UNO
La llamaban Shereel Dupont, que no era su verdadero nombre, y en los últimos tres meses no había tenido la regla, pero no estaba embarazada y lo sabía. No, era mucho mejor y mucho peor que eso. En parte se debía (incluso el nombre que no era su nombre) a los constantes ejercicios con pesas y al andar siempre medio muerta de hambre con una dieta a base de botes de vitaminas, batidos de proteínas y lenguado a la plancha sin sal ni mantequilla. Pero sobre todo se debía a Russell Morgan, al que también llamaban Russell Músculo, pero sólo a sus espaldas, nunca a la cara. Russell era quien la había descubierto, entrenado y bautizado, quien había cambiado todo en ella, hasta el modo de hablar, exigiéndole perder su acento de Georgia, al tiempo que la forzaba hacia una configuración final que sólo él era capaz de ver. No era un hombre de muchas palabras, pero siempre había dejado bien claro que el único que hacía falta que viera y supiera era él.
En el gimnasio, después de la tercera serie en el banco de pesas con setenta kilos en la barra (competía en la categoría de cincuenta y seis kilos), sus pectorales, enjutos y largos como los de un nadador pero tan marcadamente dispuestos y definidos como si se los hubiesen grabado con ácido, quemaban como fuego bajo los senos (cada uno del tamaño de un huevo duro). Aun así, no era suficiente para alcanzar su secreta visión de lo que debían ser. Nunca era suficiente.
–Otra serie –dijo Russell.
–Quema –dijo ella–. Dios, cómo quema.
Russell la observó sufrir, con la respiración agitada y poco profunda, el sonido de otros culturistas bufando y gruñendo a su alrededor y el ruido de los platos de hierro sonando estruendosamente en el aire cargado de motas de polvo bajo las luces fluorescentes.
La miró durante medio minuto, sin expresión en el rostro, y entonces dijo:
–Yo te diré cuándo te quema.
–Me duele, Russell –dijo ella.
–Yo te diré cuándo te duele –dijo él.
Y no le quedaba otra que volver al banco, bajo la barra cargada, para emprender otra serie y todo lo que se requiriese de ella.
Bueno, al menos después de la competición del sábado por la noche podría disfrutar de un pequeño respiro, el que Russell considerase oportuno, en lo relativo al gimnasio. Podría tomar más hidratos de carbono, más calorías y, a la vez que un poco de grasa corporal, reaparecerían sus períodos, a los que, extrañamente, echaba de menos.
Se levantó de la cama en la que había estado tendida tratando de apartar de su mente los gritos y las risas chillonas que le llegaban desde la piscina del hotel que había bajo su ventana, y se detuvo desnuda frente al espejo. Era incapaz de reconocerse. Se volvió ligeramente y no pudo dar crédito al suave corrimiento de músculos que se adherían tirantes a sus finos huesos.
Sólo cuando se encontraba entre otros campeones mundiales (como aquellos que estaban en la piscina dejando pasar el tiempo, del mismo modo que ella, en este día final antes de la competición), sólo entonces podía creerse a sí misma. Ninguna otra mujer del gimnasio donde entrenaba (El Emporio del Dolor de Russell), ni de la ciudad donde vivía, podía siquiera llegar a hacerle creer lo que se había hecho a sí misma.
Sólo cuando se juntaba con los misteriosos otros, llegados de ciudades distantes para exhibirse casi en pelotas frente a un público estruendoso, sólo entonces se daba cuenta verdaderamente de lo que suponía ser especial, especial en lo referente a la sangre, la carne, el sudor y, por encima de todo, el dolor.
Una llave rascó la cerradura de la puerta. Era Russell Morgan, un metro noventa de alto y ciento nueve kilos de peso. A sus cuarenta y cinco años había dejado de competir, pero su presencia, incluso ahora, en ocasiones, con sus ochenta y cuatro centímetros de cuello y ciento treinta y dos de pecho, provocaba reacciones impropias en la gente, como por ejemplo: salirse con el coche de la calzada.
Llevaba puesto un bañador slip y era totalmente lampiño. Usaba Nair para depilarse todo el cuerpo porque la ausencia de pelo hacía que las secciones entre sus músculos lucieran muchísimo mejor.
Sus afiladas pantorrillas tenían forma romboidal y los grandes globos de su pecho se proyectaban bien separados y definidos.
Cuando a los cuarenta empezó a quedarse calvo, se afeitó la cabeza y decidió mantenerla tal cual. Todo o nada, así era Russell Morgan. Se exigía a sí mismo la misma clase de disciplina que exigía a sus pupilos.
Se quedó en la puerta mirando a Shereel, desnuda ante el espejo. Llevaba una báscula de baño en la mano derecha.
–Parece que has ganado peso –dijo.
–Russell, necesito un trago de agua.
Él echó un vistazo a su reloj de pulsera.
–En dos horas podrás beberte un decilitro de agua o chupar cuatro cubitos de hielo, lo que prefieras. Soy un hombre razonable.
Cerró la puerta a sus espaldas, caminó hasta ella y depositó la báscula en el suelo.
–Estoy tan seca que no puedo ni escupir –dijo ella.
–No necesitas escupir, lo que necesitas es secarte. Secarte, secarte y secarte. Deshidratarte. Si bajas a los cincuenta y seis kilos lo ganarás todo. Y vas a bajar a los cincuenta y seis kilos –hizo una pausa–. Súbete a la báscula.
–Oh, Russell –dijo, pero obedeció.
Se inclinó para observar el balanceo de la aguja. Él permaneció totalmente inmóvil, mirando la báscula. Ella vio cómo los músculos de Russell se le tensaban a la altura de los hombros y cómo se le estiraban los tendones en la parte posterior de su enorme cuello, y lo supo.
Con una voz apagada y aterradora, aún más espantosa por su suavidad, dijo:
–Virgen santa, cincuenta y seis y medio. Cuarenta y ocho horas para salir a escena y estás medio maldito kilo por encima de tu peso.
–No lo voy a conseguir, Russell.
–Llegarás. Yo estoy aquí para hacer que lo logres.
Caminó hasta el aparato de aire acondicionado y apagó el ventilador. Luego encendió el termostato de la calefacción y lo puso a tope. Cuando volvió hasta ella se desembarazó de su bañador.
Ella bajó la mirada.
–Por Dios, Russell.
Él dijo:
–Tienes que perder ese peso.
Ella estaba un poco descolocada. Esto nunca había sucedido. Él ya la había visto desnuda. Tenía que verla desnuda para controlar sus excesos, sus ingles, lo bien definidos que estaban sus abdominales inferiores, la delgadez, la simetría, pero nunca había pasado algo así. La desnudez de Russell era una novedad e hizo que algo parecido al terror comenzase a hervir en su corazón.
–Podría ir a la sauna –dijo ella–, podría hacer unos cuantos largos.
–Pero entonces te verían, ¿no? –dijo él–. Y quiero que se caguen la pata abajo cuando te quites la bata para calentar en el backstage antes de salir a escena. Ponerles nerviosos, pequeña, psicología.
Russell nunca dejaba que nadie viera a la chica que presentaba de su gimnasio hasta unos instantes antes de salir a escena, en el backstage. Él mismo había actuado así cuando competía y seguía haciéndolo ahora con quienes entrenaba. Pensaba que eso le daba ventaja.
Se acercó a ella y le tomó la cara entre las manos, unas manos tan gigantescas que parecía que estaban sosteniendo una naranja.
Cada vez hacía más calor allí dentro y las risas y los gritos chillones procedentes de la piscina al otro lado de la ventana aumentaron con el calor. Al menos así se lo pareció a Shereel, con la cabeza atrapada entre las manos de Russell. La meció dulcemente, con ternura.
–Tómatelo como una sesión de entrenamiento –dijo Russell–. Me lo dijo un amigo, Duffy Deeter, y he acabado por creerlo. Follar no es más que otra sesión de entrenamiento.
–Russell, yo…
Él la sacudió, no de forma violenta, pero tampoco con ternura.
–No hables. Escucha. Tienes que poner todo tu corazón en esto. Tu corazón. Tienes que currártelo. ¿Quieres agua? ¿Quieres chupar un agradable y fresco cubito de hielo? Pues aquí es donde te lo tienes que ganar. Gánatelo aquí o no lo obtendrás.
Y así, allí mismo, en la asfixiante habitación del Hotel Blue Flamingo, en el centro mismo de Miami Beach, se inició una danza bizarra por un decilitro de agua, una ofensiva violenta llena de requiebros y retorcimientos que hizo que la cabeza de Shereel retumbase como un campanario. Russell la manipuló con la misma facilidad con que hubiese manejado a una niña sin dejar de exhortarla: “¡Cúrratelo, maldita sea, cúrratelo!”.
Pero aun poniendo todo su empeño, lo único en lo que ella podía pensar era en que su madre y su padre, junto a sus dos hermanos, su hermana y su antiguo novio (quizá todavía su novio) venían conduciendo desde el sur de Georgia para asistir al espectáculo del fin de semana. Nunca la habían visto competir, no lo entendían, pero habían visto fotos que ella misma les había enviado de su participación en otras competiciones, tenían curiosidad y además la querían.
Sin embargo, gradualmente, el chapoteo de la piscina se fue transformando en su cabeza en un decilitro de agua y aquel minúsculo vaso de agua se llevó por delante tanto las imágenes de su familia como las de lo que estaba haciendo allí, en la cama que las fuertes estocadas y sacudidas de Russell acababan de romper. Él ya estaba bañado en sudor cuando ella perdió clara y completamente la cabeza y su cuerpo comenzó a mostrar la primera, casi imperceptible, humedad.
Destrozaron la mayor parte de los muebles de la habitación mientras Russell resoplaba y aullaba como un loco:
–¡Eres una maldita campeona! ¡A currárselo! ¡Pierde peso! ¡Adelgaza!
Puesto que su consumo de líquidos había sido cuidadosamente supervisado, jamás hubiera podido imaginarse que llegaría a sudar como estaba sudando ahora, pero cuando por fin acabaron en el suelo entre los restos de la destrozada mesita, estaba más empapada que Russell. Y había sido él quien había abandonado, boqueando en busca de aire. Sangraba por los largos y delgados arañazos que le recorrían la espalda y las piernas. Había sufrido golpes en sus hipermusculados hombros, golpes que más tarde se convertirían en feos moratones. Pero Shereel no lucía ni una sola marca, su delicada piel estaba tan suave e inmaculada como siempre. Pues en el curso de todos los retorcimientos y retrocesos, encorvamientos y embestidas, Russell había tenido mucho cuidado de no dejar en ella la menor señal de forcejeo. De poco serviría echar a perder la carne que había traído hasta allí para alzarse con el título.
–Suficiente –dijo en un suspiro ronco y entrecortado–. Ya estamos donde necesitábamos estar.
Y así era. Cuando se subió a la báscula pesaba cincuenta y cinco y medio. Sólo cuando vio el peso se le ocurrió pensar que durante todo el revolcón (obligándola a volverse una y otra vez, deteniéndose en su cabeza, en sus pies, en su espalda, en su vientre), en ningún momento la había besado. No es que deseara que lo hubiera hecho. Pero es que nunca se la habían follado sin besarla. (Su hermano, para hacerla rabiar, solía decir: “¿Sabes por qué no se besa a una vaca cuando te la follas? Porque la boca te queda a tomar por culo. Ja, ja, ja”.)
–Puedes beberte un decilitro y medio de agua.
Se volvió hacia él, el rostro tenso, enseñando los dientes:
–¡Sólo quiero medio decilitro! Y deja puesta la calefacción.
–De acuerdo –gritó Russell–. Finalmente has cogido el toro por los cuernos.
Fue entonces cuando la besó, un largo beso que no notó que ella le permitió, pero sin corresponderle.