Los
limpiaparabrisas van de izquierda a derecha apartando la lluvia a destajo. El
manto de agua impide que apenas se distinga la carretera. En el asiento del
copiloto está Sofía, mi mujer. Va ensimismada en sus pensamientos con la mirada
cargada de reproches. Mira que se lo advertí:
Viajar al norte en esta época del año es una locura. No hay nada más
que lluvia, frío y más lluvia. Con todo, se le antojó hacer este viaje y
aquí estamos, en medio del diluvio universal… De pronto lo oigo. Es una especie
de chirrido. De primeras creo que se debe al frote de las gomas de los
limpiaparabrisas contra el cristal, pero enseguida me doy cuenta de que el
ruido obedece a algo relacionado con el motor.
-¿Oyes eso?
-¿El qué?
-Ese ruido.
Chiiii… chiiii… ¿No lo oyes?
-No.
-Escucha con
atención…
-Cuidado con el
que tienes delante que le vamos a dar.
Piso ligeramente el freno y dejo
que el coche que nos precede se aleje unos metros. Me molesta que ella nunca
esté de acuerdo contigo en nada.
-Aunque tú no lo
oigas, hay una especie de chirrido.
-Déjate de
tonterías y concéntrate en la carretera.
Otra de las cosas que me jode es
que me trate como a un crío.
-Deberíamos parar.
-¿Con esta lluvia?
¿Estás loco?
No quiero que nos quedemos
tirados por culpa de una avería. Claro que Sofía tiene razón, parar en medio de
este aguacero es una locura. Sigo conduciendo rumbo al norte.
Al rato deja
de llover. Se abre un claro en el cielo y asoma un sol convaleciente. Una señal
anuncia un área de descanso. Tomo el desvío y me dirijo hacia los
aparcamientos. Me apeo del coche y abro el capo para echar un vistazo al motor.
-No sé qué coño estás
mirando. No tienes ni puñetera idea de mecánica.
Ella vuelve a tener razón, no sé
nada de mecánica, con lo cual no me queda claro si la maquinaría que tengo
delante está en su sitio o no. Cierro el capo y me centro en las ruedas. Según
rodeo el coche voy golpeando los neumáticos con el pie.
-¿Se puede saber
qué haces?
-Compruebo la presión.
Sofía se baja del coche y cierra
de un portazo. Se aleja unos metros y se queda mirando al frente. Desde el
principio supe que este viaje iba a ser un infierno, aun así me dejé convencer.
Nos queda mucho por delante, es mejor que intente afrontarlo con optimismo. Me
enciendo un cigarro y le ofrezco el paquete para que se sirva ella misma.
Rechaza mi oferta y sigue pendiente del horizonte. De repente vuelve al coche y
se pone a buscar en el equipaje.
-¿Dónde está la
cámara de fotos?
-¿No está ahí?
-No la encuentro
¿Estás seguro de que la guardaste?
-...
-Te dije que lo
hicieras.
Me lo dijo, pero jamás lo
admitiré.
-Si quieres hacer una
foto, utiliza la cámara del móvil.
En cuanto menciono el móvil sé
que he metido la pata.
-Lo haría si tuviera
batería.
Anoche se me olvidó ponerlos a
cargar.
Ha empezado a
llover otra vez. Llevamos un buen rato sin hablarnos, cosa que agradezco porque
necesitaba un respiro para poder continuar con esta pesadilla. Lo bueno del
asunto es que desde que hemos retomado la marcha no he vuelto a escuchar el
chirrido.
-Tengo hambre.
Lo dice como si yo fuera el
culpable.
Es el típico
restaurante de carretera. A pesar del mal tiempo está repleto de clientes, en
su mayoría camioneros. Los camareros corren de un lado para otro sirviendo
menús y tomando nota de las comandas.
Después de
esperar un buen rato, nos acomodan en una mesa que acaba de quedar libre. De
hecho, las sobras de los anteriores comensales aún están sobre el mantel.
-No me gusta este sitio.
Huele raro. Seguro que alguien se ha dejado la puerta de los baños abierta.
Hago oídos sordos. Después de lo
que hemos tenido que esperar no estoy dispuesto a levantarme y abandonar el
local. En vez de eso, cojo la carta y leo. Aunque la oferta no es muy variada a
mí me vale. A Sofía no.
-No me apetece nada de lo
que ofrecen aquí.
En la mesa de al lado un hombre
come paella.
-La paella tiene buena
pinta.
No me hace caso, así que dejo las
sugerencias.
Por fin se
acerca una de las camareras. Su ojo experto enseguida detecta la tensión
acumulada. Para tranquilizarnos nos pide disculpas por la tardanza y recalca
que en cuanto termine de recoger la mesa nos tomará nota.
Comemos, en
silencio. Un silencio sólido, pesado, frío como una cadena perpetua. Me fijo en
una pareja de jóvenes que ocupa una mesa junto a la puerta de la cocina. Hablan
afectuosamente ajenos al trasiego de los camareros, que entran y salen sin
parar. De habernos asignado esa mesa, nosotros, sin duda, hubiésemos
protestado. Sin embargo, ellos están contentos y no les importa estar ahí.
Supongo que es cuestión de feeling.
La mujer que tengo delante, es decir, mi mujer, escarba con el tenedor en el
lomo de un lenguado. Se nota que ha perdido el apetito. Me gustaría iniciar una
conversación.
-Me preocupa el
chirrido del motor.
-Quiero volver a
casa.
Pese a que la
decisión ha sido suya me siento feliz de regresar. Llueve a mares y hace rato
que deberíamos haber encontrado el desvío a la autovía, sin embargo continuamos
por esta carretera por la que no circula nadie excepto nosotros. A juzgar por
el paisaje, que cada vez es más boscoso, sospecho que nos hemos perdido. No digo
nada porque tal como están las cosas entre nosotros sé que mi despiste
equivaldría a una discusión. Es mejor callar y seguir hacia adelante con la
esperanza de encontrar una salida o, al menos, un letrero o señal que me
indique dónde estamos. De reojo alcanzo a ver una sombra que salta a la
carretera justo por delante del coche. No me da tiempo a reaccionar y escucho
un golpe seco que no augura nada bueno. A causa de la frenada Sofía tiene que apoyar
las manos en el salpicadero para no golpearse la cabeza contra el cristal
delantero.
-¿Qué pasa?
-Creo que hemos
atropellado algo.
Pongo las luces de posición y salgo
del coche para comprobar los daños. Hay una abolladura en la chapa de la
carrocería. La peor parte se la ha llevado un perro vagabundo. El pobre animal
sigue vivo. Quiere huir y trata de impulsarse con sus patas delanteras, ya que
las traseras han quedado inutilizadas por la envestida. No solo su columna ha
quedado dañada, su estómago ha reventado y en su intento por alejarse va
dejando tras de sí un reguero de sangre y tripas que la lluvia no termina de
limpiar. Es una escena triste y lamentable. Me acerco a él. El perro me mira
con los ojos vidriosos y desorbitados. Noto en ellos el terror y el dolor que
padece. Le cuesta respirar. Hago amago de acariciarle, pero lanza un mordisco al
aire que está a punto de alcanzarme la mano.
- -Tenemos que llevarlo a un veterinario.
- - ¿Te has vuelto loco? ¿Pretendes meterlo en el coche tal
como está?
- -¿Y qué sugieres que hagamos?
- -Lo más sensato sería acabar con su sufrimiento.
Para ella es fácil decirlo porque
sabe que no tendrá que ensuciarse las manos. El perro sigue arrastrándose
torpemente con las patas delanteras, dejando parte de sus vísceras en el
asfalto. Viéndole cómo está reconozco que no merece la pena llevarlo a una
clínica veterinaria, dudo que sobreviviese al viaje. Lo mejor es ahorrarle más
angustias. Echo un vistazo por la zona intentando encontrar algo contundente
para acabar con su vida. A estas alturas estoy calado hasta los huesos y no me
importa salir de la carretera y pisar el barro y los charcos que están por la periferia.
Cerca de unos árboles que lindan con el bosque encuentro una rama de un metro
de larga. Tiene el tamaño y grosor adecuados. El perro se ha ido distanciando
del coche en su intento desesperado por escapar. Me sitúo detrás y levanto el palo.
Veo mi reflejo en sus ojos. Bajo los brazos con fuerza y le golpeo en la
cabeza. La madera está demasiado húmeda y la rama se parte en dos a causa del
impacto. El perro se lamenta dolorido.
- -Se trata de evitarle sufrimientos, no de causarle más
daño.
- -Si crees que puedes hacerlo mejor, por qué no te
acercas hasta aquí y lo demuestras.
Me enseña el dedo corazón. En
momentos como este es a ella a quien me gustaría matar. Salgo de la carretera y
me acerco a los árboles. Cerca hay una roca de tamaño medio que está semienterrada
en el fango. Si consigo sacarla de ahí podré terminar con toda esta mierda.
Tiro con todas mis fuerzas, pero por mucho que lo intento la piedra sigue
firmemente afianzada al suelo. Me arrodillo en el barro, clavo los dedos
alrededor de la roca y echo mi peso hacia atrás tirando con los brazos. Poco a
poco el pedrusco va cediendo. Entonces oigo que el motor se pone en funcionamiento.
Seguidamente veo que el coche sale disparado hacia el perro y le pasa por
encima. Suelto la piedra y corro hasta el vehículo que ha quedado frenado junto
al arcén. Sofía está llorando en el asiento del conductor.
-¿Se puede
saber qué coño te pasa?
Quiere decirme algo pero de su
boca solo salen balbuceos. Al final logra articular dos palabras:
-Estoy embarazada.
Al escucharlas me quedo sin respiración.
La carrocería está manchada de sangre y en el asfalto ha quedado un amasijo de
carne y vísceras que me revuelven el estómago. Necesito escapar, desvincularme
de todo esto. Echo a andar y me adentro en el bosque. Avanzo entre los árboles,
dirigiéndome allí donde la frondosidad adquiere nombre y significado. Mientras
me alejo Sofía grita algo, pero la lluvia me impide escuchar lo que dice.
pepe pereza