EL AULLIDO
Mis padres
murieron en un accidente. No entraré en detalles. Solo diré que quedé huérfano,
mis tíos me acogieron y tuve que trasladarme a aquel bosque. Recuerdo la
angustia que arrastraba conmigo en el tren que me llevó hasta allí. El miedo a
lo desconocido y ser consciente que era el principio de una nueva vida. Cuanto
más me alejaba de mi ciudad natal más desprotegido y asustado me sentía. Estaba
aterrado.
Sabía que
tenía que apearme en una aldea llamada Peñas de Cameros pero al llegar a la
pequeña estación el letrero rezaba: Penas de Cameros. Pregunté al revisor y me
aclaró que el rabito de la “ñ” se había borrado y de ahí mi confusión.
Se suponía
que mis tíos estarían esperándome, sin embargo nadie acudió a darme la
bienvenida. Me adentré en la villa. Era pequeña y las gentes que la habitaban
tenían el rostro triste y amargado. No vi a nadie con una sonrisa en la boca.
Pensé que deberían olvidarse definitivamente del rabito de la “ñ”, Penas de
Cameros se ajustaba perfectamente al ánimo de sus oriundos. No tenía ni idea de
dónde vivían mis tíos. Pregunté a una anciana que estaba a la puerta de su
casa. Al oír el nombre de mis familiares la vieja se persignó y se encerró en
la vivienda, dejándome con la palabra en la boca. Yo no sabía qué pasaba y
aquello me pareció de lo más extraño. Volví a preguntar, esta vez a un hombre
que transitaba por allí.
-
Chaval, olvídate de esos malnacidos y regresa por
dónde has venido.
Esa fue la
respuesta que recibí. ¿Malnacidos? ¿A qué se estaba refiriendo? Entonces vi a
un cura y me acerqué a él. Me informó de que mis tíos no vivían en el pueblo
desde hacía años. Por lo visto, tuvieron problemas con los vecinos y se vieron
obligados a mudarse al bosque. Algo
relacionado con un intento de violación por parte de mi primo a una niña de
cinco años. Para llegar hasta ellos tenía que salir del pueblo por un camino que
llevaba a las montañas, desviarme a la derecha por un sendero que se adentraba
en el bosque y seguirlo hasta dar con la vivienda. El párroco me sugirió que me
diese prisa en llegar no siendo que se echase la noche encima, advirtiéndome,
además, que el lugar era peligroso. Cargué con la maleta y me puse en marcha.
Dejé el pueblo atrás rumbo a las montañas. El otoño estaba en las últimas y las
temperaturas habían bajado considerablemente. Me abotoné el abrigo y seguí
caminando. Al llegar a lo alto de una colina pude ver el bosque extendiéndose a
lo largo del paisaje. Tenía un aspecto tenebroso y los sonidos que brotaban de
su interior no invitaban a adentrarse en él. Llegué al desvío y tomé el sendero
que conducía a una variada frondosidad de ocres y marrones. Me detuve frente a
las lindes de la arboleda y sentí un escalofrío. Algo me decía que debía
regresar ¿Regresar? ¿Dónde? Mis tíos eran la única alternativa. Me armé de
valor y avancé por la senda. A cada paso, la vegetación iba devorando parte del
camino, hasta el punto de reducirlo a una delgada línea no más ancha que mis
pies. Me dolían los brazos de cargar con la maleta y cualquier sonido me ponía
el vello de punta. Yo era un chico de ciudad y estaba fuera de mi ambiente. El
sol empezó a ocultarse. Aceleré mis pasos.
De pronto
la vegetación se abrió a una zona despejada de árboles. En medio estaba situada
la propiedad de mis tíos. Pude ver los corrales con las ovejas, el establo y la
vivienda, hecha de adobe y piedra. Esa va a ser mi casa de ahora en adelante,
me dije.
Rodeé la
verja de madera y entré. Pasé por delante de la morada pero no vi a nadie.
Llamé a la puerta. No abrieron. Insistí. Nada. Me pareció escuchar voces que
venían de la cuadra. Dejé la maleta frente a la entrada y me dirigí al establo.
Según me acercaba escuché claramente a un par de personas. También unos
escalofriantes mugidos. Al asomarme vi a una mujer que era el mismo retrato de
mi madre. Sin duda era mi tía. Tenía el brazo metido hasta más allá del codo en
el culo de una vaca y hurgaba dentro de sus entrañas. Le acompañaba un joven
corpulento: mi primo. Por su fisonomía y su comportamiento supe que era
deficiente mental. Ambos estaban tan pendientes de sus actos que no se
percataron de mi presencia. Mi tía introdujo el brazo hasta el hombro en el
interior de la vaca.
-
El ternero viene de culo.
Mi primo
contestó con gruñidos y frases ilegibles. Parecía nervioso, con una mano se
rascaba la cabeza mientras que con la otra se golpeaba la frente con la palma
abierta. No me atreví a intervenir, continué asomado a la puerta observando la
escena en silencio.
Desgraciadamente
el ternero nació muerto. Lo achacaron a mi llegada. Es un mal fario, dijo mi
tío cuando más tarde llegó acompañado del veterinario.
Después de
cenar me obligaron a compartir cuarto y cama con el deficiente. El insensato no
tuvo reparos en masturbarse estando yo tumbado a su lado. Cerré los ojos y me
tapé los oídos, pero aun así notaba cómo el colchón subía y bajaba. Echaba de
menos a mis padres y a mis amigos. Añoraba mi habitación, mi cama, mis cosas…
Tenía que ser fuerte y adaptarme. No quedaba otro remedio. Debía dejar atrás mi
anterior vida y empezar de nuevo. Por fin, mi primo calmó sus ardores y al rato
se quedó dormido. Yo no pude, estaba demasiado alterado para dormir. Desde la
cama observé la ventana y a través de ella un cielo plagado de estrellas. Nunca
había visto tantas. Por encima de los ronquidos de mi acompañante me pareció
escuchar un aullido. Me levanté, me acerqué al ventanal y lo abrí. Efectivamente,
era un aullido, claro y nítido, atravesando la curva de la noche. Mi nueva vida
también incluía lobos.
De
madrugada mi tío partió con el rebaño. Desde la cama le escuché arengar a las
ovejas para que saliesen del corral. Mi primo no estaba. Había dejado una
mancha de saliva en su lado de la almohada. De pronto entró mi tía.
-
¿A qué esperas para levantarte? Aquí nos ponemos
a trabajar al alba, así que espabila.
Me puso a
limpiar el establo. En cuanto terminé me ordenó cavar una fosa detrás de la
cuadra para enterrar el ternero muerto. Después de estar un rato cavando tenía
las manos llenas de ampollas. A pesar de ello seguí con la tarea, no quería que
me tachasen de blandengue. Cuando acabé se lo hice saber a mi tía. Fuimos en
busca del novillo pero había desaparecido. Según ella se lo había llevado mi
primo. Lo llamó a gritos. Lo buscamos por toda la granja. Lo encontramos oculto
entre unas alpacas de heno. Tenía consigo el cadáver. Por alguna razón que
desconozco se había encariñado de él y no había manera de quitárselo. Tratamos
inútilmente de convencerlo pero se aferraba al becerro como si le fuera la vida
en ello. Mi tía le amenazó con una vara de mimbre. Ni con esas. Fue fustigado
hasta que la vara se rompió. Vi la sangre expandiéndose por su camisa. No podía
creerme el aguante que tenía, yo lo hubiera soltado al primer latigazo. Mi tía
cogió una de las patas del ternero y tiró con todas sus fuerzas. No era
suficiente y reclamó mi ayuda. Él era más fuerte que nosotros y tuvimos que
rendirnos.
-
Ya verás cuando venga tu padre.
Mi tío
regresó con el rebaño al final del día.
Mi tía no
perdió tiempo y le contó lo sucedido. El tema se zanjó con una brutal paliza.
El padre se impuso al hijo y, por fin, pudimos enterrar el cadáver en el hoyo
que yo había cavado.
Aquella
noche el dormitorio fue solo para mí. A mi primo lo castigaron encerrándole en
el establo. Agradecí un poco de intimidad, no obstante, estaba tan cansado que
me quedé dormido en cuanto me metí en la cama.
A la mañana
siguiente encontramos la puerta de la cuadra reventada y la zanja vacía. Mi
primo y el becerro habían desaparecido. Entre los tres lo buscamos por la casa
y alrededores. Todo indicaba que se había internado en el bosque. Mi tío y yo
dedicamos la mañana entera a seguir su rastro. No pudimos dar con él. Después
de comer continuamos buscando. Al caer la noche tuvimos que regresar. Mi tía
estaba muy preocupada. No era para menos, el frío y los lobos eran amenazas
palpables que debían tenerse en cuenta.
-
Tranquila, mujer, no es la primera noche que la
pasa en el bosque. Seguro que estará bien.
No supimos
nada de él en dos días. Al tercero regresó escoltado por una pareja de la
guardia civil. Por lo visto aquella misma mañana apareció en el pueblo cargando
con el ternero.
Cuando los
beneméritos se fueron fue el turno de mi tío. Se quitó el cinturón y golpeó con
la hebilla a su vástago. Así hasta que mi primo fue reducido y soltó el
becerro. Después fue conducido hasta el establo. Una vez ahí, le ajustaron una
cadera alrededor del cuello y le pusieron un candado. El otro extremo de la
cadena estaba firmemente anclado a una viga.
Esa misma tarde mi tío y yo nos adentramos en
el bosque para poner fin de una vez por todas al problema del ternero. El plan
era abandonar el cadáver a varios kilómetros para que las alimañas se
encargasen de él. Así lo hicimos. De regreso mi tío hizo algo que llamó mi
atención: se acercó a un árbol, olió el tronco y meó sobre la corteza que
acababa de olisquear. Solamente dejó salir un pequeño chorro, el resto se lo
guardó.
-
A los lobos, si quieres que te entiendan, hay que
hablarles en su idioma.
Hacía cinco
días que vivía con ellos y era la primera vez que me dedicaba una frase de más
de tres palabras. Llegamos a otro árbol y repitió la misma escena, es decir: lo
olió y vertió un chorro de meada sobre el tronco.
-
Hay que dejarles claro que tú meas más alto que
ellos. Así sabrán que este no es su territorio y dejarán en paz a nuestras
ovejas.
Mi tío
había sido pastor desde niño. Según él, los lobos jamás habían atacado a sus
rebaños. De pronto se puso en guardia. Había visto algo. Se agachó muy
despacio, cogió una piedra del suelo y la lanzó. El pedrusco dio en el blanco:
una liebre que tuvo la mala suerte de pasar por ahí.
-
Ve a buscarla.
Me acerqué
hasta el animal. Aún estaba vivo. Tenía espasmos en las patas traseras y
sangraba por las orejas y la nariz. Percibí el miedo en sus ojos. Yo también lo
tenía. Era la primera vez que veía agonizar a un ser vivo.
-
¿A qué esperas para cogerlo?
No me
apetecía tocar a la liebre, ni mancharme de sangre… Vomité. Fue él mismo quien
se encargó de coger la pieza. La levantó del suelo y con un golpe de mano le
rompió el cuello. Volví a vomitar.
Esa noche
la cena consistió en un guiso de liebre con patatas. No quise probar bocado.
Al día
siguiente mi primo fue puesto en libertad. En cuanto lo soltaron se puso a
buscar al ternero por toda la zona. Probó a escavar con sus manos en varios
sitios que él mismo eligió al azar. Al ver que no lo encontraba gruñó y berreó,
pataleó, se golpeó la cabeza con los puños, incluso se arrancó algunos mechones
de pelo. Todo fue inútil. Finalmente se ocultó entre las alpacas de heno y allí
pasó el resto de la jornada.
Pasaron los
días y cayó la primera nevada. Acondicionamos el establo y trasladamos las
ovejas dentro. El trabajo era duro pero según transcurrían las semanas me iba
acostumbrando a mi nueva vida. Los modales bruscos y primitivos de mis tíos ya
no me lo parecían tanto. Lo peor era tener que compartir cama con mi primo. El
depravado seguía masturbándose sin importarle que yo estuviera a su lado. Eso a
mí no dejaba de cohibirme e inquietarme. Y sucedió que una de esas noches mi primo
me violó. Estaba durmiendo. De pronto noté un peso encima. Enseguida tomé
conciencia de sus intenciones. Traté de resistirme pero él era más fuerte,
además, me había cogido por sorpresa y me tenía totalmente sometido. Quise
gritar. Lo impidió tapándome la boca con su manaza. Recuerdo que le olía a
semen rancio. Nada pude hacer. Me sodomizó sin miramientos. Cuando terminó se
dio la vuelta y al poco se quedó dormido. Fui incapaz de moverme o tomar
represalias. Estaba tan cohibido, tan conmocionado, tan humillado… que solo
pude llorar. Lo hice durante toda la noche. A la mañana siguiente me levanté
como si no hubiera pasado nada. Delante de mis tíos me comporté con naturalidad
y no les dije ni palabra del asunto. No obstante, el dolor y la vergüenza iban
por dentro. Debía aguantar, entre otras cosas porque había jurado vengarme.
Me desperté
sobresaltado. Había tenido una pesadilla, pero nada más abrir los ojos mi mente
borró todo registro de ella. Tan solo quedó una imagen: Un árbol de navidad
decorado con vísceras y restos humanos. En lugar de espumillón había
intestinos. Orejas cortadas, dedos amputados, globos oculares sustituían las
típicas bolas de colores. En vez de una estrella coronando el árbol estaba un
corazón sangrante que aun palpitaba… El dormitorio estaba en penumbra. Todavía
era de noche. Pensé en mis padres. Quizás porque iban a ser las primeras navidades
que pasaría sin ellos. Los echaba de menos. Qué lejos quedaban aquellos días
felices. Miré a mi primo. Dormía con la boca abierta. Lo odiaba profundamente
por lo que me había hecho. Cada vez que lo veía me hervía la sangre. Sentirlo
en la misma cama me asqueaba y a la vez me aterraba. Tenía miedo de que
volviera a violarme. Por las noches no pegaba ojo, pendiente en todo momento de
cualquiera de sus movimientos.
Mis temores
se vieron confirmados la noche antes de navidad. Estaba tan cansado que, sin querer,
me quedé dormido. Mi primo aprovechó el descuido y quiso violarme por segunda
vez. Sabía que resistirme no iba a valer de nada. Él era más fuerte, así que
esta vez utilicé la inteligencia.
-
¿Te acuerdas del ternero?
Capté su
atención al momento.
-
Yo sé dónde está escondido.
Lo tenía
encima. Notaba su verga dura sobre mi espalda.
-
Si no me haces nada te diré dónde está.
Se aporreó
la frente con los puños, como si necesitase de los golpes para poner en
funcionamiento las escasas neuronas de su cerebro. Al final me dejó libre.
Quiso que fuéramos de inmediato a por el becerro pero le convencí de que era
mejor esperar a que se hiciera de día.
Por la
mañana me lo llevé al bosque. Anduvimos durante muchos kilómetros entre la
espesa vegetación hasta que llegamos al chaflán de un profundo barranco.
-
Está ahí. Asómate y lo verás.
El ingenuo
no cuestionó mis palabras y se acercó al borde. Lo empujé. Cayó al vacío y se
estrelló contra las rocas del fondo.
-
Ahora ¿quién jode a quién? ¿Eh? Maldito
retrasado, subnormal de mierda ¿Quién jode a quién?
En un
arranque grité a los cuatro vientos. Dejé salir la rabia y la humillación.
Seguí gritando. Mi grito fue volviéndose un aullido. Aullé como un poseído.
Para mi sorpresa a mi aullido llegó otro en forma de respuesta. Los lobos
estaban cerca. Les grité:
-
Estoy aquí y he venido a quedarme.
Eché una
última mirada al adefesio ensangrentado. Ese malnacido jamás volvería a hacerme
daño. Con un poco de suerte los lobos lo encontrarían y se darían un festín. En
cuanto a mis tíos, sabía que no sospecharían de mí. Darían como bueno que el
loco de su hijo se hubiera despeñado por un barranco. En cierto modo les había
hecho un favor. De regreso me paré a oler algunos árboles y a mear sobre sus
troncos, tal y como me había enseñado mi tío. Era hora de dejar mi marca. Que
todo bicho viviente supiera que ese iba a ser mi territorio. Me lo había
ganado.