Tengo
suerte, mi mujer está duchándose y dispongo de la cocina para mí solo. Es lo
que necesito: soledad y silencio. Si consigo desayunar antes de que salga del
baño quizás logre aplacar este mosqueo monumental con el que me he levantado. El
frío y las mañanas lluviosas siempre me ponen de mal humor.
Aparece
cuando estoy delante del microondas. Está radiante y llena de energía. Me
aborda con un torrente de palabras que soy incapaz de asimilar. Asiento a todo
lo que dice con la esperanza de que el microondas termine cuanto antes el ciclo
de calentado. Habla y habla sin parar. Sé que pronto se irá a trabajar. Sólo
unos minutos más y podré disponer de todo el silencio del mundo. A través del
cristal ahumado veo girar la taza que tanto ansío. Por fin suena el timbre de
aviso. Saco el café del condenado aparato y bebo. Ajena a mi agobio continúa
dándole a la lengua, construyendo frases a destajo. Toda una sobredosis de
palabras. Palabras y más palabras que se acumulan en los oídos. El silencio es
tan necesario por las mañanas que debería ser obligatorio. Alguien tendría que
redactar una ley al respecto. ¿De dónde saca tanta palabrería? ¿Qué ha sucedido
en este intervalo de sueño para que tenga tanto que contarme? Es tarde, ya
debería haberse ido. Sin embargo alarga su monólogo. Quisiera ordenarle callar.
Decirle que cierre la boca de una puta vez. Pero eso empeoraría las cosas. Ruego
para que se vaya. La adrenalina está ahí. La noto tensando músculos y tendones.
La siento subir por las vertebras. Sigue hablando. Justo en el momento que voy
a estallar mira la hora y se escandaliza de lo tarde que es. Deja un beso en el
aire, coge el paraguas y sale corriendo. Ahora que se ha ido puedo relajarme y
terminar el café junto a la ventana. Llueve a mares. El agua cae con tanta
fuerza que parece el diluvio universal. No me gusta la lluvia. Me deprime y, lo
que es peor, me pone de mala hostia. Dejo atrás la ventana y conecto el
ordenador. Entre toda la música busco algo que me levante el ánimo. Pruebo con
distintos tipos de jazz, si bien ninguno termina de encajar. Con pop, rock y blues
ni lo intento porque sé que no es el momento. Con flamenco estoy cerca de
conseguirlo. Finalmente acierto poniendo algo de swing de los años veinte. El
salón se llena con los ritmos de Nueva Orleans y hace más llevadero el influjo
de la lluvia. Abro el Facebook y escribo: Odio
los días lluviosos. Enciendo un cigarro y aguardo a que alguien se digne a
dejar un Me gusta. Pasados unos
minutos aparece el esperado simbolito. Lo ha dejado la gorda con gafas que solo
cuelga fotos de gatos. Una auténtica petarda que no soporto. La bloqueo para
que no vuelva a molestarme. Poco después llega un mensaje de Mónica.
-¿Qué haces?
¿Qué debo contestar? Que por
el solo hecho de estar lloviendo he decidido quedarme en casa en vez de estar
buscando trabajo, que en realidad es lo que tendría que estar haciendo. Mejor
abreviar.
- Ya ves, enredando por aquí.
-Lo digo por si quieres pasarte por casa. Mi
marido ha cogido un taxi para ir al aeropuerto y voy a estar sola todo el día.
Antes de que le pueda
responder adjunta un vídeo en el que se pueden ver dos conejos copulando. El
macho al llegar al orgasmo se desmaya. Un polvo con Mónica siempre merece la
pena. Aunque viendo el chaparrón que está cayendo tengo mis reservas. Se lo hago
saber.
-¿Has visto la que está cayendo? Es el puto diluvio universal.
Como contestación envía un
selfie de sus tetas. No las muestra desnudas, pero sí enseña suficiente carne
para despertar mi interés.
-Si quieres catarlas vas a tener que mover tu
culo hasta aquí.
La muy zorra sabe que me
vuelven loco.
-Vale. Dame media hora.
Al salir del portal lo primero que veo es un paraguas
rodando por la acera y a su dueña persiguiéndolo. Y es que para empeorar la
cosa, a la borrasca hay que sumarle fuertes rachas de viento. Los ingredientes
perfectos para un día de perros. La parada de autobús está a un par de
manzanas. Corro en esa dirección procurando pasar por debajo de los soportales
y marquesinas que encuentro por el camino. A pesar de mis precauciones termino
calado hasta los huesos. El viento sopla tan fuerte que no hay donde
refugiarse. Llego cuando mi autobús acaba de marcharse. Trato de protegerme de
las inclemencias del tiempo bajo la tejavana de la parada mientras espero al
siguiente.
El
autobús tarda en llegar. No me extraña, con este tiempo el tráfico es un caos.
De hecho, hace unos segundos el viento ha arrancado una rama bastante grande de
un árbol y ha caído cerca de la carretera. Por suerte nadie pasaba por debajo
en ese instante. Se escucha el silbido de un whatsapp. Todos los que estamos en
la parada miramos nuestros Smartphone. El aviso es para mí.
-Ha pasado más de media hora ¿Dónde coño estás?
En el polo norte, no te jode.
Estoy empapado y temblando de frío, esperando un puto autobús que no termina de
llegar. Lo que menos me apetece es que me metan prisa. Por un momento me
planteo volver a casa y dejar plantada a Mónica. Entonces vuelvo a mirar la
foto donde enseña sus tetas. Y como por arte de magia sube el lívido y bajan
los humos.
-Enseguida llego.
-Ok. No tardes.
El viento sigue haciendo de las
suyas. Destrozando paraguas y poniendo en dificultades a la gente. Los que
caminan a favor tienen que hacerlo inclinados hacia atrás, por el contrario, a
los que les viene de cara lo hacen hacia delante. Buscando el equilibrio y luchando
a la contra de una u otra forma. La lluvia, según el empuje del aire, adquiere
distintas trayectorias y nunca sabes por dónde viene la siguiente envestida.
Por fin llega
el autobús. Va lleno y hay que sacar los codos para hacerse hueco entre los
pasajeros. De entre la mezcolanza de rostros hay uno que me resulta familiar.
Es una mujer delgada, más o menos de mi edad que está sentada detrás del
conductor. No sé de qué la conozco, pero hay algo en ella que me atormenta y
remuerde la conciencia. Como en un puzle intento ajustar a esa persona en mi
vida. Finalmente consigo que las piezas encajen. Ambos estudiamos juntos en
quinto y sexto curso de EGB. Se llama Natividad. No recuerdo sus apellidos. Lo
que sí recuerdo es que era una niña muy tímida que se sentaba delante de mi
pupitre. Sin duda, este remordimiento que siento es porque no paraba de tomarle
el pelo y meterme con ella. Un día tuve la ocurrencia de darle la vuelta a su
nombre. En vez de Natividad, decidí llamarle Muerte. El mote cuajó y pronto
corrió de boca en boca. Al final todos los alumnos terminamos llamándola así:
Muerte. Fue algo que nunca me perdonó. Me acerco a ella.
-Hola ¿Te acuerdas de mí?...
Sin duda se acuerda.
-…Ha pasado mucho
tiempo, pero quiero que sepas que lamento mucho todas las trastadas que te hice
en el colegio.
-¿Trastadas?
-Bueno, ya
sabes.
-Lo que tú
llamas trastadas para mí fueron crueles humillaciones.
-No crees que exageras.
-Un día, una
niña se acercó a mí. Delante de todos me escupió en la cara alegando que su
abuela había muerto. Lo malo es que lo dijo como si yo fuera la culpable, como
si yo hubiera tomado la decisión.
-...
-Tengo una hija.
El próximo año empezará a ir al colegio. Mi gran temor es que la sienten cerca
de un canalla como tú.
Dicho esto, recoge sus cosas, se
dirige a la parte trasera del vehículo y aguarda hasta que el autobús se
detiene en la siguiente parada. Al abrirse las puertas entra una brisa glacial
que me hiere las entrañas. Ella se apea y se aleja calle abajo lidiando con la
lluvia y el viento. Me llega otro whatsapp.
-Lo siento. Debido al temporal han
suspendido el vuelo de mi marido. Tendremos que vernos en otra ocasión.
pepe pereza