Es Nochebuena. No me apetece ir a
cenar con mi madre, pero se lo prometí y debo cumplir mi palabra. Lo malo es
que voy a tener que presentarme con las manos vacías. El dinero que cobré del
centro comercial lo he gastado en pagar la multa y me he quedado sin un duro.
Ni siquiera puedo comprar una botella de vino para acompañar la cena.
Nada más entrar veo que ha estado
llorando, la rojez de sus ojos la delata. Ella dice que es de cocinar pero yo
sé que miente. No quiero indagar en el tema e intento animar el ambiente interesándome
por sus guisos y haciendo ver que estoy hambriento. Eso siempre alegra a mi
madre. Pero mi interpretación es pésima y no resulta creíble. Al final,
terminamos cenando como todas las Nochebuenas, es decir, repartiendo nuestra
atención entre lo que hay en el plato y las imágenes del televisor. Estar
juntos nos hace sentir más solos que nunca. Mi incapacidad para relacionarme
con la gente no me molesta en absoluto, la cosa cambia cuando afecta a la
relación con mi madre. Me entristece no poder conectar con ella. Y me jode que
el único vínculo que nos una sea el de sangre. Me gustaría que hubiera algo
más. Al otro lado de la pared oímos las voces de júbilo de los vecinos. Su
alegría deja en evidencia nuestra falta de entusiasmo.
-
¿Qué tal en el trabajo?
-
Lo he dejado.
Asiente con un pequeño gesto de
cabeza y vuelve a fijar la mirada en la pantalla. Me extraña que no me eche una
de sus reprimendas. Es más, que no lo haga me deja un poco preocupado. En la
tele no ponen nada más que chorradas: gente estúpida demostrando lo estúpidos
que pueden llegar a ser.
-
Estaba todo muy rico.
Está atenta al programa de
variedades y no me presta atención. Recojo la mesa y llevo los platos sucios a
la cocina. Mientras friego la vajilla tomo la decisión no aceptar más trabajos
de mierda. A partir de mañana me encerraré en casa y no saldré hasta terminar
la novela. No importa que se acabe la comida, el costo o el tabaco. Escribiré y
seguiré escribiendo. No dejaré que nada me distraiga. Me pondré a ello y no
descansaré hasta acabar. Después de secar los cubiertos regreso al salón. Antes de entrar
oigo unos llantos. Me asomo y veo a mi madre llorando. No me atrevo a interrumpirla,
así que me pongo el abrigo y salgo a la terraza para fumarme un porro. Contemplo
las viviendas que tengo enfrente. A través de sus ventanas puedo ver a las
familias brindando con copas de champán, felices por estar reunidos. Se supone
que tendría que envidiarlos, sin embargo, no me cambiaría por ninguno de ellos.
Prefiero la soledad y la apatía como compañeras. Dos tipos doblan la esquina.
Vienen cantando villancicos y se tambalean al andar. Es evidente que están
borrachos. Mi madre sale de la casa, se coloca a mi vera y se queda mirando al
horizonte. Es como si buscase respuestas en el cielo. Tendría que decirle que
no se moleste, que ahí solo hay oscuridad. Guardo silencio. Suspira al frío de
la noche, tratando de expulsar sus penas junto al aliento que sale de su boca.
En un momento dado alarga el brazo y me quita el porro. Se lo lleva a la boca y
le da una pequeña calada.
-
¿Qué haces?
-
Si es bueno para ti también lo será para mí.
-
Tú no estás acostumbrada. Te puede dar un bajón de
tensión.
-
No seas agorero.
Uno de los borrachos se aparta
para mear delante de la puerta de un garaje. Su colega aprovecha para vomitar
detrás de un contenedor. Mi madre y yo los observamos desde el balcón. El que
orina no puede mantener el equilibrio y cae de espaldas. El chorro no se
interrumpe y sigue fluyendo como si se tratase de un aspersor. El tipo, al ver
que se está meando encima, lucha por levantarse pero la gravedad puede más que
él.
-
Otro igual que tu padre, que no sabía mear sin mojarse
los pantalones.
Lo dice con tal naturalidad que
no puedo reprimir una sonora carcajada. De repente un cohete estalla en el
cielo, llenándolo de chispas de colores.
® pepe pereza