero no se me ocurrió ninguna. Recogí las pocas flores que estaban diseminadas por el suelo y traté de confeccionar un ramillete. Estaban tan deterioradas y eran tan pocas que no valía la pena.
A la entrada del colegio me fijé en que todos llevaban su ramo. Todos menos yo. Antes de entrar en las aulas era costumbre que alumnos y profesores nos reuniésemos en un ensanche del pasillo central. Allí habían montado un altar que estaba presidido por la imagen de la Virgen María. Frente a ella teníamos que cantar “Con flores a María” y luego, en rigurosa fila de a uno, le íbamos haciendo entrega de las flores. Yo intenté ocultarme entre los demás alumnos, pero el director del colegio no tardó en fijarse en mí.

-        ¿Y sus flores?

Le conté lo que me había pasado.

-        Eso no es excusa… Durante las clases usted se quedará aquí, pidiéndole perdón a la Santa Madre.

Terminada la ceremonia el alumnado entró en las aulas. Me quedé solo. Me apoyé en la pared resignado a pasar la tarde allí. Era raro estar en medio de aquel inmenso pasillo. Siempre lo había visto repleto de gente. Estar allí, me producía una sensación de desnudez que me ponía nervioso. Para distraerme de aquellos sentimientos me puse a mirar a través de los ventanales. Abajo en la calle vi pasar a un cazador rodeado de sus galgos. En la mano derecha sujetaba una escopeta, con la izquierda arrastraba lo que en un principio pensé que eran dos cuerdas, luego me fijé que eran culebras muertas. Largas y repugnantes, como en mis pesadillas. En ese momento el mundo me pareció un lugar extraño habitado por criaturas aun más extrañas.

-        ¿Se puede saber qué hace mirando por la ventana?

Me giré sobresaltado. Era el director.

-        Si lo he dejado aquí es para que le pida perdón a la Virgen… ¿Se lo ha pedido ya?

Negué con la cabeza.

-        Póngase de rodillas inmediatamente y pídaselo con  fervor.

Estuve a punto de preguntarle por el significado de “fervor pero deduje que no era el momento. Obedecí sin rechistar y me arrodillé frente al altar.

-        Me pasaré de vez en cuando por aquí, así que no se le ocurra abandonar este lugar. ¿Me ha entendido?

El director se dirigió a su despacho y desapareció por el fondo del pasillo. Aunque no me sentía culpable intenté pedir perdón a la estatua que tenía enfrente. No me salían las palabras, así que me puse a pensar en mis cosas. El olor de las flores me recordaba los campos próximos a mi casa. Imaginé que cazaba saltamontes y lagartijas, que corría por la dehesa, que nadaba en el río... Después de un rato empezaron a dolerme las rodillas. Miré a ambos lados del pasillo. Como no vi a nadie me puse en pie. Las piernas se me habían dormido. Tuve que frotármelas durante un buen rato para que la sangre volviera a fluir. Me daba miedo de que el director pudiera sorprenderme. En cuanto me sentí mejor volví a postrándome de rodillas. Al cabo de un tiempo, horas de frío, dolor y entumecimientos, vi como un niño salía de una de las aulas portando una campana. Después de que la hiciera sonar el pasillo se llenó de alumnos que salían en tropel de las aulas. Me puse en pie y, casi sin poder andar, salí a la calle. De regreso a casa pasé por delante del tejado donde los chavales habían arrojado mi ramo de flores. Seguía allí, en medio de las tejas. Había algo confuso en la estampa, algo que no sabría explicar, pero que al contemplarlo comprendías qué era. Durante una temporada, cada vez que pasaba por ese sitio, echaba un vistazo al ramo. Día a día las flores se iban marchitando. Hasta que un día desaparecieron.


® pepe pereza